Nigeria. Ochanya Ogbanje: el peso del silencio institucional contra la violencia sexual

Chinenye Cynthia Izuchukwu                                                                                        Pambazuka                                                                                                                                    20/12/25

Es casi imposible expresar la angustia que rodea la historia de Ochanya Ogbanje. Una joven llena de promesas, enviada a vivir con familiares para tener un futuro mejor, solo para ver cómo ese mismo sueño se convertía en una pesadilla. Siete años después de su muerte, Ochanya Elizabeth Ogbanje, de trece años, sigue simbolizando las fallas sistémicas de Nigeria en la protección de los niños contra la violencia sexual. Ochanya, una estudiante brillante con aspiraciones a la medicina, fue enviada por sus padres desde la aldea (Ogene-Amejo) a vivir con la familia de una tía en Ugbokolo, estado de Benue, en la zona central de Nigeria, después de que la escuela de la aldea fuera clausurada en 2011. Al llegar a la familia de su tía a los 7 años (en 2012), se dice que sufrió abusos sexuales por parte del primogénito de esta desde que tenía 8 años, y posteriormente por su esposo, profesor de la Politécnica de Benue y caballero de la Iglesia Católica. Según se informa, Ochanya fue amenazada con guardar silencio y la tía, aunque consciente, intentó encubrir el abuso y el consiguiente deterioro de las condiciones de salud que sufría la niña de 13 años, ocultando el sufrimiento de la sobrina a los padres de la niña. En medio de los complejos problemas de salud, Ochanya también desarrolló una fístula vesicovaginal (FVV), donde, según se informa, se filtraban orina y heces como resultado de los daños causados ​​por las violaciones sexuales.

Según se informa, no podía caminar ni comer a medida que avanzaban las complicaciones. Los abusos sexuales, incluyendo la penetración forzada de la vagina y el ano, y los encubrimientos, habían llegado a tal punto que las intervenciones de una maestra preocupada y de las ONG ya no podían remediar la salud de Ochanya.[1]
Falleció el 17 de octubre de 2018. Su historia no se limita a los perpetradores individuales. Es un testimonio contundente de cómo las instituciones, las normas culturales y las estructuras patriarcales conspiran para priorizar la reputación por encima de la seguridad y el bienestar de los niños vulnerables.
Desde una perspectiva psicosocial, la experiencia de Ochanya revela cómo la violencia es producida, mantenida y normalizada por sistemas sociales que excusan la autoridad masculina y silencian el sufrimiento femenino.
El abuso que sufrió durante años no ocurrió de forma aislada. Ocurrió en un entorno familiar que exigía obediencia, en un ambiente escolar donde se ignoraban las señales médicas y conductuales, y en una sociedad más amplia donde la carga de la vergüenza recae sobre las víctimas y no sobre quienes las violan.
Una niña que debería haber sido cuidada fue castigada por síntomas de trauma. Se dice que fue azotada en la escuela por orinarse en la cama, sin saber que su incontinencia era una consecuencia médica de un abuso prolongado.
Esto refleja un sistema que interpreta el sufrimiento a través de la moralidad en lugar de la empatía o la indagación.
Una perspectiva feminista ayuda a esclarecer las dinámicas de poder que se encuentran en el centro de su historia.
La autoridad patriarcal en Nigeria protege rutinariamente a los agresores masculinos mientras siembra sospechas sobre las voces de las niñas.
El silencio que rodeó su abuso durante años es el mismo silencio que ha acompañado a innumerables casos en todo el país. Las familias ocultan las violaciones para proteger su posición social. Las escuelas guardan silencio para preservar la imagen institucional. Los líderes religiosos y comunitarios a menudo fomentan la reconciliación en lugar de la rendición de cuentas. Toda la estructura está construida para mantener el orden en lugar de la justicia.
Si eres pobre, joven y mujer, el sistema no te protegerá. Si eres hombre, educado y con buenos contactos, el sistema te protegerá.
En un entorno así, se espera que chicas como Ochanya soporten el dolor en nombre de la respetabilidad. El fracaso institucional es el hilo conductor de esta historia. El sistema de bienestar social que debería haberla protegido estuvo ausente. Las instituciones médicas que la atendieron no investigaron la causa de su condición. Las fuerzas del orden actuaron con lentitud y el proceso judicial se prolongó con los retrasos habituales.
Nigeria parece contar con leyes que protegen a la infancia, como la Ley de los Derechos del Niño y la Ley de Prohibición de la Violencia contra las Personas. Sin embargo, estas leyes siguen siendo más simbólicas que funcionales. La aplicación de la ley es deficiente, la coordinación entre organismos es deficiente y las sobrevivientes a menudo se enfrentan al estigma en lugar de al apoyo. El sistema judicial con frecuencia prioriza el procedimiento sobre la protección, lo que dificulta que las víctimas sean escuchadas, creídas y defendidas.
El impacto psicosocial de esta violencia es innegable. Los niños que sufren abuso sexual prolongado no solo sufren lesiones físicas, sino también profundas heridas emocionales. La vergüenza, el miedo y la confusión internalizados redefinen su sentido de identidad y valía. En el caso de Ochanya, la humillación que sufrió, el aislamiento que enfrentó y la ignorancia de quienes la rodeaban constituyeron una segunda capa de violencia. Murió no solo por una afección médica, sino por el peso acumulado del silencio, la negación y la negligencia institucional.
Sociológicamente, la historia de Ochanya expone un patrón más amplio de violencia normalizada contra las niñas. Un estudio sugiere que 100 niños fueron violados en Nigeria entre enero y julio de 2018.[2] Un informe de UNICEF sobre violencia sexual en Nigeria también reveló que 1 de cada 4 niñas (25%) y el 10% de los niños son víctimas de violencia sexual. La historia y los informes relacionados revelan una sociedad que trata el sufrimiento femenino como una molestia privada en lugar de una crisis pública. Muestra cómo las víctimas se convierten en sospechosas ante sus comunidades, mientras que los perpetradores se protegen con su estatus social y sus redes institucionales.
La gestión de la reputación prima sobre la protección de la infancia. Esta dinámica es una de las características más perjudiciales del panorama social nigeriano.
Lo que Ochanya necesitaba era una red de atención. Lo que encontró fue una red de silencio. Su historia nos obliga a cuestionar qué significa la justicia en una sociedad donde las instituciones fallan a todos los niveles. La justicia no puede limitarse a los veredictos judiciales, especialmente en un sistema donde los casos se prolongan durante años. La justicia también debe implicar la transformación de las actitudes sociales, el fortalecimiento de las estructuras de protección infantil, la formación de educadores y profesionales médicos, y el desmantelamiento de las normas patriarcales que permiten que el abuso prospere en la clandestinidad.
La vida de Ochanya debería haber sido diferente. Quería una educación. Quería oportunidades. Quería un futuro. En cambio, se convirtió en un símbolo de cómo una nación pierde a sus niños no solo por la violencia, sino también por su negativa a confrontar los sistemas que permiten que la violencia persista.
Su historia es un llamado a la acción. Es una exigencia de que Nigeria deje de proteger a las instituciones a expensas de los inocentes. Es un recordatorio de que, mientras el país no construya estructuras que sitúen a los niños en el centro de la preocupación pública, seguiremos lamentando futuros que nos fueron robados mucho antes de que tuvieran la oportunidad de comenzar.

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