Fuente: https://www.resumenlatinoamericano.org/2023/02/14/peru-epilogo-del-grupo-de-lima-el-pais-banado-en-sangre/
26/01/23-. Ni un guionista pervertido habría podido concebir un final más dramático y sangriento para el montaje imperial llamado “el Grupo de Lima” que estos acontecimientos que vienen sacudiendo al Perú durante los últimos meses.
El país andino está sumido en una peligrosa ola de represión, con marcado acento clasista y hasta racista, mientras la autodenominada “comunidad internacional” mira para otro lado. Esa misma comunidad internacional cuya representación se arrogó el también llamado “Cartel de Lima” cuando se sumó al plan de derrocar al gobierno venezolano.
El tinglado creado por Washington y secundado (¿cuándo no?) por las oligarquías latinoamericanas y sus nefastos medios de comunicación, consistía en poner a los gobiernos derechistas y ultraderechistas de la región como paradigmas de democracias inmaculadas y respetables haciendo frente a la “dictadura socialista” venezolana.
La arremetida fue feroz y contempló toda clase de maniobras contra el gobierno constitucional de Nicolás Maduro, desde declaraciones destempladas hasta el reconocimiento de un títere de Estados Unidos como supuesto presidente. No quedaron excluidos los planes militares de invasión con tropas formales o con paramilitares y mercenarios.
La narrativa predominante era que en Venezuela se registraba una violación sistemática de los derechos humanos y se pisoteaba la democracia porque sus elecciones no eran libres, transparentes ni creíbles.
Los mandatarios coaligados en ese plan han ido cayendo uno por uno, precisamente por los votos, pero, en sus respectivos países las derechas derrotadas en las urnas llevan a cabo toda clase de estratagemas para volver al poder antidemocráticamente. Y Perú, cuya capital era la sede del deplorable grupo, tiene ahora el protagonismo en esta práctica de “cuando no gano, arrebato”.
Crisis permanente
De hecho, si algún país carece de autoridad para ser anfitrión de una alianza diplomática destinada a atender la crisis política de otra nación, ese es Perú, pues se trata de un Estado diseñado constitucionalmente para vivir en crisis de manera permanente. La mejor prueba de ello es que cada uno de los presidentes de las últimas décadas ha terminado procesado judicialmente, destituido (vacado, es la expresión que usan allá) o huido. Uno de ellos, Alán García, resolvió el problema suicidándose.
Y lo peor del asunto es que el contrapeso de la presidencia peruana, el poder que causa la inestabilidad crónica, es un Congreso que tiene el “atributo” casi increíble de ser más impopular que los presidentes a los que despedaza.
El principio de elecciones libres supuestamente defendido por el Grupo de Lima quedó en ruinas en Perú con el resultado de los comicios presidenciales de 2021, ganados por el maestro de escuela provinciano Pedro Castillo, a quien la oligarquía peruana no dejó gobernar en paz ni siquiera un día hasta que terminó por destituirlo bajo la subjetiva acusación de “incapacidad moral”.
Eso ya era muy grave, pero tras el ascenso al poder de la vicepresidenta Dina Boluarte, otro fundamento democrático ha quedado aplastado: el derecho a la protesta.
Buena parte de los argumentos contra el gobierno venezolano que enarboló el Grupo de Lima eran precisamente los referidos a los supuestos excesos represivos de 2017, cuando el Estado venezolano enfrentó cuatro meses continuos de disturbios violentos, financiados por gobiernos extranjeros y aplaudidos por la prensa global.
Como una especie de karma político, casi todos los gobiernos del Cartel tuvieron que reprimir con suma violencia a grupos de manifestantes. Ocurrió en Ecuador, Chile y Colombia entre 2019 y 2021, con el resultado espeluznante de muertes, lesiones graves (sobre todo en los ojos) y muchos detenidos y desaparecidos.
Ahora le ha tocado el turno al Perú. Bajo la conducción de Boluarte, la mandataria no electa popularmente (sino mediante otra triquiñuela parlamentaria), el país ha quedado sumido en un espiral represivo que ya pasó del medio centenar de muertos en apenas poco más de un mes.
Parece obvio que la oligarquía limeña subestimó la respuesta popular al derrocamiento de Castillo, quien representa mucho de lo que esa clase social capitalina odia: el componente indígena, la pobreza, la procedencia del interior del país. Pensaron que la gente iba a quedarse tranquila hasta 2025, cuando se realizarían las elecciones, pero la paciencia del colectivo nacional ya está más que agotada.
Las manifestaciones adquirieron rápidamente una fuerza muy superior a la calculada por el statu quo limeño y la respuesta ha sido la clásica: calificar a los participantes de las protestas como enemigos internos y tratarlos así, en términos policiales y militares.
Testigos de los acontecimientos aseguran que la actitud de los cuerpos de seguridad responde a un patrón impuesto desde los altos mandos. No se trata de excesos cometidos por uno que otro funcionario, sino de una política sistemática destinada a aplacar la protesta a sangre y fuego.
Para lograr ese objetivo, el gobierno no electo cuenta con el silencio y el apoyo de la maquinaria mediática del capitalismo global, con los órganos periodísticos peruanos a la cabeza. Este aparato hace esfuerzos enormes por culpar a los manifestantes, a los que se llama violentistas y terroristas. Se ha desempolvado a Sendero Luminoso, el grupo guerrillero maoísta exterminado por Fujimori, para estigmatizar a quienes protestan con el epíteto “terrucos”, que remite a la época de la guerra sucia peruana.
Este es, hasta ahora, el vergonzoso epílogo del país sede del Grupo de Lima: las elecciones burladas, la democracia pisoteada y el pueblo asesinado, reprimido y tratado como enemigo. Fin de un pésimo guion.
Racismo, endorracismo y otras lacras
La política de Estado contra las masas que protestan ha atizado, para hacer más complejo el panorama, los profundos problemas de racismo y endorracismo que sufre el Perú.
Sobre todo en la capital, la clase dominante blanca ha sacado a relucir su odio contra los indígenas y campesinos mestizos. A esta comparsa se suman sectores de clase media, que no pertenecen a la oligarquía ni tampoco son realmente blancos, pero que piensan y actúan si lo fueran. Es lo que se denomina endorracismo.
Es un fenómeno preocupante que ha tenido ya expresiones en otros países, como Bolivia y Brasil, donde grupos de “blancos” o “blanqueados”, en muchos casos con argumentos religiosos, han actuado en contra de gruesos sectores indígenas, afrodescendientes o mestizos.
En Venezuela, pese a ser una sociedad menos estratificada en términos raciales, hemos visto a ese lobo asomar los dientes. En los primeros años de la Revolución se hizo fuerte el discurso sobre las “hordas chavistas” y en la ola de violencia de 2017 fueron emblemáticos los casos de ataques (incluyendo linchamientos) contra personas por su color de piel y aspecto humilde.
Son los terribles males asociados a una derecha que solo cree en las elecciones y en la democracia cuando ganan sus candidatos. El Perú de la represión y de los arranques racistas y endorracistas es, en ese sentido, otra alarma sonando en todo el continente