Los talibanes no son una banda de rock and roll

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Cuando en 2001 cayeron las Torres Gemelas en Nueva York, Donald Rumsfeld acababa de ser nombrado al frente del Pentágono, un cargo en el que se mantuvo hasta que tuvo que dimitir tras la desastrosa campaña militar en Irak, justificada con numerosos embustes, el más conocido de los cuales fue el de las “armas de destrucción masiva”.

Rumsfeld empezó su carrera en 1962 en el banco AG Becker en 1962, de donde saltó a las oficinas políticas en 1969 en una oficina de “lucha contra la pobreza” creada en tiempos de Nixon. Sus dos adjuntos fueron su fiel amigo Franck Carlucci, gestor del fondo de pensiones Carlyle, y Dick Cheney, que llegó a ser vicepresidente de Estados Unidos con Bush hijo.

Fue trepando progresivamente hasta lograr un despacho en la Casa Blanca cuando a Bush padre le nombraron vicepresidente. Nuevamente se sentó en la poltrona con Carlucci y Cheney, una triada de largo aliento entre los “fontaneros” de Washington. Entonces Carlucci comenzaba su carrera en la CIA.

El secretario de Estado de Reagan, George Shultz, le encargó su primera misión en octubre de 1983. Durante la guerra de Líbano se produjo un atentado en Beirut de gran envergadura en el que murieron 241 soldados estadounidenses.

Le nombraron enviado especial a Medio Oriente, lo que le permitió encontrarse con un viejo amigo, Sadam Hussein, entonces bendecido por la Casa Blanca. Fue Rumsfeld quien le entregó las armas químicas que provocaron la masacre de los kurdos. Por eso, en 2003 Rumsfeld estaba convencido de que Sadam Hussein aún poseía -al menos- una parte de aquellas armas.

La cooperación entre Rumsfeld y Sadam en 1983 reforzó la presencia estadounidense en el Golfo Pérsico y frenó la influencia de Irán. Pero aquella presencia escondió la ayuda de la CIA a los talibanes afganos, que entonces también eran amigos porque luchaban contra la URSS.

La colaboración con los talibanes tampoco estuvo exenta de una intoxicación característica, que aún pervive en las crónicas periodísticas: la inteligencia estadounidense comenzó a ayudar a los talibanes seis meses antes de la intervención soviética en Afganistán, como confesó el director de la CIA, Robert Gates, en sus memorias y confirmó también Zbigniew Brzezinski.

Según Brzezinski, el 3 de julio de 1979 el presidente Carter firmó la primera directiva sobre la ayuda clandestina a los opositores al gobierno de Kabul. Ese mismo día escribió un memorando al presidente en el que le explicaba que, en su opinión, la ayuda a los talibanes conduciría a una intervención militar del ejército soviético en Afganistán.

La propaganda imperialista atribuyó la responsailidad de la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York a Bin Laden que, según decían, se escondía en Afganistán. Por lo tanto, al llegar al Pentágono Rumsfeld se encontró en la otra orilla del río. Dos viejos amigos, Sadam Hussein y Bin Laden se había convertido en sus enemigos oficiales.

Así, con estas dos farsas, fue como empezó la “guerra contra el terrorismo” en 2001 con los mismos protagonistas. Sólo había cambiado la presidencia de Estados Unidos. Reagan ya no estaba y Bush padre tampoco porque había colocado a su hijo en la Casa Blanca. Pero el equipo de “fontaneros” (Rumsfeld, Cheney, Carlucci) no había cambiado.

En realidad, quien manejaba los hilos en la sombra era Shultz. El viejo equipo de Reagan se había puesto de acuerdo para llevar al hijo de Bush a la presidencia tras las elecciones de 2000. Le tuvieron que convencer de que los talibanes no eran una banda de rock and roll.

Lo contó James Mann en 2004 en su libro “The Rise of the Vulcans”. Los “vulcanos” tampco eran una banda de rock and roll sino el equipo de política exterior formado por Shultz en los años ochenta. Lo formaban Rumsfeld, Cheney, Colin Powell, Paul Wolfowitz, Richard Armitage y Condoleezza Rice. Fue el gabinete de guerra de Bush hijo, formado con el pretexto de los ataques del 11 de septiembre. Condujo a declarar la fantasmagórica “guerra contra el terrorismo” y a invadir Afganistán e Irak.

Había otros miembros de aquel equipo, entre ellos algunos perros viejos procedentes de los tiempos de Nixon, como Martin Anderson. En 1997 los “vulcanos” habían lanzado el “Proyecto para un nuevo siglo americano”, un ambicioso plan para sostener el imperialismo estadounidense durante otros cien años más. Enviaron una carta al presidente Clinton para que declarara la guerra a Irak y entre los firmantes aparecen Shultz y Rumsfeld.

En un plan de esas dimensiones era necesario buscar un enemigo a la medida, a lo que los ataques a las embajadas estadounidenses en Tanzania y Sudán ayudaron muchos. Aquellos ataques también se atribuyeron a Bin Laden. Se empezaba a diseñar la “guerra contra el terrorismo” y Clinton ordenó bombardear la fábrica farmacéutica Al Shifa en Sudán.

Los intoxicadores dijeron entonces que el laboratorio fabricaba las armas químicas que lego se hicieron famosas. Lo cierto es que Al Shifa lo que fabricaba eran medicamentos genéricos sin licencia.

El bombardeo de un laboratorio farmacéutico en África es imposible de explicar sin tener en cuenta los intereses económicos de Shultz y Rumsfeld en esa industria. Ambos eran accionistas de Gilead. Desde enero de 1997 hasta que se puso al frente del Pentágono en 2001, Rumsfeld fue presidente del consejo de administración de Gilead, el laboratorio que desarrolló el Tamiflú. Según la revista Fortune, Rumsfeld poseía entre 5 y 25 millones de dólares en acciones de la farmacéutica.

El Tamiflú fue un medicamento estelar de la OMS, que se utilizó durante la pandemia de gripe aviar. El Pentágono realizó un pedido de  por valor de 58 millones de dólares para los soldados estadounidenses repartidos por todo el mundo. Como suele ocurrir, el Tamiflú se acabó retirando del mercado porque era tóxico.

(*) https://www.foreignaffairs.com/reviews/capsule-review/2004-09-01/rise-vulcans-history-bushs-war-cabinet-ghost-wars-secret-history

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