Ibrahima Seck ha localizado a través de redes sociales a las familias de más de un centenar de personas con trastornos psicológicos y les ofrece ropa limpia y asistencia ante la acuciante falta de psiquiatras en el país
Ataviado con un llamativo mono naranja y guantes de látex, Ibrahima Seck, de 39 años, se acerca con extremo cuidado a Mamadou. No quiere asustarlo. El joven duerme en un parque de Dakar, cubierto por una manta sucia y desgastada. Seck lo despierta con suavidad y le dedica una sonrisa. Mamadou lo reconoce, no es la primera vez que le asiste. Aún medio dormido, se levanta asido a su brazo, la mirada perdida, las ropas rotas. Como cientos de hombres y mujeres que deambulan por los márgenes de la ciudad, omnipresentes en cada rotonda, en cada rincón, en cada barrio, su enfermedad mental le ha llevado a la calle, el hogar más duro que existe.
Allá por 2018, de camino al trabajo, Seck, arquitecto de profesión, se cruzaba cada mañana con un hombre de unos 70 años que pasaba las horas sentado junto a un muro. Un día, decidió parar y ofrecerle algo de comida. Fue un acto espontáneo, un impulso que le cambió la vida. “La comunicación era difícil, me di cuenta enseguida de que no estaba bien, que tenía algún problema mental”, asegura. Entonces, tuvo una idea. Le hizo una foto y la subió a las redes sociales, por si alguien lo reconocía. Y se hizo el match. Un familiar vio la imagen y contactó con Seck: llevaban seis años sin saber de él desde que escapó de casa en una ciudad del interior del país y lo estaban buscando.
“Desde entonces hemos ayudado a más de 136 personas a volver con sus familias”, asegura Seck, quien creó la asociación Help and Clean Mind (Diambalante ak raxass xel, en wolof; Ayuda y mente limpia, en español) con un perfil en Facebook donde lanza las búsquedas y que hoy cuenta con un puñado de voluntarios y puntos focales en todas las regiones. Pero no es solo eso. “Tratamos de ofrecerles comida, los lavamos, les damos ropa limpia. Si vemos que tienen alguna herida o enfermedad, los llevamos al centro de salud o al hospital. Que al menos por un rato sientan que alguien se preocupa por ellos. Acercarnos a ellos no es fácil, al principio se muestran desconfiados y en ocasiones es una tarea de meses que nos acepten. Pero insistimos”, explica.
Mamadou no se resiste. Agarrado al brazo de Seck atraviesa un par de calles y se deja llevar hasta los aseos del mercado cercano. Allí, este lo desviste y lo mete en la ducha para ponerle unos pantalones y una camiseta nuevos. Por primera vez, devuelve la sonrisa. Abdoulaye, que vende móviles y cargadores, bromea con él. “Estás muy bien así”, le dice, “pareces un empresario”. Lo conocen, lo ven andar de un lado para otro a diario, lo invitan a un café y un bocadillo por la mañana. Sin embargo, no saben nada de él. Mamadou no habla casi nunca y, cuando lo hace, dice frases sin sentido o repite una y otra vez lo último que ha escuchado.
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En la sede del ministerio de Sanidad, el doctor Kebe, al frente de la división de Salud Mental, repasa las camas disponibles para los enfermos. “Hay 80 en Fann, 74 en Thiaroye y una decena aproximadamente en cada región”, asegura. En total, no llegan a 400, una cifra insuficiente para los 86.500 enfermos registrados en 2020. No todos necesitan ingreso, pero en las calles se cuentan por cientos los que vagan sin rumbo. Aquellos que necesitan ser internados pasan dos o tres semanas en alguno de los 15 establecimientos psiquiátricos con que cuenta el país. Cuando son estabilizados, son dados de alta.
Un informe de 2019 del Ministerio de Sanidad revelaba “insuficiencia de recursos humanos, de personal cualificado y de presupuesto”. Con apenas 40 psiquiatras para 18 millones de habitantes, el doctor Kebe agradece la labor de colectivos como Help and Clean Mind. “Las asociaciones comunitarias juegan un rol fundamental, nosotros los formamos y cuentan con una red que llega a donde nosotros no podemos. La pobreza y la incapacidad de las familias para gestionar a un enfermo mental son problemas añadidos a la psicosis o la esquizofrenia, las patologías más abundantes”, explica.
En el cruce de Pompiers, a media mañana, el tráfico es denso. Coches, autobuses y motos pasan de manera incesante en todas las direcciones. En la gasolinera que se encuentra bajo el paso elevado, Amadou Diallo se sienta sobre un cartón. Rehúye la mirada. Se aparta todo lo que puede de los transeúntes. “Alguna vez he conseguido hablar con él. Es maliense y no sabe cuánto tiempo lleva aquí. He tratado sin éxito de localizar a su familia, pero cuando le ofrezco ropa y comida la coge y sale corriendo. Cada persona es un mundo y reaccionan de manera muy diversa”, comenta Seck.
Es la hora de comer. A pocos metros de Pompiers, junto a la flamante sede de la Radio Televisión Senegalesa (RTS), Abdou pasa con paso cansino por delante de una fila de pequeños restaurantes locales de donde sale un intenso olor a thieboudienne (arroz con pescado), el plato nacional. Cada día, alguno de estos locales le ofrece un plato con los restos que dejan los clientes. “De esta calle apenas se mueve”, asegura Seynabou Niang, una vecina, “solo cuando se levanta para comer y cuando llueve, que corre a refugiarse en aquel toldo”, dice señalando a la esquina donde se acumulan barriles y viejos motores de un taller cercano.
Seck logra convencerlo y lo lleva dentro de la casa de Niang, donde le espera un baño en el aseo del patio. Tras peinarse y lavarse bien la cara, sale de forma apresurada para su rincón de dormir. “A veces otras personas sin hogar le roban las mantas”, asegura la mujer, “es un bendito, no molesta a nadie y solo se sienta a ver pasar la gente”. Niang no sabe quién es, ni de dónde viene, ni si tiene familia. Abdou nunca dice nada. Parece asustado. “Una vez me dijeron que tenía parientes en Kaolack, pero es difícil confirmar nada”, añade Seck, el hombre del mono naranja que dedica sus días libres a recorrer la ciudad en busca de enfermos mentales.
Su sueño es construir un centro de acogida para enfermos mentales que alivie, aunque sea en parte, la situación que atraviesan muchos de ellos. Sin embargo, la falta de fondos y apoyo financiero le fuerza a continuar con su voluntariado ambulante. “Al menos me gustaría contar con una ambulancia para trasladar a los que están peor a los hospitales”, comenta. A las cinco de la mañana, recibe una alerta de un vecino. Una mujer en Guediawaye dormita en un aparcamiento y se muestra agresiva con quienes se acercan. “La situación de ellas es desesperada, además de la precariedad son víctimas de todo tipo de abusos”, explica. Seck no se lo piensa mucho: se levanta con esfuerzo y busca su mono naranja.