Los militantes y el hechicero por Giovanni Jervis

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2024/05/07/los-militantes-y-el-hechicero-por-giovanni-jervis/                                                                                                                                                                             07/05/24

KALLE: Así pues, ¿usted no está ni siquiera a favor de la castidad?

ZIFFEL: Soy contrario a la pretensión de poner orden en una pocilga.

B. Brecht, Diálogos de prófugos1

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Debemos ser despiadados en la crítica y batirnos con dureza cuando se trate de vanidad personal, sin el menor miramiento por la edad, el rango o la experiencia. La validez de la teoría siempre debe ser probada mediante la aplicación práctica.

Norman Bethune

I

El 12 de diciembre de 1929 Wilhelm Reich decidió romper una situación de malestar que se arrastraba desde hacía tiempo y acosó a Freud con una serie de preguntas. Con ellas se planteaba por primera vez abiertamente un problema que no ha dejado de complicarse desde entonces.

«¿Es normal que entre el 60 y el 80 % de los jóvenes sufran trastornos neuróticos? ¿Es normal que sobre un 70 % de enfermos tan sólo el 30 % pueda recurrir al psicoanálisis? ¿Qué relaciones existen entre la sociedad moderna y la prevención de las neurosis? ¿Qué función tienen la educación, la moral o el sistema capitalista en la génesis de esta miseria psíquica? ¿Acaso debemos extrañarnos de que el 80 % de los obreros de Viena, obligados a vivir con toda su familia en una sola habitación, padezcan trastornos e inhibiciones sexuales?»

Leyendo los escritos de Reich elaborados entre 1928 y 1934 nos enfrentamos con una contribución teórica discutible y, muy probablemente, menos coherente e innovadora de cuanto pretenden los actuales reichianos. No obstante, también hallamos las huellas y las sucesivas elaboraciones de una experiencia que sigue siendo absolutamente única en la historia del psicoanálisis. El «freudo-marxismo» reichiano nos interesa hoy en día no tanto por los aspectos teóricos de esta concreta aproximación entre Freud y Marx cuanto por el significado de los aspectos prácticos de la misma, es decir, por el intento de poner un instrumento técnico-profesional específico al servicio de la clase obrera.

La primera expresión de este esfuerzo de Reich, durante su estancia en Viena hasta 1930, cristaliza como simple savoir faire, como mero servicio, como intervención terapéutica individual para los obreros que acudían a él en los consultorios psicoanalíticos de las barriadas. Pero a medida que iban clarificándose los límites de esta ayuda individual y las ilusiones de una «psicoterapia popular», y quedaba de manifiesto la prioridad de un planteamiento político que se ocupara de las causas del malestar, la alternativa reichiana se presentó como organización política de masas entre los jóvenes obreros de Berlín y como difusión de un saber crítico en materia de sexualidad.

Los escritos reichianos anteriores a 1934 han de leerse como el producto de una alternativa política prioritaria y como elaboración de una constatación práctica continua en contacto con las masas revolucionarias. A finales de 1932 se produce el primer roce serio entre Reich y el Partido Comunista Alemán (y no sólo –conviene subrayarlo– por las críticas de esta organización contra sus teorías de la sexualidad, sino también a causa de temas fundamentalmente políticos como las directrices soviéticas, la política hacia los socialdemócratas, etc.); en 1934 los psicoanalistas le expulsan de su asociación por motivos políticos. En este momento Reich ya es un marginado. Se halla exiliado, ha perdido todo contacto con las masas y comienza a mostrar los primeros síntomas de aquel deterioro ideológico y aquel delirante biologismo místico que tan gravemente contaminarán su pensamiento hasta hacer perder todo auténtico interés a su posterior producción.

En su polémica contra la teoría freudiana, Reich puso en cuarentena el pesimismo del maestro y rechazó la tesis de que la sociedad en cuanto sociedad organizada debe reprimir por fuerza la alegría instintiva y, por tanto, dar origen necesariamente a las neurosis. Con mucha antelación respecto al marxismo contemporáneo, Reich desarrolló una crítica a la ideología burguesa contemplándola como anclada en la neurosis y colonizadora de la clase obrera. Antes que muchos otros identificó como instrumento de dicha colonización la familia represiva burguesa; antes que Marcuse, supo valorar el significado destructivo de la sexualidad como posible momento de ruptura con la sumisión al poder burgués.

A diferencia de muchos reichianos y freudianos «progresistas» más próximos a nosotros en el tiempo, Wilhelm Reich no fue un ingenuo ya por entonces, al menos en un punto muy preciso: la posibilidad y los límites de una intervención psicoanalítica a favor del proyecto revolucionario. En Der Einbruch der Sexual-moral (La irrupción de la moral sexual, 1932), Reich afirmó repetidamente y con gran claridad que era imprescindible politizar la cuestión sexual planteando una lucha revolucionaria contra el capitalismo, y que la solución de la «miseria sexual» está en la lucha por el socialismo. En Massenpsychologie des Faschismus (Psicología de masas del fascismo, 1932-1933), Reich profundizó, aunque fuera de un modo que hoy podríamos considerar superado o discutible, en algunos aspectos de la falsa conciencia pequeñoburguesa. Pero no es hasta más tarde, en un período en que su pensamiento sufre una involución decisiva, cuando llega a formular una auténtica psico-sociología alternativa frente a los análisis de clase, momento en que también por vez primera centra su interés en resolver el problema de la toma del poder por parte del proletariado mediante la revolución sexual. En la ampliación introducida en 1934 a su Dialektischer Materialismus und Psychoanalyse (Materialismo dialéctico y psicoanálisis) todavía mantiene la distinción, en polémica con Fromm, entre un discurso político o sociológico referido a fenómenos históricos como el capitalismo, las crisis económicas o las huelgas, y un discurso de corte psicológico, o psicoanalítico, exclusivamente referido al modo de reaccionar del individuo ante una situación histórica determinada.

Cabe añadir que en sus escritos Reich jamás fue del todo lineal ni demasiado sistemático, y que más allá de una aparente simplicidad de exposición se esconden ambigüedades y titubeos. Con sus conferencias, seminarios y escritos, Reich se propuso contribuir a la toma de conciencia de las masas mediante una obra esencialmente educativa, desmitificadora y, por encima de todo, racionalista.2

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II

En la época de su militancia, Reich no se sentía acuciado por la resolución de lo que luego sería un importante problema: el psicoanálisis aún era un hecho destructivo, todavía no había entrado a formar parte de aquella falsa conciencia burguesa que Reich criticaba. Cierto es que ya en los años treinta no escaseaban los primeros indicios alarmantes sobre la institucionalización del psicoanálisis, sobre su posible sentido integrador, pero se estaba aún muy lejos de la situación actual. Hoy en día la referencia a la «peste» («No saben que les traigo la peste», había dicho Freud a Jung al llegar a Estados Unidos) se hace cada vez más en sentido irónico. En los últimos dos años el problema político del psicoanálisis ha alcanzado una relevancia y un dramatismo, incluso dentro de las propias sociedades analíticas, que nunca había tenido en el pasado. Muy probablemente hayan contribuido a este replanteamiento del problema psicoanalítico, por un lado, su gran éxito y su creciente difusión, primero en Estados Unidos y después en Europa, y por otro el desarrollo de una conciencia política marxista en aquellos ambientes estudiantiles e intelectuales que tradicionalmente se habían mostrado como terreno cultural más idóneo para el psicoanálisis. Quizá Francia sea hoy el país donde el problema se siente y discute con más fuerza, como derivación de algunos de los temas suscitados por el mayo: en efecto, la disputa, por cierto nada nueva, «psicoanálisis-marxismo» ha alcanzado en una serie de artículos recientes algunos momentos de mayor claridad y ha señalado nuevos puntos de crisis.

La posición que podríamos considerar central, que parece haber hallado una cierta fortuna por doquier, es la que pretende distinguir netamente entre el psicoanálisis como práctica social (integrada en la sociedad burguesa) y el psicoanálisis como mensaje cargado de contenidos subversivos que se hace necesario revalorizar y redescubrir. Jean-Marie Brohm3 es quien ha conseguido ofrecer un mejor esbozo de la cuestión. Vale la pena resumir los términos de la misma.

«En tanto que práctica de clase, el análisis, organizado en asociaciones, tiene como finalidad la redistribución de las migajas de la plusvalía entre los distintos analistas […] Precisamente esta situación les hace globalmente incapaces de imaginar una situación distinta de la suya: la de parásitos de la plusvalía (del mismo modo, por lo demás, que la mayoría de los partidarios de la medicina liberal). Considerados en su conjunto, los analistas –al igual que los psiquiatras, médicos, asistentes sociales, consejeros psicológicos, educadores y reeducadores, en suma el conjunto de ese personal encargado de formar, cuidar, curar, reconfortar la fuerza de trabajo de los productores activos y, sobre todo, de mantenerla dentro del marco prescrito por las normas y la ley– viven de las contradicciones sociales y de la actual miseria neurótica y social […] Se comprende que esta situación de clase haga absolutamente imposible hoy en día que los analistas en su conjunto puedan tomar partido por ta transformación socialista de la sociedad utilizando los métodos de la revolución proletaria. Están demasiado integrados en la sociedad burguesa de la cual viven.»4

Y más adelante:

«En tanto que institución, el psicoanálisis está totalmente integrado en la sociedad burguesa y la situación es irreversible.»5

Por el contrario,

«si se da una ojeada histórica y sintética al conjunto de la obra de Freud, es difícil no ver potencialmente en ella la crítica de la sociedad burguesa y de sus normas, aunque dicha crítica no baya sido nunca formulada por Freud de un modo consciente y explícito. Pero su obra es realmente inadmisible, inasimilable por la sociedad burguesa, pues muestra la verdad de un cierto número de relaciones sociales, de un cierto número de estructuras sociales e ideológicas y de un cierto número de normas y valores sociales, culturales y morales.»6

De ahí que se nos remita a la teoría de las «dos revoluciones»:

«Freud es uno de los últimos descendientes no proletarios del pensamiento materialista de la Aufklärung revolucionaria. Freud es, en su terreno, un heredero del «materialismo militante» que no se deja dominar por los cuerpos constituidos de la ciencia oficial y de las instituciones ideológicas […] El freudismo es la combinación dialéctica de una obra teórica revolucionaria y de la ideología de una sociedad burguesa que se defiende, por todos los medios, inclusive por el del psicoanálisis, contra el espectro de una revolución proletaria. La obra de Freud debe situarse, pues, en esta perspectiva. Dice la verdad en una sociedad que no puede ya admitir la verdad. Ahora bien: en esta sociedad, decir la verdad es revolucionario».7

Por otra parte,

«esta situación de clase es la que impide fundamentalmente a los analistas y a sus asociaciones transmitir el mensaje absolutamente subversivo y revolucionario de los descubrimientos de Freud, revolucionarlo no sólo en tanto que «ciencia», sino en tanto que desvelamiento del inconsciente que, en una sociedad de clases, se aferra a lo no-dicho político y social, a lo reprimido político, al sentido oculto de una sociedad de clases.»8

De ahí se infiere una indicación política y la previsión de un punto crítico en el que psicoanálisis y marxismo deberían confluir:

«Más allá de la ruptura de clase que pasa principalmente entre el movimiento psicoanalítico y el movimiento obrero, la evolución desigual, y a la vez combinada, del psicoanálisis y del marxismo ha hecho que generalmente hubiera un desfase entre ambas perspectivas revolucionarias. Sólo pueden integrarse recíprocamente los dos movimientos en la culminación de la perspectiva revolucionaria. En efecto, ambas teorías se combinan por una especie de proceso algebraico en sus efectos revolucionarios. En cambio, el psicoanálisis y el marxismo, reducidos a ideologíason incompatibles entre si. Es precisamente la ausencia de esta culminación revolucionaria conjunta, la ausencia de esta perspectiva revolucionaria «hasta el final» la que, tanto por parte marxista como por parte psicoanalítica, ha impedido la integración revolucionaria de ambas teorías. El resultado ha sido no sólo la incomprensión total de la esencia revolucionaria del freudismo y del marxismo, sino también, y sobre todo, la ideologización, la negación de los «escotomas» respectivos, de las zonas reprimidas Para el psicoanálisis: la política, la violencia revolucionaria; para el marxismo: la sexualidad, la subversión del inconsciente.»9

Indudablemente, esta tesis supone un claro avance dentro de una polémica que había estado dominada durante demasiado tiempo por una serie de argumentaciones dogmáticas. En particular, no es posible refutar la importancia crítica y subversiva de decir lo no-dicho, de revelar lo reprimido, de desvelar y denunciar la mala fe, la mala conciencia y la falsa conciencia, la ilusión de saber quien se es y qué es lo que se dice, la mistificación de apoyarse en la propia respetable imagen burguesa… Sin embargo, ante el esquema de Brohm hay que abrir algunos interrogantes.

1. ¿Acaso psicoanálisis y marxismo son dos métodos críticos distintos, con un ámbito propio cada uno de ellos, o más bien el pensamiento crítico marxista se muestra totalizador y, en consecuencia, puede llegar a convertir el psicoanálisis en objeto de su propio discurso sin que sea posible lo contrario?10 ¿Es correcto hablar de un significado revolucionario del psicoanálisis que aproxime la «revolución» freudiana a la revolución proletaria? ¿Tal perspectiva de acercamiento entre psicoanálisis y marxismo no es, en definitiva, algo aún puramente intelectual? Si hoy en día tiene sentido la perspectiva de «poner la política en el puesto de mando» y la de «servir al pueblo», ¿dónde está la praxis relativa al psicoanálisis y en qué terreno verificador halla su más concreta ubicación el problema «psicoanálisis-marxismo»? ¿Qué sentido práctico tienen los intentos de aproximación en un momento en que, ciertamente, no hay que contar con un inminente estallido revolucionario (aunque, si lo esperamos, ¿como preparar el terreno adecuadamente para el momento preciso?) que resuelva de golpe todo el problema?

2. ¿Es metodológicamente correcto e históricamente posible distinguir entre el «oro puro» del pensamiento de Freud y el mal uso que de él han hecho sus sucesores? ¿Qué aspectos de la doctrina freudiana permiten o estimulan tal uso «correcto»? ¿Acaso no debiéramos desarrollar y especificar más claramente los puntos subversivos nodales del pensamiento freudiano?11 ¿No sería conveniente formular, desde una perspectiva marxista, una crítica de la ideología y de la historia misma de las sociedades analíticas, desde la constitución a principios de siglo del freudismo como movimiento hasta el momento actual?12

3. Por último, ¿es posible limitarnos a constatar la adscripción clasista de los analistas sin que procedamos a examinar de qué modo emplean el análisis para ocultar y mistificar su actuación en favor de la clase dominante?

De hecho, existe una evidente relación entre la praxis de los analistas y su ideología. Por su parte, esta última remite por un lado a la ideología general que subyace a las disciplinas psicológicas y psiquiátricas, así como a las «ciencias humanas» en el contexto institucional y social genéricos en que operan, y por otro a los caracteres específicos de la actitud interpretativa freudiana. Escribe muy acertadamente Marie-Claire Boons:

«El concepto de neutralidad del analista […] debe reexaminarse a partir de un materialismo en el que no pueda ocultarse un planteamiento esencial de naturaleza sociopolítica, ese planteamiento que lleva a una clase a perpetuarse, a mantenerse en sus propios privilegios y a monopolizar en favor de éstos y en detrimento de los de los demás las sutilezas de un saber.»13

Creo que como instrumento terapéutico y cognoscitivo, el psicoanálisis encuentra su propia realidad de clase a varios niveles, y se hace imposible reducirlo a la mera apropiación de un saber o de un savoir faire por parte de una representación de la burguesía:

a) como funcionalidad de la práctica analítica en general dentro de los mecanismos de control psicocráticos del sistema burgués (la medicina, la pedagogía, etc.);

b) como solidaridad personal activa del analista con la clase burguesa media y alta, clase a la cual pertenece y se adhiere (M. C. Boons nos recuerda que la apelación «objetiva» de los analistas a las leyes que regulan la «materialidad» del proceso analítico «enmascara otra materialidad, la del analista que pertenece a una clase determinada»14 y que defiende los intereses de la misma);

c) como posesión privilegiada de las «sutilezas de un saber», pero también como utilización específica de un saber particular; como doble privilegio en tanto que saber interpretativo (y saber interpretativo cifrado); como privilegio supuestamente omnipotente (en tanto que posesión taumatúrgica y privilegiada concesión de un arcano); y por último, como continuo dominio y origen de una relación (analista-paciente, y por tanto analista-sociedad) en la que el poder se halla siempre predominantemente en manos del analista a fin de mantener, y una vez más justificar con argumentos «técnicos», una diferencia que en un determinado contexto social es indefectiblemente expresión de la corrupción y la violencia;15

d) como transmisión implícita de una ideología que, ya en Freud, tiende claramente a plantear y justificar una razonable adaptación individual a las presiones sociales y una toma de conciencia como posesión, y posesión permanentemente renovada, de una vivencia privada dominada por las vicisitudes de un Edipo que, en lo fundamental, permanece como metahistórico.

Este último aspecto identifica la vertiente ideológica del freudismo, que de hecho es contradictoria con la vertiente crítica a la que nos referíamos más arriba. En el fondo, la ideología psicoanalítica puede ser criticada con precisa simplicidad:

«Yo, analista, me ocupo de los individuos. Puedo analizar a un rico burgués pero también, en el hospital, a un proletario […] Semejante argumento resulta tan burdo que implica en última instancia un solemne desprecio por el psicoanálisis. ¿Acaso tal discurso no nos recuerda demasiado al del sacerdote que pretende ocuparse de las almas, sean estas obreras o regias, lo que ciertamente no impide que la religión siga siendo el opio del pueblo y la garantía del poder real?»16

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III

Las críticas más o menos violentas al psicoanálisis, así como los intentos de justificar su éxito, no tendrían en el fondo ningún interés específico si hubiera algún modo de zanjar la cuestión estableciendo una nítida división entre dos campos: por una parte, libertad para quienes creen poder servirse del psicoanálisis; por otra, libertad también para quienes lo condenan en nombre del materialismo. En realidad, para muchos, entre ellos Brohm, el intento de «salvar a Freud» en el marco de la violenta crítica al psicoanálisis desencadenada en nuestro orden social no es fruto de una preferencia intelectual, de una deficiente alternativa de clase, de un compromiso con la ideología dominante, sino más bien el esfuerzo implícito que se deriva de poner en evidencia un hecho indiscutible, la presencia de la psicología (y con ella del psicoanálisis) en el seno del lenguaje, de la conciencia crítica, de los instrumentos de análisis e intervención usados cotidianamente por los propios militantes (de forma muy especial, por estudiantes e intelectuales).

De hecho, son muchas las razones que hacen injusto atribuir exclusivamente al psicoanálisis y a los psicoanalistas la culpa ideológica y la responsabilidad práctica encaminadas a la conservación del orden burgués, cuando en realidad debieran someterse a idénticas objeciones toda la psicología humana occidental y toda la psiquiatría. La ideología antipolítica del psicoanálisis no es más que un aspecto (aunque el más significativo y articulado) de una trama ideológica análoga y fácilmente documentable que impregna la psicología de grupos, la psicología social y la psiquiatría, y que es plenamente coherente con el uso que de tales disciplinas se efectúa en la sociedad capitalista.17

Las tentativas de simplificar el problema son ilusorias. En primer lugar, porque hoy en día a los técnicos en todas estas disciplinas se les exige ponerse al servicio del pueblo cuando no tienen a mano otros instrumentos que los que ellos mismos critican y condenan. Y en segundo lugar, porque el uso y significado de palabras, protestas y exigencias (democracia, grupo, asamblea, contestación, negación, represión, marginación, conciencia, toma de conciencia, individualismo, individualismo burgués, egoísmo, lucha contra el egoísmo, etc.), adquieren sentido e inmediata intercomunicabilidad no por referencia a una tradición cultural «proletaria» (que en realidad no existe más que de un modo marginal y en sus contenidos de oposición), sino con respecto a una cultura burguesa permeabilizada por una cierta psicología y que está provocando una profunda colonización ideológica de las masas.

De nada sirve ignorarlo. Rechazar el uso de técnicas psicológicas, individuales o de grupo, significa tan sólo no percatarse de que se utilizan unas ciertas técnicas en lugar de otras y, muy probablemente, que se utilizan mal. Tampoco puede sostenerse que su importancia sea secundaria. Por ejemplo, las reuniones de militantes o de grupos políticos de discusión se hallan entreveradas por una continua trama de elecciones personales que no sólo dependen del estado de la voluntad política colectiva, sino también de factores de orden psicológico más o menos contingentes. Con frecuencia su propio éxito depende del grado de agudeza psicológica de quien las dirige. Dicha agudeza puede ser mediocre artificio o turbia instrumentalización de un oculto deseo personal (pero entonces, y aquí se toca un punto importante, es necesario que los otros también sean sagaces y se percaten de la situación). Pero también puede manifestarse como capacidad para captar el cansancio, los puntos problemáticos, la dinámica de las discusiones y del grupo; como capacidad para captar y utilizar todas las aportaciones; como tolerancia o recuperación de aportaciones marginales o arbitrarias; como claridad (o confusión) entre las contribuciones políticas y los desahogos y concesiones personales; como búsqueda de las contribuciones políticas que puedan aportar los desahogos personales y viceversa. El mismo grado de responsabilidad, prestigio, autoridad y poder concedido al militante individual por el conjunto del grupo, por la colectividad y por quien incluso goza de un mayor prestigio y autoridad, depende de una valoración que nunca es puramente «política» sino valoración global de las capacidades personales, es decir, valoración asimismo del tipo de personalidad del individuo en concreto. También en este caso se trata de una valoración psicológica, más o menos válida y no siempre consciente, del propio vinculo con una cultura que, desde la publicidad hasta la literatura pasando por el periodismo, se halla ya psicológicamente avispada (o quizá debiéramos decir habituada, aunque en modo alguno precavida); pero siempre se trata, inevitablemente, de una valoración técnica, nunca totalmente política ni mucho menos afianzada en las míticas simplificaciones del sentido común.

Al menos podemos consolarnos pensando que quizá cuando los revolucionarios chinos usaban la crítica y la autocrítica públicas, o cuando el propio Mao hacía referencia a actitudes personales a combatir o corregir, o cuando el ejército popular empleaba durante la guerra de Corea refinados trucos psicológicos para asustar a los soldados enemigos de las trincheras, o técnicas de grupo bastante avanzadas para reeducar a los prisioneros norteamericanos, se limitaban a recurrir a los viejos sistemas y actitudes populares poniéndolos al servicio de la revolución… Pero, ¿cuáles son nuestros viejos sistemas populares? ¿Y qué sentido tiene la búsqueda de esta especie de consuelo? Según algunos, para no recurrir a una ciencia comprometida, en psiquiatría se puede echar mano de la sabiduría popular, es decir, en la práctica, de la «psicoterapia de la portera» (escuchar, mostrar interés, paciencia, comprensión, compasión moderada, sentido común y un buen café caliente), e incluso llegar a descubrir que es mucho más humana y eficaz que los «tratamientos» propuestos por la mayoría de psiquiatras; aunque luego se descubre que también las porteras, que mal pueden verse libres de efectuar interpretaciones, en determinadas ocasiones interpretan «mal», introducen elementos ideológicos pequeño-burgueses o bien, ¡ay de mí!, tienen sus limitaciones, y cuando las cosas se complican no saben utilizar en la relación ciertas argucias técnicas que son de gran ayuda al paciente… Pero, por otra parte, ¿acaso también es posible en este caso «inventar» para propio uso y consumo un nuevo papel técnico para psicólogos y psiquiatras, prescindiendo de la ubicación e integración reales del propio actuar individual en una estructura organizativa institucional y social esencialmente represiva, que puede verse modificada y subvertida, pero jamás abolida de un plumazo?

Por otro lado, ponerse al servicio del pueblo tampoco puede significar simplemente darle un giro de ciento ochenta grados al cañón del fusil psicológico cuando se tiene entre manos un arma fabricada para disparar tan sólo por uno de sus extremos.

El instrumento puede ser modificado. Sin embargo, no es menos cierto que la situación no se resuelve con la mera intención. Y no sólo porque no es fácil cambiarle las piezas a un fusil tan bien montado, sino también porque debemos reconocer honestamente que existen teorías psicológicas, psicoanalíticas y psiquiátricas que no podemos dejar de considerar como profundamente ciertas (es decir, operativamente eficaces), y que quizá lo sean en aquellos mismos aspectos, mistificantes y funcionales para el poder, que al estar impregnados de ideología burguesa aparecen como criticables desde un punto de vista marxista.

Llegamos aquí a la ambigüedad no resuelta, al punto débil del planteamiento. Y, quede claro, no tanto porque tales disciplinas burguesas sean provisionalmente útiles para curar, tratar, gestionar y discutir situaciones institucionales marginales a la espera de la revolución, o para discutir los términos de la ideología burguesa con otros burgueses, y así sucesivamente. La ambigüedad más bien deriva de que la psicología de grupos, el psicoanálisis y quizá también la psiquiatría se prestan bastante correctamente, y de modo insustituible, a aportar descripciones, clarificaciones y premisas de intervención para formas de comportamiento individual y de grupo que interesan a los políticos, y que afectan al corazón mismo del discurso revolucionario, todo «buen» revolucionario, sabiendo hasta qué punto puede llegar a ser mistificante la idea misma de psicología o psiquiatría, quisiera tal vez explicar y modificar toda la realidad con el auxilio exclusivo de instrumentos políticos objetivos, burlándose de la psicología y del sujeto: pero lo cierto es que jamás lo consigue.

Resulta pues evidente que Reich, pese a haber contribuido a una clarificación general, no tenía razón del todo cuando afirmaba que las causas de la huelga exigen un análisis de clase mientras que el comportamiento del huelguista exige un análisis psicológico. En realidad, el análisis de clase no queda necesariamente limitado a los «grandes números» sino que pasa también, como contradicción y aclaración de la contradicción, por un pequeño grupo de individuos, por un par de ellos y, finalmente, por un individuo en concreto. Por lo demás, y de un modo paralelo, el análisis psicológico del huelguista aislado no es un inútil ejercicio de psicodinámica, sino que también hace referencia al aspecto subjetivo de un problema político, al estudio de una toma de conciencia que es inseparablemente individual y colectiva y que no por tener causas de naturaleza histórica deja de articularse según una dinámica que para su clarificación precisa de la psicología y de sus métodos, tan ambiguamente empapados de ideología burguesa. Y queda el hecho de que si algún ingenuo interroga a un huelguista, o a un grupo de ellos, adoptando al pie de la letra las técnicas y criterios psicológicos habituales, no consigue ni siquiera establecer un contacto verbal; puede ser mandado rápidamente a hacer puñetas, y este hecho quizás incluso le impida comprender que si desea captar la subjetividad de aquellas personas debe modificar radicalmente su enfoque, sus métodos e incluso sus intenciones políticas.

Así pues, la necesidad de modificar el fusil a la que aludíamos antes no puede entenderse como un proceso de depuración racional de los elementos burgueses de una «ciencia» que se ha dejado impregnar por ellos. Se trata más bien, evidentemente, de una experiencia continuada, de una permanente selección de aquellos aspectos teóricos y métodos operativos más mistificantes y reaccionarios, de una constante comprobación, en la praxis, en la confrontación con la clase obrera, de formas de actuar permanentemente modificables, cada vez más útiles a la causa revolucionaria, aunque todavía comprometidas con su fundamentación burguesa y con la persistencia de situaciones operativas condicionadas y concedidas desde el poder.

Durante este proceso, muy probablemente algunos instrumentos quedarán modificados de forma radical. Así, hay un buen numero de psicoanalistas progresistas, pero se hace muy difícil concebir un psicoanalista revolucionario, de ahí que los más pesimistas sostengan que la alternativa se halla muy probablemente fuera del análisis.

«La coyuntura actual, ¿acaso no exige por parte de los que intentan analizar la situación otro tipo de esfuerzo, un desplazamiento de la atención, un encauzamiento de las energías disponibles por canales distintos? Problema éste que los «jóvenes» llevan a la práctica en la medida en que, interesándose aún por el psicoanálisis pero conscientes de su situación de clase, rechazan por regla general las perspectivas de la cura».18

¿Acaso conservan alguna utilidad ciertos instrumentos críticos de filiación freudiana? Caemos aquí en la incertidumbre. Se corre el riesgo de llegar a compromisos poco útiles o de salvaguardar una vez más el papel de especialista privilegiado y aislado de los demás.

«A sabiendas de que con ello abandonamos el marco del psicoanálisis freudiano, quizá sea lícita la posibilidad de concebir una relación interpersonal en la que un especialista del «efecto-inconsciente» actúe de forma tal que, tanto para el neurótico preso en el laberinto de sus síntomas como para los militantes conscientes de sus dificultades psicológicas y deseosos de superarlas, la única vía de superación sea precisamente la concentración de sus esfuerzos en una línea revolucionaria consecuente… (con plena conciencia de que aún se trata del ejercicio de un privilegio)».19

En este sentido el privilegio del psicoanalista no es sustancialmente distinto al de los demás especialistas en psicología o psiquiatría, aunque lo que sí son distintas son las ambigüedades de las que intenta escapar. Así, se puede observar que, del mismo modo que el psicoanalista actual está cada vez más integrado en un sistema institucional, aunque como «libre» prestador de una fuerza de trabajo, los demás especialistas se sirven de unos instrumentos de intervención y análisis que tienden cada vez más a unificarse bajo la égida teórica del freudismo y de la psicología de grupos.

Pero el problema no está en liberarse personalmente de un privilegio, sino en construir una praxis psicológica que no sea funcional al poder burgués: y el hecho de que esta praxis pueda cimentarse y desarrollarse no depende tanto de la elección personal del técnico (intelectual de extracción burguesa) como del peso y las exigencias de los no-técnicos que suelen ser identificados como objetos de las ciencias psicológicas de masas y, en consecuencia, tienen muy escasa voz y ningún voto. Si, como creemos, no existen ni una psicología, ni una psiquiatría ni un psicoanálisis revolucionarios, si también es cierto que no basta con remitirse a la crítica marxiana de la economía política, al análisis maoísta de las contradicciones o a la desmitificación de la ciencia y la cultura burguesas, ni tan siquiera al puro compromiso revolucionario (que, como alguien ha dicho, no es ni sic ni simpliciter) para tener dispuesta y acabada una teoría o una praxis revolucionaria, incluso en el campo del que aquí nos estamos ocupando (el de los «especialistas»), entonces se hace imprescindible preguntarse si no está desenfocado todo el problema y si la búsqueda paciente de lineas alternativas no habrá de quedar definitivamente sustraída al control exclusivo de los técnicos y relacionada con una dialéctica política real y con las nuevas clarificaciones, incluso políticas, que de ella puedan desprenderse. Pero todo esto, evidentemente, sólo será posible siempre que exista una dialéctica política que se preste a este tipo de clarificaciones, y aquí sería necesario entrar en detalles sobre nuestras experiencias personales y las de otros en este esfuerzo encaminado a romper los cotos (especializados) de caza. Sí en esta praxis, que no puede detenerse al nivel de las ideologías «populares» de las porteras, se siguen empleando y compartiendo ciertos instrumentos técnicos juzgados como menos mistificantes, serán precisamente éstos los que deben someterse a una crítica teórico-práctica más profunda. En este terreno no existen recetas universales ni puntos de referencia, sino tan sólo intentos provisionales.

A los «técnicos» (para bien o para mal, intelectuales) que proponen desde cotos especializados un salto más o menos grande más allá de las habituales técnicas de clarificación e intervención, siempre les queda el confortable equívoco de hacerlo desde una posición de privilegio. Tienen de su lado la tranquilidad de poseer un saber técnico-científico, de saberlo utilizar y, aunque tal vez solo subrepticiamente, de seguir usándolo. (En el fondo existe la sospecha –que nosotros con ambigüedad compartimos– de que la psicología es necesariamente una ciencia burguesa y de que este grupo de eminentes burgueses ha sabido hacer tan bien las cosas como para merecer para sí y sus descubrimientos la inmortalidad, incluso en el seno de una sociedad socialista.)

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IV

El drama, la dificultad de servirse de uno mismo y de los propios instrumentos teórico-técnicos, es pues relativamente irrelevante como problema personal y sectorial. El ejemplo de Reich sigue siendo algo aislado, y la progresiva autocrítica de sus sucesores, los técnicos «politizados» de hoy en día, revela a la vez una desazón mucho más profunda y una impotencia política que intelectualiza el discurso, lo mantiene alejado de las masas, lo cierra a menudo precisamente en el instante mismo en que va a ser recogido por el pueblo. Entonces el técnico del alma habla de si mismo, consigo mismo, con los amigos más cultos; examina la propia crisis, pero, ¿cómo puede examinar la crisis de los demás sin contradecirse? ¿A quién recurre, llegado a este punto, si lo más probable es que le falte una praxis?

No deja de ser significativa la superficialidad con que este problema ha sido afrontado por la izquierda en bloque, de los comunistas a los militantes revolucionarios, y en particular por el hoy difunto movimiento estudiantil [del 68]. A decir verdad, en este punto la crisis interna de las disciplinas psicológicas no se ha visto correspondida con una crítica adecuada desde el exterior. Por un lado, en estos dos últimos años no han faltado de hecho las no siempre justificables recaídas teóricas en un psicologismo antihistórico y antipolítico, las escapadas hacia un cierto intelectualismo narcisista y literario, los esfuerzos por recuperar, en un triple compromiso, el favor de los estudiantes, el de la comunidad académica y el del amplio público burgués con sentimientos «democráticos», siempre dispuesto a dar crédito a las corrientes más avanzadas de las ciencias del alma al tiempo que deseoso de crearse justificaciones y simpatías reparadoras. Por otro lado, en cambio, en el seno de la práctica política cotidiana de los grupos militantes se ha dado la sistemática, optimista e ilusoria tentativa de resolver todos los problemas personales e interpersonales depositando absoluta confianza en un cierto análisis de clase, en la buena voluntad personal, en el «contacto con la clase», en un mágico y rapidísimo abandono de la mentalidad y condicionamientos burgueses. (Aquí nuestras críticas se tornan empíricas e imprecisas por fuerza, más para indicar que para exponer la otra cara del problema examinado hasta ahora; y si éstas son notas sucintas, no es para simplificar el problema o para distanciarnos de él, ni para ofrecer explicaciones y soluciones que requieren un discurso político mucho mejor articulado.)

Si, como decíamos, no es posible ni lícito distinguir entre las relaciones «políticas» interpersonales que se establecen entre los militantes y sus relaciones «privadas» (entre otras cosas porque unas y otras pueden ser discutidas «políticamente» en la medida en que tienen su relevancia para los fines de la acción política común), y sí también reconocemos la auténtica importancia que tienen las relaciones reales entre los componentes de un grupo de militantes, entonces debemos admitir que tales relaciones han sido demasiado a menudo desastrosas y que este hecho no puede dejar de tener un significado político. Individualismo, narcisismo, culto a la personalidad, sectarismo, quizá también culto a la irracionalidad y a la improvisación. En un plano más «privado», si es que existe, envidia, egoísmo, tendencia a la apropiación, inmadurez en las relaciones afectivas, superficialidad (y, por qué no, irresponsabilidad) en las elecciones eróticas; a veces, «ofrecimiento» impulsivo y caída en la depresión, buen número de amenazas y tentativas de suicidio, serias descompensaciones neuróticas. A este respecto debemos preservarnos de caer en un moralismo filisteo: estas lacras o fenómenos también pueden ser un precio necesario, no forzosamente negativo, frente a la obtusa y resignada seguridad burguesa. Bien distinto es el problema, y deriva del intento cada vez más notorio (¿o quizá de la necesidad política?) de negar la existencia de tales problemas en el seno de los grupos políticos, del esfuerzo por enmascarar y superar rápidamente, en el marco de la lucha, los problemas psicológicos individuales (como el individualismo y la visceralidad de ciertos odios sectarios). Pero también deriva del intento de mistificarlos bajo una terminología política no pertinente; de la ilusión por llevar a cabo la «revolución cultural» internamente, sin laceraciones; de la tentativa de sepultar al Viejo Adán burgués a base de actitudes; de la incapacidad de superar el prerrevolucionario provisional; y por ultimo, inevitablemente, del resurgimiento de un moralismo dogmático y obtuso (del que en realidad quizá jamás nos hayamos liberado) como el que hemos visto en la Unión de los comunistas: la venganza, en el fondo, de una forma deteriorada de psicologismo que ha vuelto a colarse de rondón. ¿Cuál es la verdadera historia interna de este equívoco vinculado al tipo de fracaso sufrido por el movimiento estudiantil?

También es fácil quedarse en el moralismo y caer de nuevo en lo criticado cuando se aborda la crítica de todos estos puntos. Así, pretender poner remedio al espontaneísmo, el voluntarismo y la superficialidad en la propia liberación [self-liberation] sin plantearse el problema sobre sus auténticas bases supone seguir persistiendo en un mismo error, y no hay duda de que para poner las cosas en su sitio debemos tener en cuenta ante todo la política y afrontar el problema de la organización. Pero si la politización no llega a ser tal de hecho, es decir, no llega a ser totalizadora, si falta en realidad la organización, y si no se hace tangible la consecución de los objetivos revolucionarios, entonces debemos afrontar el problema de aquellas mediaciones (entre ellas las psicológicas) que se usan aun de hecho de modo comprometido y sin la necesaria clarificación.

En tal situación no debemos extrañarnos de que la imagen del técnico (psicólogo, analista, psiquiatra) permanezca intacta aun desde este lado, es decir, por parte de quienes debieran destruirla: permanece intacta, como la de un brujo capaz de «apropiarse» y gestionar, en instancias separadas, aquellos problemas de los que uno nunca ha querido ocuparse directamente. La figura del psiquiatra se ve atacada continuamente, pero desde otro frente; y la angustia del militante, su proyección, su imposibilidad de detenerse a reflexionar sobre la propia subjetividad, su derroche de fuerzas que lo mantiene inmerso en el gran proyecto político, acaban siempre por remitirle a sí mismo mostrándole sus carencias y sus limitaciones. Quizá por ello se termina reclamando la ayuda del psiquiatra ante una situación individual que estaba ya pudriéndose en el seno de algunos grupos, y entre los militantes no han faltado quienes, oscilando entre los errores opuestos del socio-psicologismo de masas y el bio-psicologismo individual, acaban por sorprenderse ante la propuesta de someter a discusión las relaciones interpersonales del grupo en lugar de proporcionar tranquilidad y buenos consejos a la víctima de turno de la situación ¿Una psicoterapia de grupos políticos? Por fortuna no se trata de eso. Pero en su lugar justo es proponer como exigencia (y no ciertamente como remedio) al menos un par de cuestiones básicas, aunque en cierto modo modestas: una conciencia autocrítica del persistente peso de los hábitos, actitudes, mentalidad e ideología burgueses en el seno de la propia militancia; y un mínimo de sagacidad para detectar a tiempo, tanto en uno mismo como en los compañeros, los trucos y censuras que emplea un inconsciente todavía burgués para hacer prevalecer intereses personales o justificar alternativas que lo son todo menos «de clase». En este punto, detectar a tiempo significa también mantener a distancia los buenos oficios de los técnicos del alma (aunque sean progresistas), de quienes los estudiantes, tomando como modelo a los obreros, harán bien en desconfiar siempre.

***

NOTAS

1EL BUEN REEDUCADOR. Escritos sobre el uso de la psiquiatría y el psicoanálisis. Grijalbo. Barcelona. 1979, pp. 103-127

2. Por lo que respecta a Reich, además de a sus escritos recuperados, nos hemos referido principalmente a los estudios de C. Sinelnikoff en los números 11 y 13 de L´Homme et la Société: de B. Fraenkel, «Pour Reich», en Partisans, nums. 32-33, octubre-noviembre de 1966 [traducción al castellano en la obra titulada Sexualidad y represión, versión de Liliane Isler, Carlos Pérez Editor, Buenos Aires, 1969]; y de J. M. Palmier, Wilhelm Reich, Pans, Union Genérale d’Éditions, 1969, del que he extraído el episodio citado al principio. [Existe versión castellana: J. M. Palmier, Introducción a Wilhelm Reich. Ensayo sobre el nacimiento del frendo-marxismo, traducción de Ramón García y Nuria Pérez de Lara, Anagrama. Barcelona, 1970.]

3. J. M. Brohm. «Psychanalyse et révolution», en Partisans, n.° 46, febrero-marzo de 1969, pp. 72-103, numero dedicado al psicoanálisis y la psiquiatría. [Existe versión castellana: J. M. Brohm. Psicoanálisis y revolución, traducción de Ramón García y Nuria Pérez de Lara, Anagrama, Barcelona, 1975.]

4Ibíd, pp. 26-28.

5. Ibíd, p. 62.

6Ibíd., pp. 41-42.

7Ibíd., pp. 44-45.

8Ibíd., p. 29.

9Ibíd.. pp. 11-12.

10. El problema es discutido por Michel Tort en «La psychanalyse dans le matérialisme historique», en Nouvelle Revue de Psychanalyse, n.° 1, 1970, pp. 146-166,

11Por cuanto conozco, aún no se ha profundizado de un modo suficientemente sistemático en el problema. El artículo de Brohm contiene a este respecto varias indicaciones interesantes, sobre todo porque pone al descubierto una especie de autocensura política en la obra de Freud. En su artículo «Freud et la question sociopolitique» [existe versión castellana: F. Gantheret, Freud y la cuestión sociopolítica, traducción de Teresa Ferrer y Ramón García, Anagrama, Barcelona, 1971, pp. 11-41], François Gantheret señala el que creernos punto clave. «En la misma obra, El porvenir de una ilusión, aparece, por una parte, la idea de que la función de las instituciones, órganos activos de la civilización, consiste en mantener no solo una organización del trabajo y una distribución de los bienes, sino una cierta forma concreta de dicha distribución y dicha organización; y, por otra parte, como corolario, la idea de que existen privaciones inherentes a la esencia misma de la civilización y privaciones que afectan únicamente a ciertas clases, en función de la organización social concreta. La clave de esta etapa que abre todo el campo de la problemática en juego, reside en la consideración freudiana [expuesta en las primeras paginas de El porvenir de una ilusión] según la cual “un hombre puede funcionar como bien material para otro cuando es utilizado como capacidad de trabajo o como objeto sexual”» [pp. 22-23 de la edición castellana citada]. Es muy difícil obviar la referencia a este tema si se desea replantear hoy el problema de un «freudomarxismo».

12También este problema espera la atención de algún estudioso. Sin embargo, debe señalarse un vivo y reciente interés por la estructura de poder (mistificada) en el seno de las sociedades analíticas. Véanse por ejemplo los números 1-2 de Études Freudiennes (noviembre de 1969) y los primeros números de la revista Topique (años 1969 y 1970), órgano del «quatrième groupe» parisino, que parece mostrarse particularmente sensible a la cuestión.

13M. C. Boons, «Automatisme, compulsión: marque, re-marques», en Tel Quel, n.° 42, verano de 1970, pp. 79-80.

14Ibíd , p. 79.

15. Cf. L. Comba, prefacio a R. D. Laing y A. Esterson, Normalità e follia nella famiglia, Einaudi, Turín, 1970.

16M. C. Boons, art. cit., p. 80.

17. Mención aparte, imposible de tratar aquí, merecen la micro-sociología y la psicología de grupos. Los estudios de K. Lewin, que siguen siendo el centro de esta temática, «contienen los primeros esbozos tendentes a demostrar que tenemos en nuestras maros el modo de controlar científicamente el comportamiento en masa de los seres humanos en tal forma que conserven la sensación de tener plena libertad de acción» (J. G. Miller, Psychological Approaches to the Prevention of War, 1948, citado en H. S. Kariel, «Democracy Unlimited: Kurt Lewin’s Field Theory», en American Journal of Sociology, 62, 1956, pp. 280-289). Hace ya unos años tuve la oportunidad de llamar la atención sobre el estudio de Kariel, que merece la consideración de un pequeño clásico político y marca una etapa si tenemos en cuenta la época en que fue escrito. El interés que despierta su lectura, y por tanto el aspecto inquietante del problema, deriva de la sospecha de que si los descubrimientos de Lewin son ciertos quizá sea inevitable su utilización por parte de las fuerzas reaccionarias. El estudio de Kariel tiene interés incluso en el campo de la psiquiatría, como denuncia de la relación existente entre los estudios de Lewin, la ideología de la comunidad terapéutica acuñada por Maxwell Jones y los intentos de extrapolar este tipo de reglamentación comunitaria a otros ámbitos que los meramente hospitalarios, incluso en el futuro a «la vida de una comunidad entera, de un estado o a la organización del mundo entero» (H. S. Kariel, art. cit., p. 287).

18. M. C. Boons, art cit., pp. 82-83

19Ibíd., p. 83

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