

Su intervención en el espacio público no es inmune a polémicas o a generar resistencias. En enero de 2019, tras criticar la actuación de la policía en el Bairro da Jamaica (Seixal), fue objeto de amenazas físicas por parte de grupos de extrema derecha. Más tarde, contó con protección policial debido a las amenazas a las que continuó siendo sometido. También enfrentó procesos judiciales, como la condena por difamación a Mário Machado —posteriormente anulada—, después de haber afirmado que el militante neonazi fue “una de las figuras principales en el asesinato de Alcindo Monteiro”. Más recientemente, ha sido objeto de una queja del sindicato de los guardias penitenciarios, a raíz de publicaciones en redes sociales en las que asociaba la violencia en las prisiones con muertes de internos. Es autor del libro Antirracismo — nuestra lucha es por respeto, amor y dignidad. Ha sido a través de videollamada a Vancouver que el PÚBLICO ha hablado con Mamadou Ba.
¿Por qué te fuiste a Canadá?
La necesidad de seguridad en el sentido amplio de la palabra: sentirme seguro conmigo mismo. Sentirme libre. La experiencia de la protección policial fue muy traumática. Me sentía cansado y necesitaba proteger a las personas a mi alrededor. Quería volver a estudiar y hacer investigación. Me interesaba poner en diálogo el activismo y la academia. Pensé que también podía ser un aporte salir de escena. Es importante que el movimiento aprenda a renovarse. Si no tienes la humildad de comprender que tienes que borrarte un poco para que otras figuras surjan, no ampliamos horizontes. Quería respirar y estoy muy feliz en Canadá, porque nadie me conoce.
¿A partir de qué momento pasaste a tener protección policial y cuánto tiempo duró?
La pedí por primera vez cuando fui objeto de una emboscada del Partido Nacional Renovador frente al Picoas Plaza (Lisboa), en enero de 2019. Tuve suerte, porque ese día podría haber muerto. Pero no me dieron protección, pensaban que estaba exagerando. La semana siguiente, cinco skinheads me atacaron en la estación de tren del Barreiro, antes de ir a un debate en la Escuela Superior de Educación de Setúbal. Tras participar en esa iniciativa, fui directamente a la Policía Judicial a presentar denuncia y a pedir protección policial, que una vez más no me fue dada. Me sentí completamente abandonado en ese periodo, desde el punto de vista de los partidos. Por un lado, el Bloco de Esquerda se escapaba como de la peste para no verse asociado conmigo; por otro, el Partido Comunista Portugués y el Partido Socialista decían estar del lado de la policía. Exceptuando el movimiento social, me quedé solo. Los partidos políticos me abandonaron completamente. En febrero del mismo año, dos skinheads intentaron agredirme en el bus 727.
Había mucha gente preocupada por mí. Para mis hijos, se volvió algo muy molesto. Llamaban para saber dónde estaba y si estaba acompañado. Cuando no tienes libertad, las personas a tu alrededor tampoco la tienen. Eso no era agradable de vivir. Varias veces, personas venían a mi casa, me escoltaban con dos o tres coches, íbamos a hacer una actividad y luego regresábamos. Agradezco mucho a todos porque hubo una corriente de solidaridad muy grande.
En el verano de 2020, alguien pintó en las paredes de la sede de SOS Racismo la frase: “Guerra a los enemigos de mi tierra”. Después, fue el desfile del Ku Klux Klan frente a la sede de SOS y después se dirigieron amenazas a varias personas, entre ellas Joacine Katar Moreira y Mariana Mortágua. Creo que, al estar involucradas personas que representaban órganos de soberanía, en este caso dos diputadas, el Estado se despertó y nos asignó protección policial.
Duró alrededor de cinco meses, pero ya no podía más con eso e hice todo lo posible para que terminaran con la protección policial. Dejé de cumplir con el protocolo. Había que decir dónde iba, cómo, de qué hora a qué hora, con quién. Era una inmensa infelicidad no poder andar solo por la calle o en transporte público. Cuando, por ejemplo, estuve en el jurado del festival de cine IndieLisboa, fue una experiencia muy dolorosa. Tanto en la proyección de las películas como en las discusiones posteriores, siempre estaba con esos policías detrás. Cuando hicieron la reunión de evaluación, pensaron que ya no quería más protección y que la amenaza había bajado, así que la terminamos.
¿Y cómo fue la experiencia después de dejar de tener protección policial?
Tenía sentimientos encontrados. Me liberé del peso de la protección policial, pero siempre había un sentimiento de peligro inminente. Por la desconfianza que tengo hacia la presencia de elementos de extrema derecha dentro de la policía que sabían que ya no estaba bajo protección policial, tenía algo de estrés. Y porque hubo varios episodios en los que fui insultado en la calle o en terrazas. Aumentó la presión social sobre las personas cercanas a mí que no querían que andase solo. Siempre tenía que ir en Uber, no podía coger un taxi.
Una vez cogí un Uber y el conductor me preguntó si yo era Mamadou. Por miedo a ser reconocido, dije que no, pero él insistió en preguntar. Durante el viaje se presentó diciendo que era de la comunidad gitana y que quería mostrar solidaridad. Hasta que él dijo eso había dudas de si podía ser, por ejemplo, un skinhead. Porque muchas veces me he encontrado con taxistas que después me insultaron o se negaron a llevarme. Todo esto se convirtió en un peso porque las personas a mi alrededor siempre querían saber cómo estaba y de qué necesitaba. Tuve grandes discusiones con amigos que se enfadaron cuando supieron que había salido solo por estar poniendo mi vida en riesgo, incluso cuando no se justificaba.
El pasado 10 de junio, un actor del teatro A Barraca fue agredido por neonazis, al igual que unas voluntarias que distribuían comida a personas sin hogar en Oporto. El jeque David Munir también fue insultado. Teniendo en cuenta tu experiencia (ya has estado involucrado en procesos judiciales y has tenido que cambiar de casa tres veces después de que tu dirección fuera expuesta en las redes sociales), ¿cuál es el efecto que estos episodios pueden tener, en el momento político que vivimos, en la disposición de las personas a dar la cara y estar activas en movimientos, partidos u otras organizaciones? ¿Puede el miedo paralizar?
Ese es el objetivo. No digo que no tenga miedo, eso sería demasiado pretencioso. Todos lo tenemos. El miedo es un arma cuando sabemos movilizarlo, porque cataliza la alerta, la conciencia de que algo no va bien y de que es necesario levantarse ante lo que va en contra de nuestra dignidad.
La intimidación tiene su efecto, porque tiene consecuencias devastadoras para la salud mental. Hay toda una energía y tensión negativa que surge alrededor de cualquier activista. Y cuando se es objeto de atención pública, esta reverbera en nuestro entorno y contamina todos los aspectos de nuestra vida. Nuestros hijos, compañeros, amigos, todos se ven afectados por esa circunstancia.
Esto genera dudas sobre qué es más importante: plantar cara o encogerse. El propósito es que las personas se encojan por miedo o cansancio. Eso me pasó a mí. Cambié de casa tres veces. Esto tiene impacto en las personas con las que se convive, que empiezan a preguntar: “¿De verdad merece la pena? ¿No estaremos en un lío?” Cuando estas preguntas surgían en casa, solía usar una frase del padre de Ondjaki, el comandante Juju, que decía en la época de la Guerra Colonial a sus camaradas: “Estamos rodeados, pero vamos a salir de esto.”
Creo que hacen esto para que tengamos miedo, crear entropías y engranajes en el movimiento, pero cuando miramos la historia de la tradición radical negra, nos damos cuenta de que no venimos de la nada. Cada uno de nosotros es el resultado de un fragmento de lucha. Somos una continuidad, siempre. Por eso el proyecto de crear miedo no logra imponerse. Hay una capacidad cíclica de regeneración.
Un reportaje de 2022 hecho por un consorcio de periodistas denunció el discurso de odio de 591 agentes de fuerzas de seguridad. Tú eras, después de André Ventura, la persona más señalada, siendo en este caso objeto de discurso de odio. ¿Cuál es tu perspectiva sobre tu figura pública y sobre haber sido objeto de burlas?
Yo era solo un pretexto. Simbolizaba lo que esas personas que se alimentan del odio hacia lo diferente llevan dentro de sí. Crearon esta idea de Mamadou como un personaje hostil a las instituciones. Eso es una forma de desviar el debate e impide que discutamos de forma seria la cuestión racial. El odio en la policía es algo muy antiguo. Es una herencia colonial. Solo que antes no había quien lo denunciara públicamente, como yo y otras personas empezamos a hacer a finales del siglo pasado.
Basta con leer los autos de las primeras notas de acusación del Ministerio Público sobre jóvenes negros de los barrios periféricos, desde finales de 1990 hasta hoy, para entender que este discurso de odio que la policía moviliza contra personas negras es real. Tuvimos la muerte de “Toni” en 2005 y de “Kuku” en 2014, que era un niño de 14 años, pero fue tratado en la prensa como si fuera el mayor gánster de la historia de la policía.
Hoy las denuncias tienen mayor visibilidad y son más inmediatas y accesibles gracias a las redes sociales. Ha aumentado la capacidad de confrontación política de las personas negras, en el espacio público, contra las instituciones de forma general y contra la policía en particular.
¿Qué te ha llevado a querer estudiar de nuevo?
Hay una necesidad de disputar el discurso hegemónico sobre la cuestión racial, que es profundamente colonial. Es necesario descolonizar el saber. Para combatir el privilegio blanco, tenemos que combatir el privilegio epistémico y el privilegio doctrinario.
Hay un bloqueo estratégico en la izquierda sobre la cuestión racial, porque la blanquitud es transversal a todo el espectro político occidental. A quien quiera entender el malestar que personas como yo sienten, y que están afiliadas a la izquierda, basta con leer la carta de dimisión de Aimé Césaire del Partido Comunista Francés, en 1956. Es una carta límpida y que podría trasladarse a la realidad de hoy.
Muchas veces, las personas que están en el movimiento antirracista son acusadas injustamente de ser identitarias, de no tener densidad ideológica, de ser sectarias. Todas esas acusaciones me llevaron a querer poner en diálogo lo que he aprendido como activista y sujeto político negro con lo que se va produciendo de narrativa hegemónica.
Si queremos combatir el avance de la extrema derecha que utiliza la identidad para excluir, nosotros —antirracistas de todo el mundo— tenemos que saber que la identidad es una adición, no una sustracción. ¿Por qué una empleada de una unidad fabril del área metropolitana de Lisboa, de Setúbal o de Oporto detesta a un compañero suyo no blanco cuando, en teoría, están sometidos por el misma orden?
Porque en la cabeza de esa persona se ha instalado una falacia: por ser blanca tiene una ventaja sobre la persona no blanca de su lado. Esto es el privilegio simbólico. La idea de superioridad es como un bono del Estado para determinadas personas. Vivimos en una sociedad de competencia, en la que se ha creado una jerarquía.
Estoy muy obsesionado con las categorías, porque son necesarias para mostrar hasta qué punto la cuestión racial es estructural; y para que podamos identificar dónde, cómo y cuándo actúan las desigualdades; y entender cómo crear políticas públicas para responder a esas desigualdades, sobre todo cuando tienen un factor racial detrás.
¿Cómo, a través del vocabulario existente, es posible superar las propias categorías?
Depende del contenido político que les aplicamos. Le hemos dado una carga política a la categoría “trabajador”, por ejemplo. Fanon dijo que el blanco no existe y tampoco el negro, en ese sentido del racialismo. Ser negro no me define como persona, pero determina el lugar que ocupo en una sociedad que es racista. Por eso, puedo no acceder a una discoteca o no conseguir alquilar una casa porque al propietario puede que no le gusten los negros. Hay toda una fuerza hegemónica dentro de la cual fue atribuida cada categoría que es necesario deconstruir — y la academia tiene pereza de hacerlo.
En 2018, escribiste en PÚBLICO una crítica al libro Políticas de la Enemistad, de Achille Mbembe, en la que recuerdas al teórico nazi Carl Schmitt afirmando que “la enemistad se ha convertido en un aspecto central de la vida política contemporánea, donde la búsqueda del enemigo es una parte integrante de la vida de las democracias”. ¿Por qué los discursos antiinmigración, que tienen como objetivo a un enemigo, están teniendo tanto éxito?
Es una cuestión de poder. La xenofobia, la retórica antiinmigración, el racismo identitario, tienen que ver con quién controla qué. Vemos lo que está pasando en Palestina y comprendemos que toda la retórica sobre la “humanidad compartida” es un fraude. No hay humanidad compartida ante la barbarie que está ocurriendo delante de nuestros ojos.
Estuve en Lampedusa en 2013, en la época en que llegaban todos los días cientos de cuerpos muertos a las playas. Una cosa que me llamó la atención fue un cementerio de barcos, que estaba muy bien cuidado. Me llevaron a un matorral dentro del cementerio. No había placas, nombres, nada. Parecía una fosa común. Incluso en la muerte, los inmigrantes no tienen lugar. Las fronteras de Europa dejan fuera de la humanidad a una parte importante del mundo. La normalización de la indignidad que se comete respecto a las personas “diferentes” es lo que explica algo de lo que no se habla mucho: Occidente está obsesionado con la idea del fin de la historia.
No es por casualidad que la extrema derecha occidental moviliza la idea del “gran reemplazo” — está obsesionada con ello. En Portugal, cuando escuchamos a los políticos de la extrema derecha populista hablar de sentir orgullo de su historia, de no tener que pedir disculpas por nada, tiene que ver con eso, tiene que ver con esa obsesión. Hemos creado en la sociedad portuguesa la idea de que fuimos excepcionales desde el punto de vista de nuestra historia colonial. Todo ese espejismo lusotropicalista explica la cuestión del discurso de la retórica antiinmigración, porque, según esa retórica, es necesario garantizar que los ciudadanos nacionales tengan acceso a los recursos que están siendo disputados por un orden de invasores. Es el enemigo perfecto.
Cuando acusamos a los inmigrantes, estamos desresponsabilizando a las élites por la falta de vivienda, la degradación de los servicios públicos. Es una estrategia de contrafuego ante el fracaso de las políticas neoliberales. Por eso el discurso antiinmigración va a continuar. Procede de una incapacidad de asumir el fracaso político del modelo económico vigente, que ya ha mostrado sus límites. Las élites quieren salvarse a sí mismas.
El Chega ha crecido de una forma bastante rápida desde 2019. ¿Te ha sorprendido?
En absoluto. El fascismo dejó una huella profundísima en la sociedad portuguesa. Su derrota simbólica en 1974 fue una derrota política, pero no una derrota ideológica. Hay un fenómeno específico del que poca gente habla en Portugal y que solo es idéntico al de Francia: los retornados. Hay un fantasma del regreso (de las excolonias) que marca los espíritus y está obsesivamente presente en el imaginario colectivo portugués.
Nunca dejó de existir un gran espacio de fascismo en Portugal desde el punto de vista político. Lo que no existía era alguien capaz de movilizarlo y de disputarlo en el poder. Esa estrategia fue muy bien montada. Empezó por aquello que es un denominador común en Portugal, que es la gitanofobia. Cuando consigue instalar y normalizar ese discurso gitanófobo, recurre a los recursos retóricos del Estado Novo y moderniza esos discursos en torno a la seguridad, la corrupción y la ética para atacar al sistema político que en gran medida ha fracasado.
Ese discurso también se afirmó a través de un pilar muy importante que fue la movilización del descontento policial. El trampolín de André Ventura fue el Movimiento Cero, una organización parasindical dentro de las fuerzas de seguridad. No es casualidad que sea amigo de los sectores más reaccionarios y afiliados a las fuerzas de extrema derecha dentro de las fuerzas de seguridad. O nos enfrentamos a esta cuestión del fascismo que quiere usar la democracia para revertirla, o será solo una cuestión de tiempo hasta que tengamos muy pronto un gobierno fascista.
¿Cuál es tu perspectiva sobre cómo el resto del arco político-partidario, en particular el gobierno, ha convivido con la extrema derecha?
En este momento, quien determina la política del gobierno sobre cuestiones migratorias y diversidad étnica es la extrema derecha. En los años 1990, en Francia, la derecha colapsó porque pensó que podía higienizar el discurso del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y que, al hacerlo, podía recuperar el descontento movilizado por la extrema derecha para derrotar a la izquierda. Eso es lo que la derecha portuguesa está haciendo. Ya se ha demostrado que no funciona. La gente prefiere el original a la copia. Las perspectivas son sombrías y tenemos que movilizarnos.
El 10 de junio, la escritora Lídia Jorge pronunció un discurso en el que abordó el pasado colonial portugués y afirmó: «La falacia de la ascendencia única no tiene correspondencia con la realidad: cada uno de nosotros es una suma, tiene sangre del nativo y del migrante, del europeo y del africano, del blanco y del negro y de todos los colores humanos.» ¿Qué opinión tienes sobre este discurso?
Valoro el discurso y entiendo su alcance estratégico y político, pero no formé parte de quienes lo aclamaron. Para entender que nadie es puro en Portugal, es necesario asumir las consecuencias de aquello que cristalizó la idea de pureza racial: el déficit de igualdad con el que las personas negras o no blancas viven en democracia, que resulta de esa idea de que el colonialismo ya pasó, fue un dolor, y ahora tenemos que pensar en el futuro. Esa herida necesita ser curada y todavía sigue muy abierta.
Tampoco me olvido de las circunstancias en que fue pronunciado y quién lo pronunció. Este país tiene un problema con la memoria y no se hace política sin ella. Cuando surgió el debate sobre un museo de los Descubrimientos, Lídia Jorge formó parte del grupo de figuras públicas que se indignó con quienes se levantaron contra su construcción y contra el debate en torno al legado de la historia colonial. No podemos dar este salto al vacío como si en medio no hubiera nada.
No se trata de juzgar la historia. Ella se juzgó a sí misma. Las responsabilidades también están más que establecidas. Hay crímenes que son imprescriptibles. Debemos organizar la sociedad de forma que ese crimen no se repita más.
¿Cómo está esta nueva ola de inmigración, particularmente del Sudeste asiático, y la percepción de los portugueses sobre ella, creando nuevas dinámicas y conflictividades hacia las minorías étnicas y religiosas, teniendo en cuenta cómo se manifiesta el racismo en Portugal?
Lo que está ocurriendo con las comunidades indoasiáticas es una continuidad histórica. En los años 1970/80, el foco estaba en las comunidades negras, esencialmente lusófonas, porque existía un vínculo y una circunstancia histórica que determinó que fueran más numerosas. A finales de la década de 1990, el foco cambió, pasaron a ser los brasileños – todos recuerdan el episodio de las “madres de Bragança”. Ahora ha cambiado. La lógica de importación de mano de obra barata se ha dirigido más hacia personas procedentes del espacio indoasiático.
Tiene que ver también con los ciclos económicos. Si miramos a los sectores donde hay mayor precariedad laboral son la distribución, la agricultura y la hostelería. En el pasado, era la construcción y la hostelería. Quien critica los movimientos identitarios debería entender por qué la extrema derecha, la derecha conservadora y la derecha higiénica logran movilizar la idea de peligro para la identidad nacional. La extrema derecha lo dice con claridad, pero el resto de la derecha lo dice de forma sutil.
La presencia de esas personas puede ser una amenaza para la identidad nacional. El “Portugués Blanco de toda la vida” ya no existe desde hace mucho tiempo. El mundo es una composición mosaica de varios archivos de la humanidad. Todas las personas obsesionadas con la pureza étnica van a sufrir y a crear más sufrimiento, porque van a movilizar su obsesión por la pureza contra personas que no tienen nada que ver con sus dolores de existencia y su miedo al fin de la historia.
Va a ser difícil combatir este discurso si quienes luchan por valores democráticos empiezan a relativizar esos ataques. Estamos viviendo cosas muy cercanas a lo que se vivió en los años 1930. Los pogromos empezaron así. Lo que pasó en España (en Torre Pacheco) ya ocurrió en Francia y ocurrió en Portugal, pero a menor escala. En Montemor, los inmigrantes fueron perseguidos; en Setúbal, un inmigrante fue asesinado en su casa; en Oporto, inmigrantes fueron cazados y perseguidos. La caza del judío y la caza del negro continúan en la caza del inmigrante.
En los últimos años, la discusión sobre el racismo ha ganado nuevos protagonistas, ya sea a través de la música, la política o movimientos como el Vida Justa. ¿Cuál es tu perspectiva sobre lo que ha cambiado en la capacidad de afirmación política y cultural?
Mucho ha cambiado de forma positiva. Nuestras organizaciones han dejado de ser meros resquicios folclóricos de una mirada condescendiente hacía determinados sectores de la sociedad portuguesa que tenían alguna preocupación con ideas de justicia social. Las organizaciones tienen personalidad política, capacidad de confrontación y de propuesta. Han dado contenido programático a las luchas. Esto fue un tabú durante muchos años y hoy se discute abiertamente. Se está de acuerdo o en desacuerdo pero hay un debate. Eso es importante.
Pero hay gente que cree que lo de que hayan mujeres negras en la política es algo novedoso. No lo es. Las dirigentes de las más grandes asociaciones de inmigrantes en la década de 1990 eran mujeres. Alcestina Tolentino fue la presidenta de la Asociación Cabo-Verdiana, que fue la más grande asociación de inmigrantes en Portugal; Amina Lawal, que fue presidenta de la Asociación Mozambicana; Carla Marejano, que fue presidenta del Centro Cultural Africano; Olga Santos, de la asociación Mozambique Siempre. Todas estas figuras fueron muy importantes en la década de 1990. Son mujeres de peso y con gran capacidad política que han marcado la lucha política del movimiento social antirracista.
Aprovecho para rendir homenaje a una figura que ha desaparecido y de la cuál no se habla mucho: Fernando Ka, que fue diputado del Partido Socialista. Fue uno de los primeros cronistas en el PÚBLICO y firmaba sus crónicas como portugués negro. Él y Manuel Correia del Partido Comunista Portugués fueron personas muy importantes. Después vino la ola de las nuevas generaciones de mujeres negras públicas – Joacine Katar Moreira, Beatriz Gomes Dias, Romualda Fernandes. Pero también figuras del debate intelectual como Cristina Roldão, Kitty Furtado, Sheila Khan, Sónia Vaz Borges e Raquel Lima. Hemos empezado a llenar todos los campos. Antes de ellas, estaban Inocencia Mata o Iolanda Évora.
Todas esas personas fueron llenando los espacios de debate teórico y político. Cada una de ellas se mostraba en su campo y al mismo tiempo integraba la lucha en la militancia. Eso es fundamental, y creo que abrió la adhesión a los artistas. El hip-hop tuvo un papel importantísimo para la consolidación de ese movimiento. En los años 1990, tuvimos a General D, que merece un homenaje nacional que aún no se ha hecho. Pocas personas saben que fue de los primeros candidatos negros a las europeas. Antes de él, estaba Lena Lopes da Silva, que fue la primera mujer negra candidata a las elecciones europeas en democracia; y después de ella, Anabela Rodrigues, que también se presentó.
Otra figura que destacó en el hip-hop fue Xullaji, por su capacidad propositiva, pero también disruptiva. Después de eso, vinieron las personas más reconocidas, del mainstream. Dino, por ejemplo, hizo un acto valiente en el 31.º aniversario del PÚBLICO, cuando el entonces primer ministro António Costa me puso en comparación con André Ventura: dedicó todo su concierto a mí y a la lucha antirracista.
Todos estos pasos muestran el avance de las cosas. Vida Justa es ahora el nuevo espacio donde se encuentran las luchas por la dignidad y que abarcan otros aspectos: la violencia policial, el acceso a la vivienda. Ese es el paradigma que debe prevalecer para que las luchas no queden capturadas. ¿Por qué la policía mata en los barrios? ¿Por qué mata a personas negras? ¿Por qué los espacios y cuerpos habitados por personas negras son objeto de la violencia del Estado? ¿Por qué la demolición de las casas de las personas, como ha pasado en Talude (Loures), no suscita ninguna conmoción colectiva? Porque esta es muy selectiva cuando se trata de personas negras o gitanas. Es el racismo. No puede haber ninguna agenda de lucha política, por más profunda y estructural que sea, en el contexto actual en Portugal, que no tenga en cuenta la cuestión racial. El futuro pasará por tener la capacidad de comprender la dimensión interseccional de esa condición.
Escribiste en el PÚBLICO en 2019 que “el debate en Portugal sobre estrategias y alianzas en el combate contra el racismo está cada vez más marcado por una tensión entre militantes racializados y simpatizantes blancos”. ¿Cuál es el análisis que haces sobre la alianza de los movimientos antirracistas con los partidos, especialmente los de izquierdas?
Es una alianza débil, desleal y, en gran medida, políticamente deshonesta. Pero es indispensable. La izquierda tiene que entender que, por ser nuestra primera aliada, es con ella que somos más exigentes. Muchas veces hay esa falta de percepción. No tengo ninguna esperanza de que hacer una alianza con la derecha resulte en una modificación sustancial de la condición de las personas racializadas. Desde mi perspectiva, la izquierda es una aliada, pero a veces puede ser un adversario. La derecha es siempre un adversario, cuando no un enemigo. Todos los partidos de izquierdas tienen una agenda antirracista, en grados y formas muy distintas, pero todavía no tienen un programa antirracista. Sin programa, no hay política. La agenda es del orden de la disputa, de la retórica y del discurso; el programa es del orden de la práctica y de la lucha efectiva contra la desigualdad con el factor racial. Es necesario que la izquierda tenga capacidad de exponerse a las fragilidades doctrinarias que marcan nuestro espacio de pensamiento sin caer en la tentación de acusar inmediatamente a quien las plantee de identitario o sectario.
Es necesario que haya sinceridad en nuestra alianza y entender que la derrota del capitalismo nunca vendrá del centro, sino de las periferias. ¿Y quién ocupa las periferias? Personas no blancas. Estoy profundamente anclado en la izquierda y si hay un segmento social en Occidente en particular que no necesita recibir lecciones sobre lo que es ser de izquierdas, son las personas no blancas. Porque viven el significado y el impacto de la desigualdad de clase en el día a día: en el acceso al trabajo, a bienes y servicios y al propio territorio.
Tiene que existir la disposición a no instrumentalizar las luchas. La izquierda se ha acostumbrado a ver el movimiento como un obstáculo. No es ni una cosa ni la otra. El movimiento antirracista es uno de los dispositivos esenciales que la izquierda tiene para combatir la desigualdad. Es necesario que el movimiento antirracista no sea un apéndice, sino una fuerza.
¿Qué le llevó a elegir el máster en Comunicación? ¿Cómo se relaciona esto con el contexto actual marcado por el impacto de las redes sociales y estas nuevas dinámicas de la comunicación?
Si hay alguien en Portugal que ha sido objeto de burla, de persecución a través de la comunicación, he sido yo. Los medios y las redes sociales fueron movilizados para crear una persona que coincidiera con una agenda que la extrema derecha y el sistema quisieron que existiera. Vivimos en una especie de plutocracia, que es el vehículo principal del capitalismo digital, que también es un capitalismo racial. Las grandes corporaciones digitales controlan completamente la comunicación y determinan cómo se comporta el periodismo clásico, atándolo a las nuevas formas de comunicación, y construyen todo un repertorio narrativo de consolidación de una idea fascista de sociedad. Twitter, Facebook, Instagram, incluso Google son armas de destrucción masiva de la democracia; y son espacios planetarios de normalización del absurdo, de la indecencia, de la violencia y de la impunidad. Nadie jamás pensó que viviríamos en una época en la que se podía asistir en directo a un genocidio. Es en esa normalización donde se construye uno de los discursos más racistas que hemos escuchado en los últimos 40 años sobre los palestinos. Todo esto me llevó a querer comprender mejor estos fenómenos.
También quise dialogar conmigo mismo. Muchas veces queremos hablar con otras personas y nos olvidamos de hablar con nosotros sobre lo que pensamos que es un camino, una forma de pensamiento, nuestras certezas y nuestras incertidumbres. Esta titulación tiene algo interesante porque permite dos opciones: escribir una tesis o un producto final a partir de una reflexión basada en casos concretos, en tu historia de vida o en la vida de otras personas — un análisis circunstanciado de cualquier fenómeno que pueda relacionarse con reflexiones más amplias.
Volviendo a Mbembe. En Políticas de la Enemistad, el autor sugiere la modificación de un paradigma democrático al que llama “la democracia de lo vivo”, en el cual caben todos los seres vivos, humanos, animales, vegetales, para que los ecosistemas que los sustentan puedan ser preservados. ¿Cómo llegar hasta allí?
Dos cosas: liberarnos definitivamente de la ideología de la posesión y de la idea de que necesitamos extraerlo todo y más de la naturaleza; la segunda es entender que somos una ínfima parte del ecosistema. Hasta ahora, como dijo Mbembe, lo que ha guiado los modelos de organización social es la idea de que nos parecemos unos a otros, donde podemos tratarnos bien. Pero es necesario que cuidemos bien de todo lo que nos rodea. En lugar de la “democracia de lo semejante”, que es solo entre quienes creen ser parecidos y cercanos, la “democracia de lo vivo” es una idea de convivencia horizontal y de necesidad de autopreservación y preservación. Por eso digo siempre que la justicia climática, la justicia racial y la justicia económica están completamente interconectadas. Unas sin las otras son inviables.
Periodista: Margarida Valença
Traducción: J. Duarte
Publicado originalmente en Público