Fuente: https://contraeldiluvio.es/no-tenemos-derecho-al-colapsismo-una-conversacion-con-jorge-riechmann-en-dos-partes-emilio-santiago-muino/ Emilio Santiago Muiño 01.11.2022
Este artículo constituye la primera mitad de una respuesta en dos partes a un artículo publicado por Jorge Riechmann en su blog. Por su extensión no tiene cabida en medios de comunicación de masas, pero nos parece una aportación valiosa e interesante sobre los debates que se están dando en el ecologismo actualmente. La segunda parte está disponible aquí.
Sobre la definición de colapso y su idoneidad política.
1. Mi amigo Jorge Riechmann publicó en su blog, hace unos días, unas breves observaciones sobre colapsismo. En buena medida, una respuesta a las posiciones que algunas personas, como Héctor Tejero o yo mismo, hemos mantenido en los últimos meses alrededor del colapso, su certeza científica y su idoneidad política para el ecologismo transformador. Lo primero, agradecer a Jorge el medio y las formas. Es obvio que se ha abierto un debate al respecto (aunque sea de nicho). Debatir no es malo. Es lo lógico en cualquier movimiento que, si es sano, tendrá pluralidad de perspectivas y asuntos en juego. Supongo que los recelos al debate derivan de los feos que suelen ponerse al desarrollarse en una esfera pública tóxica. A falta de estructuras orgánicas comunes en las que poder discutir empotrados en la responsabilidad que da participar en un proyecto colectivo, un intercambio reposado de textos es preferible a una batalla de gallos en twitter (aunque estas últimas tampoco deberíamos dramatizarlas, ganaríamos quitándole hierro y asumiendo lo que tienen de progreso histórico casi pinkeriano: ¡siempre es mejor unos zascas en redes que un piolet!)
2. Jorge parte de constatar que el ecologismo lleva siendo acusado de catastrofista desde siempre. Habría que matizar, porque ecologismos hay muchos, incluso dentro de nuestro país, y además el de nuestro país tiene algunos endemismos particulares, fruto de su peculiar historia política. No es casualidad que en la huelga climática del pasado septiembre, las movilizaciones en España incluyeran en sus lemas la coletilla “por un territorio autosuficiente” (lo que daría para epígrafe si Ortega escribiese hoy La España invertebrada). Pero este es un buen punto de partida. Hay quienes consideramos que el ecologismo, si quiere tener rendimientos transformadores más eficaces, igual tiene que hacer algunas cosas de manera distinta. Lejos aquí de pecar de adanismo: la labor histórica del ecologismo ha sido inmensa. Es nuestro legado y sabemos valorarlo. Pero para ir más allá, ahora que el ecologismo está llamado a jugar un papel central, creemos que es necesario superar algunos puntos débiles.
3. Florent Marcellesi resume muy bien las tareas pendientes del ecologismo en su lado más práctico: “La ecología política española tiene el reto de pasar del esencialismo al constructivismo, del nicho a la transversalidad, de la protesta a la propuesta y del catastrofismo a la esperanza. Es decir, aprovechar la oportunidad de dejar de ser la resistencia ecologista para estar en condiciones de liderar la nueva hegemonía verde”. Y lo mismo cabe decir en lo teórico, dos planos con fuertes vasos comunicantes aunque no sean inmediatos. Por centrarnos sólo en el agujero que el pensamiento ecologista tiene respecto a una teoría sólida Estado, y no es ni mucho menos el único asunto conceptual no resuelto, el ecologismo aún no ha tenido su momento Lenin, su momento Gramsci, su momento Poulantzas-Miliband-Laclau. Esta inmadurez se debe, seguramente, a que hasta hace muy poco el ecologismo no se ha visto en la tesitura práctica de ejercer poder, con los nuevos problemas que eso conlleva. Especialmente en el contexto político español y latinoamericano, que aunque sea solo por la lengua es el de nuestro debate espontáneo.
4. Yayo Herrero afirma que “las lecciones que damos desde todas las partes no están avaladas por una práctica exitosa o ganadora en términos de máximos”. El comentario de Yayo es pertinente porque nunca se trata de dar lecciones. Pero usar como patrón de medida “una práctica ganadora en términos de máximos” implica renunciar a los aprendizajes de la experiencia política acumulada. Que nunca son de máximos porque nunca se gana del todo (¿qué sería ganar?, ¿el ecosocialismo, el comunismo, el Reino de la libertad?), sino que son parciales. Pero aún siendo parciales, resultan tremendamente iluminadores. En terrenos como la articulación de mayorías, la comunicación política, la importancia de los mass media o de los aparatos administrativos del Estado, aplicados a nuestro contexto histórico, hemos avanzado sustancialmente. Y podemos y debemos exigirnos cierta competencia respaldada por los hechos. Del mismo modo que hoy nadie serio puede albergar las mismas ilusiones que hace un siglo sobre la revolución como tábula rasa, el proletariado como clase universal o el carácter científico de la ideología marxista. Por quedarnos más cerca, actuar políticamente en 2022 como si no hubiera existido la década ganada latinoamericana, como si el primer Podemos no hubiera irrumpido con cinco millones de votos que se volatilizaron en su deriva posterior, como si el corto verano del municipalismo no nos hubiera arrojado enseñanzas, como si en Chile, con dos estrategias muy distintas, no se hubiera ganado unas elecciones presidenciales y se hubiera perdido, seis meses después, un proceso constituyente …puentear todo esto es renunciar al aprendizaje reflexivo sobre los asuntos más serios. La política no es una ciencia, es una praxiología, como señala siempre Cesar Rendueles. Como la cocina o la interpretación musical. Pero eso no significa que no haya aquí conocimiento que nos permita separar el acierto del error. Cocinar una receta deliciosa o una incomible.
5. “Estamos en 2022 (no en 1972, ni en 1992, ni en 2002)”, dice Jorge, sugiriendo que el tiempo para evitar el colapso se ha terminado. Es verdad que en concentración de dióxido de carbono atmosférico o en destrucción de biodiversidad estamos mucho peor que hace cincuenta, treinta o veinte años. Pero, al mismo tiempo, 2022 significa también energías renovables increíblemente baratas, una conciencia ciudadana realmente masiva sobre el cambio climático y conquistas ecologistas en el diseño de las líneas maestras de las políticas europeas que hubieran sido inimaginables no hace veinte, sino hace solo cinco años (aunque no estén consolidadas, y todo dependa de su aplicación). Poner el acento en la parte más lúgubre de nuestro presente, minimizando la más transformadora, es un efecto derivado de eso que hemos llamado colapsismo.
6. El colapsismo es una galaxia ideológica en formación que, con sus muchas variaciones internas, comparte la creencia en que algo que se decide nombrar con la palabra “colapso” es un hecho consumado (“estamos colapsando”), o al menos un suceso futuro extremadamente probable. El colapsismo no defiende el colapso ni lo busca, la mayoría del colapsismo trata de evitarlo, aunque es verdad que algunas voces dentro de él lo entienden también como una suerte de oportunidad. Como toda ideología, además de análisis fríos y arquitecturas teóricas, muchas veces implícitas, el colapsismo comparte afectos, estética, modos de razonar. También es, en definitiva, un estado de ánimo. Y aunque la diversidad interna es grande, empezando por usar diferentes definiciones de colapso, no es ni mucho menos mayor que la que separa a un Kim Il-sung de un Theodor Adorno, ¡y en ambos casos es legítimo hablar de marxismo! Por economía del lenguaje, seguiré utilizando la categoría colapsismo como eso que nombra lo que une, con cierta coherencia interna, diversos discursos ecologistas que tienen, después, muchísimos matices.
7. A quienes hemos entrado a discutir la preeminencia del colapsismo en el ecologismo español se nos ha dicho que estamos construyendo bandos artificiales. Me parece que aquí se está pidiendo un imposible. Porque es imposible que un debate colectivo, a cierta escala, no acabe destilando posiciones enfrentadas en base a formaciones discursivas con cierta coherencia interna y refuerzo mutuo entre sus participantes. Vamos, eso que se puede llamar bandos. En la historia de las ideas y en la de los grupos políticos, siempre es así. Por eso los “bandos” no los estamos construyendo, sino que ya están dados. Y como en cualquier debate, por supuesto que hay mucha zona gris, y gente que revolotea en tierra de nadie. Quizá lo más útil, como en cualquier gestión democrática de los conflictos, sea cambiar la mirada: pasar de la lógica antagónica de la guerra, los bandos, a la lógica agónica del juego, los equipos. Después de los partidos de fútbol más enconados participantes de los dos equipos pueden confraternizar. Nada impide, como de hecho ya sucede, que en medio y después de estas polémicas estratégicas los que compartimos mucho, y sin duda yo con los compañeros colapsistas comparto mucho, podamos confraternizar y trabajar juntos cuando toque. El ecologismo, como comentaba Luís González Reyes, no tiene por qué abandonar el tipo de espíritu cooperativo que permite a entidades tan diferentes como WWF y Ecologistas en Acción aliarse (aunque es verdad que a medida que las polémicas concretas tengan efectos reales, en cuestiones como hidrógeno verde o renovables, quizá las cosas se pondrán más tensas).
8. Rechazar el colapsismo no implica algo así como pintar de color de rosa el futuro de la humanidad. El presente ecosocial ya es terrible y desazonador. Las décadas que vienen pueden serlo muchísimo más. La catástrofe ya está ocurriendo de modo “desigual y combinado” y su generalización e intensificación es una posibilidad que no se puede minusvalorar. Nuestra oposición al colapsismo parte de considerar que se cimienta en un diagnóstico erróneo que da lugar a una estrategia política contraproducente. Solo lo segundo justificaría que el ecologismo buscara otras vías. Pero lo primero, el error en el diagnóstico, confiere al debate su verdadero sentido: situarse voluntariamente en una posición de derrota, que el propio Jorge reconoce, impidiendo al ecologismo comparecer justo cuando está más llamado a ello, y hacerlo en base a premisas cuanto menos controvertidas, es algo que roza la negligencia histórica.
9. En su último libro, Donna Haraway apuntaba a la necesidad de encontrar una tercera vía entre la actitud Game Over del ecologismo apocalíptico y las fantasías del tecno-optimismo. Bruno Latuor, en sus últimos ensayos, hace la pirueta lingüística de reivindicar el apocalipsis pero, paradójicamente, para llevar la contraria a los colapsólogos, a los que considera “partidarios de una muy mala religión”. “¡Demasiado tarde para ser pesimistas!”, grita el ecosocialista belga Daniel Tanuro, compañero de Jorge en el ecosocialismo europeo, con quién presuponemos que mantendrá una polémica parecida a la que mantiene con nosotros. El debate sobre el colapsismo no nos lo hemos inventado Héctor Tejero y yo. Está en todas partes. En todos los países. En cada sitio adaptado a sus peculiaridades. Si Clemente Álvarez publicó su artículo este verano, más o menos acertado según gustos, pero siempre legítimo, es porque captó bien un runrún que está en el sentir general de ciertos espacios. Hay un discurso ecologista, que tiene peso, y que se percibe que conduce a un callejón sin salida. Y hay una demanda amplia de otros enfoques.
10. Unas palabras previas sobre qué entendemos por colapso. Lo primero, hay que distinguir el uso del término colapso en ámbitos como la ecología, donde está bien delimitado, frente al mundo social. Salvo que se piense que una sociedad es un ecosistema, no se puede trasladar una definición de un campo a otro de manera automática. El problema es que hay sensibilidades dentro del colapsismo que tienden a realizar esta confusión. Pero las sociedades, aunque sean ecodependientes de sus ecosistemas, no funcionan ni funcionarán jamás como los blooms de algas, metáfora que al colapsismo le gusta mucho usar. Las algas no tienen I+D. Pero para que no se me acuse de tecno-optimismo, tampoco tienen fenómenos como el cristianismo, el nazismo, el imperialismo o el movimiento obrero.
11. Jorge dice que mi definición de colapso como “Estado fallido” es muy sui géneris. Es verdad. Solo intento perfilar una idea difusa que el colapsismo usa de un modo muy vago. “El ecologismo tiene un problema con la noción de colapso” afirmó Ernest García en la presentación de Ecología e igualdad, en Madrid, en la que Jorge y yo compartimos mesa con uno de los grandes sociólogos ambientales de nuestro país. Ugo Bardi, y es una de las cabezas más brillantes del colapsismo, llega a considerar “colapso”, seguramente con cierto humor, cualquier proceso de cambio rápido que implique cierto grado de destrucción, ¡literalmente hasta un divorcio! Incluso siendo un chiste, el chascarrillo dice mucho del colapsismo como estado de ánimo y su obsesión de ver el colapso por todas partes. Pero más allá del chiste, este problema de la falta de rigurosidad en la definición de colapso se puede remontar hasta el mismo Informe de Límites del Crecimiento que Jorge me cita. Como bien sabe Jorge, World 3 es un modelo global que no atiende a diferenciaciones regionales. Cualquier noción de colapso que se emplea en sus escenarios solo puede ser intuitiva, porque es macroscópica, y no se hace cargo del margen de acción de la geopolítica y de la diferente capacidad de reacción de los Estados-nación. ¡Y aquí no podemos confundir el deber ser moral y el ser analítico! Que el correctivo ecológico debiera ser justo, y no reproducir las asimetrías de poder del mundo realmente existente, no significa que podamos hacer buenos análisis de lo que cabe esperar sin considerar las cosas tal y como son. Y las cosas tal y como son parten de constatar que bajo el paraguas de eso que se llama colapso, en nuestras realidades políticas extremadamente desiguales, unas partes del sistema mundo que estudia el World 3 pueden prosperar a costa de que otras colapsen más profundamente. Lo que invalida el término colapso y exige otras categorías (colonialismo climático, apartheid ecológico, ecofascismos, eco-exclusión, exterminismo…categorías todas ellas que movilizan otras disposiciones estratégicas diferentes a la del colapso).
12. Cuando Yves Cochet define el colapso como la imposibilidad de que las necesidades básicas sean cubiertas por el Estado y el mercado, de lo que está hablando es de un Estado fallido. Cuando se piensa en términos de resiliencia local y “balsas de emergencia” como respuesta al colapso, se piensa en términos de reaccionar ante un Estado fallido. Esto es el centro real del imaginario colapsista. Un Estado fallido, o al menos muy comprometido en su capacidad de regulación de la vida normal (Estado que, por cierto, no puede ser reducido como hace Jorge a ejército y policía). Definir el colapso como pérdida de complejidad social es un cheque en blanco categorial. La complejidad social se intuye, pero no se puede medir. De los cuatro indicadores que propone Jorge, solo la dimensión demográfica es cuantificable. Las otras tres no lo son porque esos rasgos de la complejidad (información, interconexión, especialización) son esencialmente cualitativos. Como se preguntaba Eduardo García, ¿qué es más compleja, una oruga o una mariposa?
13. Muchos compañeros, como por ejemplo Luis González Reyes, usan la categoría de colapso y después matizan que se trata de un proceso largo e irregular. “Más como una piedra que rueda por una colina cuesta abajo que una piedra que cae por un barranco”, cito de memoria. La imagen que usa Luis define muy bien lo que puede suceder. Pero creo que es incongruente. La palabra colapso remite a una idea de destrucción súbita e irreversible (lo cual explica parte de su éxito en una sociedad en la que los imaginarios apocalípticos y distópicos son muy fuertes). Esa es su especificidad semántica. Y ese es su viento inconsciente a favor: el síncope fulminante. Para referirse a algo que pueda durar mucho tiempo, podemos hablar de decadencia o de declive. Pero no es la palabra elegida porque sus connotaciones espontáneas, y sus implicaciones políticas subliminales, son otras. Del mismo modo tampoco se habla de mutación, de adaptación, o de crisis, porque esos tres términos no permiten las moralejas colapsistas. En bastantes casos, moralejas anarquistas. En todos los casos, moralejas enormemente disruptivas, como veremos muy mesiánicas, en forma de gran hundimiento o llamada a una revolución cuyas condiciones objetivas serían escandalosamente claras. Moralejas cuya letra pequeña siempre es minusvalorar, puentear o despreciar la política realmente existente.
14. Respecto al colapso como idea políticamente contraproducente, al menos Jorge no se lleva a engaños. Sabe que el colapso sería una tragedia, y como toda tragedia, sabe que asumirla es netamente desmovilizador. Otras voces colapsistas mantienen posiciones, a mi entender, más ingenuas. Casi nadie celebra el colapso, cierto (aunque a veces cabe sospechar si en algunos discursos no opera un cierto goce oscuro que proviene del resentimiento, de disfrutar anticipadamente con un ajuste de cuentas frente a los pecados ecológicos de la modernidad industrial). Pero el colapsismo más anarquista suele entender que no todos sus rasgos son negativos, como afirma literalmente Carlos Taibo. Y ve en el colapso una ventana de oportunidad para sociedades comunitarias sin Estado. En mi opinión, aquí opera un fallo de cálculo: a ojo de buen cubero, y partiendo de donde partimos, tras un hipotético colapso, si hay una persona viviendo en un caracol zapatista autogestionado por cada 100 personas viviendo en un contexto brutal gobernado por mafias y señores de la guerra, creo que sería un éxito milagroso.
15. En este tema, parece que se impone el enésimo derbi entre miedo y esperanza. Como constatan Álvaro García Linera e Iñigo Errejón, toda acción transformadora desde abajo exige una sobreacumulación de esperanza (unida, sin duda, a la indignación y la rabia de una promesa incumplida, de un fallo en las élites). Yayo Herrero, por el contrario, suele citar a Naomi Klein cuando afirma que el miedo paraliza únicamente si estás solo y no sabes dónde correr. Cabría añadir dos matices: el primero, que esa frase es válida sólo para un sprint. Para un proceso tipo gran desastre natural inmediato y evidente. Pero en una carrera de fondo, confusa, y con efectos diferenciales, el miedo contribuye mucho más al sálvese quien pueda. Aquí, de nuevo, que el colapso se use en un sentido riguroso, como algo rápido, o en un sentido laxo, como un sinónimo de “los malos tiempos por venir” es importante para el conjunto del paquete argumentativo. El segundo matiz es que el colapso está más allá del miedo. Miedo nos lo genera cualquier informe científico. Miedo nos lo genera el parte meteorológico de cada noche. El miedo ya es nuestro mundo. La ecoansiedad está en todas partes. En este contexto, donde si algo resulta realmente inverosímil es un futuro mejor, el colapsismo es el miedo pasado de rosca: es la promesa del terror asegurado.
16. Jorge admite que aunque el colapsismo puede ser estéril para hacer política dentro de las instituciones realmente existentes, “no se hace política sólo en ellas, sino a veces impugnándolas”. No tiene sentido entrar en un debate infinito sobre cuánto puede aquí Jorge sobredimensionar las posibilidades de eso que llama “impugnación” a la luz de la experiencia de los últimos 200 años, y también a partir del tipo de sociedad que hoy somos. Porque sospecho que Jorge está haciendo un brindis retórico al sol y cualquier perspectiva coherente con el conjunto de tesis que defiende solo puede concluir en unas expectativas sobre la “impugnación”, al menos, tan modestas como las que plantea hacia todo lo demás. Solo aclarar que el colapsismo es contraproducente, para cualquier tipo de acción transformadora constructiva, no solo la vía electoral. Como solo se puede construir con los materiales sociales dados, y asumir el colapso es asumir su inminente caducidad (especialmente en las versiones fuertes del mismo), el desincentivo es enorme. ¿Alguien cree que se puede construir, por ejemplo, un tejido de economía cooperativa funcional y potente, con lo que implica de inversión económica y de tiempo, bajo el signo del colapso?
17. Movilizar a los movilizados, desmovilizar a los desmovilizados. Ese es el efecto del colapsismo. Mientras que con el colapsismo extremas minorías pueden prepararse para “colapsar mejor”, y quizá realizar avances micropolíticos en ese sentido, signifique lo que signifique eso (como bromea Ernest García en Ecología e igualdad “quien tenga suerte de hacerse con una parcela cultivable, practique en ella la agricultura ecológica, y se emplee a fondo en mantener a raya a los asaltantes, tendrá algunos días ratas para cenar”), la preeminencia del discurso colapsista en el debate público alimentará, en una proporción cien o mil veces mayor, el nihilismo y el cinismo de época. Esa actitud que tan bien resume el refranero español: “para lo que me queda en el convento, me cago dentro”.
18. De hecho, en la coyuntura actual, cuando el discurso colapsista salta del nicho a la esfera pública mainstream, su efecto político inmediato juega mucho más a favor de alimentar la idea de un momento de recambio bipartidsta (ahora tocaría un gobierno del PP que coja el testigo de un gobierno del PSOE desastroso, en el que todo va mal), que a favor de organizar un movimiento masivo a favor del decrecimiento. Antonio Turiel ha hecho un trabajo muy notable en la divulgación sobre la dimensión energética de nuestra crisis socioecológica, que es real y exige reflexión y acciones serias. Para alejarse de aquello que llamamos colapsismo, según sus propias declaraciones un sambenito que le ha sido colocado injustamente, Antonio Turiel podría hacer dos cosas: además de asumir toda una serie de precauciones epistemológicas y diagnósticas en el salto de la energía a lo social (que comentaré en la segunda parte de estas notas), podría hacerse cargo, con mayor reflexividad, del efecto político de su mensaje. Porque las advertencias bienintencionadas sobre la ruina inminente de nuestra civilización pueden ser el caldo de cultivo perfecto para que florezcan las maniobras malintencionadas para tumbar este gobierno (y seguramente, el gobierno cambie muchas veces antes de que nuestra civilización se derrumbe). Evitar estas contraindicaciones exige modular el mensaje, que no es lo mismo que mentir. Y esto resulta imposible si se parte de esquemas completamente erróneos sobre el papel de la verdad científica en los procesos sociales.
19. Que en poco más de un año podemos tener un gobierno del PP y Vox en la Moncloa, que tumbe el trabajo realizado en materia de transición ecológica justa desde el 2018 y nos hagan perder todo lo ganado, por muy insuficiente que sea lo ganado, es el tipo de problemas políticos importantes que el colapsismo impide pensar con seriedad. Sé que Jorge sabe de sobra que no es lo mismo que el Ministerio de Transición Ecológica esté en manos de Teresa Ribera (que por cierto ha hecho un trabajo notablemente mejor del esperado) que un negacionista de Vox. Como no es lo mismo vivir en un país con sanidad pública o sin ella. O en un país donde el acceso a las armas facilite la rutinización de las matanzas en las escuelas que en uno donde no suceda. O en un país donde el derecho al aborto esté asegurado o no se pueda sobornar a la policía (el tipo de minucias que los amigos anarquistas desprecian y que dependen íntegramente de las políticas públicas y quien las diseñe e implemente). Pero cuando afirma “para gobernar, ya está Teresa Ribera”… además de ni siquiera poder imaginar a un ecologismo más transformador en el gobierno…¿no está dando Jorge Riechmann por sentado, de manera peligrosamente infundada, que Teresa Ribera gobernará?
20. “No nadamos a favor de la corriente”, nos recuerda Santiago Alba Rico. Esto hay que escribirlo en letras de fuego en nuestras mentes. La crisis ecológica tampoco nos pone a favor de la corriente, una ilusión peligrosa en la que muchos colapsistas incurren. En los debates grupusculares del ecologismo se combate confundiendo Green New Deal con capitalismo verde como si éste fuera un paradigma de gobernanza consolidado. Como si el negacionismo climático no hubiera estado cerca de volver ganar las elecciones en Estados Unidos, promoviendo además un golpe de Estado que, gracias al compromiso democrático de sus aparatos de Estado (manda narices) salió mal. Como si en la reciente segunda vuelta brasileña un negacionismo orgulloso de activar ese tipping point climático que es la Amazonía, entre otros crímenes que reivindica con orgullo, no hubiera quedado a menos de un punto de volver a repetir mandato (y seguimos pendientes aún de que acepte democráticamente su derrota).
21. Pese a estar en la década decisiva de la lucha climática, las conquistas ecologistas en la guerra de posiciones que hemos logrado en los últimos años son extremadamente frágiles. Estamos solo a unas elecciones perdidas de que se puedan disolver como un azucarillo en el café (y si la cosa no es tan dramática, y también manda narices, en el fondo es porque estamos tecnocráticamente sometidos a la Unión Europea, lo que no cambia el problema, sólo lo desplaza a otro lugar). Cualquier discurso ecologista tiene que calibrar cuál es su verdadero papel, más allá de sus intenciones, en un contexto de competencia política en el que estas fuerzas negacionistas (algunas negacionistas climáticas, todas negacionistas de la igualdad humana) son infinitamente más fuertes que nosotros y van a usar nuestros errores a su favor. Jorge habla en su texto, de forma muy desafortunada, de “niños malcriados”. Tampoco lo merece, pero este epíteto creo que más que a nuestro pueblo se ajustaría mejor al maximalismo irresponsable de cierto ecologismo que maneja un cuadro de la realidad política profundamente fantasioso.
22. Un argumento común en los debates sobre el colapso es que no importa la fecha sino la tendencia. “Cinco o diez años no importa demasiado”, me dice muchas veces Luis González Reyes en los numerosos y enriquecedores debates que tenemos al respecto. Pero cinco años es lo que separa la proclamación de la República del inicio de la Guerra Civil. Ocho años, el fin de la República de Weimar con el ascenso de Hitler y el inicio de la Solución Final. En política, un lustro es un universo. Lo que puede estar en juego en cinco años lo es todo. Este es un síntoma de uno de los peores efectos del colapsismo, que es lo que tiene de autocastración política para el ecologismo. Algo que, por cierto, tiene mucho de ósmosis con nuestro tiempo.
23. “Todos somos más hijos de nuestra época que de nuestros padres”, decía Debord. Nadie está exento de ello. Y seguramente hay mucho de cierto en las críticas que el Green New Deal recibe por tener un enfoque muy anclado en los países centrales del sistema mundo, o un punto de confianza tecnológica excesiva. Como es cierto que en el discurso colapsista se reproducen, de un modo fiel, algunos apotegmas neoliberales esenciales. Hemos mencionado alguna vez que el colapsismo rima muy bien con la inmensa cantidad de películas y series post-apocalípticas que gobiernan nuestra cultura audiovisual. También rima muy bien con la despolitización general que el neoliberalismo produce en serie. ¿No es acaso el colapsismo, de alguna manera, un remake ecologista del no hay alternativa de Thatcher?
24. El colapsismo retroalimenta el clima de despolitización del que surge. Y eso tiene efectos nocivos en el ecologismo. El tipo de mirada y el tipo de agenda reflexiva que impone resultan muy esclarecedores. Dice Jorge Riechmann en sus notas que “si el ecologismo abandona el colapsismo, perderá sus órganos sensoriales más valiosos”. Partamos de la base de que este no es un debate que busque que nadie abandone nada, sino que busca compensar, contrapesar y diversificar. Pero creo que la tesis es matizable. El colapsismo permite introducir algunos análisis metabólicos importantes (aunque como veremos, también sesgados). Pero lo hace a costa de una auténtica atrofia en sus órganos sensoriales políticos. ¿Dónde están las reflexiones ecologistas sobre las políticas públicas de emergencia durante estos años en que la gestión de la pandemia del covid cambió radicalmente cualquier expectativa respecto al poder de intervención del Estado? ¿Dónde están las reflexiones ecosocialistas sobre los hechos económicos absolutamente trascendentales y la batalla ideológica que está teniendo lugar con la muerte teórica del neoliberalismo, batalla que no es especulativa sino que está desplazando, con efectos prácticos impresionantes, las placas tectónicas de la economía política europea? Hechos como la reforma del mercado energético o la mutualización de la deuda son transformaciones en curso que deberían estar en el centro de nuestras reflexiones ecosocialistas. Sin embargo, es significativo que para encontrar un ecologista que trabaje estos temas haya que acudir a la magnífica newsletter de Xan López, Amalgama, mientras que el filósofo más importante del ecologismo no solo en España, sino uno de los más importantes en lengua castellana, Jorge Riechmann, trabaja sobre ética gaiana. Algo fascinante y muy necesario, no quiero restarle un ápice de valor a la gaiapolítica de Jorge. No lo digo como una concesión vacía sino que es un reconocimiento honesto. Pero también, honestamente, considero que es una tarea extremadamente vanguardista. Cuya aplicación política mínimamente verosímil igual tiene que esperar tres o cuatro décadas. Este es el tipo de jerarquía de prioridades que algo como el colapsismo fomenta. Y que aunque no sea su voluntad, porque evidentemente no lo es, son despolitizadoras por incomparecencia.
25. Los efectos despolitizadores (o contraproducentemente politizadores) del colapsismo en la batalla de ideas, donde uno puede permitirse ciertos lujos intelectuales, son todavía más claros en la praxis ecologista. Una dosis colapsista excesiva fomenta una cultura política en la que un cuadro joven ecologista medio, de esos que abundan desgraciadamente tan poco, tenga mucho más fácil orientar su valiosísima voluntad transformadora hacia un proyecto permacultural neorrurural o la construcción del enésimo banco de tiempo fallido, que hacia otros caminos menos transitados. Que impliquen por ejemplo convertirse en abogados del Estado o entender cómo podrían operar los bancos centrales para facilitar la descarbonización. Por supuesto necesitamos permacultores. Pero para que el pez deje de morderse la cola, la transición agroecológica en la España vaciada necesita políticas públicas que la protejan y la favorezcan. Y para que eso deje de ser una palabra bonita en un libro y pase a ser realidad es igualmente necesario abogados del Estado y economistas. Economistas ecológicos sí. Pero que a la vez que sepan hablar el lenguaje de la economía convencional sin presentar siempre una enmienda a la totalidad que resulta inoperativa.
26. Lo mismo podríamos decir de los recientes debates sobre si la explotación del hidrógeno verde convertirá a España en una “colonia energética”. Lo que aquí llamamos colapsismo es un marco ideológico que tiende a eclipsar lo mucho que la política tiene que decir en este desenlace, posible pero en absoluto asegurado. Por no hablar de que ese marco facilita mucho restar importancia a las coherencias espontáneas que un discurso como el de “España colonia energética” tiene con el planteamiento de una extrema derecha que habla de la descarbonización como “el suicidio de la soberanía nacional”.
27. Y qué decir del papel del colapsismo en la cuestión de los conflictos que se están dando por la implantación de las energías renovables en algunos territorios. Sin duda, este es un asunto complejo porque las renovables tienen impactos que conviene rebajar. Y bajo la sombra del oligopolio eléctrico español su implementación dista mucho de responder a una cobertura de necesidades, y a una socialización de la riqueza asociada, sino a una maximización extractiva de beneficios. Pero impactos mucho mayores tiene no transformar a toda velocidad nuestro sistema energético. En esta paradoja, la visión exageradamente pesimista de las renovables que el colapsismo fomenta está alimentando una beligerancia visceral e irracional, que como dice el refrán, “está dispuesta a tirar el niño junto con el agua sucia”. Que enorme sinsentido es que justo en el momento en que la descarbonización se pone en marcha a una velocidad mínimamente adecuada, se multipliquen las resistencias a las mismas, algunas justificadas, y otras en absoluto. Que un proyecto tan interesante como el que la empresa pública noruega Statkraft intenta impulsar en Euskadi negociando con EH Bildu, un proyecto que supondría una tercera vía fundamental entre la insuficiencia constatada del autoconsumo y las propuestas de renovables obedientes a las lógicas del oligopolio, esté generando un enorme conflicto en las bases del ecologismo vasco, al mismo tiempo que la ampliación de la terminal gasística del puerto de Bilbo pasa más desapercibida, supone una situación muy esclarecedora. Intencionalmente o no, un pesimismo exacerbado sobre las renovables, como el que es común en algunos discursos colapsistas, facilita mucho que la sociedad adopte posiciones nimby. Que en términos energéticos son mucho más un caballo de Troya de la energía nuclear o de la continuidad fósil que un vector de decrecimiento consecuente.
28. Es necesario aclarar aquí que nuestro debate con el colapsismo no es un debate con el decrecimiento. Son dos posiciones diferentes. Tanto Héctor Tejero como yo nos consideramos algo así como decrecentistas que intentan avanzar en esa dirección aplicando cierto realismo político, como defendemos en este artículo a favor de una amplia alianza poscrecentista. También somos perfectamente conscientes de que el capitalismo es una máquina de generar externalidades, y su superación histórica sigue siendo nuestro compromiso político más querido. Pero nos hacemos cargo de las lecciones del siglo XX. Y entendemos, como decía Latour, que paradójicamente cualquier todo es menor que sus partes. Lo que significa que la transformación del sistema pasa más por actuar sobre las partes que lo conforman, para ir dando lugar evolutivamente a un todo diferente, que por el viejo sueño del big bang revolucionario. Lo que en lo concreto, por ejemplo en la búsqueda de relaciones ecosociales Norte-Sur más justas, debería conducir al ecologismo del Norte a centrarse en políticas viables de reducción de consumos (eficiencia, reciclaje, bienes comunes) unidas a eso que nos demandan los compañeros del Sur: normas más equitativas de comercio internacional.
29. No tiene que ver mucho con el colapsismo, solo de manera indirecta, pero donde considero que Jorge se equivoca profundamente en sus notas es cuando realiza afirmaciones como «“el pueblo que somos” debería avergonzarnos en cuanto nos examinásemos frente al espejo con una mínima serenidad» o «¿podemos considerar, como seres humanos racionales y adultos ⸺y no como niños malcriados⸺, que nos hemos metido en una trampa?» Creo que siempre conviene parar y replantearnos las cosas cuando nuestros razonamientos nos acerquen a un sitio que se parezca al famoso poema de Brecht, donde se esepcula si no sería más fácil “disolver al pueblo y elegir otro”. Por supuesto, existe el margen para la mejora ética de nuestros comportamientos, y eso no es políticamente irrelevante. Pero en estas frases, tanto en fondo como en forma, están condensados algunos de los peores errores de la izquierda del siglo XX. Algo que en el siglo XXI conviene dejar atrás: superioridad moral, vanguardismo, racionalismo exacerbado, pulsión paternalista que te lleva a regañar a tu pueblo como si fuese menor de edad. Y sobre todo, una notable incapacidad para comprender las lógicas que operan en la vida cotidiana de la gente. ¡Como si no hubiera sólidas razones, sociológicas, antropológicas, políticas e históricas para comportarnos como nos comportamos, por muy autodestructivo e injusto que sea este comportamiento! ¡Como si el ecocidio fuese una suma de caprichos adolescentes y no una inercia sistémica increíblemente compleja y resistente! ¡Como si en medio de la precariedad económica y biográfica que hoy sufren millones de personas no fuera adulto o racional tratar de sobrevivir asumiendo cierta dirección (nefasta) de la corriente! Resulta desconcertante que un autor como Jorge, que escribe con tanta sabiduría sobre la condición antropológica trágica del ser humano, por ejemplo cuando afirma “todos somos simios averiados” o “todos somos minusválidos”, tenga luego estos comentarios. Creo que es siempre mejor asumir la máxima de Whitman cuando decía: “no moralizo, conozco el alma”. Seguramente Jorge no considere que esté moralizando, solo autoexigiéndose (y autoexigiéndonos) una entereza moral nueva. Esa que impone una época más oscura que muchas otras antes. No es baladí, porque es verdad que estamos moralmente mal preparados para las consecuencias gigantes de lo que estamos provocando. Pero la línea es borrosa. Y creo que no se percibe bien lo borrosa que es porque algunas de las aporías teóricas que son comunes en el pensamiento colapsista (el factor político de la verdad, cierto holismo ontológico) entran en juego.
30. La segunda parte de estas notas tratarán de discutir no solo con lo que el colapsismo tiene de estrategia política contraproducente, sino lo que tiene de diagnóstico desenfocado. Esta primera parte ha intentado argumentar, de modo sucinto, por qué algunos sentimos que el colapsismo es una tentación política a la que no tenemos derecho. No tenemos derecho a asumir está década decisiva de batalla política ecologista desde una posición de desventaja tan manifiesta. Menos derecho tenemos a hacerlo si además llegamos a la conclusión de que el análisis frío de nuestras posibilidades es un poco menos estrecho de lo que el colapsismo tiende a asumir.
La ilustración de cabecera es «Sin título », de Eileen Gray (1878-1976).