

Durante décadas, la literatura fantástica y de terror nos vendió una mentira. Nos dijo que los monstruos vivían en castillos europeos, que las heroínas debían ser blancas para ser creíbles, que el horror era patrimonio de voces anglosajonas. Mientras tanto, nuestras historias existían en los márgenes, tratadas como folclore pintoresco cuando nos permitían contarlas. Hoy, autoras negras reescriben las reglas de géneros que siempre nos borraron y demuestran que el verdadero terror vive más cerca de casa.
Las mujeres negras llevamos toda la vida escribiendo historias de miedo. Lo que cambia ahora es quién las escucha y, más importante, quién las cuenta desde el centro. Octavia Butler ya lo sabía en los años setenta, cuando situó a protagonistas negras en universos distópicos donde la supervivencia dependía de negociar con el horror cotidiano del racismo estructural. Su legado abrió paso a una generación de autoras que ya no pide permiso para ocupar estos géneros.
Tananarive Due, la autora estadounidense que imparte en UCLA el curso «The Sunken Place: Racism, Survival and the Black Horror Aesthetic», lleva más de veinte años explorando el terror negro en novelas como My Soul to Keep y The Good House. Entiende que el horror funciona precisamente porque permite procesar traumas colectivos a través de metáforas. En su reciente The Reformatory, inspirada en la muerte real de su tío abuelo en un reformatorio de Florida durante los años cincuenta, mezcla fantasmas literales con la violencia histórica de un sistema que encerraba a niños negros por faltas menores. El edificio embrujado es real, pero el verdadero monstruo es el racismo institucional.



Rivers Solomon, autora no binaria estadounidense, lleva esta premisa más allá en obras como An Unkindness of Ghosts y Sorrowland. En la primera, una nave generacional replica las estructuras de la esclavitud estadounidense en el espacio, creando una distopía donde el terror racial se perpetúa incluso después de abandonar la Tierra. Sorrowland combina el horror corporal con la ciencia ficción para narrar la huida de una mujer negra queer de un culto religioso, mientras su cuerpo desarrolla una extraña caparazón fúngica que materializa el trauma. Solomon demuestra que el género fantástico permite hablar de violencias sistémicas sin necesidad de reproducirlas gráficamente.

La jamaicana-canadiense Nalo Hopkinson viene tejiendo estas conexiones desde hace décadas. En Brown Girl in the Ring, sitúa el terror caribeño en un Toronto postapocalíptico donde las loas y orishas conviven con la tecnología obsoleta. Hopkinson acuñó el término «afrofabulismo» antes de que el afrofuturismo se popularizara, insistiendo en que el Caribe tiene sus propios monstruos, sus propias formas de imaginar lo imposible. Su colección Skin Folk, ganadora del World Fantasy Award, rescata el folclore caribeño para mostrar que el horror siempre tuvo sabor a plátano maduro y aceite de coco.
N.K. Jemisin hizo historia al convertirse en la primera autora negra en ganar el premio Hugo a mejor novela, logro que repitió tres años consecutivos con su trilogía The Broken Earth. Aunque se la considera principalmente autora de fantasía, Jemisin trabaja con elementos del horror psicológico y el terror ecológico. En La quinta estación, una mujer con el poder de manipular la tierra busca a su hija secuestrada. El mundo que habita normaliza las catástrofes geológicas como parte de la existencia. El verdadero horror reside en la sociedad que esclaviza a quienes podrían prevenir los terremotos. Jemisin escribe fantasía épica, sí, pero también escribe sobre vivir en un mundo que te considera prescindible.
Nnedi Okorafor, nigeriana-estadounidense, acuñó los términos «africanfuturismo» y «africanjujuismo» para diferenciar su trabajo del afrofuturismo afroamericano. En Who Fears Death, ganadora del World Fantasy Award, mezcla magia nigeriana con ciencia ficción postapocalíptica en un Sudán futuro donde el genocidio racial continúa. La protagonista, nacida de una violación sistemática durante un conflicto étnico, debe enfrentar a su padre violador mientras domina poderes mágicos que la sociedad prohíbe a las mujeres. Okorafor no endulza nada. El horror de su novela radica en reconocer que las violencias que narra ya sucedieron y siguen sucediendo.


Más allá de sus biografías particulares y estilos narrativos distintos, lo que las une trasciende sus identidades raciales. Todas entienden que los géneros fantástico y de terror siempre han sido herramientas para procesar lo que la realidad hace insoportable. Rivers Solomon escribe sobre una nave donde los negros viven en las cubiertas inferiores y habla así de desigualdad estructural. Tananarive Due sitúa fantasmas en un reformatorio y exige que recordemos a los niños asesinados por el Estado. Nalo Hopkinson invoca a Erzulie en una novela gráfica de The Sandman y afirma que nuestras diosas también merecen espacios en los panteones de la fantasía mainstream.
El momento histórico importa. Ellas publican en un contexto donde el terror negro finalmente recibe atención mainstream gracias a películas como Get Out de Jordan Peele, donde el racismo liberal se revela como el verdadero monstruo. Due participó como productora ejecutiva en el documental Horror Noire: A History of Black Horror, rastreando décadas de representaciones problemáticas para reivindicar tradiciones que siempre existieron. Lo nuevo es que ahora las editoriales aceptan que nuestras pesadillas también venden.
Hacen algo más radical que ocupar espacios tradicionalmente blancos. Demuestran que el horror gótico no necesita castillos europeos cuando tienes plantaciones del sur, que los vampiros pueden beber sangre negra, que el realismo mágico caribeño contiene tanto terror como belleza. Crean tradiciones nuevas mientras rescatan las que siempre estuvieron ahí, enterradas bajo capas de invisibilización editorial. Toman la realidad, la pasan por el prisma de lo fantástico y la devuelven amplificada, imposible de ignorar.
En esta semana de Halloween, mientras las librerías se llenan de brujas blancas y zombis genéricos, vale la pena recordar que el terror más profundo siempre ha sido político. Por eso sus monstruos hablan con acento caribeño, sus brujas dominan la tierra como las mujeres igbo, sus fantasmas arrastran cadenas que suenan a grilletes históricos. La literatura fantástica y de terror ya no pueden permitirse ignorarnos. Desde el horror psicológico de Due hasta la fantasía caribeña de Hopkinson, estamos redibujando los mapas del género conscientes de que el verdadero monstruo siempre fue el que escribía las leyes y decidía qué historias merecían ser contadas.
Elvira Swartch Lorenzo
Colaboradora

