¿A quién pertenece la belleza? Con esta pregunta inicia la finlandesa que creció en Senegal y habla wolóf, Tania Tervonen, su libro de investigación y prosa deslumbrante sobre el robo de objetos y el rapto de personas en el continente africano. Con su característico sensible, exquisito e incisivo estilo, Tervonen pertrecha una fascinante obra de no ficción a partir de documentos y entrevistas, llevándonos por la historia hasta la reflexión.
La escritora nos sumerge en un tiempo cronológico, inscrito en lo que ocurrió en el siglo XIX en África Occidental. El reino de Ségu fue fundado por la dinastía Kulubali. Maryse Condé, fallecida este mismo año, plasmó como nadie lo que supuso el imperio bambara en el que ha sido considerado uno de los títulos más importantes de la literatura basada en el continente africano: Ségu. Finalmente, el reino sucumbió bajo el ataque de al-Hadj Umar Tall, tuculor, en 1861, cuya empresa más allá de la intención islamizadora tenía un sustrato económico importante en forma de esclavos, tal y como he leído en diversos lugares y que me parece importante añadir aquí. Tras la muerte del líder religioso, le sucedió su hijo Ahmadou.
El hilo que se empieza a estirar en Los rehenes, parte de la toma de Ségu, en la actualidad Mali, en 1890, por los franceses. Archinard, el general al mando, y las tropas francesas querían “ocupar el tesoro”. Dentro del botín estaban incluidas las joyas y los objetos pero también las personas. Así robaron tambores, collares y un sable, entre muchas más cosas, y extirparon de su tierra a un niño, “el hijo del vencido”, y una niña, entre otros, a la fuerza. Todo ello para mostrar en Europa la supremacía y el poder colonial sobre África.
En los últimos meses hemos oído hablar de restitución de los objetos robados africanos (magnífico el especial que publicó El País-Planeta Futuro, en marzo) y, ahora, esta obra de Tervonen recupera la necesidad de volver nuestra mirada hacia lo que supuso. No en vano, aquellos se extirparon de sus orígenes y se llevaron a los museos europeos- o peor a los depósitos de estos- y se exhibieron bajo la creencia de que no podían ser africanos, «por su originalidad y sentimiento artístico».
Una de las cuestiones que llaman más la atención es la manera en la que estos se mostraron al público occidental. Comprender de dónde proceden, lo que significan, a quién pertenecieron etc… no es algo que parece haber preocupado a los conservadores de los museos europeos. Y, sin embargo, supusieron en muchos casos escamotear a otros seres humanos de sus orígenes, de su pasado, de saber de dónde venían para saber a dónde querían ir.
Uno de estos objetos en litigio es el supuesto sable de al-Hadj Umar Tall. El cual, tal y como se lee en el libro, Abdoulaye, su nieto, esgrimió en señal de defensa frente a los colonos franceses. Se trata, además, del primer objeto devuelto de Francia a África en 2018. Pero, está en duda si verdaderamente Umar Tall era el propietario del sable, lo que lleva en Los rehenes a otras reflexiones sobre porqué y qué hace que los objetos robados por los colonizadores sean tan importantes, incluso a sabiendas de que lo que se cuenta sobre ellos no sea la verdad.
Pero, además, Tervonen en su libro parece sugerir otro punto de controversia. Aquel que no deja tan claro el arrogarse en legítimo propietario de uno u otro objeto. Al leerlo, pueden surgir nuevas cuestiones, aunque la escritora no profundice en ellas.
En concreto, al-Hadj Umar Tall provenía de Futa Toro, una región a caballo entre el actual norte de Senegal y el Este de Malí, que formaban antes de la división colonial de África, una zona en la que se sucedieron los imperios de Ghana, de Malí y del Songhay a los que siguieron otros pequeños reinos. El rey del Futa pasó su vida en el territorio que ocupa actualmente gran parte el estado de Malí, y sus descendientes vivieron entre Ségu, una ciudad que se hizo popular desde la mencionada novela de Maryse Conde, y Bandiagara, ciudad natal de Amadou Hampaté Bâ. Pero son los senegaleses los que lo han reclamado con más ahínco, y han celebrado su vuelta (se exhibe en el Museo de las Civilizaciones Negras de Dakar) a pesar de las más que consistentes dudas que se ciernen sobre el mismo. Sobre lo que no se ahonda en el libro es sobre la imagen que se tiene de al-Hadj Umar Tall y que difiere en ambos lugares (¿posible explicación de la nula intención de reclamar el sable por los malienses?): para unos es un héroe y para otros el cabecilla de una recolonización.
Después de seguir la historia de los objetos, la obra comienza a girar su mirada hacia las personas. Así, aparecen los rehenes. Seres humanos no solo presos del colonialismo francés, más allá algunos fueron llevados a Francia, alejados de todo lo que era su vida. Se raptaron niñas y se trasplantaron a niños para que se formaran en el espíritu del conquistador. Tervonen sigue el hilo de la vida del nieto del líder religioso, Abdoulaye, mostrando el intento de meter en sangre y cuerpo la cultura del vencedor para demostrar que se puede construir a un joven, con el porte de un africano y el alma de un francés. “La violencia de las palabras con que se refiere a los dos chicos me deja estupefacta, pero quizá aún más la violencia del plan, meditado con meticulosidad y expuesto sin ambages: alejar a unos niños no solo de su familia, sino también de su cultura, su lengua y su país, a fin de borrar de su identidad cualquier rastro de la historia de la que son herederos”, se lee en el libro. Sin embargo, con Abdoulaye algo no salió como se preveía. Porque los seres humanos crecen y van en busca de la luz retorciéndose dentro de los marcos en los que les quieren encorsetar y en su movimiento remueven los cimientos sobre los que se ha construido la ficción del otro.
La investigación que lleva a cabo la autora nos atrapa sin aliento detrás de los relatos construidos, los objetos y las personas, mostrando la atrocidad que se cometió, lo ciegos que estamos frente a aquello que reviste tanto simbolismo para muchos seres humanos y lo poco que sabemos sobre nada. Sobre todo, cuando lo que tenemos enfrente se ha sacado de contexto y no hay interés por explicar ni su origen, ni su devenir, ni lo que suponen. Salpicado todo ello con la arrogancia de mantener que los africanos no tienen capacidad para albergar su propio patrimonio.
No es difícil de entender la necesidad de apropiarse de la historia que les han hurtado. Tampoco la emoción espiritual que puede provocar entrar en contacto con estos objetos.
Pero sigue siendo difícil comprender cómo nuestra mirada prisionera sigue legitimando una herencia de dominación que se perpetúa desde la época de la esclavitud en un horrible ciclo de saqueo, violencia y muerte.
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Los rehenes. Tania Tervonen. Ed. Errata Naturae, 2024. Trad. Iballa López Hernández.