Límites y ambigüedades de la concepción marxista de Nación por Leopoldo Mármora

El Sudamericano

Revista Mexicana de Sociología, vol. 45, n° 4, pp. 1105-1113. 1983

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En un esfuerzo plenamente justificado por las raíces libertarias de su pensamiento, Marx trató de refutar el concepto hegeliano del Estado concebido como única realidad verdadera (porque racional), separada e independiente de la esfera privada de la “sociedad civil”.1 Pero, tratando de negar y desmistificar así la supuesta “soberanía” del Príncipe, Marx invirtió las relaciones convirtiendo, entonces, Estado y nación en variables dependientes o simples reflejos de la sociedad civil.2

De esta manera, Marx se proponía alterar el sistema de Hegel “colocándolo de nuevo sobre los pies”. El tipo de relación que Marx trataba de establecer quedaba formulado teóricamente en la cadena causal: burguesía-mercado nacional-nación-Estado nacional. Entre burguesía y nación Marx construía una relación unilateral de causa y efecto, de acuerdo con la cual la burguesía genera y “crea” la nación y el Estado nacional. Que esa cadena de determinaciones efectivamente existe, no se puede poner en duda. Las objeciones están dirigidas más bien contra las interpretaciones e implicaciones reduccionistas de esa teoría que ignoran o subestiman las repercusiones provenientes de la dirección contraria. Al deducir la nación y el Estado de una esfera anterior de relaciones económicas y sociales negándoles así todo espacio para una autonomía relativa propia, la teoría del Estado nacional queda reducida a una simple teoría de la sociedad civil y la nación y el Estado quedan ligados a la burguesía en relación de absoluta dependencia. Por otra parte, la falta de una teoría del Estado nacional, es decir, su reducción a una teoría de la sociedad burguesa acarrea como consecuencia la falta de una teoría marxista de las relaciones políticas internacionales: el internacionalismo marxista no contiene ninguna definición positiva de las relaciones entre las naciones durante la transición al socialismo. Más bien contiene una negación teórica de esas relaciones y de su necesariedad. El marxismo sólo reconoce una teoría, la teoría de la superación de las naciones como resultado automático de la eliminación de la sociedad capitalista de clases. Su estrategia internacionalista se limita a la lucha de clases del proletariado contra la burguesía. El marxismo clásico rechaza en forma global el principio burgués-liberal de las nacionalidades, el pacifismo cristiano y el federalismo anarquista, sin integrar ni elaborar siquiera elementos de los mismos en su propia concepción. Y ya que la estrategia marxista, desde un comienzo, estuvo orientada hacia el último y decisivo “Krach” contra el capitalismo mundial, después del cual el problema de las relaciones internacionales se solucionaría por sí solo, no quedó espacio –ni teórica ni prácticamente– para la cuestión de cómo redar institucionalmente la convivencia internacional durante el paso al socialismo.

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I. Marx y Engels sobrevaloran el paradigma francés y soslayan el británico

La concepción marxiana respecto de las naciones se puso de manifiesto durante la revolución de 1848. Marx y Engels apoyaron apasionadamente a los alemanes, polacos, italianos y húngaros en sus reivindicaciones por la unidad e independencia nacional.3 Pero, con igual firmeza, combatieron los movimientos nacionales de los “pueblos sin historia”. Así acostumbraba llamar Engels a los checos, ucranianos, eslovacos, rumanos, etcétera.4 Marx y Engels se negaban a aceptar el “principio de las nacionalidades”, sustentado por el liberalismo, de acuerdo con el cual cada nación tenía derecho a un Estado nacional propio. El único derecho a la autodeterminación nacional que reconocían era el de las “grandes naciones históricas”.

La opción entre naciones opresoras y naciones oprimidas no era según Marx y Engels un criterio de importancia para analizar y evaluar los conflictos nacionales. Lo decisivo, en primera línea, era qué partido tomaban en la lucha del Occidente revolucionario contra el Oriente contrarrevolucionario. Éste era el criterio fundamental de acuerdo con el cual Marx y Engels trazaban una línea entre las naciones, diferenciándolas. Sin embargo, el uso de ese criterio no es suficiente. Igual importancia tenía, para ellos, la distinción entre naciones grandes, por un lado, y naciones pequeñas y, por lo tanto, no viables ni económica ni políticamente, por el otro. En consecuencia, la Nueva Gaceta Renana y su redactor en jefe, Marx, rechazaban todas las posibles soluciones de tipo federalista, defendiendo el punto de vista de la germanización, hungarización, etcétera de los pueblos y naciones menores, es decir, propugnando su radical asimilación dentro de las grandes naciones italiana, polaca, húngara y, sobre todo, alemana. Si hubiera sido por Engels, la frontera meridional de Alemania habría llegado hasta el Mar Mediterráneo.5 Desde el momento en que los checos comenzaron a contrariar esos planes, Engels no vaciló en reconocer de manera fatalista que “la única solución posible ahora es una guerra de exterminio de los alemanes contra los checos”.6

La confianza en una rápida “germanización”, “hungarización” y “polonización” de los pueblos menores de la Europa meridional y central es comprensible y consecuente si se parte, por un lado, del carácter revolucionario de la burguesía en general y, en este caso concreto, de la burguesía alemana en particular y, por el otro lado, de la rápida internacionalización de la revolución. Ambos formaban parte del paradigma clásico de la revolución francesa, que era el que en aquel entonces predominaba entre todos los demócratas europeos. En un esfuerzo por fundamentar su posición frente al conflicto de las nacionalidades, Engels en repetidas ocasiones se refirió expresamente a esa experiencia histórica: “El despotismo de los franceses del norte sobre la Francia meridional duró tres siglos. Recién entonces se resarcieron de esa opresión eliminando los últimos restos de autonomía en el sur de Francia. La Constituyente aplastó las provincias independientes, el puño de acero del Convento convirtió por fin en franceses a los habitantes de la Francia meridional, indemnizándolos con la democracia por la perdida de su nacionalidad.”7

Las expectativas de Marx y Engels deben ser, pues, cotejadas con referencia al paradigma histórico y revolucionario francés. ¿Puede decirse que hayan sido corroboradas? Pues bien, la burguesía alemana y sus aliados principales, la nobleza húngara y polaca, no liberaron al campesinado, no le dieron “la democracia en compensación por la nacionalidad”. Respecto a los campesinos, la revolución de 1848 prosiguió la vieja política de opresión de las monarquías absolutas. Y ya que –como Engels mismo lo expresaba en el artículo citado y en esto tenía completamente razón– la cuestión de las nacionalidades estaba relacionada en forma directa con la cuestión campesina, la asimilación nacional no tuvo lugar. Por el contrario, todos los conflictos nacionales se agudizaron.

¿Por qué Marx y Engels se entregaron a esa ilusión? El motivo fue doble. En primer lugar, porque creyeron que la guerra mundial contra la Rusia zarista era inevitable. La única posibilidad de que esa guerra le hubiese restado fuerza a la nobleza patriótica en Hungría y Polonia para garantizar la supervivencia de sus naciones, había sido efectivamente introducir la democracia agraria con el objeto de movilizar a las masas campesinas en defensa de la patria. Ahora bien, la premisa de que la guerra contra el zarismo era inevitable se basaba, a su vez, en una segunda premisa aún más fundamental. Marx estaba convencido de que la revolución burguesa en Alemania no iba a tolerar ninguna forma de coexistencia con los viejos poderes absolutistas, ni en las propias fronteras ni afuera de las mismas. Las consecuencias inmediatas de la revolución serían, por lo tanto, su radicalización social interna y su internacionalización, es decir, hacia afuera, la guerra contra el Este bárbaro. Pero Marx sobrevaloraba el carácter revolucionario de la burguesía y de la dinámica del desarrollo capitalista al erigir el modelo revolucionario francés en único paradigma, sin considerar, por ejemplo, el modelo británico.

Lo que Marx (y con él hasta hoy la historiografía oficial en la República Democrática de Alemania)8 apostrofó de impotencia o indecisión fue en realidad una consecuencia del grado avanzado de las relaciones capitalistas en Alemania, que condujeron a que una parte de la nobleza se acomodara a las relaciones burguesas de producción. Esa nobleza y no el campesinado fue la que se constituyó en el “aliado más natural” de la burguesía. Una revolución agraria fuera de control no sólo habría cuestionado la propiedad feudal sino que también habría puesto en peligro el desarrollo de la propiedad burguesa.

En ese sentido, cabe preguntarse junto con F. Claudín: “Al buscar la vía no revolucionaria, reformista, de alianza con los sectores aburguesados de la nobleza, la vía pactista, la burguesía alemana ¿daba pruebas de cobardía y debilidad o de inteligencia política?, ¿traicionaba a los campesinos y al pueblo o a las ilusiones que éstos se hacían sobre la burguesía?9

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II. El fundamento de la nación no es el mercado interno sino el sistema nacional de hegemonía

Sin duda Marx no podía prever la conformación definitiva de esa vía, pero ¿por qué desoyó de semejante manera los signos y tendencias que fácilmente podían haberse deducido de la experiencia británica? ¿Cuál es la respuesta o explicación posible a esa pregunta?

Una primera explicación se encuentra en la interpretación que Marx, en ese tiempo del Manifiesto comunista, daba a la existencia de leyes de la acumulación capitalista que, como una especie de necesidad objetiva o mecanismo de fuerza, impulsaba un desarrollo revolucionario que debería conducir del feudalismo al capitalismo y finalmente al socialismo en un movimiento en ascenso lineal e ininterrumpido. El paradigma de la revolución francesa del siglo XVIII se adecuaba mucho más a esta concepción que el de la revolución inglesa del siglo XVII. Marx presuponía la existencia de una esfera social independiente de toda voluntad subjetiva y de toda influencia política, en la que las contradicciones económicas podían desplegar plenamente su propia legalidad. A partir de esta esfera, la dinámica del desarrollo social era irradiada –para decirlo con la metáfora clásica–, “de abajo hacia arriba”, por todos los demás ámbitos. Cualquier otro tipo de desarrollo capitalista burgués, por ejemplo el proceso puesto en marcha por Luis Bonaparte en Francia en 1851, no encajaba en la concepción de Marx. De acuerdo con él, la caída de la república parlamentaria y el establecimiento de la dictadura bonapartista de ninguna manera podían aparecer como medios para acelerar y estabilizar una revolución burguesa. Eran indicios de la debilidad de la burguesía, indicios de que ésta ya no era capaz de gobernar y de que se estaba en un preludio de la revolución proletaria.10 Toda estrategia de compromisos entre burguesía y sectores no burgueses y, en general, todo modelo de desarrollo “dé arriba hacia abajo” –expresión que Engels utilizó poco antes de su muerte para caracterizar las vías prusiana y bonapartista–, no fueron considerados por Marx y Engels como vías o medios de la revolución burguesa, sino más bien como señales de su decadencia.

Los dos presupuestos básicos de Marx fueron: a] el papel revolucionario del capitalismo (de la burguesía y de la gran industria) en la historia, y b] la polarización de la sociedad en dos clases fundamentales y la universalización de la lucha de clases.

Consecuentes, con esa convicción incuestionada respecto del papel eminentemente revolucionario del capitalismo en la historia, Marx y Engels eran decididos defensores del librecomercio como instrumento para la creación del mercado mundial. El librecomercio –decía Marx– “disuelve las viejas nacionalidades y lleva al extremo el antagonismo entre el proletariado y la burguesía. En una palabra: el sistema del librecomercio acelera la revolución social”.11

Y cuando no era posible de otra manera, Marx y Engels saludaban incluso el uso de la fuerza como medio de expansión de las relaciones capitalistas en el mundo. Engels, por ejemplo, comentaba en 1847 la anexión de casi la mitad del territorio mexicano por parte de la Unión norteamericana con estas palabras:

Hemos presenciado también, con la debida satisfacción, la derrota de México por Estados Unidos. También esto representa un avance. Pues cuando un país embrollado hasta el tope en sus propios negocios, perpetuamente desgarrado por guerras civiles y sin salida alguna para su desarrollo, un país cuya perspectiva mejor habría sido la sumisión industrial a Inglaterra; cuando este país se ve arrastrado forzosamente al progreso histórico, no tenemos más remedio que considerarlo como un paso hacia adelante. En interés de su propio desarrollo, convenía que México cayese bajo la tutela de los Estados Unidos.12

De esta manera, sirviéndose de los más variados medios, la burguesía se construiría “un mundo a su imagen y semejanza”,13 es decir, un mundo burguesamente homogéneo.14 Para ese pronóstico, Marx escribía: “Un país industrialmente más avanzado sólo muestra al menos desarrollado el espejo de su propio futuro.”15

Estos prespuestos básicos de Marx no se confirmaron, sin embargo, en la medida y del modo que él había previsto.

Los salarios no fueron convergiendo en todos los países hasta igualarse en el más bajo de los niveles. Al contrario: por ejemplo, la legalización de la jornada de diez horas en Inglaterra puso en marcha un proceso de rápida diferenciación que concluyó por abrir un abismo entre los obreros británicos y los irlandeses. Pero eso no es todo: las clases medias, por ejemplo el campesinado francés y los artesanos alemanes, lograron una longevidad enteramente opuesta al pronóstico del Manifiesto comunista donde se anunciaba su rápida desaparición. Además surgieron y se desarrollaron las clases o capas medias. La burguesía, por su parte, se alió con sectores de las viejas clases dominantes permitiéndoles, de esa manera, sobrevivir.16 La historia real del capitalismo remite, entonces, a un desarrollo desigual que –muy lejos de acabar con todo particularismo social y nacional– se apoya precisamente en ellos, creándolos y reproduciéndolos en forma ampliada y permanente y poniendo así al orden del día una estrategia que cabrá denominar estrategia de la hegemonía nacional. La burguesía logró consolidar su dominación no sólo como resultado de la evolución continua de las relaciones capitalistas de producción, sino también mediante alianzas y compromisos de naturaleza político-ideológica con otras clases o capas no burguesas de la nación. Esto último, y no única o primeramente la formación de mercados capitalistas nacionales, constituyó el fundamento de todos los Estados nacionales modernos.

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III. Ninguna clase social se puede constituir antes o afuera de la nación

Marx y Engels utilizaron el concepto de nación en dos sentidos. Algunas veces privilegiaron uno, súbitamente el otro. En muchos textos de Engels, lo étnico-cultural se eleva al grado de factor decisivo en la formación de naciones y en la determinación de su destino, así por ejemplo cuando aplica a los esclavos austríacos la categoría de “pueblos sin historia”, deduciendo la ausencia de una burguesía moderna propia de la supuestamente milenaria incapacidad para el desarrollo de esos pueblos. Engels les denegaba toda posibilidad de renovación y planteaba como única alternativa su asimilación total dentro de las naciones históricas o su exterminio. Contrastando en forma radical con esta posición, en otros textos, sobre todo de Marx, la deficiente capacidad de desarrollo de muchos otros pueblos se deducía de las estructuras sociales de los mismos y de la falta de una moderna burguesía propia. Así por ejemplo en el caso de la India.

Diado que el marxismo tradicional subestimaba y, en parte, ignoraba por completo la gravitación de la política y de la “superestructura” en el proceso de formación de las naciones, era inevitable que la auténtica noción marxista de la nación, basada en la existencia de una burguesía y de un mercado nacional, se desviara hacia una concepción que hace depender el destino de las naciones del factor étnico y de esa manera –como lo señala Rosdolsky– entrara en crasa contradicción con el marxismo. Si se escamotea lo subjetivo y lo político y la constitución de consensos en tanto factores de la conformación de naciones, reduciendo ésta a un movimiento unilateral “de abajo hacia arriba” de carácter cuasi naturalista, no sorprende que la comunidad étnico-lingüística se convierta entonces en la sustancia decisiva, objetiva e invariable, determinante en última instancia de las fronteras de la nación.

Si es que se puede decir que existe un esbozo de teoría marxista de la nación, se trata entonces sin duda de la primera de las dos interpretaciones mencionadas, es decir, aquella que acopla y vincula las naciones modernas al desarrollo capitalista burgués. La segunda interpretación por el contrario diluye las fronteras del sistema categorial del marxismo penetrando en un campo teórico ajeno al mismo. Esto no tiene nada que ver con una oposición entre Marx y Engels. El verdadero dilema consiste en que la primera de esas dos interpretaciones denota tales deficiencias que hacen irremediablemente necesario recurrir a la segunda para complementarla. Al respecto, la tesis que aquí se trata de desarrollar es que el marxismo es incapaz de arribar a una comprensión teórica global del fenómeno nacional en toda su complejidad sin negarse a sí mismo en ciertos principios básicos. Si no acepta renunciar a esa comprensión, debe abrirse a otras tradiciones y corrientes científico-sociales. Esto, a su vez, puede hacerse o bien de manera consciente y ofensiva, enriqueciéndose y desarrollándose, sin perder así su continuidad histórica, o bien a la manera de Engels y Kautsky, lo cual lleva necesariamente a una pérdida de identidad y a un quiebre consigo mismo y con su propia historia.

La fuente de las ambigüedades e inseguridades no se encuentra en las desviaciones respecto del concepto marxista de nación, sino en el núcleo central del mismo. Si bien es cierto que en éste no se presenta a la nación como una formación ahistórica o atemporal, sino que se establece el nexo que la vincula con el desarrollo de la burguesía, el marxismo tradicional, sin embargo, no logra comprender las complejas y múltiples relaciones existentes entre nación y burguesía. En su lugar postula una relación mecánica y monocausal según la cual la burguesía crea a la nación porque necesita un mercado interno integrado.

Este aspecto de la relación entre burguesía y nación es incuestionable. Lo que sí puede y debe cuestionarse es que todos los otros aspectos de la relación queden reducidos a ése. Es precisamente lo que sucede desde el momento en que el marxismo tradicional concibe esa relación como vínculo unívoco e instrumental de la burguesía hacia la nación, sin tematizar los efectos retroactivos de la nación sobre la burguesía. Al no comprender el nexo íntimo que une a éstas orgánicamente, clase y nación aparecen representadas en esferas distintas en relación de exterioridad: la burguesía en tanto “causa” de la nación se constituiría en una esfera lógica e históricamente anterior a la misma. Ahora bien, si la burguesía existe por separado de la nación, en algún momento podrá prescindir por completo de ella y se internacionalizará. Esa conclusión aparece formulada en el Manifiesto comunista. Otra consecuencia necesaria de ese tipo de razonamiento es que la¡ nación se concibe como producto pasivo de la historia y de la burguesía, como una “envoltura” transitoria creada por ésta como instrumento nuestro desde el punto de vista de su composición social. Precisamente aquí se localiza la apertura en la construcción teórica por la que el análisis marxista tradicional desborda y contradice sus propios principios metodológicos.

Hoy en cambio puede afirmarse con cierta seguridad que las categorías de clase y nación se contienen y presuponen respectivamente la una en la otra. Por un lado, las clases, para llegar a ser dominantes, deben constituirse como clases nacionales. Por el otro lado, la nación emerge como producto de la lucha de clases. Ni la clase ni la nación pueden existir como “cosa en sí” fuera de esa relación. La “lógica” y la dinámica del desarrollo de clase están inseparablemente unidas al desarrollo de la nación. La una no puede ser sin la otra. La burguesía no se constituye antes que la nación sino en la nación y como nación. La existencia de las clases en el nivel puramente económico o, por decirlo con otras palabras, la “clase económica” es una abstracción teórica enteramente legítima, sólo que, en la realidad, está articulada en forma indisoluble con la nación. No existe una relación de tipo monocausal, instrumentalista, que parta de la burguesía, pase sucesivamente y en ese orden por el mercado nacional y la nación y culmine en el Estado nacional. En realidad el Estado nacional “crea” a la sociedad civil, por lo menos en la misma medida en que, a la inversa, la burguesía da lugar al Estado nacional. En la realidad, “infraestructura” y “superestructura” constituyen una unidad. Ni la burguesía en calidad de clase socioeconómica es el verdadero y único sujeto del desarrollo nacional, ni la nación y el Estado son meros instrumentos o “envolturas” vacías. Para llegar a ser histórica y socialmente efectivo, el accionar de la burguesía debe poseer una dimensión política e ideológica, es decir, nacional. Ninguna clase social moderna que aspire a convertirse en sujeto autónomo del desarrollo histórico puede actuar en un nivel puramente económico. Toda práctica de este tipo está condenada a la subalternidad y es incapaz de fundar una dominación social estable; ni qué hablar de una nación.

En contraposición con la teoría que se basa en la supuesta constitución económica de las clases en una esfera prepolítica y también en oposición con la concepción complementaria según la cual las naciones se generarían por separado en una esfera propia, externa a los conflictos de clases, habrá que encontrar y definir el nivel en el que todas esas abstracciones y separaciones analíticas se pueden ir reconvirtiendo con el fin de recuperar y reconstruir teóricamente la unidad originaria de la realidad concreta. “lo más problemático” –escribe Guillermo O’Donnell– “no es ni ‘Estado’ ni ‘sociedad’, sino su conjunción, el ‘y’ que los une de manera ambigua y, como se verá, en varios sentidos fundamentales, engañosa”.

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NOTAS:

1 Y. Cálvez, Karl Marx, Darstellung und Kritik seines Denkens, Frieburg, 1964, p. 155.

2 K. Marx y F. Engels, Die heilige Familie, MEW 2, p. 128.

3 F. Engels, Was had die Arbeiterklasse mit Polen zu tun, MEW 16, p. 153.

4 R. Rosdolsky, Friedrích Engels und das Problem der «geschichtslosen Volker Hannover, 1964.

5 F. Engels, Der demokratische Panslawismus, MEW 6, pp. 277 y 279.

6 F. Engels, Der Prager Aufstand, MEW 5, pp. 81 y ss.

7 K. Marx y F. Engels, Die Polendebatte in Frankfurt, MEW 5, pp. 354 y ss.

8 Por ejemplo W. Schmidt et al. llustrierte Geschichte der deutschen Revolution 1848-1849, Berlín, 1973.

9 F. Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848, Madrid, 1975, p. 270.

10 Ésta fue la idea básica de Marx al escribir El 18 Brumario de Luis Bonaparte, MEW 8.

11 K. Marx, Rede über die Frage des Freihandels, MEW 4, pp. 457 y ss.

12 F. Engels, Die Bewegungen von 1847, MEW 4, p. 501, véase también Nueva sociedad 66, Caracas, 1983.

13 K. Marx y F. Engels, Manifest der Kommunistische Partei, MEW 4, p. 467.

14 K. Marx, Theoríen über den Mehrwert, MEW 26, III, p. 441.

15 » K. Marx, Das Kapüal /, MEW 23, p. 12.

16 A. Córdoba, Strukturelle Heterogenität und mrtschaftliches Wachstum. Frankfurt, 1972. T. Evans, Bürgediche Herrschaft in der Drítten Welt, Frankfurt, 1977, p. 45.

 

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