Fuente: https://www.jornada.com.mx/2023/08/10/opinion/014a1pol Mario Patrón 10.08.23
Días antes de su partida, el 25 de julio, los integrantes del GIEI que permanecían en México, Ángela Buitrago y Carlos Beristain, presentaron el último informe sobre los hechos de Ayotzinapa y las actividades de las autoridades estatales y castrenses antes, durante y después de los hechos. Destaca en dicho informe la presentación de un mapeo de movimientos de elementos del Ejército y otras autoridades durante los hechos, obtenidos a través del rastreo de sus teléfonos móviles y el sistema de vigilancia local C-4.
Dicho mapeo confirma otra vez que todas las instancias de seguridad estuvieron al tanto de los movimientos de los estudiantes en esa noche del 26 de septiembre, incluso antes de que entraran a Iguala. El informe profundiza, además, en las actividades de espionaje que mantenía el Ejército sobre el crimen organizado en la región, el papel de otros actores como la policía ministerial, así como la omisión generalizada de las autoridades durante los hechos y tras los mismos, omisión que hoy persiste.
Los ocho años y cuatro meses que duró el trabajo del GIEI en México estuvieron atravesados por una constante: el obstinado ocultamiento de información clave por las autoridades, en especial el Ejército. Ello es síntoma de una pauta que persiste en la institucionalidad pública a pesar del paso del tiempo y del cambio de gobierno. Ni el clamor de las familias, ni las expresiones y manifestaciones públicas, ni la participación de expertos internacionales y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han podido contra la aparente intocabilidad de las fuerzas armadas que hoy sigue impidiendo que el actual Presidente de la República cumpla una de las promesas centrales de su campaña: esclarecer los hechos y encontrar el paradero de los 43 estudiantes.
Ángela Buitrago, en una entrevista posterior a la presentación del último informe, afirmaba que es inimaginable que una fiscalía no pueda ingresar a los archivos militares. Si no puede hacerlo, es una fiscalía mutilada para investigar delitos graves
; tal incapacidad es una muestra del histórico fracaso del Estado mexicano en materia de justicia, pero también una expresión elocuente de las dimensiones e implicaciones del poder institucional y metaconstitucional que las fuerzas armadas han amasado en detrimento de las garantías democráticas del país. Pasan los sexenios y los gobiernos siguen optando por salvaguardar los fueros de las instituciones castrenses, anteponiéndolos a la obligación constitucional de garantizar el acceso a la verdad, justicia y reparación para las víctimas.
Ayotzinapa es y seguirá siendo una de las mayores deudas del Estado con su ciudadanía y, atrapada en la impunidad, seguirá siendo bandera de lucha y reivindicación para las miles de víctimas que el país acumula en la interminable espiral de violencia y descomposición institucional que atravesamos. Muchos silencios persisten en este caso, pero por encima del silencio ha de imponerse la memoria colectiva que honra y reivindica la vida de las 43 familias y de tantos que han muerto a manos de la injusticia y la inoperancia de nuestra institucionalidad pública.
Se ha ido el GIEI, pero sigue en operación la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el Caso Ayotzinapa (UEILCA), así como la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa (Covaj), como instancias responsables de continuar las investigaciones; sobre todo, persiste el conjunto de organizaciones civiles que han acompañado de cerca a víctimas y familiares en su digna lucha por derribar el muro de ocultamiento sistemático que entorpece el esclarecimiento de los hechos. La lección que deja la experiencia del GIEI es doble: solamente poniendo en el centro a las víctimas se hace viable el acceso a la verdad y la justicia; pero si la transparencia no alcanza a las fuerzas armadas, la justicia, como promesa central de un gobierno que asumió el compromiso de transformar la vida pública de México, es palabra vacía.