Fuente: Umoya num.100 – 3er trimestre 2020 Joaquin Robledo
Meret Defar, mejor atleta del 2007, siguió el camino de Abebe Bikila para convertirse en inspiración de las mujeres etíopes.
En el inicio de este veleidoso entresaque de deportistas destacados del África negra trazamos la semblanza de Abebe Bikila, aquel maratoniano etíope que consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma tras haber recorrido los más de 42 km. de la prueba. En aquellos Juegos de 1960, la imagen más emblemática fue la de Bikila corriendo descalzo frente al obelisco de Axum, un monumento de granito que la Italia fascista había obtenido como trofeo de guerra en Etiopía.
A finales del año 2007, las piedras del obelisco esperaban almacenadas ya en Axum desde hacía casi tres años mientras se tomaba una decisión sobre su postrer ubicación. Un día de por aquel entonces, la atleta Meseret Defar, una compatriota de Bikila, se mordía las uñas, se mesaba el cabello o repetía cualquier otro tic que le ayudase a pasar el momento de ansiedad. No es que fuera a participar en alguna carrera relevante, no; esto era mucho peor. Había sido nominada al premio de mejor atleta del año y esa “era una situación sobre la que no tenía ningún control”. Ella, que había sido campeona Olímpica de la prueba de 5000 metros en Atenas 2004; ella, que ese año había conseguido el oro en el mundial al aire libre de Osaka y otra de plata en Helsinki un par de años antes; ella, que en la disciplina de 3000 metros había conseguido sendas victorias en Budapest 2004 y en Moscú en 2006; ella, que en 2006 había batido el récord del mundo de los 5000 metros en Nueva York, que en 2007 superó la mejor marca mundial de 3000 metros en la pista cubierta de Stuttgart, ella, estaba siendo vencida por sus propios nervios.
Esperaba recibir ese reconocimiento, entendía que había hecho méritos de sobra. Pero, en paralelo, recordaba el bagaje del año de las otras dos finalistas, la saltadora de altura croata Blanka Vlasic y la heptatleta sueca Carolina Klüft, se daba cuenta de que también era mayúsculo y se sumía de nuevo en un mar de dudas.
De ese estado de congoja retornó cuando el jurado al fin anunció su nombre al emitir el veredicto. Fue entonces cuando subió al estrado de uno de esos escenarios llenos de oropel, nada menos que en Mónaco, y se dejó sentir. Quizá su situación anímica era consecuencia de las palabras que llevaba dentro y que querían salir a borbotones. Donde se esperaba poco más que un discurso protocolario, unos agradecimientos y dedicatorias de rutina, tal vez alguna semblanza del rutilante año, del esfuerzo necesario… y por fin unas emocionadas lágrimas como las de cualquier otro año, Defer rompió el molde. Se arrancó: “Quisiera dedicar este premio a las mujeres de mi país que no tienen las oportunidades que yo, que se despiertan cada mañana sin nada que comer y trabajan duro todos los días en condiciones muy complicadas para poder sobrevivir. Espero que el premio pueda ser una inspiración para todas las niñas, hermanas, madres y personas soñadoras”. Cogió carrerilla: “Me siento con fuerza para abordar las cuestiones de género. Entiendo que mis logros pueden ser una inspiración para las generaciones jóvenes. Aprovecho cada oportunidad para ayudarles y guiarles”.
Bien pensado, no podía sorprender su discurso. Formaba parte de su trayectoria vital. Defar hacía hincapié en que “Hay muchos niños en el país que padecen enfermedades cardíacas y el costo de una operación cardíaca es muy caro y no está disponible en Etiopía. Quiero dar un ejemplo para demostrar que aquellos de
nosotros que estamos en buena posición económica podemos
encargarnos de uno o dos niños y salvar vidas”.
No es casualidad que en aquella época pusieran en marcha un
proyecto que permitía a niñas y niños sin recursos, muchos de los cuales “corrían descalzos y con el estómago vacío”, unas condiciones más dignas a través del atletismo. “No es dar limosna
lo que me gusta, sino abrir oportunidades para las personas que
no las tienen”. No es casualidad que el proyecto llevara el nombre
de Abebe Bikila.
Se cerraba el año en que había sido la mejor atleta del mundo y arrancaba un 2008 en que ella de nuevo iba a obtener una medalla en los Juegos Olímpicos, esta vez en Pekín, esta vez de bronce y en que el Obelisco recuperaría su esbelta figura en el lugar en el que había estado por siglos.
La carrera de Meseret Defar aún tendría muchas jornadas de gloria. Repitió entorchado olímpico en Londres 2012, mundial en Moscú 2013 y, por partida doble, mundial al aire libre en Valencia 2008 y Doha 2010. En el entretiempo sumó media docena de medallas de plata y bronce a las apuntadas.
Pero seguramente siempre que subía a un pódium con alguna presea colgada del cuello se acordaba de aquel día en que,
engalanada, dijo lo que tenía que decir para quien quisiera
tener abiertos oídos y orejas.