El peculiar desarrollo económico que el franquismo puso en marcha a partir de los años 60 guardó para el litoral mediterráneo un destino que, pese a regar de dinero toda la costa, contenía en su seno la semilla de la ruina. A diferencia de Cataluña, con un desarrollo endógeno propio, Valencia se convirtió en una de las joyas de la corona de un proyecto turístico destinado tanto a españoles como, cada vez más, a europeos.
Ese monocultivo ha desembocado en un desarrollo urbanístico desordenado y depredador; ha sido caldo de cultivo para algunos de los casos de corrupción más sonados de toda España, ha limitado completamente cualquier desarrollo económico equilibrado en el territorio, ha precarizado las condiciones de vida de los y las valencianos y, como acostumbran a lamentar los locales, ha convertido el país en la playa de los madrileños y el geriátrico de los europeos del norte.
No hay casualidades aquí. El País Valencià es parte de los Països Catalans, territorio políticamente apenas articulado pero unido por una lengua y una cultura comunes. Hacer imposible el entendimiento entre Cataluña y Valencia es una de las obsesiones del proyecto español, expresado tanto en términos culturales –han llegado ha afirmar que el valenciano no sólo no tiene nada que ver con el catalán, cosa absurda, sino que ni siquiera viene del latín– como de infraestructuras. Para llegar en tren de algunos lugares de Valencia a Barcelona, hoy día sigue siendo más fácil pasar por Madrid. Si tienen un mapa a mano, comprueben el desatino. El corredor ferroviario mediterráneo, un eje natural que debería servir para conectar las mercancías de todo el Mediterráneo occidental con Europa, es un proyecto respaldado por Bruselas que sigue acumulando polvo en los despachos de un Madrid alérgico a cualquier desarrollo que escape a su control.
Tras un breve paréntesis de ocho años con gobiernos algo más progresistas, este proyecto subalterno al poder de Madrid volvió a caer en 2023 en manos de un PP que siempre hizo y deshizo a su antojo en el territorio. Algunos de los nombres más sonados de la corrupción de la derecha española están estrechamente ligados a la Comunidad Valenciana, desde Carlos Fabra y Rita Barberà a Francisco Camps y Eduardo Zaplana.
Pupilo de este último es Carlos Mazón, el actual presidente de la comunidad en alianza con la extrema derecha de Vox. Una de las primeras acciones de su gobierno fue eliminar la Unidad Valenciana de Emergencias, decisión que ahora trata de compensar vistiendo un chaleco rojo y multiplicando comparecencias en un territorio devastado. Tarde. El desastre provocado por la DANA tendrá muchas réplicas políticas en un territorio en el que, ayer al anochecer, se contaban 202 muertos, muchísimos desaparecidos y decenas de miles de personas sin agua ni luz.
El descalabro es integral. Nadie está libre de los estragos de un fenómeno extremo, pero numerosas voces expertas en el campo de las emergencias y la meteorología han señalado que un sistema efectivo de alertas hubiera podido mitigar notablemente la cifra de daños personales. En dirección contraria, Mazón aseguró públicamente el martes que para las 18.00 horas amainaría. En realidad, es entonces cuando empezó lo peor. De hecho, aunque la alerta de la Agencia Española de Meteorología estaba activada desde la mañana, el gobierno valenciano no envió la alerta a los ciudadanos hasta las 20.12, una hora en la que decenas de personas se aferraban a un árbol mientras veían como el agua y el lodo se tragaban todo un paisaje. La gente había seguido con su vida.
Pero ojo, porque al margen de las evidentes negligencias, este episodio de gota fría es también una trágica muestra de lo que el cambio climático –que Vox niega abiertamente y el PP ignora– guarda para territorios como el Mediterráneo. Se puede sostener la afirmación sin demasiado miedo porque las inundaciones son uno de los fenómenos meteorológicos que con mayor seguridad se pueden atribuir al aumento de las temperaturas provocado por la acción humana. El hecho de que el mar esté a las puertas de noviembre por encima de los 20 grados es la gasolina que hace que estos episodios, que no son nuevos, sean ahora más habituales y, sobre todo, mucho más violentos. A ello se suma la aridez de un suelo castigado por la sequía y poco acostumbrado al agua.
Todos somos vulnerables ante una emergencia climática que nos anuncia nuevos sucesos como los de Valencia. Lo ocurrido es, también, una trágica cura de humildad. Esto es transversal, nacer en una esquina privilegiada del mundo no te salva de los estragos de un cambio que ya está aquí.
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