PdF: Mitologías

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2020/03/17/mitologias-por-roland-barthes/                                                           Roland Barthes                                                                                                                      

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LA CRÍTICA NI-NI

“Mitologías” (1954 -1956) 1.° edición en francés 1957.  1.°  edición en castellano, 1980

Mayo Frances Pintas

En uno de los primeros números del diario L’Express hemos podido leer, una profesión de fe critica (anónima) que era un soberbio fragmento de retórica balanceada. La idea que la sustentaba era que la crítica no debe ser “ni un juego de salón, ni un servicio municipal”, lo que debe entenderse en el sentido de que no debe ser ni reaccionaria, ni comunista, ni gratuita, ni política.

Se trata de una mecánica de doble exclusión que proviene en buena medida de esa pasión numérica que hemos encontrado muchas veces y que intenté definir globalmente como un rasgo pequeñoburgués. Se hace la cuenta de los métodos con una balanza, cargando a voluntad los platillos con esos métodos. De esta manera uno puede aparecer como árbitro imponderable dotado de una espiritualidad ideal y, por lo tanto, justo, como el astil que juzga la pesada.

Las taras necesarias para esta operación de contabilidad están constituidas por la moralidad de los términos que se emplean. Según un viejo procedimiento terrorista (del que no se escapan quienes son partidarios del terrorismo), en el mismo momento que se nombra algo, se lo juzga, y la palabra, lastrada con una culpabilidad previa, pesa obviamente en uno de los platillos de la balanza. Se opondrá, por ejemplo, cultura a ideologías. La cultura es un bien noble, universal, situada al margen de los prejuicios sociales: la cultura no pesa. Las ideologías, en cambio, son inventos partidarios: por lo tanto ¡a la balanza! Se las envía de espaldas bajo la severa mirada de la cultura (sin imaginar tan siquiera que la cultura es, al fin de cuenta, una ideología). Las cosas ocurren como si hubiera por un lado palabras pesadas, palabras taradas (ideología, catecismo, militante), destinadas a alimentar el juego infamante de la balanza; por otro lado, palabras livianas, puras, inmateriales, nobles por derecho divino, a tal punto sublimes que escapan a la despreciable ley de los números (aventura, pasión, grandeza, virtud, honor), palabras situadas por encima de la triste contabilidad de las mentiras. Las segundas están encargadas de moralizar a las primeras: por un lado, palabras criminales y por el otro, palabras justicieras. Por supuesto, esta hermosa moral del tercer partido termina necesariamente en una nueva dicotomía, tan simplista como la que se pretendía denunciar en nombre de la complejidad. Sí, es posible que nuestro mundo sea alternado; pero lo seguro es que para esta escisión, no existe tribunal. Los jueces no están a salvo, también ellos están completamente metidos en nuestro mundo.

Es suficiente, por otra parte, observar qué tipos de mitos afloran en esta crítica Ni-Ni, para comprender de qué lado se sitúa. Sin hablar más largamente sobre el mito de la intemporalidad que subyace en todo recurso a una “cultura” eterna (“un arte de todos los tiempos”), encuentro aún en nuestra doctrina Ni-Ni dos expedientes conocidos de la mitología burguesa. El primero consiste en una determinada idea de la libertad concebida como “el rechazo de todo juicio a priori”. Pero un juicio literario está siempre determinado por la totalidad de la que forma parte y la misma ausencia de sistema —sobre todo cuando se promueve a profesión de fe— procede de un sistema perfectamente definido que en este caso constituye una variedad totalmente banal de la ideología burguesa (o de la cultura, como diría nuestro anónimo). Más aún, se podría afirmar que cuando el hombre reivindica una libertad primordial, es más segura su subordinación. Nadie sería capaz de aceptar el desafío de demostrar que alguna vez ejerció una crítica inocente, libre de alguna determinación sistemática. Los Ni-Ni también se encuentran embarcados en un sistema que no necesariamente es el que ellos sostienen. No se puede juzgar la literatura sin alguna idea previa del hombre y de la historia, del bien, del mal, de la sociedad. En la simple palabra aventura, alegremente moralizada por nuestros Ni-Ni en oposición a los sistemas viles que “no asombran”, esa palabra, ¡qué herencia, qué fatalismo, qué rutina! Toda libertad concluye siempre por reintegrar alguna coherencia admitida, es decir un a priori. La libertad del crítico no consiste en rechazar una tendencia (¡imposible!), su libertad radica en mostrarla o no.

El segundo síntoma burgués de nuestro texto es la referencia eufórica al estilo del escritor como valor eterno de la literatura. Nada puede escapar al cuestionamiento de la historia, ni siquiera el escribir bien. El estilo es un valor crítico perfectamente situable en el tiempo, y argumentar en favor del “estilo” justo en el momento en que escritores importantes se han lanzado contra este último bastión de la mitología clásica, es mostrar, por lo menos, cierto arcaísmo. No, volver una vez más al “estilo”, eso no es aventura. Mejor aconsejado, L’Express publicó en un número posterior pertinente protesta de Robbe-Grillet contra la actitud de recurrir mágicamente a Stendhal (“Está escrito como si fuera de Stendhal”). La alianza de estilo y humanidad (Anatole France, por ejemplo) es posible que no sea suficiente para fundar la literatura. Inclusive, es de temer que el “estilo”, comprometido en tantas obras falsamente humanas, se haya vuelto un objeto a priori sospechoso o, en todo caso, un valor que sólo se debería acreditar al escritor con beneficio de inventario. Esto no significa, por supuesto, que la literatura pueda existir al margen de determinados artificios formales. Pero, mal que le pese a nuestros Ni-Ni, tan adeptos a un universo bipartito en el que ellos serían la divina trascendencia, lo contrario de escribir bien no es forzosamente escribir mal; es posible que, en nuestros días, sea escribir a secas. La literatura se ha vuelto un lugar difícil, estrecho, mortal. Lo que ahora defiende no son sus ornamentos, es su piel. Por eso me temo que la nueva crítica Ni-Ni se haya retrasado una temporada

 

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EL HOMBRE DE LA CALLE Y LAS HUELGAS

Primera publicación en castellano: Cuadernos de Crítica. n.° 3.  Bs. As. Agosto de 1966. Traducción F.L.G.

Hay todavía hombres para quienes las huelgas son un escándalo, es decir, no solo un error, un desorden o un delito, sino un crimen moral, una acción intolerable que, a sus ojos, perturba la naturaleza. Inadmisible, escandalosa, irritante, han dicho de una huelga reciente algunos lectores de L’Fígaro. Tal lenguaje data, a decir verdad, de la Restauración, cuya mentalidad profunda expresa; es la época en que la burguesía, que se hallaba en el poder desde hacía aún poco tiempo, obra una especie de transfusión entre la moral y la naturaleza, dando a la una la caución de la otra: por temor a tener que naturalizar la moral, se moraliza la naturaleza, se finge confundir el orden político y el orden natural, y se termina por decretar inmoral todo aquello que se opone a las leyes estructurales de la sociedad que se tiene la misión de defender. Tanto para los prefectos de Carlos X como para los lectores de L’Figaro de hoy, la huelga significa en primer lugar un desafío a las prescripciones de la razón moralizadora: hacer huelga es “burlarse del mundo”, es decir, infringir no tanto una legalidad cívica como una legalidad “natural”, atentar contra el fundamento filosófico de la socie­dad burguesa, contra esa mezcla de moral y de lógica que es el buen sentido.

Porque aquí el escándalo surge de una falta de lógica: la huelga es escandalosa porque afecta precisamente a aquellos a quienes no concierne. Es la razón la que sufre y se rebela; la causalidad directa, mecá­nica, computable, podría decirse, que se nos ha revelado ya como el fundamento de la lógica pequeño-burguesa en los discursos de Monsieur Poujade, esa causalidad es la perturbada: el efecto se dispersa incom­prensiblemente lejos de la causa, escapa a ella y es esto lo que resulta intolerable, chocante. Contrariamente a lo que podrían hacer creer los sueños de la pequeña burguesía, esta clase tiene una idea tiránica, infinitamente susceptible, de la causalidad; el fundamento de su moral no es en absoluto mágico, sino racional. Solo que se trata de una racio­nalidad lineal, estrecha, fundada en una correspondencia numérica, por decir así, entre las causas y los efectos. Lo que le falta a esta raciona­lidad es, evidentemente, la idea de funciones complejas, la imaginación de un despliegue amplio de los determinismos, de una solidaridad de los acontecimientos, que la tradición materialista ha sistematizado bajo el nombre de totalidad.

La restricción de los efectos exige una división de las funciones.

Podría fácilmente imaginarse que los “hombres” son solidarios: la opo­sición que se plantea no es entonces entre hombre y hombre sino entre huelguista y usuario. Este usuario —llamado también el hombre de la calle, y que en plural recibe el nombre inocente de población (ya liemos visto todo esto en el vocabulario de Monsieur Macagne)— es un per­sonaje imaginario, casi diríamos algebraico, gracias al cual resulta posi­ble romper la dispersión contagiosa de los efectos y afirmar una causa­lidad reducida, a partir de la cual se podrá por fin razonar tranquila y virtuosamente. Al recortar dentro de la condición general del traba­jador una situación particular, la razón burguesa corta el circuito social y reivindica en provecho propio una soledad que la huelga tiene pre­cisamente por objeto desmentir: la razón protesta contra lo que está dirigido expresamente a ella. El usuario, el hombre de la calle, el con­tribuyente, son entonces literalmente personajes, es decir, actores pro­movidos a papeles visibles según las necesidades de la causa, quienes tienen la misión de preservar la separación esencialista de las células, que sabemos ha sido el primer principio ideológico de la revelación burguesa. Y es que aquí volvemos a encontrar, en realidad, un rasgo constitutivo de la mentalidad reaccionaria: el de dispersar a la colec­tividad en individuos y al individuo en esencias. Todo lo que el teatro burgués hace del hombre psicológico, al enfrentar al Anciano con el Joven, al Cornudo con el Amante, al Sacerdote con el Hombre de Mundo, lo hacen también los lectores de LFígaro del ser social: oponer el huelguista al hombre de la calle es transformar el mundo en teatro, extraer del hombre total un actor particular y enfrentar a estos actores arbitrarios en la mentira de un simbolismo que finge creer que la parte no es más que una reducción perfecta del todo.

Este procedimiento participa de una técnica general de mixtifica­ción que consiste en “formalizar” al máximo el desorden social. Por ejemplo, la burguesía no se preocupa —dice— por saber quién tiene razón y quién no en la huelga. Tras haber dividido los efectos para aislar mejor el único que la preocupa, pretende desinteresarse de su causa: la huelga queda reducida a una instancia aislada, a un fenómeno que se deja sin explicar para poder manifestar mejor el escándalo que suscita. De la misma manera serán abstraídos de la masa laboriosa el trabajador de servicios públicos y el funcionario, como si toda la con­dición de asalariados de estos trabajadores fuese de algún modo atraída, fijada y seguidamente sublimada, por la superficie misma de las fun­ciones. Este desmenuzamiento interesado de la condición social permite esquivar lo real sin abandonar la ilusión eufórica de una causalidad directa; esta comenzaría solo donde le conviene a la burguesía que co­mience: así como de golpe el ciudadano se ve reducido al puro concepto de usuario, así los jóvenes franceses movilizables se despiertan una mañana evaporados, sublimados en una pura esencia militar, la cual se fingirá virtuosamente tomar como el punto de partida natural de la lógica universal. El estado militar se convierte así en el origen incondicio­nal de una nueva causalidad que desde ese momento resultará monstruoso pretender remontar. Por consiguiente, en ningún caso, poner esa con­dición en tela de juicio podría ser efecto de una causalidad general y previa (la conciencia política del ciudadano), sino solo el producto de accidentes posteriores a la iniciación de la nueva serie causal; desde el punto de vista burgués, que un soldado rehúse desfilar no puede deber­se más que a la actividad de agitadores o al exceso de copas, como si no existiesen otras buenas razones para tal actitud. La estupidez de esa creencia solo es comparable con su mala fe, porque es evidente que la oposición a una situación no puede expresamente hallar raíces y sus­tento sino en una conciencia que tome distancia con respecto a tal situación.

Se trata de una nueva consecuencia lamentable del esencialismo. Resulta lógico entonces que la huelga afirme, frente a la mentira de la esencia y de la parte, el devenir y la verdad del todo. La huelga significa que el hombre es total, que todas sus funciones son solidarias una de otra, que los papeles de usuario, de contribuyente o de militar son muros demasiado precarios para oponerse al contagio de los hechos, y que en la sociedad todos atañen a todos. Al protestar que tal huelga le molesta, la burguesía corrobora una cohesión de la función social que es precisamente la finalidad manifiesta de la huelga. La paradoja estriba en que el pequeño burgués invoca lo natural de su aislamiento en el momento justo en que la huelga le hace sentir la evidencia de su subordinación.

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