

En los últimos meses, el debate público sobre el sin hogarismo en Zaragoza se ha reducido casi exclusivamente al Parque Bruil. Ese hiperfoco ha generado una narrativa peligrosa que simplifica la realidad hasta volverla irreconocible. Se nos quiere hacer creer que las personas sin hogar en la ciudad son mayoritariamente inmigrantes solicitantes de asilo. Una mentira que alimenta estigmas, xenofobia y políticas públicas basadas en la excepcionalidad.
Mientras los medios repiten un único relato, centenares de personas que duermen en las calles quedan completamente invisibilizadas. Historias que no se cuentan porque no encajan en la agenda, porque desmontan discursos fáciles, porque obligan a mirar más allá.
Desde aquí quiero compartir, cada semana, uno de esos casos que nadie cuenta. Historias que sí existen, aunque no interesen.
Una familia gitana viviendo en la calle desde hace más de un año
Sebastián, Ana y sus dos hijas —una de 19 años y otra de 17— llevan un año y cuatro meses viviendo en la calle. Son una familia gitana, vecina de Zaragoza de toda la vida. Y es imposible contar su historia sin nombrar algo que la atraviesa: el antigitanismo estructural.
Cuando perdieron su vivienda en el barrio de Las Fuentes, empezaron un calvario que muchas familias no gitanas no sufren. Propietarios que no alquilan a personas de etnia gitana, prejuicios, puertas cerradas, silencios incómodos que dicen más que cualquier palabra. Cada intento de encontrar un piso se convertía en un golpe brutal. En el mercado inmobiliario, ser gitano sigue siendo un motivo para ser descartado.
Esa discriminación aceleró su caída hacia la calle. No fue la única causa, pero sí una pieza clave del sistema que los dejó sin alternativa.

El desalojo, la peregrinación institucional y la burla
Tras perder su vivienda, la familia llegó a dormir durante unos días en el lugar de trabajo de Sebastián. Era una solución desesperada, pero al menos había techo y cierto resguardo. No duró mucho.
Después comenzó la peregrinación interminable por servicios sociales y ONGs, marcada por la falta de recursos y, en ocasiones, por la falta de respeto.
Sebastián y Ana lo cuentan abiertamente:
«Vamos a nuestra trabajadora social, que está en el barrio de Las Fuentes, y se burla de nosotros diciendo: ‘espera, que voy a abrir este cajón a ver si tiene un piso para vosotros’. También nos dice: ‘¿y para qué necesitáis empadronamiento si estáis en la calle?’».
La humillación se suma a la vulnerabilidad. Y siguen:
«También estamos apuntados en Zaragoza Vivienda y nos dijeron que tarda 10 años en darte un piso… En 10 años ya estaremos muertos».
Cuando agotaron todos los recursos posibles, acabaron durmiendo en la estación de autobuses, hasta que también allí fueron desalojados.
Hoy duermen bajo un puente.
Sebastián y su cuerpo roto por el trabajo
Sebastián lleva 23 años trabajando en la contrata de FCC, hasta que en enero sufrió un infarto. Ahora tiene un marcapasos y necesita un teléfono de teleasistencia, algo incompatible con vivir en la calle, donde no pueden cargarlo ni mantenerlo a salvo.
La vida sin hogar no sólo empobrece. Enferma. Sufre además una ciática que se agrava con el frío, por lo que está de baja laboral. Ana, ama de casa toda su vida, lucha por mantener a su familia unida en condiciones de extrema precariedad.
Las hijas que estudian desde la calle
En medio de este caos, hay algo que debería sacudir la conciencia de toda la ciudad.
La hija mayor, de 19 años, sigue estudiando. Está cursando un Grado Medio de Administración y Finanzas.
Cada mañana, después de buscar un lugar para lavarse, limpiar la ropa o conseguir algo de comida, baja a la biblioteca y estudia allí toda la tarde. La hija pequeña, de 17 años, la acompaña.
Estudian desde la calle, cargando cuadernos que se mojan con la lluvia, soportando noches frías bajo un puente. Pero no renuncian a su futuro.
Antigitanismo y sin hogarismo: la intersección que nadie quiere mirar
Esta familia no encaja en los relatos simplificados que se repiten en los medios. No son «los del Parque Bruil». No son recién llegados. No son una amenaza.
Son vecinos.
Son trabajadores.
Son estudiantes.
Son gitanos.
Y ese último punto no es un detalle. Es un factor decisivo en la exclusión.
El antigitanismo institucional agrava cada proceso. Búsqueda de vivienda, atención social, acceso a recursos. Invisibilizarlo es parte del problema.
Contar lo que no se quiere contar
Es necesario narrar estas historias porque no se puede resolver lo que no se quiere ver. Porque mientras Zaragoza se aferre a un único relato, habrá cientos de vidas que seguirán cayendo en silencio.
Este es sólo un caso. La próxima semana, otro. Hasta que a todas estas vidas se les devuelva la visibilidad que les ha sido arrebatada.


