Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2020/06/19/legerin/ JUNIO 19, 2020
Conocí a Lêgerîn Çiya.
Su mirada impresionaba.
Ella había visto a la muerte a los ojos y yo lo supe inmediatamente, porque conozco bien esa mirada.
El nombre que ella eligió para su aventura en el Kurdistán se me ocurría como esos antiguos nombres apache, resultado de algún desconocido ritual de renacimiento. Hablamos de Chiapas. Hablamos de la lucha de los Hijos de la revolución, no era necesario explicar apenas, sobre nuestras vidas. Y aunque sin decirlo, casi estoy seguro de que nos prometimos una amistad imperecedera. Aquí o allá, o en cualquier geografía, nos miramos de frente como guerreros que somos.
Hasta entonces esas montañas eran para mí un planeta remoto y ajeno.
Lêgerîn era a sus treinta años, una mujer sin mediaciones. Su lucha latía con ella y su nombre Alina, en este país, en este agujero de presente sin futuro, era tan poco frecuente como el amor a los pobres de la tierra.
Le regalé un libro y ella me regaló algunas de sus certezas.
Recuerdo su voz y su figura recortada en algún pasillo de mi memoria, poblada de ausencias y presagios, esa mirada y un gesto de apremio en la comisura de sus labios.
Llevaba con ella, en su pequeño moral, las marcas de la lucha.
Sonreía, y hablaba un castellano que rebuscaba en algún lugar de su pasado.
Alina, cómo decirlo, tenía un brillo en los ojos, un silencio de lagrimas rotas, ese que solo las guerrilleras que van por los caminos abriendo fronteras, construyendo otros mundos, custodian con su mirada.
Chango
La Oficina
HIJOS – Red Mundial