

Casi siempre, el acercamiento a la medicina africana está sesgado por la perspectiva colonial y la subvaloración occidental. Pero antes de que los europeos impusieran su modelo biomédico como verdad absoluta, el África subsahariana contaba con sistemas de salud comunitaria sofisticados, basados en el empirismo terapéutico tradicional y la observación, transmitidos oralmente durante siglos y sostenidos principalmente por redes de mujeres. Dar a luz era un proceso natural donde las mujeres parían en casa bajo el cuidado de otras mujeres de la comunidad, algunas de las cuales ejercían como parteras. Este conocimiento médico, constituía una arquitectura completa de atención sanitaria adaptada a cada contexto cultural y geográfico.
Las parteras tradicionales eran generalmente mujeres mayores aunque en algunas comunidades también se formaban mujeres jóvenes bajo la tutela de parteras experimentadas. que habían perfeccionado la destreza de la partería durante años, a través de la experiencia, la observación y la asistencia en numerosos nacimientos a lo largo de su vida adulta. Este saber se transfería de generación en generación, creando linajes de conocimiento femenino que garantizaban la supervivencia de las comunidades. En la cultura Baganda, por ejemplo, las tías (ssengas) educaban a sus sobrinas sobre salud sexual, higiene personal y responsabilidades reproductivas, asegurando que las mujeres jóvenes estuvieran bien preparadas para el matrimonio, la maternidad y la vida comunitaria. Este sistema educativo, integrado en el tejido social, demostraba una comprensión profunda de que la salud comunitaria dependía del cuidado colectivo.

Entre los yoruba de Nigeria, las parteras tradicionales (agbebi) asistían a las mujeres durante el parto empleando técnicas ancestrales y prácticas transmitidas generacionalmente. Era habitual que el parto ocurriera con la mujer en cuclillas sobre el suelo, rodeada de hermanas y parientes femeninas, algunas de las cuales actuaban como matronas. Esta posición facilitaba una mayor apertura del canal de parto y mejoraba la efectividad de las contracciones, permitiendo que el parto progresara más rápido y resultara en mejores resultados neonatales.
Las curanderas, herboristas y sanadoras espirituales conformaban la columna vertebral de estos sistemas. En África, las curanderas reciben diversos nombres según la región del continente donde ejercen su labor. Los yoruba las llamaban Iyanifa, Adahunse u Oniseegun; entre los igbo eran conocidas como Dibia; los hausa las denominaban Boka; y en Sudáfrica se les conocía como Sangoma o Nyanga. Cada denominación reflejaba especializaciones y aproximaciones diferentes al arte de curar. Las isangomas eran sanadoras espirituales, frecuentemente mujeres, que diagnosticaban enfermedades escuchando a sus ancestros, mientras que las inyangas eran expertas en herbología que fabricaban medicinas a partir de plantas, raíces y cortezas.
La transmisión del conocimiento médico en estas sociedades era un proceso riguroso y meticuloso. Las sanadoras tradicionales se organizaban en escuelas alrededor de una maestra principal (gobela), y el estatus de sanadora se alcanzaba mediante un proceso arduo de enseñanza y aprendizaje a través del cual la estudiante o iniciada era simultáneamente curada y educada. Esta educación podía durar años. En estudios etnográficos sudafricanos se ha estimado una duración media del aprendizaje de unos 7 años, con periodos que oscilaban entre 4 y 10 años dependiendo de la capacidad del aprendiz. Durante este tiempo, las aprendices recibían instrucción sobre diversos aspectos como diferentes plantas medicinales y extractos animales, interpretación de huesos, análisis de sueños, comunicación con los ancestros y diferentes enfermedades y cómo tratarlas.
El aprendizaje exigía vivir con la maestra, su familia y otras aprendices, en un proceso de observación constante. Las aprendices debían comer ciertos alimentos específicos, hacer exactamente lo que sus maestras les indicaban y seguir un conjunto muy estricto de rituales de purificación. Esta inmersión total garantizaba que el conocimiento se interiorizara profundamente. Como el saber de las sangomas constituía una tradición oral, la iniciación individual dependía de la mentora y los guías espirituales involucrados, haciendo que el repertorio curativo de cada sanadora fuera algo diferente al de otra, aunque los principios permanecieran iguales.
En el sur de África, por ejemplo, las prácticas de las sanadoras podían dividirse aproximadamente en seis disciplinas: adivinación, hierbas, control de espíritus ancestrales, el culto de espíritus extranjeros, percusión y danza, y formación de nuevas sangomas. Esta diversificación del conocimiento médico africano demostraba una comprensión holística de la salud que integraba cuerpo, mente y espíritu. En las comunidades africanas indígenas, las doctoras tradicionales eran bien conocidas por tratar al paciente de manera holística, intentando reconectar el equilibrio social y emocional de los pacientes basándose en las normas comunitarias y las relaciones. Es un contraste radical con la medicina colonial, que separaba la enfermedad del contexto vital del paciente.

El sistema funcionaba con una eficacia que hoy seguimos infravalorando. La práctica era un medio de vida económicamente viable y socialmente valorado. El conocimiento médico era reconocido y valorado socialmente. Según la OMS, alrededor del 60% de la población en países en desarrollo —especialmente en África— utiliza medicinas tradicionales, y además, el 69,9% de las mujeres embarazadas prefieren la medicina tradicional durante el parto debido a su seguridad, disponibilidad y eficacia.
La llegada del colonialismo europeo entre 1880 y 1910 marcó un punto de inflexión devastador para estos sistemas. Surgieron conflictos y disputas entre las sanadoras tradicionales africanas y la atención sanitaria colonial sobre la causa y los enfoques terapéuticos para combatir enfermedades. El dominio colonial marginó formas de cuidado y terapia que tenían sentido para muchas personas, forzando a las especialistas en terapéuticas africanas a buscar estrategias de supervivencia propias. Las autoridades coloniales, junto con médicos y profesionales sanitarios, continuaron rechazando las contribuciones de las sanadoras tradicionales a pesar del papel obvio que desempeñaban en las necesidades sanitarias básicas de sus comunidades.
Bajo el dominio colonial, muchas prácticas médicas tradicionales fueron prohibidas, y se intentó controlar estrictamente la venta de medicinas herbales. Esta subyugación se basaba en la creencia etnocéntrica de que la concepción africana de enfermedad y dolencia estaba inextricablemente ligada a la brujería. Desde la perspectiva del conocimiento occidental, calificar estas prácticas como «brujería» reforzaba los conceptos de atraso y superstición, argumentos que eran usados para justificar la «misión civilizadora» y, por ende, el dominio colonial. Las curanderas, herederas de un conocimiento milenario, fueron consecuentemente evitadas, marginadas, degradadas y despreciadas. Si bien los colonizadores construyeron hospitales generales y los misioneros cristianos levantaron clínicas privadas, poco o nada se hizo para investigar y validar la legitimidad de las prácticas médicas tradicionales, perpetuando así su estigmatización.
La subyugación de la medicina tradicional continuó en la mayoría de países africanos incluso después de la independencia. El primer acto de resistencia organizada contra esta marginación en Nigeria se remonta a 1922, cuando un grupo de sanadoras nativas insistió en que su medicina fuera reconocida legalmente. Décadas después, en la década de 1950 y 1960, cuando más africanos entraron en la profesión médica, algunos paradójicamente se convirtieron en defensores acérrimos de la medicina popular porque parecía tanto rentable económicamente como más apropiada culturalmente.
Hoy, cuando hablamos de medicina tradicional africana, tenemos que recordar que estamos hablando de sistemas complejos, científicos en su método de observación y experimentación, y profundamente efectivos en su contexto. Las mujeres que sostenían estos sistemas no eran brujas ignorantes ni charlatanas peligrosas, como quiso pintar el discurso colonial. Eran profesionales altamente capacitadas, herederas de conocimientos milenarios, que garantizaban la salud de sus comunidades mediante una comprensión integrada del cuerpo humano, las plantas medicinales y los vínculos sociales.
La imposición del modelo biomédico occidental no representó progreso médico para África. Representó la destrucción violenta de sistemas que funcionaban, la devaluación del conocimiento femenino y la ruptura de redes comunitarias de cuidado. Recuperar esta memoria histórica es fundamental para entender las violencias del colonialismo y para imaginar sistemas de salud que respeten, integren y valoren el conocimiento ancestral africano que las mujeres han preservado contra viento y marea.
Redacción Afroféminas
