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Desde hace años, la casi totalidad de los gobiernos italianos han aprobado leyes para aportar su granito de arena al muy ambiguo ámbito de la “seguridad”. Sin solución de continuidad, el parlamento transalpino ha ido endureciendo progresivamente las penas para delitos ya existentes, al mismo tiempo que creaba otros muchos nuevos (y no eliminaba prácticamente ninguno).
Todo ello aderezado con un constante aumento en el gasto destinado a los muchos cuerpos de policía presentes en Italia. Siguiendo un guion casi predefinido, la aprobación de este tipo de reformas suele acompañarse de escandalosas campañas mediáticas, las cuales crean momentos emergenciales que funcionan como justificación última ante la opinión pública. El objetivo de fondo, en todos los casos, es el mismo: domar el conflicto social, tanto en sus fases nacientes —a través de medidas preventivas herencia del régimen mussoliniano, véase la “vigilancia especial”— como en sus manifestaciones más organizadas.
Una larga serie de “leyes mordaza”
El origen de esta tendencia ultrarrepresiva por parte del Estado italiano podría situarse en el periodo 1968-1977, la “gran ola revolucionaria y creativa, política y existencial” que provocó auténtico pánico entre las élites del país transalpino, así como entre los poderes fácticos internacionales con intereses en él. Un pánico que tuvo, grosso modo, dos tipos de respuestas por parte de los aparatos estatales. La primera, explícitamente golpista, consistió en el diseño y ejecución de una serie de atentados terroristas —como el paradigmático caso de Piazza della Loggia— que pretendían preparar el terreno social para un cambio en el gobierno del país de corte militar y parafascista. La segunda, más democrática, consistió en generar un hipertrofiado aparato policial-legislativo —inclusive la instauración de una auténtica policía política, aún presente en todas las provincias italianas— que contuviera esa creación de mundos nuevos alternativos al Estado.
Tras el reflujo de aquella oleada, el fin de siglo trajo consigo un nuevo enemigo: las personas migrantes. La respuesta disciplinante no se hizo esperar. En 1998, tras una serie de reformas europeas en ámbito Schengen, los entonces ministros italianos de Interior, Giorgio Napolitano, y de la Solidaridad Social (sic), Livia Turco, ambos del área post-PCI, instauraban los primeros CIEs de la historia italiana. Un dispositivo de control de las personas migrantes y pobres que sería continuamente reforzado a lo largo de la alternancia en el gobierno entre el centroizquierda y el centroderecha. En la misma línea, tras el homicidio de Donatella Reggiani en 2007 a manos de un hombre de nacionalidad rumana, el gobierno de Romano Prodi aprueba un decreto que regula la expulsión del país de migrantes procedentes de países comunitarios. Un hecho que desencadenó una intensa campaña mediática contra la inmigración, culminando en la aprobación el año siguiente de un nuevo “paquete seguridad”, esta vez por parte del gobierno Berlusconi: los ayuntamientos pasaban a tener competencias para aprobar medidas en materia de «seguridad urbana» y se instauraba la presencia fija de militares en las ciudades con la campaña Strade Sicure [Calles Seguras], activa hasta el día de hoy.
En los siguientes años se sucederían distintas nuevas leyes en el ámbito de la “seguridad”, con personajes destacados como Marco Minniti, ministro de Interior en el gobierno de centroizquierda de Paolo Gentiloni, que en 2017 promovió los infames acuerdos con la mal llamada “guardia costera libia”, e implementó las bases legales para el hostigamiento de las organizaciones dedicadas a salvar personas en el mar, proyecto al que daría continuidad con enorme entusiasmo su sucesor en el cargo, el leguista Matteo Salvini.
Las políticas represivas del gobierno encabezado por Giorgia Meloni están, tanto a nivel legislativo como policial, en línea con el trabajo realizado por sus predecesores
La aportación del gobierno Meloni: más y mejor
Para entender el actual contexto, resulta importante remarcar el hecho de que las políticas represivas del gobierno encabezado por Giorgia Meloni están, tanto a nivel legislativo como policial, en línea con el trabajo realizado por sus predecesores. Dicho esto, resulta igual de evidente que la represión estatal en Italia está sufriendo cambios cualitativos, y que se está convirtiendo en una prioridad. Baste pensar que la primera medida aprobada por el actual gobierno fue el llamado “decreto anti-raves” que, entre otras cosas, amplió la aplicación del delito de invasión de terrenos o edificios, endureciendo además las penas asociadas.
Desde el pasado otoño, la mayoría parlamentaria liderada por Hermanos de Italia ha aprobado una serie de leyes de matriz represiva. El último es el denominado “paquete seguridad”, un proyecto de ley (DDL1660) presentado el pasado 15 de noviembre por los ministros Piantedosi, Nordio y Crosetto, titulares respectivamente de las carteras de Interior, Justicia y Defensa, que en estas semanas está siendo sometido al debate parlamentario. Un momento interesante para analizar el imaginario político que domina las mayorías institucionales, más allá de las medidas concretas que finalmente serán aprobadas, previsiblemente antes de la pausa veraniega. Las premisas son claras: según declaraciones del gobierno, el intento es colmar un supuesto vacío normativo respecto a la prevención eficaz de actos, sabotajes y formas de conflicto consideradas “subversivas”.
En lo referente al imaginario que se maneja, el proyecto de ley 1660 introduce un inquietante neologismo, “terrorismo de la palabra”, descrito como un fenómeno “capaz de alimentar […] la máquina del terror internacional, y capaz también de desencadenar la radicalización violenta que lleva a la realización de actividades terroristas”. El problema, al parecer, es que “resulta evidente […] la habilidad y rapidez de las organizaciones terroristas de trascender de la dimensión conceptual a la real, sobre todo a través de la obstinada difusión de propaganda creada expresamente no solo para condicionar ideológicamente y psicológicamente al potencial afiliado, sino incluso para dotarle “a domicilio” (sic) las motivaciones operativas para pasar —incluso aisladamente— a la acción […] En este terreno de conflicto asimétrico, combatido con palabras, escritos, retórica y proselitismo, resultan fundamentales las políticas generales de prevención de la radicalización […] para poder incriminar la conducta de quienes conscientemente obtengan o conserven material con contenidos finalizados a cometer o preparar actos violentos o con finalidad de terrorismo”. Con estos supuestos, se castigará con entre dos y seis años de prisión a quien posea o haga circular, de forma escrita u oral, contenidos capaces de instigar a la realización de actos o resistencias contra instituciones o servicios públicos. Una versión del viejo delito de propaganda subversiva contenido en el código penal mussoliniano que en su momento envió a miles de antifascistas a prisión y que ahora parece apuntar, entre otros, a quienes se organizan en solidaridad con la resistencia palestina.
Italia frente al genocidio
Ante la masacre palestina, Italia es mucho más que su gobierno
La propuesta general del proyecto de ley responde a la misma lógica securitaria de sus predecesores en la materia, y los sujetos en el punto de mira son los de siempre: el enemigo político, las personas pobres y las personas migrantes. Tal y como ha escrito Alessandra Agostino en las páginas de il Manifesto, “la criminalización [del DDL1660] sirve para deslegitimar [la acción de los sujetos], así como para justificar la represión de quienes podrían socavar el modelo neoliberal hegemónico, permitiendo además desviar y ocultar las responsabilidades de las desigualdades sociales, la guerra y la devastación climática. No hay rastro [en las leyes en discusión] de la seguridad desde un punto de vista social. La deriva autoritaria se consolida reafirmando las premisas del neoliberalismo: se minan los fundamentos materiales de la transformación social y se cierra en banda la posibilidad de su reivindicación”.
Los ámbitos concretos de aplicación de las normas propuestas son múltiples: no solo la disidencia política, la defensa del territorio y los flujos migratorios, también otros elementos más residuales como el comercio del cannabis light y la castración química para hombres condenados por violación. Elementos que, en su conjunto, hacen palpable la prisa de la actual mayoría parlamentaria por plasmar lo antes posible su modelo de sociedad.
Tómese como ejemplo la cuestión carcelaria. Contábamos hace unos días la crisis sin fin del sistema penitenciario italiano, con una superpoblación que alcanza en algunos casos el 200% y un aumento de las revueltas y los suicidios en centros penitenciarios de todo el país. La respuesta del gobierno se ha limitado a medidas contenidas en el “paquete seguridad”: endurecimiento de las penas por el delito de revuelta penitenciaria y ampliación de este delito para castigar formas de revuelta simbólicas y no violentas. En la propuesta de ley se incluye además el endurecimiento del delito de instigación a la desobediencia en caso de que sea cometido dentro de la prisión. Por último, el Decreto Caivano, aprobado el pasado septiembre, ha ampliado los casos en los que es posible retener en custodia cautelar a menores de edad y ha abierto la posibilidad a su encarcelamiento en centros penitenciarios para adultos. Medidas que van de la mano de la violencia con que la policía ha respondido en los últimos meses a las protestas en solidaridad con palestina, protagonizadas principalmente por jóvenes estudiantes.
De la misma forma, se pretende recrudecer el ataque a otro fenómeno derivado del malestar social: la ocupación de viviendas. Así, el DDL1660 propone un nuevo delito: la “ocupación arbitraria de inmuebles destinados a domicilios ajenos”. Un ataque que no va dirigido únicamente contra las personas afectadas, sino también contra los movimientos de vivienda que se organizan para apoyarlas, ya que el delito propuesto castiga explícitamente “a cualquiera que se entrometa o coopere en la ocupación del inmueble”.
La defensa del territorio en el punto de mira
A quien observe con un poco de atención las actuales luchas sociales en Occidente no se le habrá escapado que hay un ámbito en el que las fuerzas anticapitalistas consiguen coagularse, en ocasiones incluso con un cierto éxito: las luchas en defensa de los territorios. En Italia, caracterizada por una altísima densidad de población (más del doble que el Estado español), el extractivismo toma desde hace décadas la forma de macroproyectos: desde el proyecto de TAV entre Turín y Lyon, cuya oposición desde hace treinta años dio nacimiento a una auténtica comunidad de lucha, hasta la construcción (por ahora solo proyectada) de un puente sobre el Estrecho de Messina, pasando por la instalación de bases militares o teleféricos. En todos los casos, se trata de proyectos tan inútiles para las poblaciones autóctonas como dañinos para los territorios en que estas viven.
Se propone un agravante para el delito de “violencia o resistencia a la autoridad”, en el caso de que se cometa “con el fin de impedir la realización de un proyecto público o una infraestructura estratégica”
No resulta extraño pues que el nuevo proyecto de ley sobre “seguridad” pretenda reformar elementos esenciales de los conflictos territoriales (aunque no solo). Se propone así un agravante para el delito de “violencia, amenazas o resistencia a la autoridad”, en el caso de que se cometa “con el fin de impedir la realización de un proyecto público o una infraestructura estratégica”. Se extiende además el delito de lesiones a la autoridad, pasando a incluir lesiones leves o muy leves. Por último, la resistencia pasiva pasará a ser delito en caso de que el proyecto de ley sea aprobado. En pocas palabras, no solo se reprime aún más el disenso político, sino que también se victimiza al poder policial.
En otro artículo del DDL1660 nos encontramos con el “bloqueo ferroviario o de carreteras”, un delito creado durante el mandato de Salvini como ministro de Interior, y que sobrevivió a las más que tibias reformas llevadas a cabo por el posterior gobierno de coalición entre Partido Democrático y Movimiento Cinco Estrellas. Una ejemplo paradigmático de derecho penal del enemigo, ya que se pretende desactivar una forma de protesta que, aunque haya sido popularizado en los últimos años por distintos grupos de activistas climáticos, se realiza tradicionalmente en el ámbito del conflicto laboral y en las protestas estudiantiles. El proyecto de ley actual prevé un agravante para este delito si se comete en grupo, de forma que, considerando lo difícil que resulta realizar una acción de este tipo en solitario, la pena “normal” podría ser la reclusión de entre seis meses y dos años.
Disciplinar (aún más) la mano de obra migrante
El 7 de febrero de este año, en un naufragio cerca de Cutro, en Calabria, morían 98 personas, de las que 35 eran niños y niñas. Hace pocos días se condenaba a un joven turco de 29 años en calidad de paterista a veinte años de prisión, mientras que el Estado italiano, cuyas responsabilidades en la “tragedia” han sido demostradas, ha salvado el tipo con condenas a seis oficiales encargados de la seguridad en el mar. En marzo, el Consejo de Ministros italiano aprobaba, en un escalofriantemente hipócrita evento mediático, el llamado “Decreto Cutro” en el mismo lugar de la masacre. Un dispositivo legal cuyo objetivo declarado es gobernar las migraciones a través de un doble canal: mayor apertura para personas migrantes “seleccionadas” y repatriación acelerada para las demás. Se trata de una respuesta casi directa a la desesperada demanda de mano de obra por parte de los empresarios —especialmente en los sectores de la producción agrícola, la construcción y la restauración—, la cual ha crecido tras la reestructuración post-covid del mercado de trabajo. Al mismo tiempo, la norma reduce la protección especial para los refugiados, acelera los procesos de repatriación (potenciando la red de CIEs) y hace aún más excluyente el sistema de acogida. Por si fuera poco, el Decreto Cutro impide además la conversión de ciertos permisos de residencia, dificultando mucho la estabilización burocrática y reforzando así la precariedad.
El DDL1660 añade un elemento más a este durísimo sistema de disciplinamiento de las vidas migrantes (y pobres), ampliando, como ya hicieran los anteriores ministros de Interior, la aplicación del daspo urbano, una orden de alejamiento de una ciudad concreta dirigida una persona por un tiempo determinado. Dato importante: se trata de una medida administrativa, no penal, por lo que no requiere que la persona en cuestión haya cometido delito alguno, basta que no resida en la ciudad y que las autoridades competentes certifiquen su “peligrosidad social”. Nacida en el intento de controlar a los grupos ultras de los estadios de fútbol, a lo largo de los últimos años se ha extendido la aplicación del daspo a los sujetos marginales (que dañan el “decoro” imperante), así como para debilitar las luchas políticas en territorios concretos (por ejemplo, en las cercanías de un CIE, una cárcel o el centro de una ciudad turística).
Por último, los proponentes de las nuevas leyes securitarias se han reservado un ataque directo contra las mujeres de etnia romaní, muchas de las cuales son a menudo arrestadas mientras intentan sustraer carteras o teléfonos en los centros de las ciudades, siendo normalmente liberadas posteriormente por tratarse de delitos menores y por su condición de embarazadas o madres de niños y niñas de corta edad. El nuevo proyecto de ley consiente la encarcelación de madres —especialmente si son reincidentes— aun cuando el delito sea leve y tengan niños y niñas de menos de tres años a su cargo. En cada caso, será el juez el encargado de evaluar la posibilidad de una reclusión que, hasta ahora, estaba totalmente prohibida, así como de decidir si resulta más conveniente para el o la menor en cuestión buscarle otra familia más adecuada. Una medida que legaliza el secuestro de niños y niñas de madres migrantes y pobres.
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Ante este cuadro desolador, quien haya llegado a este punto del artículo podría preguntarse por qué no se está produciendo un levantamiento masivo en Italia contra el DDL1660. Las respuestas pueden ser múltiples y fáciles de adivinar para quien intente organizarse políticamente, desde abajo, en el Estado español: la desmovilización generalizada, la alienación del trabajo asalariado y la sociedad de consumo, el miedo clasemedista a perder lo conseguido o la fragmentación social. Pero quizás haya que cambiar la pregunta: ¿por qué el gobierno postfascista necesita llevar a cabo todas estas reformas, aun cuando la legislación represiva, como hemos intentado contar, era ya sólida a su llegada a palacio? En este caso, la respuesta puede ser solo una: porque, a pesar de todo, incluso en Italia, donde hacer política parece cada día más difícil, algo se mueve desde abajo; porque todavía quedan (muchas) personas, oprimidas y solidarias, que se esfuerzan por resistir, por enfrentarse y construir vidas más allá del disciplinamiento dominante.
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