Mucho antes de que el gangster se convirtiera en una figura central de la cultura hip hop, los salseros se codearon con el crimen organizado. Al mismo tiempo que padecían el dolor y la inseguridad que sembraba, los músicos del Spanish Harlem comenzaron a denunciarlo en sus canciones, conscientes de que se trataba de un arma de doble filo y manteniendo por ello una relación ambigua, a medio camino entre la fascinación y el rechazo.
En la foto de portada, Willie Colón sostiene la funda de su instrumento, en cuyo interior, presumiblemente, oculta el arma del crimen. A sus pies, un cadáver convenientemente envuelto en una alfombra y lastrado con una piedra, espera a ser arrojado a las profundidades del Hudson para desaparecer sin dejar rastro. No en vano, el disco lleva por título Cosa Nuestra (1969), abrazando definitivamente la imaginería mafiosa que el músico portorriqueño había explorado con títulos como El Malo (1967) o The Hustler (1968), publicados al amparo de Fania Records, principal valedora de Lo Nuestro (Our Thing). Si no te suena el concepto, no te preocupes porque ya volveremos sobre él más adelante. De momento basta con que te ubiques allí y entonces: en el Nueva York que acogió el nacimiento de la salsa a mediados de los años 60, y más concretamente en El Barrio también conocido como Spanish Harlem, un populoso vecindario en el que los inmigrantes (en su mayoría puertorriqueños, pero también dominicanos, cubanos y mexicanos) sobrevivían según sus propias leyes, o más bien las de las distintas bandas de delincuentes que lo controlaban. Recordemos los versos iniciales de Ahora me da pena, el alegato salsero que Henry Fiol publicó en 1971: «Nací en New York, en el condado de Manhattan, donde perro come perro y por un peso te matan».
Coincidiendo con el imparable aumento de la tasa de criminalidad a principios de los años 70, en las marquesinas de los cines de la calle 42 proliferaban las películas de gánsteres. Era como si todos los matones, camellos y proxenetas que frecuentaban la Avenida Lexington se hubieran puesto de acuerdo para asaltar la gran pantalla, en un intento por ampliar su territorio más allá de los límites de East Harlem. Así que podría decirse que Willie Colón supuso para la salsa lo mismo que Shaft (1971) y Superfly (1972) para el funk, encarnando mejor que nadie la quintaesencia del yoruca y fabricándose un traje a medida realmente fascinante. Parte del mérito le corresponde al director artístico de su discográfica, el talentoso Izzy Sanabria, quien tuvo la audacia de falsificar una ficha policial como cubierta de su siguiente álbum, La gran fuga (1970). Para añadirle mayor realismo, reemplazó las fotos del auténtico criminal por varios retratos del músico, conservó las huellas digitales del reo y añadió a la lista de cargos en su contra los cinco discos que Colón había publicado previamente. En la orden de busca y captura incluso figuraba una imitación de la firma del director del FBI, J. Edgar Hoover, convertido para la ocasión en J. Edgar González.
«Nací en New York, en el condado de Manhattan, donde perro come perro y por un peso te matan»
La jugada maestra de Sanabria consistió en cubrir la ciudad de Nueva York con aquellos carteles en los que se decía que Willie iba «armado con un trombón» y se le consideraba peligroso. El resultado fue apoteósico: la centralita de Fania Records se colapsó con llamadas que prometían información sobre el paradero del músico a cambio de una jugosa recompensa, y la propia abuela de Colón se personó en las oficinas de la discográfica alarmada por el futuro de su nieto. Incluso se crearon portadas falsas de periódicos en las que se informaba a la ciudadanía que la orquesta al completo se había fugado de la cárcel, mostrando a sus integrantes a las afueras de la prisión estatal de Oso Blanco en Puerto Rico. La campaña formaba parte de un elaborado plan promocional para presentar a los salseros como unos criminales carismáticos y seductores y convertirlos así en los héroes de El Barrio.
«La calle es una selva de cemento y llena de fieras, como no –cantaba Héctor Lavoe en una de sus canciones más famosas de Willie Colón– Ya no hay quien salga loco de contento, donde quiera te espera lo peor». Ambos conocían de primera mano la realidad de aquellas calles y se erigieron como narradores a ras de asfalto para transmitir sus ocho millones de historias, sus alegrías y sus desgracias; sus historias de amor y sus robos, sus fiestas y también sus ajustes de cuentas. Entre la década de 1940 y mediados de los años 60, la población puertorriqueña de Nueva York había pasado de los 70.000 a casi 900.000 habitantes, y su presencia, su cultura, debía reflejarse. Tomemos como ejemplo a los Young Lords, un grupo de jóvenes revolucionarios de origen portorriqueño que vivían en Estados Unidos y deseaban tanto la independencia de su país como el fin de la discriminación contra su pueblo y otras minorías. Inspirándose en el ideario de los Panteras Negras, lideraron manifestaciones multitudinarias por los derechos humanos, ocuparon edificios, organizaron los primeros comedores infantiles, garantizaron la asistencia médica gratuita para gente sin recursos e inauguraron centros culturales y bibliotecas.
Una noche, Joe Bataan interrumpió el ensayo de unos amigos, sacó su navaja, la clavó en el piano, y se autoproclamó el líder de la banda
La salsa formó parte de ese proceso de autoafirmación cultural y toma de conciencia política, contribuyendo a caldear más el ambiente. Sólo un boricua que lleva demasiado tiempo ausente de su patria sabe lo que es estar lejos de Puerto Rico cuando llega el invierno a la ciudad de Nueva York y lo único que ves a tu alrededor son rascacielos y más rascacielos. En 1975, la voz de Ángel Canales reconfortó a miles de compatriotas con Lejos de ti, certificando que su amor por la patria nunca morirá, a pesar de haberse criado en East Harlem. A ritmo de guaguancó, sus versos evocan los paisajes del viejo San Juan, Villa Palmeras y Boca de Cangrejos; los antojitos fritos en el comal y El Ancón de Loíza, la icónica barcaza con la que cruzaba el Río Grande para ir a la aldea en la que vivía su abuela. Sin embargo, en la cubierta del álbum, Ángel posa a pecho descubierto, con la camisa abierta y luciendo cadenas de oro, al más puro estilo blaxploitation de Isaac Hayes. Incluso hay quien va demasiado lejos al considerarlo un pionero en el uso del bling-bling; un término acuñado en 1988 por el rapero Slick Rick, en referencia al sonoro destello de las joyas (principalmente plata, oro o diamantes) que acabarían adoptando como seña de identidad los raperos gangsta. Pero por más que Perico Macoña se meta un cigarro en los finos y empiece a incordiar, difícilmente llegará la sangre al río. «Ese mulato es un puente roto, nadie lo pueda pasar –nos advierte Canales– ¡Ay, pero Perico, si pa’ eso fumas, tumba ya esa melodía que vas a caer en la tumba fría!».
Bajo semejante alias, mitad cocaína y mitad marihuana, podría ocultarse el mismísimo Tony Montana, transformado en modelo empresarial para los chicos del gueto durante los años noventa, hasta que las muertes de 2Pac Shakur y Notorious B.I.G. enfriaron el entusiasmo por los enfrentamientos entre regiones y clanes. En consecuencia, los ritmos fueron perdiendo agresividad, empapados en humos cannábicos. Dirigida por Brian De Palma y estrenada en 1983, El precio del poder describe el ascenso y la caída de un inmigrante cubano convertido en un despiadado narcotraficante en Miami. A día de hoy, cuesta creer que una película que costó 21 millones de dólares, con Al Pacino y Michelle Pfeiffer en los papeles estelares, tuviera una recepción tan tibia en taquilla, salvo entre el público afroamericano, a quien debe su enorme popularidad. «Estaba muerta y enterrada hasta que el hip hop la redescubrió en VHS años más tarde –recuerda Steven Bauer, quien interpretó a Manny Ribera, amigo y confidente de Tony Montana– A principios de los 90, los raperos empezaron a pararme por la calle para presentarme sus respetos. La mayoría de las veces me limitaba a encogerme de hombros y sonreír, porque no tenía la más remota idea de con quién estaba hablando». Desde Jay Z a Geto Boys, pasando por Cypress Hill, Ice Cube y Public Enemy, sus diálogos han sido sampleados sin descanso, y hoy en día goza de un estatus de culto que ha revertido en marca registrada. Camisetas, sudaderas, calcetines, posters, gafas de sol, pegatinas, tazas e incluso carteles de neón que muestran el irónico lema de la película: «El mundo es tuyo».
La centralita de Fania Records se colapsó con llamadas que prometían información sobre el paradero del músico a cambio de una jugosa recompensa
En la Cuba de 1960, un año después de la revolución, otro emprendedor llamado Jerry Masucci ultimaba los preparativos para abandonar la isla cuanto antes, temeroso de que su trabajo como asistente del Director de Relaciones Públicas en el Departamento de Turismo pudiera despertar las suspicacias del nuevo régimen de Fidel Castro. De vuelta en su Brooklyn natal, Masucci se estableció como abogado y conoció a su futuro socio, Johnny Pacheco, llevándole los papeles del divorcio. Juntos fundarían Fania Records cuatro años más tarde, traficando con los vinilos de mambo y son cubano que almacenaban en el maletero del coche; el mismo con el que recorrieron una y mil veces las calles del East Harlem en busca de nuevas voces y sonidos excitantes con los que grabar sus propios discos. Músicos latinos, criados fuera de sus países de origen, como Ray Barretto, Willie Colón o el propio Pacheco, que decidieron romper con el pasado para redefinir el concepto de lo latinoamericano sin renegar por ello a sus raíces, apelando al son montuno, la bomba, la plena, el guaguancó, la guaracha e incluso los antiguos ritmos africanos utilizados por la santería, Lo llamaron Nuestra cosa. Un lenguaje propio que además se podía bailar, y que rápidamente se convirtió en una nueva forma de interacción social, de riqueza, de plenitud, de humanidad y de universalidad. Pero también de violencia.
Así que «mete la mano en el bolsillo, saca y abre tu cuchillo y ten cuidao», como advierten Colón y Lavoe. Pónganme oído en este barrio. Muchos guapos lo han matao». Curiosamente, el verdadero gángster de Fania era un joven criado en el Harlem y llamado Joe Bataan, de ascendencia filipina y afroamericana, pero que se hizo pasar por latino para alzarse con el título de campeón del boogaloo, y le infundió dosis de conciencia social. Tras pasar gran parte de su juventud en un centro correccional para menores, su largo historial delictivo como pandillero y ladrón de coches le llevó a prisión. Salió en 1965, con apenas 23 años, y la firme intención de cambiar de vida. Una noche interrumpió el ensayo de unos amigos, sacó su navaja, la clavó en el piano, y se autoproclamó el líder de la banda. Seis meses después estaba grabando su primer disco para Fania Records con Joe Bataan and the Latin Swingers, y tres años más tarde firmaría Riot!, el álbum de música latina más vendido de 1968, y que resultaría crucial hito por varios motivos: la guerra de Vietnam, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, la Primavera de Praga, la matanza de Tlatelolco en México y el Mayo francés. Sin embargo, en 1972, los desacuerdos financieros con Masucci le llevaron a fundar su propio sello independiente, Ghetto Records, con el apoyo financiero de un gángster local llamado George Febo. En un gesto de provocación, alquilaron una pequeña oficina en el mismo edificio de la Séptima Avenida. cerca de Times Square que fuera el cuartel general de Fania durante años. Las desavenencias con su nuevo socio no se hicieron esperar y Bataan se refugió en Salsoul Records para publicar su primer éxito hip hop, Rap-O Clap-O (1979).
«Si yo te digo quien yo soy, con quién trabajo con quién yo estoy, usted no me creerá -anunció la Orquesta Narvaez en su gran éxito de 1975, titulado La mafia– A mi me llaman el terror. Yo mato gente, yo robo bancos, busco pelea y no me rajo. Con la mafia trabajo yo». En concreto, para Morris Levy, el infame dueño de Tico Records, uno de los primeros hogares de Tito Rodríguez, Tito Puente, Machito, La Lupe y Celia Cruz. En 1957, su fundador George Goldner, un fabricante de ropa reciclado en empresario discográfico que comenzó su carrera en la música dirigiendo salones de baile cuando la locura del mambo estaba en su apogeo, le vendió sus acciones para saldar sus deudas de juego. Víctima de la extorsión, Goldner siguió involucrado creativamente en los lanzamientos del sello, hasta que en 1974 Levy vendió su catálogo completo a Fania Records. En contraposición, Masucci encarnaba a la perfección el perfil de tipo duro, astuto y hábil para los negocios, cediéndole a Pacheco el papel del genio creativo que guiaría el sonido, la visión, la sensación, la música y el estilo de Fania. Sus ritmos vibrantes y rabiosamente urbanos sirvieron de colofón al verano sofocante de 1973, cuando consiguió congregar a más de 40.000 personas en el Yankee Stadium para bailar al son de sus Fania All Stars: una reunión histórica que casi acabó en un motín, cuyos desperfectos estuvieron a punto de obligar a los bombarderos del Bronx a terminar la temporada como equipo visitante.
Jerry Masucci encarnaba a la perfección el perfil de tipo duro, astuto y hábil para los negocios, cediéndole a Johnny Pacheco el papel del genio creativo
Podría decirse que las noches salvajes en clubes nocturnos como el Cheetah, ubicado en Broadway cerca de la calle 53, anticiparon las emociones decadentes de la era disco que De Palma recrearía en Atrapado por su pasado (1993), secuela espiritual de las aventuras del auge y caída de Tony Montana, de nuevo con Al Pacino como protagonista, esta vez interpretando al ex-convicto puertorriqueño Carlito Brigante. Los paralelismos resultan tan evidentes que el espectador asume a Carlito como un sosias de Tony, humillado por su paso por la cárcel pero aún respetuoso con el código del hampa. Si la muerte de uno resulta caótica y excesiva, la del otro es más bien anodina y ordenada. En este sentido, son como las dos alas de la paloma del poema de Lola Rodríguez de Tió, autora de la letra de La Borinqueña, el himno nacional de Puerto Rico, y que dio título a un álbum legendario de Tito Puente y Celia Cruz: «Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas, reciben flores o balas sobre el mismo corazón».
Pero regresemos por un momento a 1978. Al Pacino entra en un cine de Sunset Boulevard en el que proyectan una vieja película de gángsters estrenada en 1932. Siempre ha querido verla. Resulta evidente que se basa libremente en la vida de Al Capone, por más que el personaje principal se llame Tony Camonte, un inmigrante italiano que asciende en el mundo del hampa de Chicago durante los años de la Ley Seca. A Pacino le encanta la película. Llama a su agente y productor, Martin Bregman, y le dice que quiere protagonizar una nueva versión. ¿Qué pasaría si la ambientaran en la actualidad y la acción no transcurriera en Chicago sino en Miami? Podrían sustituir el contrabando de alcohol por montañas de cocaína. Mientras conversan, en la radio suena de fondo el nuevo éxito de Rubén Blades.
El 22 de abril de 1980, Fidel Castro anunció que abriría el puerto del Mariel, permitiendo que miles de compatriotas pudieran reunirse con sus parientes en Estados Unidos. Se estima que 125.000 cubanos se exiliaron a las costas de Florida y que más de la mitad se instalaron en Miami, la actual meca de la música latina a nivel internacional. Para el guionista, Oliver Stone, el éxodo comenzó a tener implicaciones negativas cuando se hizo público que una parte de los refugiados provenían de prisiones y hospitales mentales. Desde entonces, el término «marielito» para referirse a los cubanos llegados a Estados Unidos durante ese período, todavía conserva su connotación peyorativa. En la película, Tony Montana es uno de ellos. «No están dispuestos a adaptarse al espíritu de la revolución –parece justificar Fidel Castro desde la pantalla– ¡No los queremos! ¡No los necesitamos!». Con motivo del anuncio de su candidatura a la presidencia de Estados Unidos en 2015, Donald Trump se expresó casi en los mismos términos: «Cuando México envía a su gente, no nos mandan a los mejores. Nos mandan gente con un montón de problemas, que traen drogas, crimen y son violadores». Dos alas, la misma paloma.