Lo imposible de borrar: testimonio del aura

Fuente: periodicogatonegro.wordpress.com/2020/04/04/lo-imposible-de-borrar-testimonio-del-aura/                                                   7 Minutes

Hace 44 años, el 20 de julio del ‘76, es decir, van a ser 44 años, estaba trabajando en el Banco Provincia. Estudiaba Licenciatura en Economía Política en Bahía Blanca. Vinieron a buscarme encapuchados, me llevaron al Parque de Mayo con los ojos vendados; eran muchos. Eran como diez, doce personas en esas condiciones, encapuchados, gritándome, llevando mi cabeza hacia mis rodillas. Una vez en Campo de Mayo rodeada de perros, me golpeaban contra la pared, y me dijeron: “si no vas a colaborar, vamos a matar a toda tu familia, y vos, date por boleta”.

Yo estudiaba Licenciatura en Economía Política. Daba clases, alfabetizaba en las villas, y estaba en un grupo de revisión histórica, con profesores y alumnos de esa y otras carreras. Ese fue mi gran delito, el ser revisionista histórica y el dar clases en las villas para que la gente aprenda a leer y escribir, que sepa contar su dinero, que no fuera estafada. Trabajábamos con gente de la JUP y otras agrupaciones arreglando sus casitas, enseñándoles a cocinar. Gran delito para aquella época de dictadura.

Luego, me hicieron subir a un auto a los empujones, en la parte de adelante. Uno manejaba y otro empujaba mi cabeza fuertemente sobre mis rodillas. Me hicieron bajar, y me dijeron: “Corré, ¿a ver quién tiene más puntería?”. Yo, con los ojos vendados, corría, no sabía si era la ruta o si era el pasto o la tierra de aquel desierto patagónico cercano a Bahía Blanca. Y disparaban al aire. Yo me caía, me volvía a levantar. Evidentemente, todavía, no querían matarme.

Luego me llevaron a lo que ellos denominaban “La casita”. Me ataron a una silla. Yo escuchaba los gemidos, los gritos de otros. No sabía qué estaba ocurriendo. Luego al salir me enteré de que esa noche hubo una razia de 220, de los cuales salimos con vida 80. Ratos después, porque perdí toda noción de tiempo y ubicación espacial, me llevaron a otra salita, me ataron de pies y manos, me desnudaron, me manosearon, me patearon, me golpearon, me picanearon. Lastimada, quemada, me llevaron, en esa noche fría de julio, en el Sur, en Bahía Banca, afuera y me ataron, no sé si a un árbol o a un palo, donde gritaban otros compañeros, que también supongo estaban igual, porque nunca me sacaron la venda de los ojos. Decían que nos iban a matar, que íbamos a ser fusilados por hacer cosas raras, cosas indebidas.

Escuché gritos desgarradores. Se ve que a algunos realmente les dieron con sus balas en sus pechos, en sus cabezas, y los mataron. Luego nos llevaron hacia otro lugar, un cuerpo sobre otro, en la parte de atrás de lo que supongo que era una camioneta, porque era abierta. Tirados unos sobre otros, gritando, muchos de dolor, muchos de pánico. Y nos hicieron descender hacia un lugar que tenía escalones, aparentemente, de mucha tierra, y dijeron que nos iban a enterrar vivos. Nos ataron a catres en el suelo. Y ahí escuchábamos los gemidos y gritos de otros que eran torturados. Cada tanto venían, nos llevaban hacia afuera otra vez. Nuevamente simulacros de fusilamiento, nuevamente sumergir nuestras cabezas en el agua hasta sentir que podríamos ahogarnos, que luego me enteré que se llamaba “submarino”.

Nuevamente picana, nuevamente catre, nuevamente sentir el olor a piel quemada, nuevamente los gritos de dolor de muchos compañeros que estaban siendo torturados, o habían sido seriamente lastimados por las torturas recibidas. Así pasaron seis días, hasta que el director del coro al que yo concurría, logró una carta del arzobispo para el comandante del quinto cuerpo de ejército de entonces para que me pudiera salvar, y lo único que me dijeron es: “Tuviste suerte, pendeja. En seis horas más, estabas flotando acá, en este brazo de mar cercano a esta bella ciudad que tenemos que descontaminar de gente como ustedes”.

Nuevamente me llevaron en un auto, atada, en la parte de atrás, y cuando trataron de dejarme me dijeron: “¿Qué querés? ¿Que te dejemos en Parque de Mayo o en Villa Rosa?”. Me negué, me aferré terriblemente al asiento del auto, porque eran lugares donde aparecían estudiantes colgados de los puentes, muertos o malheridos. Y dije: “A mí me llevan a mi casa, o no me van a poder bajar, salvo muerta”. Me dejaron en la esquina de mi casa, atada a un árbol, con los ojos vendados, diciéndome: “Estás en la esquina de tu casa”. Volvieron a manosearme. Apenas me vistieron, porque estuve gran parte del tiempo desnuda y manoseada. Y un tal “Zorzal” me dijo que cualquier problema que tuviera lo llamara, que él me iba a defender. Tal vez era el mismo que luego me picaneaba. Nunca lo voy a saber.

Recién cuando escuché los bocinazos, que me dijeron que serían tres cuando podría desatarme del árbol y sacarme la venda de los ojos, pude ir hacia mi departamento, donde me esperaban mi mamá y una amiga. Mi familia me prohibió volver a hablar del tema, y tuve que hacer silencio por mucho tiempo, muchos años. Me sentía elemento contaminante, sentía que cualquiera que se acercara a mí podía verse comprometido. Y, pasados muchos años, pude empezar psicoanálisis con la licenciada Nora Merlin, que además, es magíster en Ciencias Políticas y una militante maravillosa que escribe en Página 12, y pude empezar a hablar del tema, siete años después.

Saltó ahí, en mi juicio oral, recién en 2013, el 7 de agosto en 2013, pude gritar que mi primer desnudez no fue para hacer el amor, sino para ser manoseada y torturada por manos mugrientas, mugrienta era su alma. De todos modos quiero dejar en claro, que no me considero ni heroína, ni víctima, ni mártir. Fui producto de la época, de los que nos comprometíamos, de los que queríamos un mundo mejor; creo que todos fuimos víctimas. Porque al que no “chuparon”, como se decía por entonces, temía que así lo hicieran en cualquier otro momento; así que era muy probable.

Seguí estudiando, mantuve mi silencio. Hasta que pude llegar a una psicóloga magnífica como Nora Merlin, y descubrí qué significa ser una “aparecida”, algo así como un fantasma. Una aparecida, una sobreviviente. ¿Una sobreviviente? ¿Sobreviviente o minusviviente? Perdón. Un sobreviviente dejó parte de su vida en el horror; dejó parte de su vida en los campos de concentración, en los compañeros que no volvieron. Tengo secuelas de aquello, marcas en el cuerpo de quemaduras de cigarrillo cerca de mi vulva, en mis pechos. Pero sobre todo, tengo pánico post-traumático; lo manejo lo mejor que puedo, y sé que mi compromiso con la vida, por la culpa que siento de estar viva frente a otros que no sobrevivieron, es gritar lo que pasaba, es decir lo que pasaba en los campos de concentración como “La escuelita” de Bahía Blanca, que es en el que estuve yo.

Cuando volví al banco a trabajar, desde donde me llevaron, vino gente de sumarios para tomarme declaración a ver si podía seguir trabajando. Y después de una hora y media de declaración, me hicieron leer lo que habían tipeado de mi declaración, y por poco decía que me habían servido té con masas finas, y les dije que esa no era mi verdadera declaración, y muy sonriente el señor Franco, de sumario, me dijo: “¿Querés seguir en el banco? ¿Querés seguir trabajando? Te conviene firmar”. Firmé en disconformidad, pero firmé, necesitaba seguir trabajando porque mis padres no podrían haberme mantenido, y yo no quería volver a mi pueblo y que me arrancaran de sus brazos. Sé que durante un año y pico, me controlaban, porque si bien yo estaba en atención al público, cada tanto encontraba cartelitos que decían “Pórtate bien, pendeja”, “Dejá de hacer cosas raras”.

Bueno, a los 23 años me recibí de Licenciada en Economía. Le habían quitado el nombre a la carrera de Licenciatura en Economía Política, parece que la palabra “política” era la mala palabra de mi futura carrera.

Y hoy estoy aquí, comprometiéndome con lo que puedo. Con gritar a los cuatro vientos que fue un abuso el haberme desnudado en cuerpo y alma, pero no me quebraron, por el contrario, incentivaron mi espíritu militante para que aquello no ocurra nunca, Nunca Más.

No, querida, nada que disculparte, mucho para agradecerte. Esto me emociona, me conmociona; pero me hace bien, porque parte de la tortura fue que no nos querían escuchar, fue el silencio obligado que era parte del encierro en nuestros cuerpitos, en nuestras mentes, en nuestros corazones, porque no nos querían escuchar, no querían saber.

No me hiciste mal, me hiciste muy bien, compañera y amiga. Hay que recordar, solo la memoria va a mantener vivos a los muchos más de 30.000, porque así como yo no fui denunciada, muchos no fueron denunciados. Fuimos muchos más que 30.000 los desaparecidos.

Gracias amiga, gracias compañera, lamento si no fue muy ordenada mi grabación, la emoción de querer ser escuchada, la emoción de que quieran difundir los testimonios, me emociona pero para bien. Me emociona porque hay gente que va a mantener esto, no como una historia más, sino una historia viva, que se renueva con cada uno que se va enterando.

No me hiciste acordar; eso lo recuerdo siempre. Es lo que Nora Merlin llama, que tenemos los sobrevivientes, “huellas amnésicas”, que son las imposibles de borrar. Vivo con eso. Por eso mi compromiso es gritar para los que quieran escuchar. Como decían, “quién quiere oír, que oiga”. Y ustedes están entre ellos.


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