«Mandinga»: la lengua desatada de la frontera

Luciana De Mello nos entrega Mandinga, una novela que late con el ritmo de los tambores del terreiro y se escribe en la lengua bífida de las fronteras. Publicada por Yegua de Troya bajo la edición de Gabriela Wiener, este debut literario de una escritora afroindígena nacida en Buenos Aires en 1979 llega para contarnos algo que pocas veces se dice: cómo el cuerpo, atravesado por ritos y violencias, puede encontrar su propia voz.

La historia arranca con un viaje: una joven regresa a Rivera, esa ciudad sin orillas que comparte con Santana do Livramento apenas una avenida, un borde poroso donde Uruguay y Brasil se mezclan. Viene a buscar a su tío prófugo, pero también viene a enfrentarse con una memoria familiar marcada por el exilio, la precariedad y la sombra de las dictaduras del Cono Sur. La narradora, que piensa con el cuerpo, nos lleva de la mano por su infancia: una casa donde el amor entre sus padres es sinfonía de goce y dolor, donde su madre hace ofrendas a Pomba Gira para retener al hombre que va y viene, donde Emilio —cercano a la madre, proveedor intermitente— promete un futuro que huele a dependencia.

Lo que hace única a Mandinga es que está escrita en portuñol, esa lengua híbrida que nace en la frontera y que aquí no es decorado sino nervio de la historia. De Mello mezcla español y portugués («defuma esta casa», «laroié», «epá babá») porque así se nombra el mundo cuando tu identidad está multiplicada entre dos países, dos lenguas, dos maneras de creer. Cada frase es un acto político: escribir en portuñol es negarse al monolingüismo colonial, es decir «yo existo en este borde y desde aquí hablo».

La religiosidad afrobrasileña recorre la novela como una cuerda que vibra. La narradora recuerda las defumaciones con su madre, los cantos a Pomba Gira —esa reina expulsada que se volvió señora del amor—, las ofrendas de miel y cachaça. De Mello no exotiza ese universo: lo escribe desde adentro, mostrando cómo el rito puede ser dispositivo de control (amarrar al hombre con magia) pero también herramienta de libertad. La escena central de la novela sucede en el terreiro: la roda gira, los tambores llaman a los orixás, la narradora entra en trance de Pomba Gira y cae a tierra. Las ancianas la cubren, le untan miel y sangre de gallina en la piel. En ese momento el lenguaje se deshace y vuelve a tejerse: carcajadas, sílabas que se montan unas sobre otras, español y portugués mezclándose en una letanía que es ceremonia y toma de palabra al mismo tiempo.

Pero Mandinga también habla de violencias que duelen en silencio. De Mello narra el abuso sexual infantil sin golpes de efecto, en escenas cotidianas donde el afecto se confunde con la humillación. Hay una página durísima donde la madre inspecciona el cuerpo de la niña, le clava las uñas y le dice «te gustó». La madre dice «siempre te voy a creer», pero su gesto duda. La novela muestra cómo las mujeres heridas pueden herir para no romperse, cómo la violencia patriarcal circula incluso por quienes también son víctimas.

La autora construye una voz que aprende a decir «yo» entre santos y orixás, entre la promesa de amor de Emilio y los mecanismos del daño. Guionista de cine y periodista cultural, De Mello vive ahora en Belfast, en Irlanda del Norte, otra ciudad partida en dos. No es casualidad: ella sabe lo que es habitar fronteras, y esa experiencia vital atraviesa cada página de esta novela.

Mandinga termina con la narradora saliendo bajo la lluvia, invocando a la Señora de los vientos y afirmándose «sin necesidad de matar». Su lengua ya está desatada, su voz ya no tiembla. La novela propone que el lenguaje del cuerpo —sus danzas, sus cantos, sus cicatrices— puede convertirse en un sistema de sentido capaz de disputar la violencia aprendida. En tiempos donde se simplifican las identidades, este libro es necesario porque enseña a leer la complejidad: del deseo y la fe, del dolor y la alegría, de ser muchas cosas a la vez. Y lo hace con una prosa que, como la roda del terreiro, gira hasta que todo —cuerpo, memoria, lengua— encuentra su centro.

Redacción Afroféminas


 

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