Fuente: https://mail.google.com/mail/u/0/#inbox/FMfcgxwGDDhhpBJBKrDkSgVFjXFBsbrS 30.01.2020
La Fertilidad de la Tierra, Invierno 2019. Gustavo Duch
Isidro García nos lo contó en Benalauría, uno de esos pueblos blancos de cal y calientes de corcho que sobreviven amarrados a las montañas, en la Serranía de Ronda.
Ahora ya está jubilado, pero siempre que puede se acerca a la escuela del pueblo y desde la reja observa cómo se ejerce la que fue su profesión de maestro. Ya no son como él, profesores y profesoras nacidos en esos mismos pueblos o adoptados por ellos. De los casi dos mil enseñantes que hoy cubren las plazas de la Serranía, casi dos mil van cada día desde la ciudad más próxima al trabajo y vuelven cada día del trabajo a la ciudad.
— Estaban los niños haciendo clase de gimnasia en el patio, en el mes de junio, a más de 37 grados cuando, por fin — dice Isidro — el profesor comprendió que había hecho una mala propuesta. Y les dijo, “descansad a la sombra de ese olivo”. Después de esa instrucción imperativa vi cómo uno de los zagarillos se acercó al profesor diciéndole educadamente, “vale maestro pero ese olivo es un sauce llorón”.
La bruja
Miento si digo que la abuela de Danilo era medio bruja porque tengo pruebas fehacientes que su condición brujeril lo era al ciento por ciento. Una de tantas la esgrime su nieto cuando cuenta lo ocurrido aquel día en que desde una de las casas vecinas a la de ellos, en unos humildes campos del Brasil, trajeron con urgencia a un niño de año y poco, más blanco que muchos cadáveres.
— Danilo, anda tráeme un puñado de hojas del árbol que da sombra a las matas de café — pidió la abuela con urgencia pero sin perder la calma.
Con ellas en la mano las agitó en fuertes movimientos junto al enfermo a la vez que emitía unos gritos igual de fuertes y de desafinados. Danilo y el resto de observadores, acostumbrados a los extraños rituales de la abuela, no se asustaron aunque existían sobrados motivos. Sólo pasaron tres o cuatro minutos cuando el niño se incorporó, y ya con colores sanguíneos en los mofletes, sonrió.
Más sorprendente fue cómo a la vez, las hojas mágicas del árbol que da sombra a las matas de café que cultiva la abuela se marchitaron instantáneamente entre sus manos, demostrando que la muerte –a la que tanto miedo tenemos– no es más que el antes de la vida.