Fuente: https://www.grupotortuga.com/Los-peligros-de-la-lealtad Wolfgang Streeck
Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia. Domingo.10 de marzo de 2024
Se supone que Alemania debe proporcionar los medios necesarios para lograr una victoria ucraniana. El problema, para Alemania en particular, es que ello va mucho más allá de los límites de lo posible. La vía para que Alemania se asegure la paz en lugar de la guerra es liberarse del control geoestratégico de Estados Unidos.
En el discurso pronunciado en la primera conferencia nacional de su nuevo partido, Sahra Wagenknecht pidió al gobierno alemán que dejara de suministrar armas a Ucrania y pusiera fin al embargo de petróleo y gas impuesto a Rusia. En la medida en que los medios de comunicación alemanes informaron sobre ello, abordaron la propuesta como una combinación de pacifismo ingenuo y putinismo de alta traición. Las propuestas de Wagenknecht podrían y deberían haber proporcionado, sin embargo, una ocasión ideal para desencadenar un debate acuciantemente debido sobre el interés nacional de Alemania en las actuales condiciones de colapso del Nuevo Orden Mundial dominado por Estados Unidos, un debate que los partidos establecidos y sus electorados rechazan obstinadamente afrontar.
Este rechazo tiene una larga tradición. Con la excepción representada por la época de Willy Brandt, en la Alemania Occidental de posguerra se consideraba axiomático que no debía existir ningún interés alemán especial al margen del interés general en pro de un Occidente unido, de acuerdo con la concepción al respecto formulada por Estados Unidos, y menos aún debía existir interés particular alguno en el ámbito de la seguridad nacional. Cualquiera que adoptara una postura diferente, como Egon Bahr, asesor de política exterior de Brandt, o Hans-Dietrich Genscher, ministro de Asuntos Exteriores de Schmidt, caía bajo la sospecha de practicar un nuevo nacionalismo alemán, acusación pergeñada por Estados Unidos como un medio para mantener la disciplina de la alianza.
Este planteamiento sigue siendo eficaz hoy en día, con la excepción quizá representada por la negativa de Gerhard Schröder, en consonancia con Jacques Chirac, a participar en la invasión de Iraq, y el veto impuesto por Angela Merkel en 2008, junto con Nicolas Sarkozy, a la invitación de George W. Bush a Ucrania para entrar en la OTAN. Tres décadas después del final de la Guerra Fría, durante las que no ha pasado un día sin que Estados Unidos no haya hecho la guerra en algún lugar del mundo, y a pesar de la catástrofe de la estrategia global estadounidense puesta en evidencia en Iraq, Afganistán, Siria y Libia y ahora en Palestina, ejemplos todos ellos de una política de intervención mundial alegremente negligente que no deja más que caos a su paso, el llamamiento de Wagenknecht para que Alemania rompa con la estrategia determinada por Estados Unidos para Ucrania y redefina fundamentalmente su relación con la potencia estadounidense y por ende también con Rusia, debería parecer cualquier cosa menos aventurado, especialmente a la vista de la alta probabilidad de un segundo mandato de Donald Trump, que comenzará tan solo dentro de un año.
En cuanto a Ucrania se refiere es de esperar que la guerra allí librada, como la de Afganistán, termine en derrota para Occidente, liderado por Estados Unidos, pero sobre todo para la población local. Los frentes están en punto muerto desde hace más de un año. En el lado ucraniano, casi setenta mil soldados habían perdido la vida el pasado mes de octubre, muriendo, según la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, «por nuestros valores»; otros cincuenta mil, según cálculos conservadores, sufrieron heridas tan graves que no pueden ser enviados de vuelta al frente. No obstante, el gobierno ucraniano, alentado por Estados Unidos y Alemania, se aferra a sus objetivos bélicos maximalistas: una «victoria» para Ucrania en forma de reconquista de Crimea y de todas las partes del país ocupadas por Rusia, incluidas las zonas rusoparlantes.
Nadie puede decir cómo puede lograrse tal victoria. Constantemente se demandan y entregan nuevas armas milagrosas, que producen no obstante poco más que resultados dignos de periodos de prueba y material filmado listo para ser utilizado en las campañas publicitarias de sus fabricantes. El entusiasmo de los ucranianos por la guerra decae en consecuencia. Mientras se cancelan las elecciones presidenciales y los medios de comunicación están más alineados que nunca, las esposas y las madres de los soldados expuestos en primera línea, que han tenido que permanecer en el campo de batalla sin disfrutar de permiso alguno desde el comienzo de la guerra, probablemente porque nadie quiere reemplazarlos, se manifiestan en las calles. El alto mando militar exige el reclutamiento de quinientos mil efectivos más. Al mismo tiempo, doscientos mil hombres aptos para el servicio militar permanecen ahora en Alemania tan solo, ilegalmente según las leyes de su país, como refugiados que no tienen ningún deseo de morir por Crimea.
En la propia Ucrania, la corrupción está floreciendo en las oficinas de reclutamiento y en las consultas médicas de los distritos, donde los reclutas están comprando masivamente la exención del servicio militar por el módico precio de 3.000-15.000 dólares. (Como siempre, son los hijos de los pobres los que tienen que morir por los sueños de la clase media y el beneficio de los ricos). Parece razonable dudar, con Wagenknecht, de que el suministro de más y más armas esté haciendo algún bien a alguien, aparte de Rheinmetall y los demás productores de armas europeos y estadounidenses.
En Ucrania, como es su costumbre, Estados Unidos está en proceso de retirada, dejando tras de sí un campo de escombros para que otros lo limpien. Cualquiera que confíe en este país debe ser consciente de que, especialmente tras el fin de la bipolaridad de la Guerra Fría, Estados Unidos no tiene motivos para pensárselo dos veces antes de implicarse militarmente donde le venga en gana: su ubicación en una isla de tamaño continental, rodeada únicamente de dos Estados vecinos, ambos en su bolsillo, le hace invencibles, lo cual explica la temeridad con la que la potencia estadounidense diseña su política de seguridad e incluso de inseguridad: no le puede pasar nada. En este sentido, no hay mucha diferencia entre Joe Biden y Donald Trump. Biden quiere llevarse consigo a la OTAN, cuando abandone Ucrania rumbo a China; Trump cree que puede arreglárselas sin ella. Biden quiere utilizar el conflicto con Rusia para mantener a Europa occidental alineada con Estados Unidos y, por lo tanto, no aceptará un acuerdo de paz; a Trump no le importa Ucrania. Así pues, la retirada de Trump de Europa será desordenada, la de Biden no: a diferencia de Afganistán, es probable que veamos un intento de dejar atrás algo parecido a un orden al servicio de Estados Unidos.
A este respecto, parece que Estados Unidos reserva un papel especial para Alemania. Atrapada en su pacifismo de posguerra hasta el Zeitenwende —o «punto de inflexión» de la política exterior alemana y de su gasto militar— de 2022, Alemania reclama ahora un papel de liderazgo europeo, por primera vez sin intentar incorporar a Francia, ante la insistencia de Washington, pero también de los Verdes y de la industria de defensa alemana, esta última representada por el socio liberal de coalición de Olaf Scholz, el FDP (Freie Demokratische Partei). En este papel, se supone que Alemania, como sustituta de Estados Unidos en su avance hacia Asia, debe proporcionar los medios necesarios para lograr una victoria ucraniana definida en los términos dictados por los objetivos bélicos ucraniano-estadounidenses. El problema, para Alemania en particular, es que ello va mucho más allá de los límites de lo posible.
Entre el comienzo de la guerra en enero de 2022 y finales de octubre de 2023, Alemania gastó 23 millardos de euros en Ucrania, 13,9 millardos de los cuales solo en la acogida de los refugiados ucranianos llegados al país, mucho más que el Reino Unido (13,3 millardos) y Francia (4,7 millardos). Está previsto que Alemania duplique la ayuda militar directa de 4 a 8 millardos de euros en 2024. La Unión Europea ha asignado recientemente 50 millardos de euros a Ucrania, que se desembolsarán en cuatro años; es decir, 12,5 millardos anuales, de los cuales 3 millardos procederán de Alemania. Es dudoso que estas cantidades puedan financiarse con el presupuesto ordinario de la Unión Europea.
Estados Unidos, que en octubre de 2023 había aportado 71,4 millardos de dólares, está considerando un paquete de ayuda a Ucrania, sólo militar, de 60 millardos de dólares solo para 2024; sin embargo, este paquete no será aprobado por el Congreso. Alemania no puede sustituir de modo alguno la ayuda estadounidense, como tampoco puede hacerlo Europa dirigida por la potencia alemana, sobre todo teniendo en cuenta los imprevisibles pero gigantescos costes de la prometida «completa reconstrucción» (Von der Leyen) de Ucrania, que se pretende iniciar ya durante la guerra. Todo esto sobrecargará a Alemania, especialmente porque su «techo de endeudamiento» constitucional, de acuerdo con la interpretación actual dada del mismo por el Tribunal Constitucional alemán, prohíbe al gobierno federal obtener fondos para la guerra de Ucrania mediante un endeudamiento adicional y ello a fin de evitar recortes en el gasto civil que, con toda seguridad, socavarán el apoyo interno a las fuerzas de defensa.
El resultado de este cuadro es que, para Alemania, asumir el liderazgo de la guerra de Occidente contra Rusia, como piden Estados Unidos y varios de sus vecinos europeos, sería prácticamente una misión suicida, aun ignorando los riesgos adicionales para la seguridad nacional alemana que probablemente todo ello conlleve. Cuanto más tarde en materializarse la deseada victoria sobre Rusia, que muy probablemente nunca llegará a materializarse, más se convertirá Alemania en el chivo expiatorio no sólo de los ucranianos y los estadounidenses, sino también del resto de Europa. Poner fin ahora a las entregas de armas alemanas a Ucrania, como exige Wagenknecht, señalaría el rechazo neto de este papel y obligaría a los aliados alemanes a replantearse lo que pueden y quieren conseguir en Ucrania; esta decisión se convertiría por sí sola en un elemento indispensable de una política de seguridad alemana responsable en Europa y para Europa.
¿Y qué decir de la reanudación de las importaciones del petróleo y del gas rusos? Parece muy posible, como ha sugerido John Mearsheimer, que Rusia ya no esté necesariamente interesada en una solución del conflicto de Ucrania, tras el espectacular fracaso del intento orquestado por Occidente de erradicarla como Estado y sociedad industrial. Nadie puede saber si Rusia estaría dispuesta a volver a los Acuerdos de Minsk o al punto en que se encontraban las negociaciones de Estambul en marzo de 2022, cuando Boris Johnson convenció en el último momento al gobierno ucraniano de que podía ir a por todas, porque las sanciones occidentales acabarían con Rusia en unos pocos meses. Tal vez después de dos años de una guerra convencional en general exitosa y de la expansión sorprendentemente rápida de su industria armamentística, Rusia se sienta lo suficientemente fuerte como para apostar por una larga hemorragia de Ucrania –por un amotinamiento de la tropa, por el colapso del gobierno nacionalista radical, por la emigración de la generación más joven, por la marcha de los oligarcas a Londres y Nueva York– y por condenarla a languidecer como un Estado fallido durante las próximas décadas.
Un motivo de peso para ello podría ser la comprensible falta de confianza por parte de Rusia, provocada como reacción a las indisimuladas fantasías de destrucción de Occidente expresadas al comienzo de la guerra: del «cambio de régimen» de Biden a la puesta a disposición del Tribunal de La Haya de Vladimir Putin, sugerida parte de la ministra alemana de Asuntos Exteriores Annalena Baerbock, pasando por la esperanza de Von der Leyen de que las sanciones occidentales «erosionaran gradualmente la base industrial de Rusia», por no hablar de la propuesta de quebrar al banco central ruso excluyendo al país del sistema financiero internacional.
La sorprendente afirmación de Merkel, hecha en defensa propia, de que las negociaciones de Minsk solo se celebraron para ganar tiempo y lograr el ulterior armamento de Ucrania es igualmente improbable que haya tenido como efecto la creación de un clima de confianza entre las partes. En este contexto, cabe preguntarse qué podría decir al respecto Frank-Walter Steinmeier, ahora presidente federal de Alemania, quien, en su calidad de ministro de Asuntos Exteriores de Merkel, no sólo estuvo presente en Minsk, sino que fue de hecho el autor de la hoja de ruta de paz surgida de tales negociaciones, razón por la cual la facción Stepán Bandera de la derecha ucraniana gobernante, representada durante mucho tiempo en Alemania por el embajador ucraniano, le colmó de desprecio y odio públicos.
El llamamiento de Wagenknecht a volver a los suministros energéticos rusos está en consonancia con el interés de Alemania en un suministro energético seguro, que garantiza también el mantenimiento de la base industrial alemana. Cabe recordar en este sentido que Biden ordenó recientemente poner fin a la construcción de plantas estadounidenses para la exportación de gas natural licuado. Aunque supuestamente ello se debió a la insistencia de los ecologistas, también fue una reacción al aumento de los precios internos debido a la elevada demanda extranjera. Alemania se ve especialmente afectada, ya que el gas natural licuado debe reemplazar al petróleo y al gas rusos por presión estadounidense, así como a la energía nuclear alemana por instigación de los Verdes. En cambio, Wagenknecht ofrece a Rusia, como marco e incentivo para poner fin a la guerra en Ucrania, la perspectiva de una comunidad euroasiática de Estados y economías, concebida en la línea del Hogar Común Europeo de Mijaíl Gorbachov, la Asociación para la Paz de Bill Clinton y la Europa de Lisboa a Vladivostok de Vladimir Putin.
Una comunidad internacional de este tipo, cuyos detalles se elaborarían en negociaciones obviamente complejas, comparables a las negociaciones de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa de la década de 1980, constituiría una alternativa a la división hostil del continente en la frontera occidental de Rusia, a la espera de que esta se convierta en la línea del frente de lo que los belicistas occidentales, instruidos por Estados Unidos, predicen que será el intento ruso de conquistar toda Europa, cuyo desenlace esperan en un plazo máximo de cinco años.
Una división de Eurasia entre Rusia (aliada con China) y la Europa de la Unión Europea y la OTAN, mantenida unida por Alemania como lugarteniente de Estados Unidos, sería el escenario de una peligrosa carrera armamentística en la que por el lado occidental participarían las potencias nucleares de Francia y Gran Bretaña, a las que pronto podría unirse Alemania, para regocijo de la industria armamentística, aunque ciertamente no de los contribuyentes. Lo que el nuevo partido de Wagenknecht ofrece en cambio son relaciones económicas a largo plazo para lo cual habría que restablecer los oleoductos del Mar Báltico, volados según Estados Unidos por individuos desconocidos. Habría que añadir a todo ello los correspondientes acuerdos sobre control de armamentos y desarme, similares a los que Estados Unidos ha denunciado sistemáticamente desde principios de siglo. La vía para que Alemania se asegure la paz en lugar de la guerra es liberarse del control geoestratégico de Estados Unidos, guiándose por los intereses nacionales alemanes de supervivencia en lugar de por la Nibelungentreue, o lealtad inquebrantable, a la pretensión estadounidense de dominación política mundial.
¿Nibelungentreue? Al final de la Nibelungenlied, una epopeya medieval alemana, Krimilda, ahora casada con Atila, rey de los hunos, tiene en su poder a sus tres hermanos, los reyes de Borgoña, y a su vasallo Hagen, el asesino de su primer marido, Sigfrido. Cuando Krimilda exige que le entreguen a Hagen, sus hermanos se niegan alegando su deber de lealtad (Treue), aunque son conscientes de que ello puede significar su muerte y el fin de su pueblo. Cuando en 1909, el canciller alemán Bernhard von Bülow prometió ante el Reichstag lealtad incondicional a Austria tras su anexión de Bosnia, invocó la Nibelungenlied y la Treue que esta celebraba, a partir de entonces denominada Nibelungentreue. Lo que ocurrió cinco años después es bien conocido.