El Sudameicano
[Textos de nuestro Archivo]
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¿QUIÉN PIENSA ABSTRACTAMENTE?
«¿Pensar? ¿Y en abstracto? ¡Sálvese quien pueda! Así oigo exclamar a un traidor vendido ya al enemigo… Lo que se trata de saber es quién piensa en abstracto. ¿Quién piensa en abstracto? El hombre inculto, no el culto. Me limitaré a poner algunos ejemplos demostrativos de esta tesis de los que todo el mundo reconocerá que, en efecto, la encierran.
Un asesino es conducido al cadalso. Para el pueblo común no es otra cosa que un asesino. Tal vez las damas, al verlo pasar, comenten su aspecto físico, digan que es un hombre fuerte, hermoso, interesante. Al escuchar esto, el hombre del pueblo exclamará, indignado: «¿Cómo?¿Un asesino, y hermoso?» Un conocedor del hombre tratará de indagar la trayectoria seguida por la educación de este criminal; descubrirá tal vez en su historias en su infancia o en su primera juventud, malas relaciones familiares del padre y de la madre; descubrirá que una ligera transgresión de este hombre fue castigada con una dureza exagerada que le hizo rebelarse contra el orden existente, que lo hizo colocarse al margen de este orden y acabó empujándolo al crimen para poder subsistir. Pues bien, todo esto es pensar en abstracto, no ver en el asesino más que esta nota abstracta, la de que es un asesino, de tal modo que esta simple cualidad destruye o borra en él cuanto haya de naturaleza humana.
«¡Vieja, los huevos que quiere venderme están podridos!», dice la compradora a la campesina, en el mercado.
«¿Cómo? –replica ésta– ¿que mis huevos están podridos? ¿Eso es lo que se atreve a decir esa piojosa de mis huevos? ¡Como si no supiéramos que sus padres se comían los codos de hambre, que su madre se fugó con un francés y su abuela murió en el hospital! ¡Mira qué pañoleta tan bonita y llena de abalorios lleva! ¡Habría que ver cómo lleva la camisa! ¿De dónde habrá sacado tantos adornos y tantos sombrero? Si no hubiese oficiales en la guarnición, no andarían muchas tan bien vestidas y tendrían que pasarse el día zurciendo las medias.»
En una palabra, Ia vendedora. Ilevada de su cólera, no deja hueso sano a la compradora. Pues bien, esta vieja piensa también en abstracto, viéndolo todo, la pañoleta, los sombreros y la camisa de la mujer, sus dedos y otras partes de su cuerpo y hasta a sus padres y toda su parentela, única y exclusivamente a través del horrible delito cometido por ella al decir que los huevos que trataba de venderle estaban podridos. A partir de este momento, ve todo lo que a esa dama se refiere teñido por el color de los «huevos podridos». En cambio –creo que aquellos oficiales de que habla la vendedora de ser cierta su malicia, lo que mucho dudamos– habrán podido ver en la dama cosas bien diferentes.
Y, pasando ahora de la vieja a los sirvientes, hay que decir que los peor colocados son los que tienen que servir a personas de estado social inferior y poca fortuna. En esto, como en todo, el hombre inculto piensa en abstracto, se da aires de gran señor para con los criados, sólo ve en ellos a sus servidores; se aferra al predicado de «servidores» y no sabe salir de ahí… La misma diferencia apreciamos en la milicia: en el ejército austríaco puede darse de azotes al soldado: los soldados son, pues, una canalla. Por donde el soldado raso es concebido por el oficial como el exponente abstracto de un sujeto azotable con el que él. un señor que viste uniforme y ciñe espada, tiene que habérselas, lo cual es para encomendarse al diablo. (Werke, t. XVIII, p. 400 s.)
en Ernst Bloch: Sujeto-objeto. El pensamiento de Hegel, F.C.E., México 1982, p.32-33.
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UNIVERSAL CONCRETO
Término que en la filosofía hegeliana matiza la oposición entre abstracto y concreto. En contra de la tesis generalmente admitida según la cual lo universal es necesariamente abstracto, Hegel sustenta que el universal puede ser abstracto o concreto. Según Hegel, la noción de universal abstracto, que es la propia del entendimiento, se refiere a lo meramente común a varios particulares, y por ello no puede afrontar el pensamiento de la contradicción, razón por la que un pensamiento basado en esta noción se limita a entender la realidad de manera parcial y estática, ya que dicha concepción de lo universal depende todavía de lo particular. Pero si desde la perspectiva, no del entendimiento, sino de la razón, negamos dialécticamente lo particular, obtenemos el concepto con todas sus determinaciones, lo que es llamado por Hegel un universal concreto. Es decir, según Hegel, el universal concreto es la síntesis dialéctica de lo meramente general abstracto y de lo particular. Como síntesis dialéctica efectúa una superación (Aufhebung) (ver texto) de ambos términos opuestos, yendo más allá de la mera abstracción y más allá de la mera particularidad, alcanzando la universalidad y la concreción. En la explicación de esta noción Hegel toma el concepto de lo concreto a partir de su significado etimológico, como con-crescere («lo que crece con»), lo que le permite expresar que el universal concreto aparece como el concepto en su plenitud, entendido en su totalidad y en su despliegue que incorpora todas sus ricas determinaciones y contenidos sin depender ya de lo meramente particular (ver texto 1 y texto 2).
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LENIN Y LA RESPONSABILIDAD INTELECTUAL por Rafael Plá León
En pdf Aquí: Lenin y la responsabilidad intelectual
Rafael Plá León | Univ. Central de Las Villas. Cuba
mpla@uclv.etecsa.cu
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Parece ser que de todos los clásicos del pensamiento marxista ha sido Lenin quien ha corrido peor suerte históricamente. Su condición de líder de un proceso como lo fue la Revolución de Octubre lo llevó a enfrentar tareas en el orden teórico y práctico que nos lo acercan más a nosotros y lo ponen, por tanto, en el centro mismo de la lucha política, con toda la secuela de animadversiones que esto conlleva.
En el convulso panorama ideológico contemporáneo, por una razón u otra, el líder ruso ha desaparecido prácticamente de referencias académicas, de arengas políticas, de celebraciones. Ya no nos acompaña su imagen, en otro tiempo tan asidua en la prensa escrita. Y no habría que darle tanta importancia a este hecho si no fuera por las implicaciones prácticas que conlleva desde el punto de vista ideológico. La ausencia de la imagen de Lenin trae el peligro de que se abandonen sus ideas, de que se deje de estudiar su legado, que sería lo más lamentable.
El comunismo, siendo un movimiento esencialmente internacional (universal), hay que entenderlo como un proceso completo. El estudio del legado nacional (cuya validez resalta por el descuido a que estuvo sometido por algún tiempo), en el que se incluye el pensamiento y la acción de figuras de orientación marxista como Mella, Villena, Blas, Marinello, Carlos Rafael, el Che y Fidel, no explica suficientemente el carácter y la significación histórica de un proceso de la categoría de la Revolución Cubana. El pensamiento cubano puede explicar la especificidad del proceso, pero no su esencia. Es hora de integrar estas dos vertientes (la nacional y la internacional) en un cuerpo explicativo único, que nos permita no sólo entender las raíces del proceso revolucionario, sino también su dinámica actual y futura, sus tendencias de desarrollo, de lo que damos garantía nosotros mismos con nuestra actividad política.
Quisiera, entonces, unirme a la saludable reflexión abierta por la revista Contracorriente en su número 7 dedicado a la Revolución de Octubre, pues para cumplir con esta tarea intelectual hay que mirar –entre otros y no en último lugar– a Lenin.
Considero que entre las numerosas posiciones que el legado comunista internacional pudo incorporar de Lenin está la de la responsabilidad intelectual del pensador revolucionario. En Lenin se unen extraña agudeza teórica, abnegada labor de estudio, incansable producción propagandística y profunda mirada crítica hacia la ideología de sus correligionarios y oponentes. El producto de toda esta conjunción es un líder político práctico en capacidad de atar todos los hilos del complejo proceso social que es una revolución.
Y justamente lo que distingue a Lenin de muchos otros teóricos de su tiempo y del nuestro es que hizo teoría para la revolución y de la revolución; al tiempo que lo distinguía de otros revolucionarios el enfocar la revolución teóricamente, que era, a su vez, la forma práctica de abordar el problema.
Por eso es que se enroló en su temprana juventud de 24 años en una endiablada polémica con los populistas acerca del carácter, tareas y fuerzas motrices de la revolución rusa. Y el punto clave que le sirvió para mover todo el andamiaje de ideas que le siguió fue algo que a primera vista pudiera parecer demasiado académico: la precisión del concepto de «formación social» (término que más tarde el dogmatismo soviético precisaría con la expresión redundante de «formación económico-social»). Tan profundo caló que no pocos profesores lamentan que su exposición no tuviera una forma más sistemática. ¡Como si él se hubiera trazado el propósito de escribir una monografía o cualquier material académico-docente dirigido a estudiantes universitarios! No; el material es dirigido a un público que emprendería una labor riesgosa: la de hacer la revolución que enterrara las relaciones burguesas de producción. Pero antes de discutir acerca de la táctica a emprender creyó necesario esclarecer las bases teóricas que orientaban su actividad. El fruto ideológico de la definición acerca del carácter de la formación social era el diseño de una correcta estrategia política para el partido proletario que estaba por nacer. Por supuesto que, en dependencia del tipo de sociedad, así sería la orientación de la revolución que se avecinaba: contra la burguesía o con su colaboración.
Y ahí está la primera enseñanza que podemos tomar de Lenin en cuanto a la responsabilidad del intelectual revolucionario (o a la responsabilidad intelectual del revolucionario, que viene a ser prácticamente lo mismo): el teórico tiene el deber de alzarse hacia lo máximo del pensamiento para desde allí alumbrar su práctica con la nueva visión que ha logrado conformar. La teoría ayuda a esclarecer objetivos, tácticas, orientaciones, todo; darle la espalda a ésta sólo pueden los que en política actúan de modo aventurero y al final están expuestos a los compromisos que traicionan los principios.
La nueva visión teórica que venían moldeando en Rusia y en otros lugares de Europa enfocaba el tema de la revolución integralmente. La revolución así entendida tiene un fundamento ideológico: el marxismo. De lo que se trata es de una transformación radical de la sociedad y no sólo de un cambio en la estructura del poder político; se trata de una revolución social, en la que la revolución política es sólo un momento –importante, sí, pero ni siquiera pueda decirse que sea lo determinante en última instancia– del proceso general.
Tomar el marxismo como fundamento ideológico de la revolución social –si es que algún valor damos a las palabras– significa que, como Lenin, entendemos este proceso como un cambio radical, ante todo en la esfera económica de la sociedad, en las relaciones humanas formadas en torno al modo de producir y de cambiar, distribuir y consumir los productos del trabajo social. En la medida –y no antes ni después– en que se cambian las estructuras últimas de las relaciones sociales de producción, se van transformando todas las demás esferas de la sociedad.
Desde luego que esto no es más que un esquema teórico ideal, pero sería una torpeza notable subestimar el valor de la teoría en la práctica política de una revolución. Lenin lo sabía y no equivocaba los términos: frente al oportunismo economicista de los mencheviques postulaba el principio bolchevique de que era posible y necesario asaltar el poder político y no esperar ingenuamente por que un desarrollo armónico de las «fuerzas productivas» trajera automáticamente las «relaciones de producción» comunistas; frente al desespero izquierdista –también oportunismo, pero de signo contrario– de eseristas y de los propios bolcheviques radicales, recuerda que la revolución no es simple golpe de Estado, que el comunismo es ante todo un proceso que se decide cuando ha desaparecido la base económica que da vida al modo burgués y a todos los modos antagónicos de producción: la división social del trabajo. Esta claridad en el enfoque político se lo debía a la seriedad teórica con que el líder ruso asumía los asuntos prácticos de una revolución.
Toda la labor ideológica de Lenin está orientada a formar el esquema ideal que conducirá a la correspondiente acción revolucionaria, a diseñar una actividad política y productiva que ayude socialmente a realizar la verdadera revolución: la revolución de las condiciones de vida, tanto materiales como espirituales. Cuando los hombres tienen claridad de objetivo, la acción puede ser más eficiente y mejor coordinada.
Y para lograr esa acción eficiente y coordinada de las fuerzas revolucionarias es de gran importancia lograr la unidad ideológica del Partido. Pero una unidad ideológica basada en la teoría, no en fetiches religiosos o de cualquier otro tipo. Poco se podrá lograr en acción mancomunada si el Partido no se preocupa por el fundamento teórico de la revolución. La adopción de una táctica y una estrategia adecuadas y la acción en consecuencia sólo es posible sobre la base de la unidad de objetivo. Y el objetivo, cuando no se es oportunista, cuando no se es pragmático, lo dicta la teoría (que está en vínculo indisoluble con la práctica viva).
En esto se manifestaba la genialidad teórica de Lenin, quien manejaba magistralmente el método dialéctico de pensamiento: toda la diversidad real de la actividad política (de las formas de lucha) tenía como base substancial la unidad estratégica, los principios, la finalidad claramente comprendida. A diferencia del oportunismo, que quiere sacar partido de toda ocasión, aunque por conservar una cuota de poder o de influencia política tenga que sacrificar la coherencia teórico- ideológica que busca un objetivo final claro, concreto, definido: la sustitución de las relaciones burguesas por unas relaciones sociales libres de toda atadura económica.
En contraposición también al oportunismo populista, Lenin comprendía que conclusiones como las que el marxismo elaboraba no estaban al alcance de un movimiento proletario espontáneamente dirigido, que la ideología revolucionaria tenía que ser introducida al movimiento forzosamente desde afuera. Era entonces misión de la vanguardia organizada y consciente –el Partido– llevarla a las grandes masas por la vía de la lucha política contra el enemigo de clase.
El papel de vanguardia de un partido proletario de tipo leninista ha sido cuestionado siempre por un sector «democrático» que ve en ello la condición por la cual la clase empieza a ser dirigida por un apartido y termina bajo los dictados caprichosos de una «élite». La experiencia histórica ha dado suficientes elementos en pro y en contra de la tesis del papel de vanguardia del Partido. El análisis teórico tiene que dar cuenta, sin embargo, de los elementos que con carácter de necesidad dictan el desarrollo de una u otra tendencia y no conformarse con lo que demuestran «los hechos». Es responsabilidad intelectual también velar por que de cada experiencia de la lucha de clases se saquen las debidas conclusiones. Hay que considerar el movimiento hacia el comunismo como una obra de suprema creación humana, donde el intelecto colectivo juzga críticamente la conveniencia de una u otra acción y no se complace con la apología a cuanta iniciativa se proponga desde los círculos de poder.
En este sentido cabe destacar el jubiloso pero a la vez cauteloso entusiasmo con que Lenin acogió las noticias sobre los primeros «sábados comunistas» en Rusia. Percibió desde un inicio que era una forma nueva, adecuada al nuevo contenido de las nuevas relaciones de producción y le dió todo su apoyo, alentó su generalización por el país; pero por otro lado no fue triunfalista, dejó un margen a la observación, al estudio de su evolución, porque había que estudiar los resultados prácticos que arrojaba. El sabía que en ello se debatía algo más que simple voluntad de los obreros. El trabajo voluntario debía mostrar si era más productivo que el trabajo forzado a que compulsa el capital. El no sabía si aquella era la forma que definitivamente se establecería, pero sabía que el proletariado debía ensayar formas diferentes al trabajo asalariado para darle una base totalmente nueva a las relaciones de producción que debía instaurar. Su ojo de político práctico no dejaba escapar un hecho del que debía sacar experiencias para todo el movimiento en su conjunto.
A propósito de su trabajo sobre los «sábados comunistas»: aquí se aprecia la preocupación teórica que anima a Lenin. No es un artículo periodístico más, no se limita a felicitar a los obreros que tuvieron esa iniciativa: aprovecha el suceso para penetrar a fondo la realidad y ganar en conceptos claves como son el de «clase social», «dictadura del proletariado», «comunismo», «supresión de las clases». Lleva al lector (predominantemente proletario) a que logre captar la esencia de esa acción, que comprenda todo el alcance histórico-universal de ese hecho particular. No importa que no sobrevivan los «sábados comunistas» como forma concreta de elevar la productividad del trabajo en el comunismo. Lo importante es comprender que el trabajo comunista necesariamente deberá adoptar una forma distinta a la de la remuneración salarial; y que sólo en estas condiciones ( y no en el campo de batalla militar) es que el comunismo encontrará su victoria definitiva.
Hemos traído a colación algunos ejemplos –sólo algunos; sobran ellos, pero éstos nos bastan para ilustrar lo que pretendemos– de la importancia que daba Lenin al desarrollo teórico de los sujetos históricos llamados a emprender la edificación de las nuevas relaciones sociales.
Ahora habría que considerar una cuestión: ¿cómo leer prácticamente a Lenin? ¿Qué nos puede enseñar todavía hoy Lenin que no es posible estudiarlo mejor en otro autor?
La tarea de definir estos aspectos es bien difícil, si consideramos que una respuesta dogmática no resulta para nada satisfactoria. Lenin no puede hoy trazarnos tácticas de lucha, ni siquiera estrategias concretas. La realidad económica del mundo imperialista ha cambiado lo suficiente como para no conformarnos con la caracterización expuesta en su obra sobre el imperialismo (aunque percibamos que en la caracterización de las tendencias generales su análisis mantenga plena vigencia); las condiciones sobre la lucha de clases, sobre todo después del «derrumbe» del campo socialista y de la URSS, hacen que las tácticas y la estrategia del movimiento comunista o progresista en general no puedan trazarse por sus orientaciones directas.
Pero queda su esquema de pensamiento. No creo que se haya estudiado lo suficiente lo que significó el leninismo para el desarrollo del marxismo. El dogmatismo estalinista de los manuales no dejó percibir la gran contradicción que representó el pensamiento leninista en el movimiento marxista universal. Esforzándose por presentar la perfecta «trinidad comunista» (Marx-Engels-Lenin), se escapaba el detalle de que Lenin era la negación de Marx; una negación que resultaba ser la única forma de continuar a Marx.
Leer a Lenin no implica obedecer sus orientaciones, implica negarlo. Pero una negación que sea la consideración crítica de sus ideas a la luz de su comprobación práctica. Los hechos, no los «hechos puros», sino los hechos «alumbrados por la teoría» son los encargados de dar el veredicto acerca de las ideas leninianas.
Si los «sábados comunistas» resultaron ser la palanca que despertó definitivamente la productividad del obrero o si no lograron este objetivo deseado, si no pudieron poner el trabajo comunista por encima del capitalista; si las formas estatal o cooperativa resultaron o no ser adecuadas para la conducción económica del poder social sobre los medios de producción; si el internacionalismo proletario rindió sus frutos cercando con sus victorias el sistema capitalista o perdió la perspectiva de la consideración clasista para conformar una especie de dominio geopolítico de gran potencia; si la burocracia ganó la partida al proletariado constituyéndose en una especie de clase social con sus privilegios impensables en una sociedad comunista, son cosas todas ellas que no se pueden evaluar sin un estudio serio y pausado de las circunstancias concretas en el movimiento general de la sociedad, haciendo a un lado prejuicios ideológicos amarrados a formas sociales concretas.
El movimiento hacia el comunismo no puede postrarse ante dogmas. Tiene la obligación de distinguir los elementos de la realidad que le pueden servir de empuje, y aprovecharlos. Hay que entender cómo el «hereje» Lenin emplazó al «ortodoxo» Plejánov, por ceñirse demasiado a la letra del marxismo, olvidando dónde hallar la brújula que indicara el norte del camino. Pero a esta consideración no puede venirse –como fue lo común en tiempos de la «perestroika»– con el espíritu revanchista del burgués o pequeño burgués, que lamenta que todo esto haya pasado. Hay que hacerlo en el espíritu crítico proletario, con la mirada fija en el objetivo final de una sociedad liberada de la explotación de unas clases sobre otras. Si sometemos a consideración las distintas formas que ensayó el socialismo «realmente existente» en la construcción de la nueva sociedad es para considerar cuál demostró vitalidad y cuál no, cuál debemos apoyar y alentar por su significado y a cuál podemos extender certificado de defunción.
De todas maneras, en esta hora de reflexión revolucionaria, ante la indiscutible derrota que significó la caída de regímenes socialistas, de experiencias socialistas a nivel estatal nos viene a la mente la orientación que el propio Lenin, en una época similar a la nuestra, había aprendido de Marx y Engels:
«La táctica del proletariado debe tener en cuenta, en cada grado de su desarrollo, en cada momento, esta dialéctica objetivamente inevitable de la historia humana; por una parte, utilizando las épocas de estancamiento político o de la llamada evolución ‘pacífica’, que marcha a paso de tortuga, para desarrollar la conciencia, la fuerza y la capacidad combativa de la clase avanzada; y por otra parte, encauzando toda esta labor de utilización hacia la ‘meta final’ del movimiento de esta clase, capacitándola para resolver prácticamente las grandes tareas al llegar los grandes días ‘en que se condensan veinte años».
Pensar es ahora la tarea más urgente al movimiento. Hagámoslo responsablemente, teniendo en cuenta que lo que está en juego es algo más que nuestras propias vidas.
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PENSAR POR CUENTA PROPIA por Ernst Bloch
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«Lo primero que hay que aprender aquí es a estar de pie.» (Hegel: Werke, t. VII, p. 94.).
«Si el aprender se limitara simplemente a recibir, no daría mucho mejor resultado que el escribir en el agua.» (Hegel: Werke, t. XVI, p. 154.)
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SUJETO-OBJETO. EL PENSAMIENTO DE HEGEL por Ernst Bloch
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«Quien se entregue solamente al curso de sus representaciones no llegara muy lejos. Se vera apresado, al cabo de poco tiempo, por un conjunto de frases y tópicos tan pálidos como inmóviles por si mismos. El gato cae siempre de pie, pero el hombre que no haya aprendido a pensar, que no salga de los breves y usuales enlaces de las representaciones, cae necesariamente en el eterno ayer. Repite lo que otros han repetido ya; marcha al paso de ganso de la fraseología.
Por el contrario, el pensamiento, a diferencia del curso ya establecido de las representaciones, comienza inmediatamente como un pensar por cuenta propia; se mueve al ritmo con el hombre que esta detrás de el y lo impulsa. Aprende para saber donde nos encontramos; acopia saber para ajustar a el la conducta. El hombre habituado a pensar por cuenta propia no acepta nada como fijo y definitivo, ni los hechos amañados ni las generalidades ya inertes, y menos aun los tópicos llenos de cadaverina. Lejos de ello, se ve siempre a si mismo y ve todo lo suyo en constante fluir; se encuentra siempre, como el centinela avanzado en los puestos fronterizos, de vanguardia. Lo que se aprende tiene que hallarse afectado activamente por su materia, pues todo saber debe considerarse capaz de vivir sobre la marcha, de romper las cortezas de las cosas. Quien, al aprender, se comporte pasivamente, limitándose a asentir con la cabeza, pronto se quedara dormido. En cambio, quien este en la cosa y marche con ella, por sus caminos no trillados, alcanza la mayoria de edad, se halla, a la postre, en condiciones de distinguir entre el amigo y el enemigo y de saber donde se abre camino la verdad. El trote del penco llevado de la brida es cómodo, sin duda, pero los conceptos enérgicos son valientes; son los que corresponden a la juventud y a la virilidad.»
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APRENDAN A PENSAR por León Trotsky
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«¿Indignación, ira, repugnancia? Sí, y también cansancio momentáneo. Todo esto es humano, muy humano. Pero me niego a creer que usted ha caído en el pesimismo. Eso equivale a ofenderse, pasiva y lastimeramente, con la historia. ¿Cómo es posible? Hay que tomar a la historia tal como se presenta, y cuando ésta se permite ultrajes tan escandalosos y sucios, debemos combatirla con los puños.»
(Carta a Angélica Balabanoff – 3 de febrero de 1937)1
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Aprendan a Pensar
(Una sugerencia amistosa a ciertos ultraizquierdistas)
22 de mayo de 1938
Ciertos fraseólogos ultraizquierdistas profesionales intentan a toda costa «corregir» las tesis del secretariado de la Cuarta Internacional sobre la guerra, de acuerdo a sus propios prejuicios osificados. Atacan especialmente aquella parte de las tesis que afirma que, en todos los países imperialistas, el partido revolucionario, mientras permanece en una oposición irreconciliable con su propio gobierno en tiempo de guerra, sin embargo, debe moldear su política práctica en cada país de acuerdo a la situación interna y a las agrupaciones internacionales, diferenciando claramente un estado obrero de uno burgués, un país colonial de uno imperialista.
«El proletariado de un país capitalista que se encuentra en alianza con la URSS [2] [afirman las tesis] debe mantener totalmente su hostilidad irreconciliable contra el gobierno de su propio país. En este sentido su política no difiere de aquella del proletariado de un país que lucha contra la URSS. Pero en la naturaleza de las acciones prácticas, pueden surgir considerables diferencias dependiendo de la situación concreta de la guerra.» [La guerra y la Cuarta Internacional, en Escritos 1933-34]
Los ultraizquierdistas consideran este postulado, cuya exactitud ha sido confirmada por todo el curso de los acontecimientos, como el punto de partida… del social-patriotismo.[3] Como la actitud hacia los gobiernos imperialistas debe ser «la misma» en todos los países, estas estrategas borran cualquier distinción más allá de las fronteras de su propio país imperialista. Teóricamente su error surge de intentar construir, fundamentalmente, bases diferentes para políticas en tiempo de guerra y en tiempo de paz.
Supongamos que mañana estalla una rebelión en la colonia francesa de Argelia bajo la bandera de la independencia nacional y que el gobierno italiano, motivado por sus propios intereses imperialistas, se prepara para enviarle armas a los rebeldes. ¿Cuál debe ser la actitud de los obreros italianos en este caso? Intencionalmente he tomado un ejemplo de rebelión contra un imperialismo democrático con la intervención a favor de los rebeldes de un imperialismo fascista. ¿Deben los obreros italianos evitar el envío de armas a los argelinos? Dejemos que los ultraizquierdistas se atrevan a contestar afirmativamente esta pregunta. Cualquier revolucionario, junto con los obreros italianos y los rebeldes argelinos, repudiarían tal respuesta con indignación. Aunque al mismo tiempo estallase una huelga general marítima en la Italia fascista, los huelguistas deberían hacer una excepción en favor de aquellos barcos que llevasen ayuda a los esclavos coloniales en rebelión; de otra forma no serían sino viles sindicalistas, no revolucionarios proletarios.
Al mismo tiempo, los obreros marítimos de Francia, aunque no se enfrenten a ninguna huelga, estarán obligados a realizar cualquier esfuerzo para bloquear el embarque de municiones que se pretenda usar contra los rebeldes. Sólo una política tal, por parte de los obreros italianos y franceses, constituye la política del internacionalismo revolucionario.
Sin embargo, ¿no significa este que los obreros italianos moderan su lucha, en este caso, contra el régimen fascista? Ni en lo más mínimo. El fascismo presta «ayuda» a los argelinos tan sólo para debilitar a su enemigo, Francia, y extender su mano rapaz sobre sus colonias. Los obreros revolucionarios italianos no olvidan esto en ningún momento. Hacen un llamado a los argelinos para que no confíen en su «aliado» traicionero y, al mismo tiempo continúan su propia lucha irreconciliable contra el fascismo, «el principal enemigo en su propio país». Sólo en esta forma pueden obtener la confianza de los rebeldes, ayudar a la rebelión y fortalecer su propia posición revolucionaria.
Si lo anterior es correcto en tiempos de paz, ¿por qué habría de ser falso en tiempos de guerra? Todo el mundo conoce el postulado del famoso teórico militar alemán, Clausewitz, de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Este pensamiento profundo conduce, naturalmente, a la conclusión de que la lucha contra la guerra no es sino la continuación de la lucha general del proletariado durante los tiempos de paz. ¿Durante las épocas de paz rechaza y sabotea el proletariado todos los actos y medidas del gobierno burgués? Aun durante una huelga que cubre toda una ciudad, los trabajadores toman medidas para garantizar el envío de comida a sus propios distritos, se aseguran de tener agua, que no sufran los hospitales, etcétera. Tales medidas no son dictadas por el oportunismo en relación a la burguesía sino que conciernen a los intereses de la misma huelga, a la simpatía de las masas sumergidas de la ciudad, etcétera. Estas reglas elementales de la estrategia proletaria en tiempos de paz conservan también todo su rigor en tiempos de guerra.
Una actitud irreconciliable contra el militarismo burgués no significa nunca que el proletariado en todos los casos entre en lucha contra su propio ejército “nacional». Al menos los obreros no interferirían a soldados que estuviesen extinguiendo un incendio o rescatando gente ahogada durante una inundación; al contrario, ayudarían hombro a hombro con los soldados y fraternizarían con ellos. Y el problema no es exclusivamente para casos de calamidades naturales. Si los fascistas franceses intentasen hoy un golpe de estado y el gobierno de Daladier se encontrase forzado a movilizar sus tropas contra los fascistas, los trabajadores revolucionarios, mientras mantienen su completa independencia política, lucharían contra los fascistas al lado de estas tropas. Así, en numerosos casos, los obreros se ven forzados no sólo a permitir y tolerar, sino a apoyar activamente las medidas prácticas del gobierno burgués.
En el noventa por ciento de los casos, los obreros realmente ponen un signo menos donde la burguesía pone un más. Sin embargo, en el diez por ciento, se ven forzados a poner el mismo signo que la burguesía pero con su propio sello, expresando así su desconfianza en ella. La política del proletariado no se deriva de ninguna manera automáticamente de la política de la burguesía, poniendo sólo el signo opuesto (esto haría de cada sectario un estratega magistral). No, el partido revolucionario debe, cada vez, orientarse independientemente tanto en la situación interna como en la externa, llegando a aquellas conclusiones que mejor corresponden a los intereses del proletariado. Esta regla se aplica tanto al período de guerra como al de paz.
Imaginemos que en la próxima guerra europea el proletariado belga conquista el poder antes que el proletariado francés. Indudablemente Hitler tratará de aplastar al proletariado belga. Con el objetivo de cubrir su propio flanco, el gobierno burgués de Francia puede verse obligado a ayudar con armas al gobierno obrero belga. Por supuesto los soviets belgas recogerán estas armas con ambas manos. Pero, actuando bajo el principio del derrotismo, ¿deberían los obreros franceses bloquear el envío de armas de su propio gobierno al proletariado belga? Sólo traidores directos o idiotas completos pueden razonar así.
La burguesía francesa enviaría armas al proletariado belga sólo por miedo a un mayor peligro militar y en espera de aplastar más tarde a la revolución proletaria con sus propias armas. Para los obreros franceses, al contrario, el proletariado belga es el mayor apoyo en la lucha contra su propia burguesía. El desenlace de la lucha decidirá, en último análisis, la correlación de fuerzas dentro de la cual entran como factor muy importante las políticas correctas. La primera tarea del partido revolucionario es utilizar la contradicción entre dos países imperialistas, Francia y Alemania, con el objeto de salvar el proletariado belga.
Los escolásticos ultraizquierdistas no piensan en términos concretos sino en abstracciones vacías. A la idea del derrotismo la han transformado en un vacío semejante. No pueden ver claramente ni el proceso de la guerra, ni el proceso de la revolución. Buscan una fórmula herméticamente cerrada que excluya el aire fresco. Pero una fórmula de este tipo no puede ofrecer ninguna orientación a la vanguardia del proletariado.
Llevar la lucha de clases a su forma más alta –la guerra civil– es la tarea del derrotismo. Pero esta tarea sólo puede ser resuelta por medio de la movilización revolucionaria de las masas, es decir, ampliando, profundizando y agudizando aquellos métodos revolucionarios que constituyen el contenido de la lucha de clases en «tiempos de paz». El partido del proletariado no recurre a métodos artificiales como quemar almacenes, poner bombas, destruir trenes, etcétera, con el objetivo de conseguir la derrota de su propio gobierno. Aunque tuviese éxito en este camino, la derrota militar no conduciría de ninguna manera, al éxito revolucionario, éxito que sólo puede ser garantizado por el movimiento independiente del proletariado. El derrotismo revolucionario sólo significa que en la lucha de clases el partido proletario no se detiene ante ninguna consideración «patriótica», porque la derrota de su propio gobierno imperialista, provocada o acelerada por el movimiento de masas revolucionario, es un mal incomparablemente menor que la victoria lograda al precio de la unidad nacional, es decir, por la postración política del proletariado. Allí radica el significado completo del derrotismo y este significado es totalmente suficiente.
Por supuesto, los métodos de lucha cambian cuando ésta entra abiertamente en la fase revolucionaria. La guerra civil es una guerra y en este aspecto tiene sus leyes particulares. En una guerra civil bombardear almacenes, destruir trenes y todas las formas de “sabotaje» militar son inevitables. Su conveniencia es decidida exclusivamente por consideraciones militares; la guerra civil continúa la política revolucionaria pero por otros medios, precisamente los militares.
Sin embargo, durante una guerra imperialista, puede haber casos en que el partido revolucionario se vea forzado a recurrir a métodos técnico-militares, aunque no sean todavía una continuación directa del movimiento revolucionario en su propio país. Si se trata del envío de armas o tropas contra un gobierno obrero o una rebelión colonial, no sólo los métodos del boicot y la huelga sino el sabotaje militar directo pueden convertirse en prácticos y obligatorios. Recurrir o no a tales medidas dependerá de las posibilidades prácticas. Si los obreros belgas, al conquistar el poder en tiempos de guerra, tienen sus propios agentes militares en tierra alemana, el deber de estos agentes consistirá en no vacilar ante ningún medio técnico con el objeto de detener las tropas de Hitler. Es absolutamente claro que también los obreros revolucionarios alemanes están obligados (si pueden) a realizar tareas en favor de la revolución belga, independientemente del curso general del movimiento revolucionario en Alemania misma.
La política derrotista, es decir, la política de la lucha irreconciliable de clases durante tiempos de guerra, no puede consecuentemente ser la «misma» en todos los países, así como la política del proletariado no puede ser la misma en tiempos de paz. Sólo la Comintern de los epígonos ha establecido un régimen en el cual los partidos de todos los países inician la marcha simultáneamente con el pie izquierdo. En la lucha contra este cretinismo burocrático he intentado probar más de una vez que los principios y tareas generales deben ser realizados en cada país de acuerdo a las condiciones internas y externas. Este principio conserva también toda su fuerza para tiempos de guerra.
Aquellos ultraizquierdistas que no quieren pensar como marxistas –es que de eso se trata– serán sorprendidos por la guerra. Su política en tiempos de guerra será la fatal consumación de su política en tiempos de paz. El primer disparo de artillería enviará a los ultraizquierdistas a la inexistencia política o los llevará al campo del social-patriotismo, exactamente como a los anarquistas españoles, aquellos absolutos «negadores» del estado, que por las mismas razones se convirtieron en ministros burgueses cuando llegó la guerra. Para poder llevar adelante una política correcta en tiempos de guerra, debemos aprender a pensar correctamente en tiempos de paz.
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NOTAS:
[1] Aprendan a pensar. New lnternational, julio de 1938.
[2] Podemos dejar aquí a un lado la cuestión del carácter de clase de la URSS. Estamos interesados en la cuestión de una política en relación con los estados obreros en general o con un país colonial que lucha por su independencia. En cuanto concierne a la naturaleza de clase de la URSS, recomendemos, incidentalmente, a los ultraizquierdistas, mirarse en el espejo del libro de A. Ciliga, In the Country of the Big Lie. [En el país de la gran mentira.] El autor ultraizquierdista, sin la menor escuela marxista, desarrolla su idea hasta el final, es decir, hasta la abstracción anarco-liberal [ Nota de León Trotsky].
[3] La señora Simone Weil escribe incluso que nuestra posición es la misma de Plejanov en 1914-1918. por supuesto, Simone Weil tiene el derecho a no comprender nada. Aunque no es necesario que abuse de este derecho. [Nota de León Trotsky] Simone Weil (1909-1943): intelectual radical francesa quien se convirtió al misticismo y al catolicismo antes de morir de hambre voluntariamente durante la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra. Georgi Plejanov (1856-1918): fundador del marxismo ruso, fue dirigente de la facción menchevique en 1903. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, apoyó al gobierno zarista y se opuso más tarde a la Revolución de Octubre.
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¿QUÉ ES UN COLABORACONISTA? por Jean-Paul Sartre
El príncipe Olaf, que acaba de volver a Noruega, estima que los “colaboradores” representaron el 2 % de la población total de su país. No hay duda de que el porcentaje ha sido en Francia poco más o menos análogo, y una encuesta en las diferentes naciones ocupadas permitiría establecer una suerte de porcentaje promedio de los colaboradores en las colectividades contemporáneas. Pues la colaboración, como el suicidio, como el crimen, es un fenómeno normal. Sólo que en tiempos de paz o durante las guerras que no terminan en un desastre, tales elementos de la colectividad permanecen en estado latente. Como faltan los factores determinantes, el “colaborador” no se manifiesta al prójimo ni a sí mismo, se ocupa de sus asuntos y hasta quizá sea un patriota, pues ignora la naturaleza que lleva en sí y que un día ha de revelarse en circunstancias favorables. Durante la guerra actual, que permitió aislar la colaboración como se suele hacer con una enfermedad, había entre los ingleses un juego de sociedad en boga: intentábase determinar, al pasar revista a las personalidades de Londres, cuáles habrían colaborado si Inglaterra hubiera sido invadida. Ese juego no era tan tonto y venía a decir que la colaboración es una vocación. Y de hecho, entre nosotros no se produjeron grandes sorpresas, pues bastaba conocer a Déat o a Bonnard antes de la guerra para hallar natural que se hayan acercado a los alemanes victoriosos. Por lo tanto, si es cierto que no se colabora por azar sino bajo el imperio de ciertas leyes sociales y psicológicas, convendrá definir lo que se designa con el nombre de colaborador.
Sería un error confundir colaborador con fascista, si bien todo colaborador debió aceptar sin más la ideología de los nazis.
Pero lo cierto es que varios fascistas notorios se abstuvieron de pactar con el enemigo porque consideraban que no se daban condiciones favorables para la aparición del fascismo en una Francia debilitada y ocupada; viejos Cagoulards se pasaron a la resistencia. E inversamente, no faltaron algunos radicales, socialistas y pacifistas que consideraron la ocupación un mal menor y se entendieron con los alemanes.
Del mismo modo, es menester guardarse de asimilar el colaborador al burgués conservador. Por cierto que la burguesía mantenía una posición harto vacilante después de Munich. Temía una guerra, la cual, según dijo claramente Thierry Maulnier, consagraría el triunfo del proletariado. Esto explica la mala voluntad de ciertos oficiales de reserva. Pero si bien la burguesía se mostró excesivamente tibia durante la guerra, de ello no se sigue que contaba con entregarse a Alemania. Todos los obreros y casi todos los campesinos opusieron resistencia a los alemanes, y el hecho es que la mayor parte de los colaboradores salieron de las filas burguesas. Empero, sería erróneo concluir que la burguesía como clase se mostraba favorable a la colaboración. Ante todo, suministró numerosos elementos a la resistencia, pues la casi totalidad de los intelectuales y una parte de los industriales y de los comerciantes militaron contra la potencia ocupante. Si deseáramos caracterizar el punto de vista estrictamente burgués, sería preferible decir que la burguesía conservadora se mostraba, en conjunto, a la expectativa. Se ha dicho que los intereses del capitalismo son internacionales y que la burguesía francesa se habría beneficiado con una victoria de Alemania. Pero éste es un principio abstracto y, concretamente, lo que se hubiera producido es una subordinación pura y simple de la economía francesa a la economía alemana. Los grandes industriales no ignoraban que el fin perseguido por Alemania era la destrucción de Francia como potencia industrial y, por consiguiente, la destrucción del capitalismo francés. ¿Y cómo no habría comprendido la burguesía francesa, que confundió siempre la autonomía nacional con su propia soberanía de clase dirigente, que la colaboración, al convertir a Francia en un país satélite de Alemania, contribuía a derribar la soberanía burguesa? Surgido casi siempre de la burguesía, el colaborador se volvía al punto contra ella. Para Déat y para Luchaire, el degaullista era el prototipo del burgués que “no comprendió” porque quiere conservar su fortuna.
En realidad, la colaboración es un hecho de desintegración y, en todos los casos, fué una decisión individual y no una posición de clase. Representa en su origen una fijación, mediante formas colectivas ajenas, de elementos mal asimilados por la comunidad indígena. En esto se acerca a la criminalidad y al suicidio, que también constituyen fenómenos de desasimilación. Allí donde la vida social conserva su intensidad, ya sea religiosa o política, tales fenómenos no se producen. Aparecen apenas algunos factores distintos se interponen para provocar una suerte de vacilación social. De este modo, se puede intentar una clasificación a grandes rasgos del personal de la colaboración. Se lo recluta entre los elementos marginales de los grandes partidos políticos: Déat y Marquet no pudieron asimilarse al partido socialista, Doriot fué separado del partido comunista; entre los intelectuales que abominan de la burguesía, su clase de origen, sin tener el valor o la simple posibilidad de integrarse al proletariado: Drieu la Rochelle. que vivió toda su vida obsesionado a la vez por el fascismo italiano y el comunismo ruso, Ramón Fernández, que durante un tiempo profesó simpatías por el comunismo, para abandonar luego el partido comunista por el P.P.F. porque, según decía, “me gustan los trenes que parten” (esta oscilación perpetua del comunismo al fascismo y del fascismo al comunismo es típica de las fuerzas de desintegración que operan en las zonas marginales de la burguesía); entre los fracasados del periodismo, de las artes, de la enseñanza, como Laubreaux, que fué crítico de Je Suis Partout. Vino de Noumés a París con ánimo de conquistarlo, pero jamás pudo asimilarse y, desacreditado desde su llegada a Francia por un juicio por plagio, osciló durante mucho tiempo entre la derecha y la izquierda, fué secretario infiel de Henri Béraud, y luego redactor de Dépeche de Toulouse, gran órgano radical socialista del sudoeste, antes de caer en las filas de los neofascistas franceses.
Pero en una comunidad no hay sólo casos individuales de desintegración, pues grupos enteros pueden ser arrancados de la colectividad por fuerzas que obran sobre ellos desde fuera, como por ejemplo el ultramontanismo, que explica la actitud colaboradora de. ciertos miembros del alto clero. Antes de que entraran en relaciones con las potencias ocupantes, se sentían atraídos por Roma, que obra como una fuerza desquiciadora. Por el contrario, el pequeño clero, sólidamente arraigado en su tierra, galicano, muy alejado de Roma, se mostró en su totalidad fieramente partidario de la Resistencia. Y sobre todo la Revolución Francesa que, incapaz tanto de querer como de poder llevar hasta sus últimas consecuencias sus propios principios, permitió la subsistencia, al margen de la república democrática, de un desecho que se perpetuó hasta nuestros días. Sería exagerado sostener, como se ha hecho, que Francia quedó cortada en dos a partir de 1789. Pero de hecho, al paso que la mayoría de burgueses se adaptaban a la democracia capitalista que consagraba el régimen de la libre empresa, una parte reducida de la clase burguesa permaneció ajena a la vida nacional francesa porque se negó a adaptarse a la constitución republicana. Para los “emigrados del interior”, monárquicos de la Acción Francesa, fascistas de Je Suis Partout, el derrumbe de 1940 significó, ante todo, el fin de la República. Desprovistos de lazos reales con la Francia contemporánea, con nuestras grandes tradiciones políticas, con un siglo y medio de nuestra historia y de nuestra cultura, nada los protegía contra la fuerza de atracción de una comunidad extranjera.
Así se puede explicar esta curiosa paradoja: la mayor parte de los colaboradores fueron reclutados entre lo que se dió en llamar “anarquistas de derecha”. No aceptaban éstos ninguna ley de la República, se declaraban con derechos para oponerse a los impuestos o a la guerra, recurrían a la violencia contra sus adversarios, haciendo caso omiso de los derechos reconocidos por nuestra Constitución. Sin embargo, apuntalaban su indisciplina y su violencia fundándose en la concepción de un orden riguroso, y cuando ofrecieron sus servicios a una potencia extranjera, ésta estaba, naturalmente, sometida a un régimen dictatorial. Y ello es que, en efecto, tales elementos cuya anarquía sólo señala una desintegración profunda, precisamente porque padecían esta desintegración antes que desearla no dejaron de anhelar, en compensación, una integración radical. Jamás asumieron la libertad anárquica de que gozaban, jamás fueron responsables frente a ella, pues carecían de valor para sacar las consecuencias últimas de su actitud rigurosamente individualista; se limitaban a perseguir, al margen de la sociedad concreta, el sueño de una sociedad autoritaria en la que pudieran integrarse, con la que pudieran fundirse. De esta suerte prefirieron el orden –que Alemania les parecía representar– a la realidad nacional de que estaban excluidos.
De modo que ninguna clase carga pues, en cuanto tal, con la responsabilidad de la colaboración. Ésta ni siquiera manifiesta, como se ha, creído, cierto debilitamiento, del ideal democrático, sino que sólo mide los resultados operados en el seno de las colectividades contemporáneas por el juego normal de las fuerzas sociales de desintegración. El desecho social prácticamente despreciable en tiempos de paz, se vuelve muy importante cuando se da el caso de una derrota seguida de ocupación. Sería injusto calificar a la burguesía de “clase” de colaboración. Pero se la puede y se la debe juzgar en cuanto clase a partir del hecho de que la colaboración reclutó sus elementos casi exclusivamente en su seno; esto basta para mostrar que la burguesía perdió su ideología, su potencia y su cohesión interna.
Pero no basta con haber determinado el área social de la colaboración. Existe una psicología del colaborador, de la que podemos extraer datos valiosos. Por cierto, se puede decidir a priori que las traiciones están siempre motivadas por el interés y la ambición. Pero si bien esta psicología a grandes rasgos facilita las clasificaciones y las condenaciones, no corresponde exactamente a la realidad. Hubo colaboradores desinteresados, que desearon en silencio la victoria alemana sin sacar provecho de sus simpatías. Pero, sin duda, la mayor parte de los que escribieron en la prensa o participaron en el gobierno eran ambiciosos sin escrúpulos. Sin embargo, entre éstos figuraban también no pocos que ocupaban, desde antes de la guerra, posiciones lo bastante importantes para dispensarlos de una traición. Esta ambición, de todos modos, era sumamente extraña pues si tal pasión es, en el fondo, la busca de un poder absoluto sobre los hombres, había una contradicción manifiesta en la ambición del colaborador que, aun cuando lo hubieran colocado a la cabeza del pseudo gobierno francés, no podía ser más que un agente de transmisión. Lo que le confería autoridad no era su prestigio personal sino la fuerza de los ejércitos ocupantes y, sostenido por los ejércitos extranjeros, no podía ser sino un agente del extranjero. Aparentemente el primero en Francia, sólo hubiera sido, en el caso del triunfo del nazismo, el milésimo en Europa. Si los principios morales no tenían en él fuerza suficiente, la verdadera ambición hubiera debido llevarlo a resistir: el jefe de una pequeña tropa de maquisards tenía más iniciativa, más prestigio y más autoridad real que los que nunca tuvo Laval. Si hemos pues de comprender la actitud de los colaboradores, será preciso que los consideremos sin pasión y los describamos con objetividad, teniendo en cuenta sus palabras y sus actos.
Es evidente que todos creyeron al principio en la victoria alemana. No se concibe que un periodista, un escritor, un industrial o un político hayan aceptado aprovechar sólo cuatro años de las ventajas de la ocupación, sabiendo o presintiendo que su calaverada acabaría en la prisión o en la muerte. Empero este error intelectual, que permite comprender su actitud, no alcanza a justificarla. Conocí a muchas personas que creían, en 1940, que Inglaterra estaba perdida: los débiles se abandonaron a la desesperación, otros se encerraron en una torre de marfil, y otros, en fin, emprendieron la resistencia por fidelidad a sus principios, pensando que Alemania había ganado la guerra pero que aún estaba en sus manos el hacerle perder la paz. Si los colaboradores sacaron de la victoria alemana la consecuencia de que había que someterse a la autoridad del Reich, lo hicieron porque había en ellos una decisión profunda y original que constituía el fondo de su personalidad: la de plegarse al hecho consumado, fuera éste el que fuere. Esta tendencia primera que ellos mismos adornaban con el nombre de “realismo” posee raíces profundas en la ideología de nuestro tiempo. El colaborador padece de la enfermedad intelectual que se puede llamar historicismo. La historia nos enseña, en efecto, que un gran acontecimiento colectivo levanta, apenas aparece, odios y resistencias, los cuales, aunque a menudo parezcan muy hermosos, serán considerados más tarde ineficaces. Según pensaban los colaboradores, los que se hayan consagrado a una causa perdida pueden desde luego aparecer como bellas almas, pero, de todos modos, no por ello dejan de ser hombres extraviados y rezagados en su siglo. Mueren dos veces puesto que con ellos entierran los principios en nombre de los cuales vivieron. Por el contrario, los promotores de los acontecimientos históricos, trátese de César, de Napoleón o de Ford, acaso sean censurados en su época en nombre de determinada ética, pero cincuenta o cien años más tarde sólo quedará el recuerdo de su eficacia y serán juzgados en nombre de los principios que ellos mismos forjaron. Infinidad de veces he percibido en los más honrados profesores de historia, en los libros más objetivos, esta tendencia a glorificar el hecho consumado simplemente porque está consumado. Confunden la necesidad de someterse al hecho, en su condición de investigadores, con cierta inclinación a aprobarlo moralmente, en su condición de agentes morales. Los colaboradores abrazaron por su cuenta esta filosofía de la historia. Para ellos la dominación del hecho va acompañarla de una creencia vaga en el progreso, pero en un progreso decapitado, pues la noción clásica de progreso supone, en efecto, una ascensión que nos acerca indefinidamente a un término ideal. Los colaboradores se consideran demasiado positivos para creer sin pruebas en semejante término ideal y, por consiguiente, en el sentido de la historia. Pero si bien rechazan en nombre de la ciencia tales interpretaciones metafísicas, no abandonan por esto la idea de progreso, y éste se confunde para ellos con la marcha de la historia. No sabemos adonde vamos, pero el hecho de que cambiemos significa que progresamos. El último fenómeno histórico es el mejor simplemente porque es el último; parecen entrever que él contribuye a dar forma al rostro humano, esbozo al que cada instante que transcurre aporta un retoque, y se sienten invadidos por una suerte de fatalismo, se abandonan pasivamente a las corrientes que se diseñan, avanzan flotando hacia un punto de destino desconocido y conocen las delicias de no pensar, de no prever y de aceptar las oscuras transformaciones que han de convertirnos en hombres nuevos e imprevisibles. El realismo disimula aquí el temor de desempeñar el oficio de ser hombre –oficio obstinado y limitado que consiste en decir sí o no según ciertos principios, en “emprender sin esperar, en perseverar sin tener éxito”– así como un apetito místico de misterio, una docilidad frente a un futuro que uno renuncia a forjar y que se limita a augurar. Desde luego, el hegelianismo mal entendido tiene aquí su palabra que decir. Se acepta la violencia porque todos los grandes cambios se basan en la violencia y se atribuye a la fuerza una oscura virtud moral. Y así el colaborador se coloca, para juzgar sus actos, en el más lejano futuro; pero nosotros consideramos aquel acercamiento con Alemania, que él meditaba contra Inglaterra, como la ruptura de un compromiso y una injustificable falta de palabra. Aunque el colaborador viviera en nuestro siglo, lo juzgaba desde el punto de vista de los siglos futuros y ni más ni menos que como el historiador juzga la política de Federico II. Y hasta ya le había encontrado un nombre a su política, pues no se trataba, en fin de cuentas, sino de una “inversión de alianzas” que tenía antecedentes y ejemplos numerosos en la historia.
Creo que este modo de juzgar los hechos a la luz del futuro fué para todos los franceses una de las tentaciones de la derrota, ya que ello representaba una forma sutil de evasión. Saltando sobre algunos siglos y volviéndose hacia el presente para contemplarlo desde lejos y volver a ubicarlo en la historia, transformaban el presente en pasado y quedaba enmascarado el carácter intolerable de aquél. Deseábase olvidar una derrota aplastante considerándola sólo en sus consecuencias históricas. Pero se olvidaba que la historia, si bien se comprende retrospectivamente y por grandes conjuntos de hechos, se vive y se hace día tras día. Esta elección de la actitud histórica y este desplazamiento continuo del presente son típicos de la colaboración. Los menos culpables son los idealistas desilusionados que, cansados de proponer en vano su ideal, creyeron de golpe que era preciso imponerlo. Y en efecto, si el pacifismo francés suministró tantos reclutas a la colaboración, ello se debe a que los pacifistas, incapaces de impedir la guerra, habían decidido de pronto ver en el ejército alemán la fuerza que realizaría la paz. Hasta entonces su método había sido la propaganda y la educación. Se había revelado ineficaz. Entonces se persuadieron de que sólo cambiaban de medio y se colocaron en el futuro para juzgar la actualidad y ver que la victoria nazi traía al mundo una paz alemana comparable a la famosa paz romana. El conflicto con Rusia, y luego con Estados Unidos, no les abrió los ojos, pues vieron simplemente en ellos males necesarios. Así nació una de las paradojas más curiosas de aquella época: la alianza de los pacifistas más ardientes con los soldados de una sociedad guerrera.
Por su docilidad ante los hechos –o más bien ante este hecho único: la derrota francesa–el colaborador “realista” practicó una moral invertida: en lugar de juzgar los hechos a la luz del derecho, fundó el derecho sobre los hechos. Su metafísica implícita identifica el ser con el deber ser. Todo lo que es, es bueno; lo que es bueno es lo que es. Sobre tales principios construyó apresuradamente una ética de la virilidad. Tomando la máxima de Descartes –“el hombre ha de vencerse a sí mismo antes que al mundo”– pensó que la sumisión a los hechos es una escuela de valor y de dureza viril. Para él, cuanto no parte de una apreciación objetiva de la situación no es más que una ensoñación femenil y un montón de palabras hueras. Explicó la resistencia por una adhesión anacrónica a costumbres y a una ideología extinta y no por la afirmación de un valor. Sin embargo, siempre se ocultó la contradicción profunda encerrada en el hecho de que él también eligió los acontecimientos que constituyen su punto de partida. La potencia militar de Rusia, la potencia industrial de Norteamérica, la resistencia obstinada de Inglaterra bajo el “blitz”, la rebelión de los europeos sometidos, la aspiración de los hombres a la dignidad y a la libertad son también hechos. Pero decidió, en nombre del realismo, no tenerlos en cuenta. De ahí la debilidad interior de su sistema y así vemos cómo aquel hombre que habla sin cesar de la “dura lección de los hechos” sólo considera los hechos que favorecen su doctrina. Procede perpetuamente de mala fe, en su prisa por apartar de sí lo que lo fastidia, y es así como Déat no temía escribir, quince días después de la entrada de los alemanes en la Unión Soviética: “Ahora que el coloso ruso se ha derrumbado…”
Dando por descontada la victoria alemana, el colaborador procura reemplazar las relaciones jurídicas de reciprocidad y de igualdad entre las naciones y entre los hombres por una suerte de vínculo feudal de soberano a vasallo. Chateaubriant se consideraba el feudatario ligio de Hitler. Por no estar integrado en la sociedad francesa y por no hallarse sometido a las leyes universales de una comunidad, el colaborador procura integrarse en un sistema nuevo donde las relaciones se tornan singulares y se establecen de persona a persona. En esto lo ayuda su realismo, pues el culto del hecho particular y el menosprecio por el derecho, que es universalidad, lo llevan a someterse a realidades rigurosamente individuales: un hombre, un partido, una nación extranjera. De donde su moral, variable y contradictoria, será una pura obediencia a los caprichos del soberano. Déat se contradice cien veces, según las órdenes que reciba de Abetz. Pero esto no le hace sufrir, pues la coherencia de su actitud consiste justamente en cambiar de opinión tantas veces como desee su amo. No obstante, esta sumisión feudal no deja de poseer profundas contradicciones. Así como Maquiavelo es el maestro teórico de los dictadores, Talleyrand es el modelo del colaborador. Este ambicioso se contenta con un papel subordinado pero lo hace sólo porque piensa que aún la partida no está jugada. Su fidelidad a Alemania está sujeta a caución. Muchos políticos de Vichy o parisienses repitieron durante la ocupación: “Los alemanes son unos niños; padecen de un complejo de inferioridad frente a Francia y nos los meteremos en el bolsillo cuando queramos.” Unos contemplaban la posibilidad de suplantar a los italianos en su papel de “brillantes segundos” y otros estimaban que su hora sonaría cuando Alemania y Norteamérica desearan que una tercera potencia preparara el terreno para las negociaciones. Después de considerar la fuerza como fuente del derecho y como patrimonio del amo, el colaborador se reservó para sí la astucia. Reconoce pues su debilidad y aquel sacerdote de la potencia viril y de las virtudes masculinas recurre a las armas del débil, de la mujer. Se perciben en los artículos de Chateaubriant, de Drieu, de Brasillach, curiosas metáforas que presentan las relaciones de Francia y de Alemania bajo el aspecto de una unión sexual en que Francia desempeña el papel de la mujer. Y por cierto que el vínculo feudal del colaborador con su amo presenta un aspecto sexual. Y en efecto, adivínase en el estado de espíritu de la colaboración, concíbaselo como- se lo conciba, como un clima de femineidad. El colaborador habla en nombre de la fuerza, pero no es la fuerza sino la astucia, la astucia que se apoya en la fuerza, y hasta es el encanto y la seducción puesto que pretende hacer valer el atractivo que, según él, la cultura francesa ejerce sobre los alemanes. Me parece que hay allí una curiosa mezcla de masoquismo y de homosexualidad. Por lo demás, los medios homosexuales parisienses suministraron numerosos y brillantes reclutas.
Pero lo que acaso constituya la mejor explicación psicológica de la colaboración es el odio. El colaborador parece soñar con un orden feudal y riguroso; ya lo dijimos, se trata del gran sueño de asimilación de un elemento desintegrado de la comunidad. Pero se trata sólo de un sueño. En realidad, odia aquella sociedad donde no ha podido desempeñar papel alguno. Sí sueña con ponerle el freno fascista, lo hace para someterla y reducirla prácticamente al estado de máquina. Es típico que Déat, Luchaire o Darnand tuvieran perfecta conciencia de su impopularidad. Escribieron cien veces con cabal lucidez que la inmensa mayoría del país desaprobaba su política. Pero estaban lejos de deplorar la indignación y el furor que provocaban, pues éstos les eran necesarios. Mediante ellos, se sentían por encima de aquel conjunto impotente y que se rebelaba en vano, de aquella comunidad francesa con la que no habían podido fundirse y que los excluía. Puesto que no podían lograr sus fines desde el interior de ella, la jaqueaban desde fuera; se integraban en la Europa alemana para violar aquella nación orgullosa. Poco les importaba el ser esclavos de Hitler con tal de que pudieran corromper a toda Francia con tal esclavitud. Ésta era la naturaleza particular de su ambición. Respecto de Drieu la Rochelle, las cosas no eran tan simples puesto que comenzó por odiarse a sí mismo. A lo largo de veinte años se pintó como un ser desarraigado, desintegrado, como un “hombre superior” y soñó para sí mismo una disciplina de hierro que era incapaz de darse espontáneamente. Pero tal odio por sí mismo se convirtió –como lo atestigua Gilles– en odio por el hombre. Incapaz de soportar la dura verdad: “Soy una criatura débil y floja, cobarde frente a mis pasiones”, quiso verse como un producto típico de una sociedad por entero podrida. Soñó el fascismo para ella cuando le hubiera bastado darse a sí mismo reglas estrictas de conducta; deseó aniquilar lo humano en él y en los otros, transformando las sociedades humanas en hormigueros. Para este pesimista, el advenimiento del fascismo correspondía en el fondo al suicidio de la humanidad.
El realismo, el rechazo de lo universal y de la ley, la anarquía y el sueño de una compulsión de hierro, la apología de la violencia y de la astucia, la femineidad, el odio por el hombre, tales son caracteres que se explican por la desintegración. El colaborador, tenga o no tenga la ocasión de manifestarse como tal, es un enemigo que las sociedades democráticas llevan perpetuamente en su seno. Si deseamos evitar que sobreviva a la guerra bajo otras formas, no basta con ejecutar a algunos traidores. En la medida de lo posible, es preciso consumar la unificación de la sociedad francesa, es decir, rematar el proceso comenzado con la Revolución de 1789, cosa que sólo puede realizarse mediante una nueva revolución, esa revolución que se intentó en 1830, en 1848, en 1871 y que siempre fué seguida por una contrarrevolución. La democracia ha sido siempre un semillero de fascistas porque tolera, por naturaleza, todas las opiniones; convendrá que se dicten por fin leyes restrictivas, pues no debe haber libertad para atentar contra la libertad.
Y como la tesis favorita del colaborador, así como la del fascista, es el realismo, hemos de aprovecharnos de nuestra victoria para ratificar el fracaso de toda política realista. Por cierto que es conveniente someterse a los hechos, extraer lecciones de la experiencia, pero semejante flexibilidad, semejante positivismo político no deben ser más que medios para realizar un fin que no se halla sometido a los hechos y no extrae de éstos su existencia. Al dar el ejemplo de una política basada en principios, contribuiremos a hacer desaparecer la especie de los “pseudorrealistas”. Frente a ellos, en efecto, la resistencia que acabó por triunfar muestra que el papel del hombre consiste en saber decir no a los hechos, aun cuando parezca que uno deba someterse a ellos. Ciertamente que es menester que uno desee vencerse a sí mismo antes que vencer a la fortuna, pero si uno desea ante todo vencerse lo hace en última instancia para vencer mejor a la fortuna.
La République Française. Nueva York, Agosto de 1945.
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PARÍS BAJO LA OCUPACIÓN por Jean-Paul Sartre
Al llegar a París, muchos ingleses y norteamericanos quedaron asombrados al hallarnos menos flacos de lo que pensaban. Vieron vestidos elegantes que parecían nuevos, chaquetas que, de lejos, tenían buen aspecto; sólo en pocas ocasiones encontraron la palidez del rostro y la miseria fisiológica que ordinariamente atestiguan de la inanición. Cuando la solicitud se ve defraudada, se convierte en rencor, y me temo que interiormente nos hayan reprochado el que no correspondiéramos del todo a la imagen patética que de antemano se hacían de nosotros. Acaso algunos de ellos se hayan preguntado, en lo íntimo de su corazón, si la ocupación había sido tan terrible, si, después de todo, Francia no debía considerar como una suerte la derrota que la había puesto fuera de juego y que le permitiría recobrar su lugar de gran potencia sin haberlo merecido por grandes sacrificios; acaso hayan pensado con el “Daily Express” que los franceses, comparados con los ingleses, no vivieron tan mal durante aquellos cuatro años.
A tales personas querría dirigirme. Querría explicarles que se equivocan, que la ocupación fué una prueba terrible, que no es seguro que Francia pueda recobrarse de ella y que no hay ni un francés que no haya envidiado a veces la suerte de sus aliados ingleses. Pero, en el momento de comenzar, siento toda la dificultad de mí tarea. Otra vez conocí este embarazo. Volvía del cautiverio y me interrogaban acerca de la vida de los prisioneros: ¿cómo hacer sentir la atmósfera de los campos de concentración a quienes no habían vivido en ellos? Hubiera bastado un papirotazo para que todo aquello resultara negro y otro papirotazo para que todo pareciera risueño y alegre. La verdad no estaba tampoco en lo que se designa como “término medio”. Reclamaba mucha inventiva y arte para ser expresada y mucha buena voluntad e imaginación para ser comprendida. Hoy me hallo ante un problema análogo: ¿cómo dar una idea cabal de lo que fué la ocupación a los habitantes de los países que permanecieron libres? Hay un abismo entre nosotros que las palabras no podrían colmar. Los franceses que hablan entre sí de los alemanes, de la Gestapo, de la Resistencia, del mercado negro, se entienden sin dificultad; pero ello se debe a que han vivido los mismos acontecimientos y, por lo tanto, conservan los mismos recuerdos. Pero los ingleses y los franceses no tienen un recuerdo en común pues todo lo que Londres vivió en el orgullo, París lo vivió en la desesperación y la vergüenza. Será preciso que aprendamos a hablar de nosotros sin pasión, será preciso que ustedes aprendan a comprender nuestra voz y a percibir, más allá dé las palabras, cuanto sólo puede sugerirse, cuanto pueden significar un gesto o un silencio.
Si no obstante intento hacer entrever la verdad, tropiezo con nuevas dificultades: la ocupación de Francia fué un inmenso fenómeno social que afectó a treinta y cinco millones de seres humanos. ¿Cómo hablar en nombre de todos ellos? Las ciudades pequeñas, los grandes centros industriales, las distintas zonas del campo conocieron suertes diferentes. Tal ciudad no vió jamás a los alemanes y en tal otra estuvieron acantonados cuatro años. Puesto que sobre todo viví en París, me limitaré a describir la ocupación en París. Dejaré de lado los sufrimientos físicos, el hambre, que fué real pero se mantuvo oculta, la disminución de nuestra vitalidad, los progresos de la tuberculosis; después de todo, estas desdichas cuya extensión las estadísticas revelarán un día, no dejan de tener equivalentes en Inglaterra. Sin duda el nivel de vida se mantuvo allí sensiblemente más elevado que el nuestro, pero ustedes padecieron los bombardeos, las V 1, las pérdidas militares, al paso que nosotros no combatíamos. Pero sufrimos otras pruebas y sobre éstas quiero escribir. Intentaré mostrar la manera en que los parisienses sintieron la ocupación.
Ante todo debemos desembarazarnos de las imágenes de Épinal; no, los alemanes no recorrían las calles empuñando las armas; no, no obligaban a los civiles a cederles el paso, a bajar ante ellos de las aceras. En el subterráneo ofrecían el asiento a las ancianas, se enternecían a menudo con los niños y les acariciaban las mejillas. Habían recibido la orden de mostrarse correctos y se mostraban correctos, aunque con timidez y aplicación, por disciplina; a veces hasta manifestaban una buena voluntad ingenua que no hallaba donde emplearse. Y no imaginen ustedes tampoco que los franceses adoptaban frente a los ocupantes una mirada aplastante de menosprecio. Por cierto, la inmensa mayoría de la población se abstuvo de todo contacto con el ejército alemán. Pero no ha de olvidarse que la ocupación fué cotidiana. Alguien a quien se le preguntó qué había hecho bajo el Terror, respondió: “Viví…”. Todos podríamos dar hoy esta respuesta. Durante cuatro años hemos vivido, y los alemanes también vivían en medio de nosotros, sumergidos, ahogados por la vicia unánime de la gran ciudad. No pude ver sin sonreír una foto de France Libre que me mostraron en los últimos días: representa a un oficial alemán de nuca brutal y anchas espaldas que registra los estantes de una tienda de los muelles, bajo la mirada fría y triste de un anciano librero de viejo que luce una perilla bien francesa. El alemán se pavonea, parece desalojar a su enjuto vecino del cuadro. Bajo la imagen, una leyenda nos explica: “El alemán profana los muelles del Sena, que antes pertenecían a los poetas y a los soñadores”. Admito que no se trata de un truco fotográfico; sólo que no es más que una foto, una selección arbitraria. El ojo abarca un campo más vasto: el fotógrafo veía centenares de franceses que hojeaban libros en decenas de tiendas y a un solo alemán, demasiado pequeño en aquel escenario amplio, a un solo alemán que hojeaba un viejo libro, a un soñador, quizá a un poeta… en todo caso un personaje inofensivo. Y este aspecto del todo inofensivo es el que nos ofrecían a cada instante los soldados que se paseaban por las calles. La multitud se abría para volver a cerrarse tras sus uniformes, cuyo color verde ponía una mancha pálida y modesta, casi esperada, en medio de las ropas oscuras de los civiles. Además, las mismas necesidades cotidianas nos hacían rozarnos con ellos, las mismas corrientes colectivas nos zarandeaban, nos arrastraban, nos hacían marchar juntos; nos apretábamos contra ellos en el subterráneo, chocábamos con ellos en las noches oscuras. Sin duda los habríamos matado sin piedad si hubiéramos recibido tal orden, sin duda conservábamos el recuerdo de nuestros rencores y de nuestro odio; pero tales sentimientos habían tomado un giro un tanto abstracto y a la larga se había establecido una suerte de solidaridad vergonzosa e indefinible entre los parisienses y aquellos soldados tan semejantes, en el fondo, a los soldados franceses. Una solidaridad que no iba acompañada de nada de simpatía y que estaba hecha, más bien, de una suerte de costumbre biológica. Al principio, su vista nos hacía mal y luego, poco a poco, fuimos olvidando que los veíamos: habían adquirido un carácter institucional. Lo que acababa de volverlos inofensivos era su ignorancia de nuestra lengua. Oí cien veces a parisienses, en el café, expresarse libremente sobre política a dos pasos de un alemán solitario, sentado a una mesa ante un vaso de limonada y con la mirada vaga perdida en el vacío. Más nos parecían muebles que hombres. Cuando nos detenían con extremada cortesía para pedirnos que les indicáramos su camino –y para la mayor parte de nosotros ésta fué la única ocasión de hablarles–, nos sentíamos más molestos que rencorosos; para decirlo todo, no éramos naturales. Recordábamos la consigna que nos habíamos dado de una vez por todas: no dirigirles nunca la palabra. Pero, al mismo tiempo, se despertaba en nosotros, ante aquellos soldados extraviados, una vieja servicialidad humanista, otra consigna que se remontaba a nuestra infancia y que nos ordenaba no dejarlos en apuros. Entonces, decidíamos según el estado de ánimo y la ocasión, decíamos: “No sé” o “Doble a la izquierda en la segunda calle”; en ambos casos, nos alejábamos descontentos de nosotros mismos. En una oportunidad, en la avenida Saint-Germain volcó un automóvil militar en que viajaba un coronel alemán. Vi a diez franceses que se precipitaban en su auxilio. Odiaban al coronel, desde luego; y entre ellos estoy seguro de que se contaban varios de los F.F.I. que, dos años más tarde, se tirotearon con los alemanes en esa misma avenida. Pero, ¿cómo? ¿Era un ocupante aquel hombre que yacía aplastado bajo su automóvil? ¿Y qué debía hacerse? El concepto de enemigo sólo aparece del todo firme y del todo claro cuando el enemigo está separado de nosotros por una barrera de fuego.
No obstante, había un enemigo –y el más aborrecible– pero no .tenía rostro. O por lo menos, de los que lo vieron pocos regresaron para describirlo. Lo compararía de buen grado con un pulpo que se apoderaba en la sombra de nuestros mejores hombres y los hacía desaparecer. Parecía que se produjeran en torno de nosotros engullimientos silenciosos. Un buen día telefoneábamos a un amigo y el teléfono sonaba largo tiempo en el departamento vacío; llamábamos a su puerta y no abría; si el portero forzaba la cerradura, hallábamos en el vestíbulo dos sillas, una junto a otra, y, entre sus patas, colillas de cigarrillos alemanes. Cuando habían asistido al arresto, las mujeres y las madres de los desaparecidos atestiguaban que se los habían llevado alemanes muy corteses, semejantes a los que en la calle nos pedían que les indicásemos su camino. Y cuando iban a inquirir por su suerte, en la avenida Foch o en la calle Saussaies, las recibían con cortesía y a veces se retiraban oyendo palabras alentadoras. Sin embargo, en la avenida Foch y en la calle Saussaies oíanse desde las casas vecinas, durante todo el día y hasta altas horas de la noche, alaridos de sufrimiento y de terror. En París no había nadie sin un amigo o un pariente arrestado, deportado o fusilado por los alemanes. Parecía que hubiera agujeros ocultos en la ciudad y que ésta se vaciara por esos agujeros, como presa de una hemorragia interna e indiscernible. Por lo demás, de esto se hablaba poco; se disimulaba más aún que el hambre esta sangría ininterrumpida, en parte por prudencia, en parte por dignidad. Decíase: “Ellos lo arrestaron” y ese “Ellos”, semejante al de que se valen a veces los locos para nombrar a sus perseguidores imaginarios, apenas designaba a hombres sino más bien una especie de pez viviente o impalpable que todo lo ennegrecía, hasta la luz. De noche, los oíamos. Hacia medianoche resonaban en la calzada los trotecitos aislados de los transeúntes rezagados que querían llegar a sus casas antes del toque de queda, y luego sobrevenía el silencio. Se sabía, entonces, que los únicos pasos que golpeteaban afuera eran sus pasos. Es difícil hacer sentir la impresión que podía producir aquella ciudad desierta, aquella no man’s land pegada a nuestras ventanas y que sólo ellos poblaban. Las casas no constituían en modo alguno una defensa. La Gestapo llevaba a cabo con frecuencia las detenciones entre medianoche y las cinco de la mañana. Parecía que a cada instante la puerta fuera a abrirse para dar paso a un soplo frío, a algo de noche y a tres alemanes afables que empuñaban revólveres. Hasta cuando no los nombrábamos, hasta cuando no pensábamos en ellos, su presencia estaba entre nosotros; la sentíamos por cierta faz que nos ofrecían los objetos, según la cual nos pertenecían menos, se nos aparecían más ajenos, más fríos, en cierto modo más públicos, como si la mirada de un desconocido violara la intimidad de nuestros hogares. De mañana encontrábamos en las calles a alemanes inocentes que se dirigían presurosos a sus oficinas con una cartera bajo el brazo y que más se asemejaban a abogados vestidos de uniforme que a militares. Intentábamos hallar en aquéllos rostros inexpresivos y familiares algo de la rencorosa ferocidad que habíamos imaginado durante la noche. En vano. No obstante, el horror no se disipaba y, acaso, lo más penoso fuera aquel horror abstracto que no llegaba a posarse sobre nadie. En todo caso, tal es el primer aspecto de la ocupación; imagínense, pues, lo que era aquella coexistencia perpetua de un odio fantasmal y de un enemigo demasiado familiar al que no llegábamos a odiar.
Pero aquel horror tenía muchas otras causas. Sin embargo, antes de seguir adelante, es preciso evitar una equivocación: no ha de imaginárselo como una emoción sobrecogedora y viva. Ya lo dije: vivimos. Esto significa que podíamos trabajar, comer, conversar, dormir, a veces hasta reír, si bien la risa era bastante rara. El horror parecía estar fuera, en las cosas. Podíamos olvidarnos de él por un momento, apasionarnos por una lectura, una conversación, un negocio, pero siempre volvíamos a él y advertíamos que no nos había abandonado. Calmo y estable, casi discreto, teñía tanto nuestros ensueños como nuestros pensamientos más prácticos. Constituía a la vez la trama de nuestras conciencias y el sentido del mundo. Hoy, que se ha disipado, sólo vemos en él un elemento de nuestra vida; pero, cuando estábamos sumergidos en el horror, se nos había hecho tan familiar que a veces lo considerábamos la tonalidad natural de nuestros estados de ánimo. ¿Se me comprenderá si digo que era a la vez intolerable y que nos adaptábamos muy bien a él?
Según se dice, algunos locos sienten intensamente que un acontecimiento atroz desquició sus vidas. Y cuando quieren comprender qué es lo que les provoca una impresión tan fuerte de ruptura entre su pasado y su presente, no hallan nada, nada se produjo. Tal era, poco más o menos, nuestro caso. A cada instante sentíamos que se había roto un lazo con el pasado. Las tradiciones estaban rotas, así como las costumbres. Y no percibíamos claramente el sentido de aquel cambio, que la misma derrota no explicaba por entero. Hoy veo cuál era: París estaba muerto. No más autos, no más transeúntes, salvo a determinadas horas y en ciertos barrios. Marchábamos entre piedras; parecía que fuéramos los hombres olvidados de un inmenso éxodo. Algo de vida provinciana se había instalado artificialmente en los ángulos de la capital; quedaba un esqueleto de ciudad, pomposo e inmóvil, demasiado largo y demasiado ancho para nosotros: demasiado anchas eran las calles que descubríamos hasta donde alcanzaba la vista, demasiado grandes eran las distancias, demasiado vastas las perspectivas. Uno se perdía allí y los parisienses se quedaban en sus casas o llevaban una vida de barrio, temerosos de circular entre aquellos grandes palacios severos que la noche hundía en las tinieblas absolutas. Pero en esto también hay que guardarse de exagerar. Muchos de nosotros gustaron de la tranquilidad burguesa, del encanto anticuado que aquella capital exangüe tomaba al claro de luna; pero su propio placer estaba teñido de amargura, pues nada hay más amargo que el que uno se pasee por su calle, alrededor de su iglesia, de su municipalidad, y sienta la misma alegría melancólica que si visitara el Coliseo o el Partenón bajo la luna. Todo era ruinas: casas deshabitadas del siglo XVI con los postigos cerrados, hoteles y cines confiscados y señalados con barreras blancas contra las cuales tropezábamos de golpe, bares y tiendas cerrados hasta que finalizara la guerra y cuyos propietarios habían sido deportados, habían muerto o desaparecido, pedestales sin estatuas, jardines cortados en dos o desfigurados por casamatas de hormigón armado, y todas aquellas gruesas letras polvorientas en lo alto de las casas, avisos luminosos que no se encendían. En los cristales de los escaparates se leían frases que parecían grabadas en piedras tumbales: chucrut a toda hora; pastelería vienesa; week-end en Touquet; todo para el automóvil. Hemos conocido eso, dirán ustedes. También en Londres padecimos el black-out y las restricciones. Lo sé muy bien, pero tales cambios de la vida de ustedes no tenían el mismo sentido que los nuestros. Londres, mutilada, velaba y seguía siendo la capital de Inglaterra, mientras que París ya no era la capital de Francia. Antes todas las rutas, todos los rieles llevaban a París; el parisiense estaba en su casa en medio de Francia, en medio del mundo. En el horizonte de todas sus ambiciones, de todos sus amores, se recortaban Nueva York, Madrid, Londres. Alimentada por Périgord, por Beauce, por Alsacia, por las pesqueras del Atlántico, la capital no era, como la Roma antigua, una ciudad parasitaria; regulaba los intercambios y la vida de la nación, .elaboraba las materias primas, era la plataforma de Francia. Pero con el armisticio, todo cambió. La división de Francia en dos zonas separó a París del campo; las costas de Bretaña y de Normandía se convirtieron en zonas prohibidas. Un muro de hormigón separó a Francia de Inglaterra y de América. Quedaba Europa, pero Europa era una palabra que producía horror, pues significaba servidumbre. La ciudad de los reyes había perdido hasta su función política; de ella la había despojado el gobierno fantasma de Vichy. Francia, dividida por la ocupación en provincias encerradas en sí mismas, había olvidado a París. La Ciudad no era más que una gran aglomeración plana e inútil, habitada por los recuerdos de su grandeza y a la que se mantenía con inyecciones intermitentes. Debía su vida languideciente al número de vagones y camiones que los alemanes decidían dejar entrar cada semana. Apenas Vichy se hiciera algo la olvidadiza, apenas Laval demorara un par de días la entrega de trabajadores a Berlín, se suspendían inmediatamente las inyecciones. París se ajaba y bostezaba de hambre bajo el cielo vacío. Aislado del mundo, alimentado por piedad o por cálculo, sólo poseía una existencia abstracta y simbólica. En el curso de aquellos cuatro años, los franceses vieron mil veces, en los escaparates de las despensas, apretadas hileras de botellas de vino y coñac. Se acercaban, atraídos, pero sólo para leer en un cartel: escaparate ficticio. Y así era París, no era sino un escaparate ficticio. Todo era hueco, todo estaba vacío: el Louvre sin cuadros, la Cámara sin diputados, el Senado sin senadores, el liceo Montaigne sin estudiantes. La existencia artificial que los alemanes mantenían aún en París, las representaciones teatrales, las carreras, las fiestas miserables y lúgubres no se proponían sino mostrar al universo que Francia estaba salvada puesto que París aún vivía. Por su parte, los ingleses, que aplastaban con sus bombas a Lorient, Ruán o Nantes, habían decidido respetar a París. Y así disfrutábamos en aquella ciudad agonizante de una calma mortuoria y simbólica. En torno de aquel islote llovían el hierro y el fuego; pero, así como no se nos permitía compartir el trabajo de nuestras provincias, tampoco teníamos el derecho de compartir sus sufrimientos. Un símbolo: esta ciudad laboriosa no era más que un símbolo. Nos mirábamos unos a otros y nos preguntábamos si no nos habríamos convertido también nosotros en símbolos.
Ello es que, durante cuatro años, nos robaron nuestro futuro. Dependíamos de los otros. Y para los otros, no éramos más que un objeto. Sin duda la radio y la prensa de Inglaterra nos testimoniaban amistad. Pero habría sido preciso que fuésemos muy petulantes o muy ingenuos para creer que los ingleses proseguían aquella guerra sangrienta con el fin de liberarnos. Defendían sus intereses vitales, virilmente, con las armas en la mano, y sabíamos de sobra que sólo entrábamos en sus cálculos como un factor entre otros factores. En cuanto a los alemanes, pensaban en el mejor medio de reunir aquel pedazo de tierra al bloque “Europa”. Sentíamos que se nos escapaba nuestro destino; Francia se asemejaba a un tiesto de flores que se pone en el alféizar de la ventana cuando hace sol y que se retira por la noche, sin pedirle su opinión.
Todo el mundo conoce a esos enfermos llamados “despersonalizados” que, de pronto, caen en la cuenta de que “todos los hombres están muertos” porque dejaron de proyectar su futuro más allá de sí mismos y porque, al mismo tiempo, dejaron de sentir el futuro de los otros. Lo más penoso de todo era acaso el que todos los parisienses estuvieran despersonalizados. Antes de la guerra, si mirábamos con simpatía a un niño, a un joven, a una muchacha, lo hacíamos porque presentíamos su futuro, el cual adivinábamos oscuramente en sus gestos, en los pliegues de sus rostros. Pues un hombre viviente es ante todo un proyecto, una empresa. Pero la ocupación había despojado a los hombres de futuro. Nunca seguimos entonces a una pareja con la mirada, tratando de imaginar su destino, pues no teníamos más destino que un clavo o un picaporte. Todos nuestros actos eran provisionales y su sentido estaba limitado al mismo día en que los realizábamos. Los obreros trabajaban en las fábricas día tras día, pero la electricidad podía faltar el día siguiente, Alemania podía interrumpir sus envíos de materias primas, los alemanes podían decidir bruscamente deportaba a Baviera o al Palatinado; los estudiantes preparaban sus exámenes pero, ¿quién se hubiera atrevido a afirmar que podrían rendirlos? Nos mirábamos y nos parecía ver muertos. Aquella deshumanización, aquella petrificación del hombre resultaban tan intolerables, que muchos, para escapar a ella, para recobrar un futuro, abrazaron la Resistencia. Extraño futuro, cerrado por los suplicios, la prisión, la muerte, pero que por lo menos creábamos con nuestras propias manos.2 Pero la Resistencia no era más que una solución individual, y esto siempre lo supimos: sin ella los ingleses hubieran ganado la guerra, con ella la hubieran perdido si debían perderla. A nuestros ojos, poseía sobre todo un valor simbólico, y ésta es la razón por la cual muchos miembros de la Resistencia estaban desesperados: no eran sino símbolos. Una rebelión simbólica en una ciudad simbólica. Lo único verdadero eran las torturas.
De esta suerte nos sentíamos fuera del juego. Nos avergonzaba el no comprender aquella guerra que no hacíamos. Desde lejos veíamos cómo los ingleses y los rusos se adaptaban a la táctica alemana mientras nosotros continuábamos rumiando aún nuestra derrota de 1940. Ésta había sido demasiado rápida y nada nos había enseñado. Quienes nos felicitan irónicamente por haber escapado a la guerra no se imaginan con qué ardor los franceses hubieran deseado reanudar el combate. Día tras día veíamos nuestras ciudades destruidas, nuestras riquezas aniquiladas. Nuestra juventud se debilitaba en forma alarmante, tres millones de los nuestros se pudrían en Alemania, la natalidad francesa disminuía. ¿Qué batalla hubiera sido más destructora? Pero esos sacrificios que habríamos realizado de buena gana si hubieran apresurado nuestra victoria, carecían de todo sentido y no tenían utilidad alguna; en el peor de los casos hubieran servido a los alemanes. Esto acaso todos lo comprendan: lo terrible no es sufrir ni morir, sino sufrir, sino morir en vano.
En aquel desamparo absoluto en que nos hallábamos solíamos ver pasar por encima de nuestras cabezas aviones aliados. Nuestra situación era tan paradójica que la sirena nos los señalaba como enemigos. Las órdenes eran formales: había que abandonar las oficinas, cerrar las tiendas y bajar a los refugios. No obedecíamos jamás y permanecíamos en las calles mirando hacia arriba. No hay que ver en esta indisciplina una vana rebelión o una tonta afectación de valor, pues lo cierto es que mirábamos desesperadamente a los únicos amigos que nos quedaban. Aquel joven piloto que pasaba en su avión por encima de nuestras cabezas estaba unido a Inglaterra, a los Estados Unidos, por lazos invisibles, venía a constituir todo un mundo inmenso y libre que llenaba el cielo. Pero los únicos mensajes de que era portador eran mensajes de muerte. Jamás se sabrá qué fe en nuestros aliados hemos debido sentir para continuar amándolos, para desear con ellos aquellas destrucciones que llevaban a cabo en nuestro suelo, para saludar a pesar de todo a sus bombarderos como al rostro de Inglaterra. Si las bombas no daban en su objetivo y caían en un radio urbano, nos ingeniábamos para hallar excusas y a veces hasta acusábamos a los alemanes de haberlas lanzado para que nos alzáramos contra los ingleses, o de haber dado intencionadamente la alerta demasiado tarde. Pasé algunos días en El Havre, en casa de uno de mis camaradas de cautiverio, durante el período en que arreciaron los bombardeos. La primera noche nos reunimos en torno del aparato de radio cuyos botones el padre de familia maniobraba con una solemnidad ingenua y conmovedora; se hubiera dicho que celebraba misa. Cuando la B.B.C. nos daba las primeras informaciones, oímos un lejano rugido de aviones. Sabíamos muy bien que lanzarían sus bombas sobre nosotros. Durante mucho tiempo no olvidaré la mezcla de terror y de éxtasis con que una de las mujeres dijo en voz baja: “¡Son los ingleses!”. Y durante un cuarto de hora, sin moverse de sus sillas, entre el ruido cercano de las explosiones, escucharon la voz de Londres. Les parecía que ésta estuviera más presente y que las escuadrillas que volaban por encima de nosotros le dieran un cuerpo. Pero semejantes actos de fe exigían una tensión perpetua; exigían con frecuencia que hiciéramos callar en nosotros la indignación. Y la hicimos callar cuando Lorient quedó arrasado, cuando el centro de Nantes quedó destruido, cuando el corazón de Ruan fué alcanzado por las bombas. Acaso se adivinen los esfuerzos que debimos realizar. A veces la cólera nos cegaba pero sólo para que luego la analizáramos fríamente como una pasión. Me acuerdo que en julio de 1944 fué ametrallado el tren en que yo volvía de Chantilly. Era un tren suburbano por entero inofensivo. Lo sobrevolaron tres aviones y, en cosa de pocos segundos, había en el vagón delantero tres muertos y doce heridos. Los viajeros, de pie en las vías, miraban pasar las parihuelas y los bancos verdes que se habían ido a buscar a la estación vecina pues no había camillas para transportar los cuerpos. Estaban pálidos de emoción y de cólera. Los insultaban a ustedes, les reprochaban el ser inhumanos y bárbaros: “¿Acaso tienen necesidad de atacar un tren indefenso? ¿No hay acaso suficientes blancos industriales del otro lado del Rin? ¿Por qué no vuelan sobre Berlín? ¡Ah!, las defensas antiaéreas les inspiran miedo, etc.”. Luego alguien encontró de pronto la explicación: “Escuchen: ordinariamente apuntan a la locomotora y no hieren a nadie. Sólo que hoy la locomotora iba a la cola del tren. Dispararon sobre el vagón delantero. Piensen: a la velocidad que llevaban, no advirtieron el cambio”. Al punto todo el mundo calló; todos se consolaron porque el piloto no había cometido una falta imperdonable, porque podíamos continuar amándolos a ustedes. Pero no fué nuestra desdicha menor la tentación de odiarlos contra la cual debimos luchar con mucha frecuencia. Y puedo atestiguarles que los días en que, bajo las miradas irónicas de los alemanes, nuestros vencedores, observábamos el humo de los incendios que ustedes habían provocado a las puertas de la ciudad, nuestra soledad fué total.
No obstante, no nos atrevíamos a quejarnos, pues nos sentíamos culpables. En el cautiverio fué donde conocí por primera vez aquella vergüenza secreta que nos atormentaba. Los prisioneros se sentían desdichados pero no llegaban a compadecerse a sí mismos. “¡Pues bien! –decían–, ¿qué nos ocurrirá cuando volvamos allá?” Sus sufrimientos eran secos y agrios, desagradables, estaban emponzoñados por el sentimiento de que los habían merecido. Se avergonzaban ante Francia. Pero Francia se avergonzaba ante el mundo. Es dulce compadecerse algo a sí mismo. Pero, ¿cómo habríamos podido sentir piedad por nosotros mismos cuando nos rodeaba el desprecio de los demás? Los polacos de mi Stalag no nos ocultaban su desdén, los checoslovacos nos reprochaban el que los hubiéramos abandonado en 1938. Me contaron que un ruso evadido a quien escondió un gendarme anjovino, decía de nosotros, sonriendo de buena gana: “Los franceses, bah, ¡son conejos, conejos!”. Ustedes mismos no siempre se mostraron tiernos con nosotros, y me acuerdo de cierto discurso del mariscal Smuts que debimos escuchar en silencio. Después de eso, desde luego, sentíamos la tentación de revolcarnos en nuestra humillación, de alimentarla. Tal vez nos hubiera sido posible defendernos. Después de todo, las tres potencias más grandes del mundo tardaron cuatro años en abatir a Alemania. ¿No era natural que nosotros cediéramos al primer choque, nosotros que estábamos solos para soportarlo? Pero no pensábamos en defendernos, y los mejores de nosotros se incorporaron a la Resistencia porque sentían la necesidad de rescatar al país. Los otros permanecían vacilantes y se sentían incómodos; rumiaban su complejo de inferioridad. ¿No piensan ustedes que no hay pena peor que la que se padece sin poder juzgarla inmerecida ni tampoco considerarla una redención?
Pero en el momento mismo en que estábamos a punto de abandonarnos al remordimiento, los hombres de Vichy y los colaboradores, que intentaban empujarnos a él, nos hacían contener. La ocupación no era sólo la presencia constante de los vencedores en nuestras ciudades, sino que era también aquella inmunda imagen, que aparecía en todos los muros y en los diarios, que ellos querían ofrecernos de nosotros mismos. Los colaboradores comenzaban por apelar a nuestra buena fe. “Hemos sido vencidos –decían–; seamos buenos perdedores y reconozcamos nuestras faltas.” Y luego: “Convengamos en que los franceses son superficiales, aturdidos, jactanciosos, egoístas, que no comprenden a las naciones extranjeras y que la guerra sorprendió a nuestro país en plena descomposición”. Carteles humorísticos ridiculizaban nuestras últimas esperanzas. Ante tanta bajeza y ante artimañas tan groseras, nos erguíamos, ansiábamos sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Pero ay, apenas levantábamos la cabeza hallábamos en nosotros mismos los verdaderos motivos de remordimiento. Así vivíamos, en la peor de las confusiones, desdichados sin atrevernos a confesarlo, avergonzados y asqueados de la vergüenza sentida. Para colmo de desdichas, no podíamos dar un paso, no podíamos comer ni siquiera respirar sin hacernos cómplice del ocupante. Antes de la guerra los pacifistas nos habían explicado más de una vez que un país invadido debe negarse a combatir y debe oponer en cambio una resistencia pasiva. Fácil es decirlo, pero, para que tal resistencia sea eficaz, sería preciso que el maquinista se negara a conducir su tren, que el campesino se negara a trabajar su campo. Esto habría fastidiado acaso al vencedor, aun cuando pudiera avituallarse en su suelo, pero toda la nación ocupada habría perecido con seguridad en el más breve plazo. Era menester, pues, trabajar, mantener en el país una apariencia de organización económica, garantizarle, a pesar de las destrucciones y los saqueos, un mínimo vital. Sólo que la menor actividad servía al enemigo que se había abatido sobre nosotros, pegaba sus ventosas a nuestra piel y vivía en simbiosis con nosotros. No se formaba en nuestras venas una gota de sangre de la que no tomara una parte. Se habló mucho de “colaboradores” y ciertamente hubo entre nosotros traidores auténticos. Pero no nos avergonzamos de ellos, pues no hay nación que no tenga su hez, esa franja de fracasados y de amargados que se aprovechan durante un momento de los desastres y las revoluciones. La existencia de Quisling o de Laval en una agrupación nacional es un fenómeno normal, como el índice de suicidio o de criminalidad. Pero lo que nos parecía anormal era la situación del país, por entero colaborador. Los maquisards, nuestro orgullo, no trabajaban para el enemigo, pero los campesinos, si querían alimentarlos, debían continuar criando ganado, la mitad del cual partía para Alemania. Cada uno de nuestros actos era ambiguo, y nunca sabíamos si debíamos censurarnos acerbamente o aprobarnos a nosotros mismos. Un veneno sutil emponzoñaba las mejores empresas. Sólo daré un ejemplo: los maquinistas, chóferes y mecánicos se comportaron admirablemente. Su sangre fría, su coraje y a menudo su abnegación salvaron centenares de vidas, permitieron que los convoyes de víveres llegaran a París. La mayor parte de ellos eran patriotas y así lo probaron. Sin embargo, el celo que ponían en defender nuestro material servía a la causa alemana, pues aquellas locomotoras milagrosamente preservadas podían ser confiscadas de la noche a la mañana; entre las vidas humanas que ayudaron a conservar es preciso contar las de los militantes que luego partían para El Havre o Cherburgo; los trenes de víveres transportaban también material bélico. Así aquellos hombres, ansiosos únicamente de servir a sus compatriotas, estaban, por la fuerza de las cosas, del lado de nuestros enemigos, contra nuestros amigos, y, cuando Pétain les prendía una medalla al pecho, quien los condecoraba era Alemania. Durante toda la guerra no hemos reconocido nuestros actos, no hemos podido reivindicar sus consecuencias. El mal estaba en todas partes, toda elección era mala y sin embargo debíamos elegir y éramos responsables. Cada latido de nuestro corazón nos sumergía en una culpabilidad que nos horrorizaba.
Acaso habríamos soportado mejor la condición abyecta a que estábamos reducidos si hubiéramos podido lograr contra Vichy aquella unidad que Vichy reclamaba incesantemente. Pero no es cierto que la desgracia acerque. Desde el primer momento la ocupación dispersó a las familias por los cuatro puntos cardinales. Cierto industrial parisiense había dejado a su mujer y a su hija en la zona libre y no podía –por lo menos durante los dos primeros años– verlos ni escribirles más que tarjetas postales. Su hijo mayor estaba cautivo en un Oflag y su hijo menor se había unido a de Gaulle. París estaba poblado de ausentes y acaso no fuera uno de los aspectos menos salientes de nuestra situación el culto del recuerdo que practicamos durante cuatro años V que venía a dirigirse, a través de nuestros amigos lejanos, al de una dulzura de vivir, de un orgullo de vivir desaparecidos. A pesar de nuestros esfuerzos, los recuerdos palidecían cada día más, los rostros se apagaban uno tras otro. Hablamos primero mucho de los prisioneros, pero luego menos y cada vez menos. No es que dejáramos de pensar en ellos sino que, después de haber sido para nosotros figuras dolorosas y precisas, se habían convertido en espectros, se iban confundiendo poco a poco con nuestra sangre empobrecida, nos faltaban como la grasa, el azúcar o las vitaminas, del mismo modo total e indiferenciado. Parejamente se borraban el gusto del chocolate o del foie gras, el recuerdo de ciertos días radiantes, de un 14 de julio en la Bastilla, de un paseo sentimental, de una noche a orillas del mar, de la grandeza de Francia. Nuestras exigencias disminuían junto con nuestros recuerdos y, como uno se adapta a todo, sentíamos vergüenza de adaptarnos a nuestra miseria, de los rábanos con que estaba servida nuestra mesa, de las libertades ínfimas de que aún gozábamos, de nuestra sequedad interior. Nos íbamos simplificando cada día más y acabábamos por no hablar sino de alimentos, menos quizá a causa del hambre o del temor por el día siguiente como porque la búsqueda de “ocasiones” en materia de alimentación era la única empresa que había quedado a nuestro alcance.
Además, la ocupación despertaba viejas querellas, agravaba los disentimientos que separaban a los franceses. La división de Francia en las zonas Norte y Sur reavivaba la antigua rivalidad entre París y las provincias, entre el Norte y el Mediodía. Los habitantes de Clermont-Ferrand y de Niza acusaban a los parisienses de pactar con el enemigo. Por su parte, los parisienses reprochaban a los franceses de la zona libre el ser “blandos” y el ostentar insolentemente su egoísta satisfacción de no estar “ocupados”. Es preciso confesar que desde este punto de vista los alemanes, al violar las cláusulas del armisticio y al extender la ocupación a todo el país, nos prestaron un gran servicio: restauraron la unidad de la nación. Pero subsistieron muchos otros conflictos, como por ejemplo el de los campesinos y los ciudadanos. Heridos durante largo tiempo por el desprecio con que creían ser mirados, los campesinos se tomaban el desquite y hacían pagar caros los productos de la tierra a los habitantes de la ciudad; éstos, por su parte, los acusaban de alimentar el mercado negro y de matar de hambre a las poblaciones urbanas. El gobierno atizaba la querella con discursos que ya ensalzaban a los agricultores, ya les reprochaban el ocultar sus cosechas. La insolencia de los restaurantes de lujo alzaba a los obreros contra la burguesía. A decir verdad, frecuentaban sobre todo tales establecimientos los alemanes y un puñado de colaboradores. Pero su existencia hacía tocar con el dedo las desigualdades sociales. Del mismo modo, las clases laboriosas no podían ignorar que sobre todo se reclutaba entre ellas a los trabajadores de relevo, pues en este sentido la burguesía no fué prácticamente tocada. ¿Fue éste el resultado, según se dijo, de una maniobra alemana para sembrar la discordia, o se debía ello más bien a que los obreros le eran más útiles a Alemania? No lo sé. Pero, y éste es un signo de nuestra incertidumbre, no sabíamos si alegrarnos al ver a la mayor parte de los estudiantes escapar a la deportación, o desear, por espíritu de solidaridad, que ella se extendiera por igual a todas las capas sociales. Hay que mencionar, por último, que la derrota exacerbó el conflicto de las generaciones. Durante cuatro años, los combatientes del 14 reprocharon a los del 40 el haber perdido la guerra, y los del 40, en desquite, acusaron a aquéllos de haber perdido la paz.
Que nadie se imagine, empero, una Francia desgarrada. La verdad no es tan simple. Tales querellas se nos aparecen sobre todo como obstáculos opuestos a un inmenso y torpe deseo de unión. Quizá nunca haya habido tanta buena voluntad. Los jóvenes soñaban oscuramente en un nuevo orden, las patronales, en general, se inclinaban a hacer concesiones. En todas partes, cuando un breve atropello llevaba a reñir a dos viajeros del subterráneo, cuando una disputa ponía a un peatón frente a un ciclista, oíase el mismo murmullo de la multitud: “¡Qué desdicha! ¡Riñen entre franceses bajo los ojos de los alemanes!”. Pero las mismas circunstancias de la ocupación, las barreras que los alemanes alzaban entre nosotros, las necesidades de la lucha clandestina impedían, en la mayor parte de los casos, que aquellas buenas voluntades hallaran empleo. De tal modo, aquellos cuatro años fueron un largo sueño impotente de unidad. Y esto es lo que da angustiosa urgencia al momento presente, pues las barreras han caído y nuestra suerte está ahora en nuestras manos. ¿Quién triunfará? ¿Las viejas querellas despertadas o aquel gran deseo de solidaridad? Pero a todos ustedes, que nos miran desde Londres, hemos de pedirles un poco de paciencia, pues el recuerdo de la ocupación aún no se ha borrado y apenas comenzamos a despertarnos. En cuanto a mí, sé decir que cuando al doblar una calle me encuentro con un soldado norteamericano, me sobresalto brusca e instintivamente: creo que es un alemán. E inversamente, un militar alemán que se había escondido en un sótano y que, hambriento, deseaba rendirse, pudo, quince días después de la liberación, dirigirse en bicicleta hasta los Champs-EIysées sin que nadie le interceptara el paso. La costumbre de la gente era tal que nadie lo veía. Necesitaremos mucho tiempo para olvidar y la Francia de mañana no mostró aún su verdadero rostro.
Pero, ante todo, les pedimos que comprendan que la ocupación fué con frecuencia más terrible que la guerra, pues en la guerra cada cual puede vivir su vida de hombre al paso que, en aquella situación ambigua, no podíamos verdaderamente obrar y ni siquiera pensar. Indudablemente, durante ese período Francia no siempre –poniendo aparte la Resistencia– dió pruebas de grandeza. Empero, es preciso comprender que la Resistencia activa debía forzosamente limitarse a una minoría. Además, me parece que esa minoría, que se ofreció deliberadamente y sin esperanza al martirio, basta ampliamente para redimir nuestras flaquezas. Y por último, si estas páginas les ayudaron a medir la vergüenza, el horror y la cólera que nuestro país sufrió, pensarán conmigo, según creo, que tiene derecho al respeto hasta en sus errores.
France Libre, Londres, 1945
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NOTA:
. Si hubiera que señalar una excusa o por lo menos una explicación de la “Colaboración”, convendría decir que también ella fué un esfuerzo para devolver un futuro a Francia.
1. Contra el pesimismo. en «El profeta desterrado», por Isaac Deutscher (Nueva York, Vintage, 1966) [Edición en español: El profeta desterrado, México, Era]. Carta a Angélica Balabanoff (1878-1965), quien había sido delegada a las conferencias de Zimmerwald y Kienthal, que precedieron a la formación de la Comintern, y luego secretaria de ésta. Rompió con el PC en los años veinte y, cuando Trotsky escribió esta carta, vivía exiliada en Estados Unidos.