Fuente: https://www.lamarea.com/2020/08/07/no-somos-esclavos-el-reclamo-antirracista-de-los-obreros-agricolas-de-lleida/ Patricia Simón 07 agosto 2020
“No somos esclavos”: el reclamo antirracista de los obreros agrícolas de Lleida
Viajamos a Lleida para hablar con trabajadores y trabajadoras migrantes del campo. Sus denuncias ya no versan tanto sobre explotación o incumplimiento de la normativa laboral, sino sobre el racismo estructural de nuestra sociedad. «A los negros nos tratan como a una mierda», espeta Sasha, trabajadora de los almacenes de la fruta. «Quiero justicia», sentencia.
“El Gobierno sabe en qué condiciones trabajamos, los empresarios saben que no cumplen la ley, la gente sabe cómo vivimos”. Esta es la frase que, con distintas palabras, repiten la decena de trabajadores de origen migrante entrevistados en Lleida.
Saben que ya sabemos, por eso hay cierto hastío inicial a la hora de responder a los periodistas, de explicarles una vez más que es habitual que los empresarios no siempre cumplan con el convenio del campo, que estipula que el pago sea de 6,20 euros la hora, pero que a veces son 5,80, otras 5,40, otras 5… Saben que sabemos que trabajar a destajo, bajo temperaturas que rozan o superan los 40 grados, durante 10, 11 o más horas, es inhumano. Saben que sabemos que el negocio de la agroindustria en este país se sustenta en la precarización, cuando no en la explotación de sus trabajadores; que, como subrayan, no todos los empresarios son explotadores, «que muchos de ellos son también trabajadores», y que el nudo de la cuestión está en las grandes cadenas de distribución, que se llevan el grueso de los ingresos de una industria multimillonaria. Lo que no creen que sepamos, y de ahí que sea en lo que ponen más ahínco, es que lo más duro no es ninguna de esta sucesión de abusos, sino el racismo cotidiano, omnipresente, estructural, que se estrella contra sus cuerpos por el hecho de ser negros.
“La esclavitud se ha abolido en el papel, pero las mentes siguen estando controladas por el racismo”, sentencia el gambiano Johnny, de 39 años, obrero del campo y de la construcción, sentado en una mesa en el centro del polideportivo de Torres de Segre. Hasta aquí fue trasladado con una quincena de jornaleros migrantes procedentes de la misma explotación agraria el viernes 17 de julio.
Los primeros trabajadores empezaron a enfermar una semana antes. “El viernes 10 de julio hacía muchísima calor. Estábamos recogiendo la fruta y se nos acabó el agua que llevamos cada uno. La dueña nos trajo más. Aquella noche, a algunos empezó a dolerles la cabeza y, al día siguiente, no pudieron ir a trabajar”, explica Amadou (nombre ficticio para salvaguardar su intimidad), sentado en el centro de la pista de fútbol, ahora reconvertida en hospital de campaña.
Las gradas vacías rodean los camastros dispuestos a más de dos metros de distancia los unos de los otros. “Pese a ello, nos mantuvieron viviendo en aquel edificio desastroso. Si tuviese animales, no los tendría en esas condiciones: seis por habitación, compartiendo platos, tenedores, duchas, mientras cada día más compañeros enfermaban. Si les preocupase nuestra salud no nos habrían dejado una semana conviviendo allí”, relata bajo la atenta mirada de dos jóvenes voluntarios de la ONG Proactiva Open Arms, encargada de gestionar este operativo de emergencia abierto a mediados de julio para atender a los temporeros contagiados por coronavirus, aunque asintomáticos o con síntomas leves, en la comarca del Segrià.
“El jueves nos dijeron que no fuésemos a trabajar, que nos iban a hacer pruebas de COVID-19”. Dieron positivo y cuando les dijeron que les iban a trasladar a este recinto, inicialmente se opusieron. “Lo que nos dolió fueron las formas. Vinieron policías, no sabíamos dónde nos iban a llevar ni por qué de esa manera”, cuenta Amadou aún dolido porque, considera, si fuesen trabajadores blancos con COVID-19 y asintomáticos, como era su caso, nunca habrían sido trasladados mediante un operativo policial a un recinto público.
Johnny recuerda que cuando llegaron aquella noche al polideportivo vacío y los voluntarios de Proactiva Open Arms les dijeron el nombre de su ONG, se relajó. “Había visto en la tele cómo rescatan a las personas que salen de Libia. Me duele mucho ver esas imágenes, o las de la valla de Melilla. En vez de frenar las guerras, Europa intenta frenar a la gente que huye de ellas. Y que conste que nosotros no hemos venido por conflictos o hambre, sino porque queremos mejorar nuestras vidas y las de nuestras familias. Llevo 17 años cotizando en España y no tengo derecho a nada. Y perdóname que lo diga así, pero Europa ha destrozado África”, explica sentado junto a otros trabajadores, mientras el resto juegan a las cartas y chatean por sus teléfonos móviles, matando así las horas, los días de la cuarentena.
Frente a lo que ocurría hace diez o quince años cuando entrevistábamos a trabajadores migrantes, ahora las respuestas no versan tanto sobre la explotación laboral sino sobre el racismo estructural. Es lógico. Muchas de estas personas llevan residiendo diez, quince o veinte años en España, una parte significativa tiene documentación y, pese a ello, en lugar de sentirse parte de nuestra sociedad y atisbar un horizonte de mejora, cada vez se encuentran con más precariedad y hostilidad.
Varios de los trabajadores entrevistados tanto en el hospital de campaña de Torres de Segre como en las calles de Lleida, llevaban muchos años sin venir a hacer la campaña de la fruta a esta provincia, considerada una de las más duras. Pero ante el parón de actividad provocado por la COVID-19, y el llamamiento de la patronal hortofrutícola del Segrià pidiendo trabajadores para la recogida -que cada año moviliza a más de 35.000 temporeros– decidieron volver adonde se prometieron, no volverían. Y eso que están más que acostumbrados a la dureza del sol cayendo sobre sus lomos, a doblar una y otra vez la espalda para cargar los frutos, las cajas, el alimento, en buena parte del territorio español. Un año tras otro, van de Huelva a Almería, de ahí a Valencia, a Aragón, a Francia…
“Vine desde Almería y no tenía miedo a contagiarme porque hay muchas más enfermedades. La peor, la corrupción, que es una de las razones por la que tenemos que abandonar nuestros países. Pero también mata aquí, porque hay muchos españoles que están sufriendo pobreza también”, expone Johnny, que como el resto de los migrantes del recinto no quieren ser fotografiados por temor a que sus familias los vean y se angustien por su salud. La mayoría de ellos no les cuentan las condiciones en las que tienen que vivir ni, en este caso concreto, que están encerrados por haberse contagiado.
Johnny, que lleva en España 20 años, alterna empleos en la obra con el campo. “He trabajado, por ejemplo, en el parking de Plaza de Castilla, en Madrid. Seis plantas subterráneas. En la última siempre estábamos los negros sacando tierra. Siete horas sin parar ni para comer. Tienes que esconderte algo en el bolsillo porque si no desfallecerías. Hasta a un burro hay que dejarle descansar unos minutos de vez en cuando. Se creen que somos esclavos. No lo somos. Vivimos así porque no tenemos alternativa”.
Pese a ir cubierta con el traje de protección (EPI), la mascarilla y la pantalla protectora, resulta visible que Sara Navarro, universitaria de 20 años de Educación Primaria y voluntaria por primera vez de una ONG, se ha emocionado al escuchar los relatos de los hombres a los que lleva acompañando diez días. “Soy de Lleida, he crecido sabiendo que esto ocurría. Pero no es lo mismo saberlo que escucharlo de la boca de personas a las que conoces. Compartir con ellos tanto tiempo, me ha cambiado radicalmente. No podré volver a convivir con esta realidad como hasta ahora”. Sara señala así una de las claves para entender la complejidad de estos contextos: puedes vivir toda una vida rodeada de situaciones de injusticia sin compartir una sola conversación o espacio de convivencia con sus víctimas, tus vecinos.
Joan tiene 43 años y tras casi veinte en España, hace siete meses se trajo a su hijo de Guinea Bissau. El joven escucha atentamente a su padre, pero no participa en la conversación. “Despertamos a las 5 de la mañana y trabajamos hasta la 1. Paramos para comer y volvemos al campo hasta las 7 de la tarde. Vivimos seis personas en una habitación, por la que pagamos al patrón 100 euros de nuestro salario. Solo con eso el dueño de la explotación se saca más de 4.000 euros”.
Los relatos que vamos escuchando bien podrían aparecer en Las uvas de la ira, la novela en la que John Steinbeck retrató las penurias de las familias campesinas que, forzadas por la industrialización y el crack de 1929, se trasladaron a California para trabajar en las grandes explotaciones agrarias. Las denuncias que exponen Johnny, Joan, Amadou y muchos de los otros migrantes con los que hablamos en Lleida, bien podrían haberse escuchado en las asambleas del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos en la década de los 60 del siglo XX. El movimiento antirracista lleva años creciendo en España y sus voces no solo se encuentran en las asambleas de las urbes: están en el campo, recogiendo las frutas y verduras que han permitido nuestra supervivencia también durante los meses de confinamiento.
“En estos veinte años trabajando en el campo, nunca he visto un inspector”, expone Joan. “Pero sí me han advertido muchas veces los jefes que iba venir uno y que, si me preguntaba, le respondiese que trabajaba 8 horas”, añade quien incide en varias ocasiones a lo largo del encuentro en que ellos, los migrantes, no han venido a Europa a arruinarle la vida nadie. “Desde el Gobierno dicen que denunciemos, pero ellos no nos van a dar trabajo. Nos lo dan los empresarios, y si denuncias, se corre la voz y ya no te vuelven a contratar. Les ha pasado a compañeros nuestros”.
A su lado, Johnny sostiene que evita pensar demasiado: “Cuando noto el racismo en cómo me ignoran cuando entro en un bar, cuando me dicen ‘negro’ por la calle, cuando los policías me piden una y otra vez los papeles por la calle, cuando siento por cómo me trata el jefe que me considera un ser inferior… Veo el rostro de mi padre y mi madre. Porque todo es porque soy negro. Y ellos son negros. Así que no pienso mucho porque me hace daño en la cabeza”.
Todos ellos quieren volver a sus países, pero “con algo”. «Algo», como explica Joan, es ahorros para construirse una casa o echar a andar el pedazo de tierra de sus padres. “Pero, ¿cómo vamos a ahorrar si cuando enfermamos no cobramos? ¿Si no tenemos derecho a paro? Cuando María Teresa Fernández de la Vega vino a Gambia como vicepresidenta dijo que iba a enviar maquinaria para que pudiésemos mejorar nuestra agricultura. Pero, ¿para qué ,si luego no nos la dejan exportar?”.
El viernes 31 de agosto, Johnny, Joan, Amadou y el resto de trabajadores confinados en el polideportivo de Torres de Segre recuperaron la libertad de movimientos tras finalizar las dos semanas de cuarentena y dar negativo en COVID-19. Algunos de ellos han retornado a sus ciudades de residencia habitual y otros se han reincorporado a la campaña agrícola del Segrià. «Nunca olvidaré cómo me han tratado la gente de Open Arms. Nunca me había sentido tan bien tratado por unos españoles», repite emocionado Joan. Probablemente, porque nunca había tenido la oportunidad de compartir espacio y tiempo con otros. Lo mismo que le ocurría a la leridana Sara Calvo.
«Se acabó tanto abuso»
En Lleida, activistas de colectivos como Fruta con justicia social llevan años clamando en el desierto contra los abusos y malos tratos recibidos por los temporeros migrantes. Apenas conseguían atraer el interés de buena parte de los medios de comunicación. Por ello, como le ocurre a parte de los jornaleros, la llegada masiva de periodistas a causa de los rebrotes de coronavirus les genera cierta desazón. Entienden que el principal motivo no es que estas personas lleven años y años siendo explotados, que tengan en algunos casos que vivir en la calle ante el incumplimiento de algunas empresas de ofrecer alojamiento, así como la dificultad para acceder a una habitación alquilada, o que se incumpla sistemáticamente la normativa laboral que les garantiza unos derechos mínimos.
Por el contrario, les preocupa que esta sobrerepresentación mediática alimente el estigma que se ha creado en torno las personas migrantes como potenciales contagiadores de COVID-19, cuando precisamente han sido las principales víctimas de los rebrotes acaecidos en el mes de julio que desembocaron en un nuevo confinamiento de la comarca.
Paradójicamente, buena parte del foco sobre las condiciones laborales se ha centrado en los recolectores, en su mayoría hombres y más visibles, ya que es habitual encontrarles en algunas plazas céntricas, esperando ser contratados para echar la jornada, o subidos en sus bicicletas, de camino al tajo. Sin embargo, mucho menos se sabe de las condiciones de trabajo en los almacenes de frutas, donde suelen trabajar las mujeres migrantes.
Una de ellas es Sasha, que nació hace 27 años en Guinea Ecuatorial. Desde allí, se trasladó a Houston (Texas), donde residió hasta que decidió seguir a su pareja hasta España. Ya en Madrid, estudió azafata de vuelos, márketing empresarial y un año de Periodismo. Desde hace dos años, trabaja en los almacenes de frutas de Lleida. “Un día, tras echar 7 horas de trabajo, y el día anterior 16, me despidieron por ir a matricular a mi hijo en la guardería. Me dolió muchísimo porque me dijeron que no era apta”, denuncia.
Ahora que tiene permiso de residencia ya no está dispuesta a callarse más. “Se acabó tanto abuso”, “A los negros nos tratan como a una mierda” o “Quiero justicia” son algunas de las frases lapidarias que intercala en esta entrevista en la que describe con detalle las condiciones de una industria que factura más de 850 millones anuales y que dedica buena parte de su producción a la exportación a países europeos, así como a Israel o Arabia Saudí. Las frutas, el fruto de su trabajo, se distribuyen libremente por el mundo, mientras sus trabajadores se ven forzados a migrar, cuando no directamente a trabajar en la clandestinidad.
«A los negros aquí nos tratan como mierda» from Patricia Simón on Vimeo.
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