Libro PdF: Cimarrón revisitado + libro Biografía de un cimarrón

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2020/02/15/cimarron-revisitado-por-ruben-zardoya-loureda-libro-biografia-de-un-cimarron-de-manuel-barnet                               

CIMARRÓN REVISITADO por Rubén Zardoya Loureda (+ libro BIOGRAFÍA DE UN CIMARRÓN de Manuel Barnet)

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Miguel Barnet

ÍNDICE:

Introducción
La esclavitud
La vida en los barracones
La vida en el monte
La abolición de la esclavitud
La vida en los ingenios
La guerra de Independencia
La vida durante la guerra
Glosario

CIMARRÓN REVISITADO, Rubén Zardoya Loureda

“No ha habido un libro como este antes y es
improbable que vuelva a existir otro como él”
Graham Greene

El cimarrón de estas memorias vivió en la esclavitud, peleo en las guerras de la independencia cubana, a fines del siglo XIX y es un testigo privilegiado de la vida en la isla, de sus costumbres, de los últimos años coloniales y los primeros de la independencia. Memoria implacable, este viejo de 105 años contó no sólo su vida sino la de su pueblo. La recopilación cuidadosa de Miguel Barnet rescata lo mejor de su lenguaje coloquial, lleno de sabor local, preciso y tan vigoroso como sus recuerdos.

Desde que Graham Greene y –de manera un tanto menos categórica– Alejo Carpentier, deslumhrados por la originalidad y la fuerza etnológica y poética de Biografía de un cimarrón, calificaron esta obra de caso único y virtualmente irrepetible de la literatura universal, esta idea ha devenido una suerte de axioma e, incluso, lugar común en los sucesivos y, por lo visto, indetenibles estudios que sobre ella se han realizado.

Sin dudas, Greene y Carpentier tenían sólidos fundamentos para formular tan categórica aseveración. La singularidad de este libro se asienta, en primer término, en la universalidad de su objeto: Esteban Montejo. No el hombre de carne y hueso que Miguel Barnet encontró, por una feliz confluencia de circunstancias, sentado sobre un taburete en un olvidado Hogar del Veterano, sino el símbolo de la resistencia cultural y, ante todo, de la resistencia ética a toda forma de avasallamiento entre los hombres.

No hay valores universales humanos tan potentes como los que viven encarnados en hombres singulares y, sobre todo, en hombres que ignoran encarnar tales valores, o que, al menos, no los encarnan para la Historia, para la Literatura, para Lo que Van a Escribir o a Decir, en fin, para alimentar la vanidad propia. Esteban Montejo es un ideal vivo: no el dechado de virtudes que la imaginación suele contraponer a la realidad viciosa ni, menos aún, la perfección alcanzada, casi divina, lista para la imitación o la veneración, sino una forma histórica concreta de solución real, en el pensamiento y la práctica, de las contradicciones epocales que gravan la historia, que enredan las piernas y los sentimientos y que colocan a los hombres ante la alternativa de la claudicación, la treta adaptativa o el pillaje, por un lado, y la rebeldía, la acción creadora y la dignidad, por otro.

De seguro, Esteban –como nosotros– atisbo en su propia universalidad gracias a la labor paciente e inteligente del duende que guió a Barnet durante aquellos tres años de trance y en la medida en que fue deponiendo cautelas y desconfianzas ante la técnica depurada del joven investigador que lo entrevistaba y como un ladrón refinado se apoderaba de su intimidad, de sus vivencias y recuerdos, de sus relatos, fantasías, esquemas de pensamiento, prismas cosmovisivos, tabúes y pudores. En algún momento debió comprender que lo robado no iría a parar al bolsillo del ladrón, sino a la memoria colectiva de la nación que él había contribuido a forjar con dignidad pareja a la de los jefes y caudillos que ahora veía petrificados con sus caballos en parques y avenidas. Entonces debió producirse la tan difícil empatía por la cual informante e investigador devienen coprotagonistas de una aventura en la que uno y otro suelen trastocar funciones y se convierten en coautores de una misma obra. Sólo quienes han pasado largas, muy largas horas de su vida –probablemente las más gratas– componiendo y recomponiendo de conjunto con su informante, papel, pluma y grabadora de por medio, una vida y un pensamiento en lo que tienen de universal y en su peculiaridad humana, pueden aquilatar en su justa medida el valor de esa fusión espiritual en la que ambas partes, sin embargo, no pierden su identidad y, más allá del nexo circunstancial que imponen la entrevista y, en general, la investigación, establecen nexos de auténtica solidaridad humana e incluso de amistad.

Si es cierto que la antropología constituye, en gran medida, un esfuerzo por comprender a! otro y su cultura, no menos cierto es que esa comprensión representa, al mismo tiempo, un proceso de entendimiento de sí mismo y de la cultura propia, un proceso en el que cada una de las culturas se proyecta en la otra como en un espejo más o menos terso o convexo, y en esta proyección adquiere una imagen inusitada, más parecida a su correlato empírico, a su esencia y a sus determinaciones específicas, que la imagen anterior a la proyección, encerrada en sí misma y generalmente autocomplaciente. Estoy seguro de que Esteban Montejo y Miguel Barnet se conocieron mejor a sí mismos, y a sus respectivas culturas, como resultado del trabajo conjunto realizado por ellos. Tal vez, incluso, sólo en virtud de ese trabajo hayan llegado a conocerse definitivamente como momentos inseparables de una misma cultura: la cultura cubana, cultura de resistencia y creación. No en balde Barnet anda diciendo por ahí que él también es cimarrón.

En este punto radica, a mi juicio, la auténtica singularidad de Esteban Montejo. La universalidad de que hablamos no pasaría de ser un arquetipo frío o uno de esos modelos abstractos e infecundos que de unos años a la fecha se ha hecho usual construir por encima de la historia concreta de los hombres, si en Montejo sólo viviera el ideal de la resistencia cultural y de los valores éticos en general. Biografía de un cimarrón no versa sobre resistencia, ética y creación en general, sino sobre resistencia, ética y creación como atributos de la cultura cubana, en particular, del proceso inusualmente intenso de su formación histórica, visto –y esto es lo definitivo– a través de uno de sus legítimos y más importantes protagonistas: el hombre negro, criollo, cimarrón, mambí, obrero y patriota. Continuarán ignorándolo algunas historias miopes y prejuiciosas, o convirtiéndolo en un muñeco folclórico otras historias y etnografías de farándula y exotismo. Pero ahí estará Montejo para desmentir unas y otras, para validar la inserción fundante de su estirpe en la cubanía, para avalar con su vida y su pensamiento el colosal proceso de transculturación –vale decir, de deculturación, aculturación y neoculturación– que produjo esta peculiar comunidad de hombres que llamamos nación cubana. Esteban Montejo: un hombre para el que África no era sino una referencia mitológica, parapetada tras una vieja muralla «hecha de yaguas y bichos brujos que picaban como diablo», y cuya única realidad era la de la esclavitud, el cimarronaje, el ingenio, la guerra y el trabajo duro por treinta pesos. Un hombre cubano desde las raíces a la arboladura y, a un tiempo, singular por los avatares específicos, casi legendarios de su vida; que recorrió sobre sus pies y construyó con sus manos la trayectoria histórica de la formación de su propia identidad nacional.

Un segundo elemento reafirma, desde mi punto de vista, la percepción de Greene y Carpentier sobre la unicidad de Biografía de un cimarrón: la forma de la escritura, realmente inclasificable, al menos a partir de los patrones aristotélicos de nuestra ciencia occidental. «Relato etnográfico» y «novela testimonio» han sido los desacostumbrados rótulos propuestos por el mismo autor. Allá él, seguramente obligado a nombrar de alguna manera lo innombrable, para no permanecer mudo como aquel discípulo de Heráclito que, desalentado por la inmovilidad de los términos y puesto ante la dialéctica implacable de las cosas, en lugar de nombrarlas, optaba por indicarlas con el dedo. La nombremos o la indiquemos con el dedo, lo cierto es que la obra que nos ocupa haría morir de envidia a algún que otro escritor posmoderno, de esos que procuran con artificios y graves dolores de parto lo que a Barnet se le ofrece con naturalidad: el desdibujamiento de las fronteras entre los géneros, desdibujamiento que no es el trizado de los propios géneros, la mescolanza caprichosa, el arroz con mango, sino su integración armónica, espontánea, llana y, a la par, profundamente pensada y austera.

Quisiera insistir en esto: no es el arbitrario subjetivista ni la búsqueda vana de originalidad lo que une en Biografía de un cimarrón etnografía con poesía, testimonio con novela, narración con estudio de caso, historia de vida con fabulario, sino el apego más estricto a la necesidad interna del desarrollo de su objeto o, si se quiere, de su trama. No hay método de investigación más riguroso que el que logra hacerse inmanente al automovimiento de su objeto, ni pensamiento más libre que el que consigue identificarse con la necesidad de su contenido. El rigor y la libertad del modo de pensamiento realizado por Miguel Barnet radican justamente en esa ancha y difícil modestia del espíritu creador que consiste en callar y dejar que sea el objeto quien cuente su propia historia, se trueque en sujeto, desenvuelva en sí mismo sus propias distinciones, haga de sí mismo un libro y se ponga por sí mismo a disposición de los lectores. ¡Tanto más cuanto ese objeto es un hombre y, más que un hombre, es historia viva y fecunda!

La lectura del libro hace ostensible la sólida cultura antropológica e histórica del autor. De alguna manera habrán sido necesarias también muchas horas de estudio en archivos y bibliotecas e innumerables consultas de orden metodológico. Pero sólo la intuición artística, que retiene en la imaginación el todo y lo hace valer sobre cada parte en el trabajo, es capaz de fundir en una sola pieza historia, mito, leyenda, ficción y realidad; soldados de tal forma que no sean visibles las soldaduras o, con más exactitud, soldados sin soldador y, por consiguiente, sin soldaduras. Es la intuición del artista que suple con creces, desborda y supera en su capacidad cognoscitiva la técnica fría y sin alma del cientificismo,

Biografía de un cimarrón es una obra de arte. Pero no sólo, no tanto, no ya, no per se. Con igual dignidad –y no simplemente también o al lado de– constituye una obra científica, etnográfica en particular. Sobre este momento pongo el acento en los marcos de este ejercicio de defensa. Y nótese que digo momento y no elemento. Elemento es lo que puede vivir por sí mismo, aunque forme parte de un todo, como viven por sí mismas las piezas de un reloj y pueden irse a morir a otro reloj, y funcionar allí sin menoscabo de la relojería. Momento es lo que tiene su realidad en un todo orgánico que lo engloba, es indisoluble de él, y no puede existir ni ser pensado sin él, sino con profundo menoscabo de la organicidad. La ciencia etnográfica, con su peculiar historicidad, es precisamente un momento de Biografía de un cimarrón. Un momento relevante. Baste repasar sus páginas: digamos, aquellas del monte, el monte del cimarrón, no simplemente el de la geografía, con sus pájaros cuchicheando entre sí, sus cerdos descarriados, majases vampiros, rancheadores y perros amaestrados al acecho, lomas que suben y bajan, cuevas cruzadas por murciélagos, alimentos robados a la manera del gato, picadas de bichos, calenturas, hierbas medicinales, agua fresca, sombras de árboles que no conviene pisar de noche, remedos de tabaco y café, música y bailes de guajiros distantes, caza de jutías, abstinencia del verbo y del sexo, y el sentimiento hondo de que la libertad cuelga del hilo de la prudencia. O la indagación sistemática en el ingenio y sus concomitancias: barracones sin cerrojos, cañaverales, mayordomos, fondas, fiestas, sudores sexuales en el yerbazal, campanas del Silencio, arados, maquinarias de vapor, isleños, gallegos, asturianos, chinos, filipinos, congos, lucumíes, mandingas, gitanos, circos, trenes, cachimbas de barro, ñáñigos, santeros, paleros, católicos, masones, enamoramientos con piedras y granos de maíz, cabildos, herencias, tertulias, abogados, médicos, curanderos, comadronas, gobernadores, condes y marqueses, cédulas y cartillas de identidad, comidas y bebidas rituales, curas o iglesias, vendedores de cuanto se compre, licores, competencias de caballos, peleas de gallos, monedas mexicanas y españolas, modas y usos en el vestir, carnes postizas tras camisones, sayas, sayones, corsets y vestidos, juegos infantiles, trapiches, hijos mulatos, cuero para los niños, islas de cocodrilos y tiburones en las que se confinan ladrones, chulos, cuatreros y rebeldes, casas habitadas por espíritus, trajines funerarios, resurrecciones, técnicos ingleses y norteamericanos, bandoleros, secuestros, güijes, sirenas zalameras que se llevan a los hombres al fondo del mar y los devuelven vivos, brujas que cuelgan el pellejo detrás de la puerta, jinetes sin cabeza, voces del campo, pichones que nacen de huevos sancochados y diablillos paridos por gallinas y por el ingenio humano, cazuelas brujas de mayombé judío, martes y medianoches del diablo, resguardos, luz eléctrica, dominó y barajas, fiestas de San Juan, Semana Santa, Sábados de Gloria, titiriteros, sitieros, bodegueros, proverbios, historias de sapos, jicoteas, tigres y monos…

Análogo tesoro etnográfico contienen las páginas del barracón y de la guerra. Barracón de integración interétnica y distancia social; guerra de paradojas vivientes, de fajatiñas por el mando y épica cotidiana, de cepos de campaña y trajes de libertador, de desconfianza honda y entrega idealista, de bribones y titanes, de traición y heroísmo. La guerra del mambí. hijo de aura y mono convertido en león. Y hago hincapié en que en estas páginas no se encuentra simplemente el material dispuesto para el estudio de algún sabio conceptuoso, sino el propio estudio de este material, donde el concepto y el aparato categorial, las coordenadas de la clasificación, la inducción y la deducción se han sumergido libremente en la lógica interna de la cultura. Etnología hay aquí y, más allá, antropología histórica, estudio científico del hombre en tanto enraizado en su cultura y su historia.

Alguno dirá que tal dato resulta anacrónico o que tal batalla tuvo lugar diez kilómetros más hacia el sur. Tanto peor para su percepción de los valores del libro y de la ciencia antropológica. A mi juicio, no es la llamada «historia real» lo que importa en este caso –aunque importa mucho–, la que suele copiarse servilmente y con carácter exclusivo, como si las otras, las de la mentalidad y el imaginario individual y colectivo no fueran reales. Importa ante todo la visión que ofrecen Montejo y Barnet de la naturaleza sensorial y supra–sensorial, de las relaciones entre el hombre y estas naturalezas, y de los hombres entre sí, de la sociedad y la división social del trabajo, de la producción, la distribución, el cambio y el consumo de la riqueza material y espiritual, de la cultura, la ideología, la propiedad y el poder. Visión incontestable contra la que se estrellará toda crítica arqueológica del detalle.

¿Está cerrado el camino abierto por Barnet? ¿Ha sido roto, después de ser usado, el molde en que se fundió Biografía de un cimarrón! No lo creo. Es cierto que ya no habrá cimarrones ni, cuánto menos, cimarrones que devengan miembros del Partido Socialista Popular. De Montejo sólo continuará vagando el espíritu en sentido figurado y en sentido literal. Pero no hablo del metal, sino del molde, no del contenido, sino de la forma abierta para el estudio de la cultura cubana. De que la forma, transfigurada, ha continuado viva habla la propia obra ulterior de Barnet, ante todo Gallego y Canción de Rachel, y la aún innominada que está por venir. Pero yo creo que esta forma, en lo que de científica tiene, puede continuar haciendo saber de sí por múltiples vías, y no sólo en la obra de Barnet.

La unicidad es una virtud del arte, no de la ciencia, y no hay mérito y responsabilidad mayores para el científico que los de abrir un camino por el cual puedan transitar otros, que poner a disposición del gremio de la ciencia un método de valor más o menos universal en lo que tiene de índice, no en lo que tendría de camisa de fuerza. Yo mismo –y pido disculpas por esta referencia personal– he acumulado cientos de cuartillas en apretada letra con transcripciones en bruto de entrevistas realizadas a dos religiosos cubanos de singular vida. A Barnet no le será difícil imaginar los apuros y angustias en que me pone el propósito de otorgar vida a esa masa informe de datos empíricos. Algún ángel, sin embargo, anda susurrando a mi oído que Biografía de un cimarrón constituye, sino un modelo, al menos una referencia obligada y fecundante. De una forma u otra varios colegas han escuchado a este mismo ángel. Quizá el acertijo radique en no dejarse encandilar por su modo artístico tan peculiar. Lo importante es asumir con modestia el riesgo de la creación y con la esperanza de que Barnet nos conceda la gracia de un guiño cómplice por la osadía. En este sentido, Greene y Carpentier tenían toda la razón, aunque no la tenían del todo.

Ni que decir hay que yo levanto tres manos por Esteban Montejo y Miguel Barnet.

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