Mentir, mentir, y luego seguir mintiendo: construyendo un mundo seguro para la hipocresía por Michael Parenti

El Sudamericano                                                                                                              Michael Parenti                                                                                                                       30/08/25

Michael Parenti: Sucias Verdades. Reflexiones sobre política, medios de información, ideología, conspiración, etnia y poder de clase. p. 69-87. Ed. Hiru. Hondarribia. 2011

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¿Por qué ha apoyado el gobierno de los Estados Unidos a la contrainsurgencia en Colombia, Guatemala, El Salvador y muchos otros lugares del mundo, con grandes pérdidas de vidas humanas en esas naciones? ¿Por qué invadió la pequeña Granada y después Panamá? ¿Por qué apoyó las guerras mercenarias contra los gobiernos progresistas en Nicaragua, Mozambique, Angola, Etiopía, Afganistán, Indonesia, Timor Oriental, Sahara Occidental, Yemen del Sur y en todas partes? ¿Es porque nuestros líderes quieren salvar la democracia? ¿Están preocupados por el bienestar de esos pueblos indefensos? ¿Está amenazada nuestra seguridad nacional? Intentaré demostrar que los argumentos dados para justificar la política de los Estados Unidos son falsos. Pero eso no significa que esa política, en sí misma, no tenga sentido. La intervención americana puede parecer “obstinadamente equivocada”, pero de hecho es totalmente consistente y terriblemente exitosa.

La historia de los Estados Unidos ha sido la de un expansionismo territorial y económico de los que se ha beneficiado principalmente la clase de los negociantes, en forma de inversiones y mercados crecientes, acceso a los ricos recursos naturales, a la mano de obra barata y a la acumulación de enormes beneficios. El pueblo estadounidense ha tenido que pagar los costes del imperio, soportando los abultados presupuestos militares con sus impuestos, mientras sufría la perdida de sus empleos, el abandono de los servicios sociales y la pérdida de decenas de miles de vidas en las aventuras militares exteriores.

El coste más grande, por supuesto, lo han pagado las gentes del Tercer Mundo, que han padecido la pobreza, el pillaje, las enfermedades, la explotación, el analfabetismo y la total destrucción de sus tierras, sus culturas y sus vidas.

Con un acceso relativamente tardío a la práctica del colonialismo, los Estados Unidos no podían igualar a los antiguos poderes europeos en la posesión de territorios en el exterior. Pero los Estados Unidos han sido los primeros y más consumados practicantes del neoimperialismo o neocolonialismo, el proceso de dominar la vida político-económica de una nación sin tener su posesión directa. Casi medio siglo antes de que los británicos pensaran en conceder a una tierra colonizada como la India su independencia nominal –aunque continuaran explotando su trabajo y sus recursos y dominando sus mercados y su comercio– los Estados Unidos habían perfeccionado esta práctica en Cuba y en otros lugares.

En países como Filipinas, Haití y Nicaragua, así como cuando actuaron contra los pueblos nativos americanos, el imperialismo de los Estados Unidos demostró ser tan brutal como el francés en Indochina, el belga en el Congo, el español en América del Sur, el portugués en Angola, el italiano en Libia, el alemán en África del Sudoeste y el británico en casi el resto de lugares. No hace mucho tiempo, las fuerzas militares estadounidenses llevaron una destrucción a Vietnam, Laos y Camboya que sobrepasó todo lo realizado por los antiguos colonizadores. Y hoy día el aparato estadounidense de contrainsurgencia y las fuerzas de seguridad subrogadas en Latinoamérica y en otros lugares mantienen un sistema de asesinatos políticos, torturas y represión inigualado en cuanto a sofisticación tecnológica y crueldad.

Todo esto es comúnmente conocido entre los críticos progresistas de la política estadounidense, pero la mayoría de los estadounidenses se asombrará al oírlo. Se les ha enseñado que, al contrario que otras naciones, su país ha escapado de los pecados del imperio y ha sido el campeón de la paz y la justicia entre las naciones. Esta enorme distancia entre lo que los Estados Unidos hace en el mundo y lo que los estadounidenses piensan que hace es uno de los grandes logros de la propaganda sobre la mitología política dominante. Debería señalarse, no obstante, que a pesar de las barreras propagandísticas sin fin que surgen de las fuentes oficiales y de los principales medios propiedad de las corporaciones, grandes sectores del público han desarrollado un sentimiento anti-intervencionista, un deseo de eliminar las acciones militares en el exterior, sentimiento fácilmente etiquetado como “aislacionismo” por parte de los intervencionistas.

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La función racional de los mitos políticos

Dentro de la clase dirigente estadounidense hay diferencias de opinión respecto a la política intervencionista. Hay conservadores que se quejan de que la política estadounidense está plagada de debilidades y carece de agallas y de todas esas virtudes a lo John Wayne. Y hay liberales que dicen que la política estadounidense es estúpida, descansa demasiado en soluciones militares y debería ser más flexible y receptiva cuando trata de proteger los intereses de los Estados Unidos (normalmente sin especificar cuáles son esos intereses).

Una mirada más profunda revela que la política exterior estadounidense no es débil ni estúpida, sino al contrario, racional y marcadamente efectiva en producir las condiciones para una continua expropiación de la riqueza, y que aunque ha sufrido contratiempos ocasionales, la gente que la establece en Washington sabe lo que está haciendo y por qué lo está haciendo.

Aunque la mitología que nos ofrecen como justificación para su política parezca irracional, eso no significa que esa política en sí misma sea irracional desde el punto de vista de los que la propugnan. Esto es cierto tanto en lo que se refiere a los mitos y políticas domésticas como a la política exterior. Una vez cogida esta idea podemos ver cómo las actuaciones dañinas, devastadoras y realmente destructivas para los valores sociales y humanos –e irracionales desde el punto de vista humano y social– no son irracionales para el capitalismo global, porque a éste no le preocupan los valores humanos y sociales. El capitalismo no tiene lealtad más que consigo mismo, con la acumulación de riqueza. Una vez entendido esto podemos ver el racionalismo cruel de los mitos aparentemente irracionales que nos venden los políticos de Washington. Algunas veces lo que vemos como irracional es realmente la discrepancia entre lo que el mito nos quiere hacer creer y lo que realmente es cierto. Pero de nuevo esto no significa que los intereses a los que sirve sean estúpidos o irracionales, cosa de la que a los liberales les gusta quejarse. Hay una diferencia entre confusión y decepción y hay una diferencia entre estupidez y subterfugio. Una vez que entendamos los intereses de clase subyacentes en los círculos dirigentes, estaremos menos mitificados por sus mitos.

Un mito no es un cuento estúpido o una historia caprichosa, sino una fuerza cultural poderosa utilizada para legitimar las relaciones sociales existentes. La mitología intervencionista hace justamente eso: pone énfasis sobre la comunidad de intereses entre los intervencionistas de Washington y el pueblo estadounidense –cuando de hecho no existe tal–, y desdibuja la cuestión de quién paga y quién se beneficia del intervencionismo global de los Estados Unidos.

La mitología ha estado con nosotros durante mucho tiempo y gran parte de ella ha sido asimilada suficientemente por la gente, tanto como para considerarla parte de la cultura política. La mitología intervencionista, como cualquier otra creencia cultural, no es algo que flota en el espacio. Debe estar introducida en la estructura social. Los media nacionales juegan un papel crucial para asegurarse de que no hay opiniones críticas respecto a las justificaciones de la política de los Estados Unidos. Un papel similar lo juegan las diversas instituciones y centros políticos relacionados con el mundo académico, y por supuesto los propios líderes políticos.

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Salvando la democracia con la tiranía

Nuestros líderes querrían hacernos creer que intervinimos en Nicaragua –por ejemplo– porque el gobierno sandinista se oponía a la democracia. La invasión de mercenarios nicaragüenses de derechas apoyada por los Estados Unidos fue “un esfuerzo por conducirles a unas elecciones”. Dejando aparte el hecho de que los sandinistas ya habían llevado a cabo unas elecciones limpias y abiertas en 1984, podemos preguntarnos por qué los líderes estadounidenses no pidieron de forma tan urgente elecciones libres y parlamentarismo al estilo de occidente durante los cincuenta años en los que la dictadura de Somoza –colocado y apoyado por los Estados Unidos– saqueó y maltrató a la nación nicaragüense. Tampoco hoy Washington muestra gran preocupación por la democracia en ninguna de las dictaduras respaldadas por los Estados Unidos alrededor del mundo (a menos que creamos que la charada electoral en un país como El Salvador lo cualifica como “democracia”).

Más bien, las sucesivas administraciones americanas han trabajado duro para subvertir el orden constitucional y los gobiernos aceptados popularmente que llevaban a cabo políticas de reforma social favorables a los oprimidos y a los trabajadores pobres. Así, la seguridad nacional de los Estados Unidos ha tenido un papel crucial en la caída de líderes reformistas populares como Arbenz en Guatemala, Jagan en Guayana, Mossadeg en Irán, Bosch en la República Dominicana, Sukarno en Indonesia, Goulart en Brasil y Allende en Chile. Y no olvidemos que los Estados Unidos ayudaron a los militaristas en la caída de los gobiernos democráticos de Grecia, Uruguay, Bolivia, Pakistán, Tailandia y Turquía. Con todo esto, es difícil creer que la CIA entrenara, financiara y armara a una fuerza expedicionaria de desalmados y mercenarios somocistas para que hubiera en Nicaragua elecciones al estilo occidental.

Para defender sus formas antidemocráticas los líderes americanos hablan de “salvar la democracia” y nos ofrecen esta clase de sofismas: “No siempre podemos escoger a nuestros aliados. A veces debemos apoyar regímenes autoritarios de derechas para evitar la expansión de otros más totalitarios y represivos comunistas”. Seguramente el grado de represión no es un criterio que guíe a la Casa Blanca, porque los Estados Unidos han apoyado a los peores carniceros del mundo: Batista en Cuba, Somoza en Nicaragua, el Sha en Irán, Salazar en Portugal, Marcos en Filipinas, Pinochet en Chile, Zia en Pakistán, Evren en Turquía e incluso Pol Pot en Camboya. En el golpe indonesio de 1965 los militares masacraron a 500.000 personas, de acuerdo con el jefe de seguridad indonesio (New York Times, 21/12/77; algunas estimaciones doblan esta cifra), pero esto no disuadió a los líderes estadounidenses de ayudar la acción o de mantener relaciones amistosas con el mismo régimen de Yakarta que después llevó a cabo una campaña de represión y exterminio masivo en Timor Oriental.1

Los líderes estadounidenses y la prensa de la corriente principal en manos de las corporaciones hablaron de los “rebeldes marxistas” que en países como El Salvador estaban guiados por su ansia de conquista. Nuestros líderes quieren hacernos creer que los revolucionarios no buscan el poder para eliminar el hambre, sino que simplemente tienen hambre de poder. Pero incluso si esto fuera cierto, ¿por qué debe ser un motivo para oponerse a ellos? Los políticos de Washington nunca se han preocupado por el hambre de poder de los “moderados” de derechas, autoritarios, ejecutores, torturadores y militaristas.

En cualquier caso no es cierto que los gobiernos de izquierdas sean más represivos que los fascistas. La represión política de los sandinistas en Nicaragua fue mucho menor que la de Somoza. La represión política en la Cuba de Castro es nada comparada con la carnicería realizada por el régimen de mercado libre de Batista. Y el gobierno revolucionario de Angola trata a su pueblo con mucha más suavidad que los colonizadores portugueses.

Además, en ciertos países los movimientos revolucionarios exitosos han supuesto un incremento de la libertad y el bienestar, avanzando en servicios sanitarios y sociales, suministrando puestos de trabajo y educación para los desempleados y analfabetos, utilizando los recursos económicos para el desarrollo social más que para el beneficio de las empresas, derribando regímenes reaccionarios brutales, terminando con la explotación extranjera e involucrando a grandes sectores del pueblo en la tarea de reconstruir sus países. Las revoluciones pueden extender verdaderas libertades sin destruir las que nunca existieron bajo los regímenes reaccionarios.

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¿Quién amenaza a quién?

Nuestros políticos también argumentan que los gobiernos de derechas, con todas sus deficiencias, se muestran amistosos con los Estados Unidos, mientras que los comunistas son beligerantes y por tanto amenazan la seguridad de nuestro país. Pero en verdad todos los países marxistas o de izquierdas, desde la poderosa Unión Soviética hasta algunos pequeños como Vietnam o Nicaragua, o insignificantes como Granada bajo el Movimiento de la Nueva Joya, intentaron tener relaciones diplomáticas amistosas y relaciones económicas con los Estados Unidos. Estos gobiernos no lo hicieron precisamente por amor o afecto a los Estados Unidos, sino por algo más firme: sus propios intereses. Como ellos mismos admitieron, su desarrollo económico y su seguridad política habrían sido más sólidos si hubieran podido disfrutar de unas buenas relaciones con Washington.

Si los líderes estadounidenses justifican su hostilidad hacia los gobiernos de izquierdas sobre la base de que tales naciones son hostiles con nosotros, ¿cuál es su justificación cuando estos países intentan ser amistosos? Cuando un régimen revolucionario recién establecido –o simplemente un régimen disidente– amenaza el globalismo hegemónico de los Estados Unidos con relaciones amistosas, se convierte en un problema. La solución es (1) lanzar una campaña bien orquestada de desinformación que haga llover las críticas sobre el nuevo gobierno por encarcelar a los carniceros, asesinos y torturadores del régimen anterior y por no instaurar partidos políticos y elecciones al estilo occidental, (2) denunciar al nuevo gobierno como una amenaza para nuestra paz y seguridad, (3) hostigarlo y desestabilizarlo e imponerle sanciones económicas, (4) atacarlo con fuerzas contrarrevolucionarias o, si es necesario, con tropas estadounidenses. Mucho antes de la invasión, el país en cuestión responde denunciando fuertemente la política de los Estados Unidos. Se acerca más a otros países que están “fuera de la ley” e intenta desarrollar sus defensas militares antes del ataque patrocinado por los Estados Unidos. Estos movimientos son denunciados por los funcionarios y los medios estadounidenses como evidencia del antagonismo de ese país hacia los Estados Unidos y como justificación de la política que originó tales respuestas.

Sin embargo es difícil demostrar que pequeños países como Granada y Nicaragua son una amenaza para nuestra seguridad. Recordemos el grito del halcón durante la guerra de Vietnam: “Si no luchamos contra el Vietcong en las junglas de Indochina tendremos que luchar contra él en las playas de California”. La imagen de los vietnamitas en sus lanchas cruzando el Pacifico para invadir California fue, como señaló en aquel momento Walter Lippmann, un penoso insulto para la armada americana. La imagen de un ejército insignificante y mal equipado como el nicaragüense atravesando México y cruzando el río Grande para invadir nuestra tierra es igualmente ridicula. La verdad es que los vietnamitas, cubanos, granadinos y nicaragüenses nunca han invadido los Estados Unidos; son los Estados Unidos quienes han invadido Vietnam, Cuba, Granada y Nicaragua y es nuestro gobierno el que continúa intentando aislar, desestabilizar y amenazar de todas las formas posibles a cualquier país que intente ir contra el sistema de capitalismo global o incluso instaure un nacionalismo económico en su interior.

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Recordemos la Amenaza Roja

Durante muchas décadas de guerra fría, cuando todos los demás argumentos fallaban, siempre quedaba el oso ruso. De acuerdo con nuestros guerreros, los pequeños países de izquierdas o insurgentes amenazaban nuestra seguridad porque eran extensiones del poder soviético. Tras los pequeños rojos supuestamente estaba la gigantesca Amenaza Roja. La evidencia para apoyar la tesis de esta amenaza global era a veces inverosímil. El presidente Carter y el consejero de seguridad nacional Brezinsky descubrieron de repente una “brigada de combate soviética en Cuba” en 1979, que resultó ser una unidad no combatiente que estaba allí desde 1962. Esto no impidió que el presidente Reagan anunciara en una sesión conjunta del Congreso varios años más tarde: “Cuba mantiene una brigada soviética de combate…”

En 1983, en un discurso televisado Reagan señaló fotos de satélite que revelaban la amenaza de tres helicópteros soviéticos en Nicaragua. Los funcionarios sandinistas señalaron que cualquiera que llegase al aeropuerto de Managua podía ver los helicópteros y que, en cualquier caso, no eran una amenaza militar para los Estados Unidos. Igualmente ingenua fue la forma en que Reagan transformó el aeropuerto de Granada, construido para vuelos turísticos, en una base para mortíferos ataques soviéticos, y una ensenada granadina de veinte pies de profundidad, en una potencial base soviética para submarinos.

En 1967 el secretario de estado Dean Rusk argumentó que la seguridad nacional del país estaba en riesgo en Vietnam porque los vietnamitas eran muñecos de la “China Roja”, y si China ganaba en Vietnam ocuparía toda Asia y esto supuestamente era el principio del fin para todos nosotros. Más tarde se nos dijo que los rebeldes salvadoreños eran muñecos de los sandinistas de Nicaragua, que a su vez eran muñecos de los cubanos, que a su vez eran muñecos de los rusos. Realmente no había evidencias de que la gente del Tercer Mundo pudiera alzarse en armas y embarcarse en costosas luchas revolucionarias porque algún siniestro dirigente de Moscú o de Pekín hiciera restallar su látigo. Las revoluciones no son una cuestión de apretar un botón; sólo se desarrollan si existe una brizna de esperanza y motivos de queja que puedan galvanizar la acción popular. Las revoluciones surgen cuando grandes segmentos de la población se dan valor unos a otros para alzarse contra un orden social insufrible. La gente está dispuesta a padecer grandes abusos antes de arriesgar su vida en confrontaciones con fuerzas armadas sensiblemente superiores. No existe ninguna revolución frivola, ninguna revolución iniciada y orquestada por un capital extranjero manipulador.

Tampoco hay evidencias de que una vez que la revolución tiene éxito los nuevos líderes pongan los intereses de su país a disposición de Pekín o Moscú. En vez de convertirse en muñeco de la “China Roja”, como nuestros políticos predijeron, Vietnam se vio envuelto en combates contra su vecino del norte. Y, como se dijo antes, casi todos los países revolucionarios del Tercer Mundo han intentado mantener sus opciones abiertas y han buscado relaciones diplomáticas amistosas y relaciones económicas con los Estados Unidos.

¿Por qué entonces los líderes de los Estados Unidos intervienen en todas las regiones del mundo y casi en todos los países, bien sea abiertamente con su fuerza militar o veladamente con fuerzas mercenarias, escuadrones de la muerte, ayudas, sobornos, medios manipulados y elecciones amañadas? ¿Es todo este intervencionismo sólo la extensión de una ideología condicionada por su profundo anticomunismo? ¿Los líderes americanos responden así a la eterna fobia de la gente respecto a la Amenaza Roja? Ciertamente, muchos americanos son anticomunistas, pero este sentimiento no se traduce en la petición del intervencionismo en el extranjero. Muy al contrario. Las encuestas de opinión durante el último medio siglo han mostrado repetidamente que el público americano no apoya las actuaciones de sus fuerzas en el extranjero y prefiere las relaciones amistosas con los demás países, incluidos los comunistas. Lejos de apoyar a nuestros líderes en sus acciones intervencionistas, la opinión popular ha sido una de las pocas influencias contrarias.

No se puede negar, sin embargo, que la opinión puede a veces manipularse exitosamente con aventuras patrioteras. La invasión de Granada y la masacre perpetrada contra Irak son ejemplos de ello. Las victorias rápidas, fáciles y de bajo coste reafirman a algunos americanos en el sentimiento de que no somos débiles e indecisos, que no nos quedamos quietos ante el peligro exterior. Pero incluso en esos casos eso conlleva una propaganda extensa e intensa, llena de medias verdades y mentiras por parte de la seguridad del estado y de sus leales lacayos, los medios de información; ésa fue la forma de conseguir algún apoyo de la gente para las acciones contra Granada e Irak.

En suma, varios países de izquierdas no suponen una amenaza militar para la seguridad de los Estados Unidos; en vez de eso quieren comerciar y vivir en paz con nosotros, y son mucho más correctos con sus gentes que los regímenes reaccionarios a los que han reemplazado. Además los líderes estadounidenses han demostrado poca preocupación por la libertad en el Tercer Mundo y han ayudado a subvertir la democracia en gran número de naciones. Por otro lado, la opinión popular se opone mayoritariamente al intervencionismo. ¿Qué motiva entonces la política estadounidense y cómo podemos pensar que no es confusa y contradictoria?

La respuesta es que los estados marxistas, revolucionarios o de izquierdas suponen una amenaza real, pero no para los Estados Unidos como entidad nacional, ni tampoco para el pueblo estadounidense como tal, sino para los intereses corporativos y financieros de nuestro país, para Exxon y Mobil, para el Chase Manhattan y el First National, para Ford y General Motors, Anaconda y U.S. Steel y para el capitalismo como sistema mundial.

El problema no es que los revolucionarios acumulen poder, sino que usen ese poder para llevar a cabo políticas inaceptables para los círculos dirigentes estadounidenses. Lo que preocupa a nuestros líderes políticos (y generales, inversores, banqueros y jefes de las corporaciones) no es la supuesta carencia de democracia política en esos países, sino su intento de construir una democracia económica, salir de los rigores del mercado libre internacional y utilizar el capital y el trabajo de un modo que perjudique a los intereses del corporativismo internacional.

Un editorial del New York Times (30/3/83) se refería a “el régimen indeseable y ofensivo de Managua” y al “peligro de ver un poder marxiste asentado en Managua”. ¿Pero qué es específicamente tan peligroso del “poder marxista”? ¿Qué era tan indeseable y ofensivo en el gobierno sandinista de Nicaragua? ¿Qué nos hizo a nosotros? ¿Qué le hizo a su propio pueblo? ¿Fue la campaña de alfabetización? ¿Los programas de vivienda y atención sanitaria? ¿La reforma de la tierra y las cooperativas del campo? ¿El intento de reconstruir Managua, incrementar la producción o conseguir una distribución más equitativa de los impuestos, los servicios y los alimentos? En gran parte, sí. Tales reformas, aun no siendo denunciadas abiertamente por nuestro gobierno, hacían sospechoso al país porque eran síntomas de un esfuerzo por implantar un nuevo orden económico competitivo, en el cual las prerrogativas de los ricos y las inversiones de las corporaciones ya no eran seguras, y la tierra, el trabajo y los recursos ya no iban a utilizarse principalmente para que las corporaciones acumularan beneficios.

Los líderes estadounidenses y la prensa en manos de las empresas quisieron hacernos creer que se oponían a los gobiernos revolucionarios porque éstos no tenían prensa opositora o porque no realizaban en su país elecciones al estilo occidental (ni tampoco eran financiadas con ese mismo estilo). Los líderes estadounidenses se aproximan más a la verdad cuando condenan a estos gobiernos por interferir en las prerrogativas del “mercado libre”. De modo parecido, Kissinger se aproximó más a la verdad cuando defendió el golpe fascista contra el gobierno democrático de Chile señalando que cuando nos vemos obligados a elegir entre salvar la economía y salvar la democracia, debemos salvar la economía. Si Kissinger hubiera dicho salvar la economía capitalista, eso hubiera sido la verdad completa. Porque con Allende el peligro no era que la economía estuviese colapsada (aunque los Estados Unidos estaban haciendo lo posible por desestabilizarla); el peligro verdadero era que la economía se movía fuera del capitalismo de mercado libre y hacia una democracia social más igualitaria, aunque de manera limitada.

Los funcionarios estadounidenses dicen que no se oponen al cambio mientras éste sea pacífico y no se imponga la violencia. Realmente las élites económicas a veces pueden tolerar reformas –mientras sean muy limitadas–, dando un poco a cambio de obtener un mucho. Pero a juzgar por Chile, Guatemala, Indonesia y gran número de otros países, toleran muy poco el cambio, aunque sea pacífico, si éste se entromete en la estructura de clase existente y amenaza los intereses de las corporaciones.

Para los ricos y poderosos hay poca diferencia entre si esos intereses se ven afectados por una transformación pacífica o si lo son por un levantamiento violento. Los medios les preocupan mucho menos que los resultados finales. No es la “violencia” lo que odian en una revolución violenta, sino la propia “revolución”. (Las élites del Tercer Mundo raras veces perecen en las revoluciones, lo más que les puede ocurrir es tener que irse a Miami, Madrid, París o Nueva York.) Temen el socialismo del mismo modo que nosotros podemos temer la pobreza y el hambre. Así que cuando llega la ocasión, las élites de los países del Tercer Mundo, con la inestimable ayuda de las élites corporativas-militares-políticas de nuestro país, utilizarán el fascismo para preservar el capitalismo, mientras proclaman que están salvando a la democracia del comunismo.

Una Cuba socialista o una Corea del Norte socialista, como tales, no son una amenaza para la supervivencia del capitalismo. El peligro no es el socialismo en un país cualquiera, sino un socialismo que pueda extenderse a otros muchos países. Las corporaciones multinacionales, como su nombre indica, necesitan el mundo entero, o una gran parte de él, para explotarlo, invertir y expandirse. No puede haber tal cosa como “capitalismo en un país”. La teoría del dominó –la idea de que si un país cae en manos revolucionarias, otros le seguirán rápidamente– no puede funcionar de forma tan automática como sus más fervientes defensores proclaman, sino que generalmente es un contagio, un poder de ejemplo e inspiración, y a veces incluso un apoyo directo de una revolución a otra.

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¿Apoyar a los chicos buenos?

Si las revoluciones surgen de las aspiraciones sinceras del pueblo, entonces es el momento de que los Estados Unidos se identifiquen con estas aspiraciones, como dicen los críticos liberales. Ellos preguntan: “¿Por qué en el Tercer Mundo siempre estamos en el lado equivocado? ¿Por qué estamos siempre en el lado del opresor?” Es malo considerar ésta como una pregunta retórica, porque necesita una respuesta. La respuesta es que a los opresores de derechas, tan nefandos como son, no les molesta –sino que le dan su pleno apoyo– la inversión privada y los beneficios, mientras que los izquierdistas van contra ese sistema.

Están los que suelen decir que teníamos que aprender de los comunistas, copiar sus técnicas, y así ganarse los corazones y las mentes del pueblo. ¿Pero puede alguien imaginarse a los rectores de los Estados Unidos apoyando esta idea? El objetivo no es copiar las reformas comunistas sino evitarlas. ¿Cómo podrían intentar aprender los intervencionistas americanos de los revolucionarios? ¿Eliminando a los latifundistas y a los explotadores? ¿Terminando con las corporaciones saqueadoras y nacionalizando sus bienes? ¿Encarcelando a los militaristas y torturadores? ¿Redistribuyendo la tierra, utilizando las inversiones de capital para el consumo interno o endureciendo el cambio de moneda en vez de favorecer las exportaciones que benefician a unos pocos ricos? ¿Movilizando al pueblo con campañas de alfabetización y trabajos en empresas de propiedad pública? Si los dirigentes americanos hicieran todo esto habrían hecho más por derrotar al comunismo que todas sus campañas anticomunistas. Evitarían la revolución implantando sus efectos y por tanto derrotando sus propios objetivos.

Los políticos de los Estados Unidos dicen que no pueden escoger los gobiernos a los que apoyan, pero eso es exactamente lo que hacen. Y el motivo de la elección es consistente en cada sucesiva administración, independientemente del partido o las personas en el cargo. Los líderes políticos estadounidenses apoyan a aquellos gobiernos que, sean autocríticos o democráticos en sus formas, son amistosos con el capitalismo y se oponen a aquellos gobiernos que, sean autocráticos o democráticos, quieren desarrollar un orden social no capitalista.

De forma ocasional se cultivan las relaciones amistosas con naciones no capitalistas, como China, si esas naciones demuestran ejercer una oposición útil a otras naciones socialistas y están lo suficientemente abiertas a la explotación del capital privado. En el caso de China la oportunidad económica es tan alta que es difícil resistirse, la mano de obra es cuantiosa y barata y las oportunidades de beneficio grandes.

En cualquier caso las políticas intervencionistas pueden estar menos motivadas por inversiones específicas que por proteger el sistema global de inversiones. Los Estados Unidos tienen pocas inversiones directas en Cuba, Vietnam y Granada, por mencionar tres países que Washington ha invadido en años recientes. Lo que estaba en juego en Granada, como dijo Reagan, era algo más que nuez moscada; era si dejaríamos que un país desarrollara un orden económico competidor, una forma diferente de utilizar su tierra, su trabajo, su capital y sus recursos naturales. Una revolución social en cualquier parte del mundo puede o no dañar a corporaciones estadounidenses específicas, pero siempre forma parte de una amenaza acumulativa al capital privado en general.

Los Estados Unidos apoyarán a gobiernos que quieran suprimir movimientos guerrilleros, como El Salvador, y a movimientos guerrilleros que quieran derrocar al gobierno, como Nicaragua. Pero no hay ninguna confusión ni estupidez en ello. Es incorrecto decir: “No tenemos política exterior” o “Tenemos una política exterior estúpida y confusa”. De nuevo es necesario no confundir subterfugio con estupidez. La política es marcadamente racional. Su idea principal es hacer un mundo seguro para las corporaciones multinacionales y el sistema de acumulación de capital del mercado libre. Sin embargo nuestros dirigentes no pueden pedirle al público estadounidense que sacrifique los dólares de sus impuestos y las vidas de sus hijos por Exxon y el Chase Manhattan, por el sistema de beneficios como tal, así que nos dicen que el intervencionismo es por la libertad, la seguridad nacional y los “intereses de los Estados Unidos”, sin especificar.

Si los políticos creen o no sus propios argumentos no es la cuestión clave. A veces lo hacen, a veces no. A veces los presidentes Richard Nixon, Ronald Reagan, George Bush y Bill Clinton pusieron en práctica su mejor hipocresía cuando sus voces temblaban con estudiada compasión por este o aquel pueblo oprimido que tenía que ser rescatado de los comunistas o los terroristas por los misiles y las tropas estadounidenses; y a veces fueron sinceros, como cuando hablaron de su temor y aversión por el comunismo y la revolución y su deseo de proteger las inversiones de los Estados Unidos en el extranjero. No necesitamos ponderar la cuestión de si nuestros líderes están motivados por sus intereses de clase o por su compromiso ideológico anticomunista como si estas dos cosas estuvieran en competencia la una con la otra en vez de reforzarse mutuamente. Es la congruencia del credo con el propio interés material lo que a menudo resulta tan convincente.

En cualquier caso, la política tiene mucho de uso racional de los símbolos irracionales. Los argumentos a favor del intervencionismo pueden sonar –y realmente ser– irracionales y sin sentido, pero sirven a un propósito racional. Una vez que captemos la consistencia principal de la política exterior americana podemos pasar de una queja liberal a un análisis radical, de criticar la “estupidez” del comportamiento de nuestro gobierno a entender por qué esa “estupidez” no es fortuita, sino que persiste en el tiempo contra todos los argumentos y evidencias en su contra, siempre moviéndose en la misma dirección elitista y represiva.

Tras la caída de la Unión Soviética y otros gobiernos comunistas de Europa Oriental, los líderes estadounidenses tienen las manos libres para sus intervenciones. Algunos gobiernos reformistas que habían confiado en la ayuda económica y protección política de los soviéticos contra las interferencias de los Estados Unidos no tienen ya a nadie a quien recurrir. Y la voluntad de los líderes estadounidenses para tolerar desviaciones económicas no ha aumentado, bien al contrario. Ahora incluso el más ligero nacionalismo económico, como el desplegado por Sadam Hussein en Irak respecto a los precios del petróleo, invita al poder destructivo del ejército americano. El objetivo ahora es, como siempre, borrar cualquier traza de sistema alternativo y dejar claro que no hay otro camino a tomar excepto el del mercado libre. Y así, asegurar un mundo en el que la mayoría –en nuestro país y en el extranjero– tenga que trabajar más duro y por menos que nunca para que unos pocos favorecidos puedan seguir acumulando más y más riqueza.

Ésa es la visión del futuro a la cual están dedicados implícitamente la mayoría de los líderes estadounidenses. Es una visión tomada del pasado y nunca olvidada por ellos: poner a la gran masa de nuevo en su lugar, despojada de cualquier aspiración a un mundo mejor porque tienen que trabajar demasiado duro para sobrevivir en éste.

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NOTA:

1. Para más detalles sobre Indonesia y Timor Oriental, ver The Invisible Bloodbaths.

 

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