«La religión es la fuente de energía más conocida por la humanidad. En el momento en que una persona (o gobierno, religión u organización) está convencida de que Dios está ordenando o sancionando una causa o proyecto, todo vale. La historia mundial de odio, asesinatos y opresión impulsados por la religión es asombrosa». Eugene H. Petterson (1932-2018), pastor presbiteriano, teólogo y poeta.
Guerras y genocidios han sido algo más que numerosos a lo largo de la historia. Nacionalismos, razones económicas (control de recursos y fuentes de energía) en general encubiertas, la simple codicia y el afán de poder, ideologías políticas, etc., han sido combustibles relevantes. Uno de ellos, si no como principal sí acompañando a otros, han sido las religiones. Con mucha frecuencia, los contendientes dicen apoyarse en la idea de que Dios está de su lado.
Es increíble la cantidad de guerras y genocidios cometidos en nombre de una u otra religión. Las guerras de religión en Europa (siglos XVI-XVII) quedaron lejos, pero todavía persisten razones religiosas para matar. A día de hoy se cometen asesinatos y genocidios contra cristianos (p. ej., en Nigeria), contra musulmanes (persecución del pueblo rohinyá en Myammar), genocidio de los yazidíes (religión preislámica en Oriente Medio) en territorios principalmente de Iraq, pero también en Turquía, Siria e Irán. No obstante, voy a centrar este artículo en Estados Unidos e Israel, por su preponderancia en la actualidad de estos días.
Los gobernantes de Estados Unidos, el mayor promotor planetario de guerras, golpes de estado, asesinatos de líderes políticos y desestabilización de gobiernos que no le bailan el agua, afirman con frecuencia, por boca de sus presidentes y ministros, estar inspirados por Dios. Así se presentó George Bush ante el mundo para preparar la guerra de Iraq. Hace pocos días, el presidente Biden decía que solo abandonará la carrera electoral si se lo pide Dios. La inspiración divina es clara para estos iluminados. A tal punto, que el país se rige por el lema In God we trust (En Dios confiamos) impreso en los dólares, un lema cuestionado por organizaciones laicas al vulnerar el principio de separación Iglesia-Estado.
En un capítulo del libro Geopolítica, guerras y resistencias (2006), el polítólogo Heriberto Cairo trata el tema del Fundamentalismo cristiano en la imaginación geopolítica norteamericana, declarando que le interesó el asunto «al escuchar las proclamas belicistas de Osama bin Laden y George W. Bush cuando comenzaron los bombardeos estadounidenses en Afganistán el 7 de octubre de 2001. Me sorprendió la simetría con que en ambos comunicados se intentaban establecer dos campos de enemigos absolutos e irreconciliables, y se solicitaba la bendición divina para las propias fuerzas«. Ese mismo día, Bush, al anunciar el ataque, terminaba su alocución diciendo «Que Dios siga bendiciendo a los Estados Unidos«. La contestación de Bin Laden venía a ser prácticamente simétrica; si Bush decía que «en este conflicto no existe un terreno neutral«, Bin Laden decía: «estos acontecimientos [atentado de las Torres Gemelas, bendecido por Bin Laden] han dividido el mundo en dos campos, el campo de los fieles y el campo de los infieles«, y pedía a todos los musulmanes que se levantaran para defender su religión, rematando con «que Alá nos proteja«. Ambas parten alimentaban el odio al otro, percibido como enemigo: si Bin Laden y los suyos celebraban los atentados del 11-S, millones de estadounidense han aprobado las torturas de Abu-Ghraib y Guantánamo y la masacre de cientos de miles de ciudadanos de varios países (directamente, Iraq y Afganistán).
Así, en la fusión entre religión y geopolítica las partes apelan a «fuentes ocultas de poder» (Dijkink, 2004, citado por Cairo), un poder divino que apoya o castiga acciones bélicas, terroristas o de otra índole, y que, en la medida en que apoya a un bando, este se cree «el pueblo elegido». En el caso de Estados Unidos, Cairo destaca que en Estados Unidos esta idea aparece con la llegada de los puritanos al Nuevo Mundo en 1620 y su encuentro con los pueblos originarios, y más tarde, en un segundo momento, después de la Segunda Guerra Mundial con el enfrentamiento con la Unión Soviética y la emergencia de un anticomunismo que se interpreta en términos religiosos como de Lucha contra el Mal. Un tercer momento estaría en el 11-S, cuando Bush declara la existencia de un «eje del mal». Naturalmente, Estados Unidos es el país elegido en los tres momentos para civilizar, para luchar contra el comunismo y para luchar contra el terrorismo, y en esa creencia se autoproclama el guardián (el sheriff) del mundo.
En cuanto a Israel, «la única democracia de la zona», el argumentario de sus líderes políticos y judíos (no es redundancia, aunque estemos ante un declarado estado judío conseguido por el sionismo) hunde sus raíces en la religión. También este país lleva adelante lo que entiende (o «vende») como una lucha contra el Mal (el enemigo es terrorista y además se le presenta como infrahumano). En la semejanza geopolítica de los dos países, Estados Unidos e Israel, no es baladí que los 20.000 emigrantes ingleses que llegaron a América en el siglo XVII consideraran esas tierras como el «Nuevo Jerusalén» y se consideraran «el pueblo elegido». Hay una más que evidente analogía con Israel a partir de 1948. Los judíos se instalan allí porque consideran que Dios les ha dado ese territorio, cuando el asunto no es divino sino humano, con el Imperio Británico de por medio (Declaración de Balfour) y la culpable Europa que no protegió a los judíos frente a la barbarie nazi.
En ambos casos, los gobernantes, seguidos en gran parte por sus pueblos, siguen un esquema maniqueo según el cual el Otro representa el Mal y no es posible la negociación, hay que destruirlo sin contemplaciones; para ello conviene representarlo como un colectivo infrahumano, lo que permite esquivar problemas de conciencia. Cosa distinta es si los gobernantes y líderes se creen el relato construido o simplemente lo hacen circular para consumo de las masas.
Los dos países aliados, Estados Unidos e Israel comparten tres elementos: siguen la lógica amigo-enemigo, creen que su legitimidad se basa en el apoyo divino y dan una respuesta absolutamente desproporcionada (el 11-S dio lugar a un ciclo de guerras con cientos de miles de muertos; el atentado del 7 de octubre en Jerusalén ha dado lugar a un genocidio).
Como vemos, la religión y la política casan mal. Tenemos dos países que se presentan como modélicamente democráticos: el uno es el mayor promotor de guerras, con su secuela de todo tipo de crímenes; el otro, lleva décadas cometiendo crímenes contra la humanidad, como es el crimen de apartheid, contemplado en el Estatuto de Roma que regula la Corte Penal Internacional, o ataques contra población civil con un historial de asesinatos espeluznante, y culminando en un genocidio donde se han eliminado todas las barreras.
¿Es esto compatible con la democracia?, ¿pueden países sedicentemente democráticos invocar razones religiosas, o esgrimir que Dios está de su lado, para perpetrar crímenes tan abominables como los que estamos viendo? Política y fanatismo religioso componen una fatal combinación. La laicidad del estado es un requisito imprescindible de la democracia, la ciudadanía debe comprender los argumentos democráticos sin apelaciones a sentimientos religiosos o de cualquier otra índole que empujen al odio entre países o colectivos.
(Aparecido en Público, el 13 de julio de 2024)