“Nunca nos ha importado que algunos fascistas europeos voten por una resolución sin ningún valor contra la soberanía de Venezuela”. Así, con la dignidad y el orgullo de quien se siente heredero del Libertador Simón Bolívar, el presidente de la Asamblea venezolana, Jorge Rodríguez, durante una rueda de prensa internacional, comentó la decisión de la Cámara Europea de “reconocer” como “presidente electo” a Venezuela, el ex candidato de extrema derecha, Edmundo González Urrutia.
En el mismo tono fue la reacción del embajador ante la ONU, Alexander Yánez, al definir como un “folleto ridículo” dictado por Washington la declaración con la que, en el Consejo de Derechos Humanos, 40 países “denunciaron a Nicolás Maduro”. En un comunicado posterior, el canciller venezolano, Yvan Gil, aclaró los términos, denunciando el intento de reeditar el fallido Grupo de Lima, iniciado en el momento de la anterior autoproclamación, en 2019.
Resulta grotesco que haya sido la canciller argentina, Diana Mondino, quien guió la conducta del grupo en la ONU, la portavoz de Javier Milei, quien a diario baja la “motosierra” sobre los derechos básicos del pueblo argentino. No tiene sentido que los representantes de los países europeos definan a una golpista declarada y confesa como María Corina Machado como “líder de las fuerzas democráticas”. Es significativo, sin embargo, que el magnate de las plataformas digitales, Ellon Musk, haya recibido a Milei a bombo y platillo y ahora haya entregado un premio a la primera ministra italiana de extrema derecha, Giorgia Meloni. Todos, evidentemente, grandes defensores de la democracia. E igualmente “democráticas” son las amenazas pronunciadas por el jefe de Black Water, Erik Prince, de reservar “sorpresas” mercenarias para Venezuela, como de hecho ha ocurrido, en el silencio ensordecedor de los medios europeos.
Sin embargo, aún más sintomático del cortocircuito que prevalece en los países europeos es el voto de la “izquierda” (liberal e imperialista) contra Venezuela al parlamento europeo, emitido incluso por sus representantes supuestamente más sensibles a la defensa de los “derechos”. Este fue el caso de la eurodiputada Carola Rackete, elegida por la Alianza Verde y de Izquierda (AVS), que no sólo votó a favor del neofascismo venezolano, sino también a favor del ucraniano, sumándose a los que aprobaron el uso de armas europeas, directamente sobre el territorio ruso.
Varios ecologistas y miembros de la izquierda europea votaron a favor de la guerra, junto con el Partido Popular y los liberales. El representante de la Liga, Matteo Salvini, se pronunció, sin embargo, contra el uso de armas europeas en territorio ruso: en cuanto portavoz de aquellas empresas del norte que tienen sus intereses en Rusia, y ciertamente no contra los intereses del complejo militar-industrial y de la OTAN que lo dirige.
Vale la pena recordar que la ambientalista Rackete fue elegida por la izquierda pacifista italiana por oponerse a las políticas xenófobas de Salvini (ahorita bajo juicio) y por salvar a los inmigrantes en el Mediterráneo, convertido en un cementerio marino. Prueba de lo lejana que es la voz de Chávez cuando acertadamente afirmó: “Necesitamos cambiar el sistema para cambiar el clima”.
Un cortocircuito que, mientras avanzan viejos y nuevos fascismos, favorecidos por la anomia impuesta a las generaciones más jóvenes, desvela el “pacifismo bélico” de una “izquierda” sin horizonte, y devuelve al presente el debate marxista del siglo pasado, que Venezuela renueva.
Sin embargo, para imponer una nueva metafísica, útil para el sistema dominante, los hechos y las responsabilidades reales deben desaparecer. Y así, como denunció el gobierno bolivariano a la ONU, las 27 víctimas de los “comanditos” de Machado desaparecen, mientras se multiplican las denuncias por presuntas violaciones de derechos humanos atribuidas a Maduro.
Lo que intentan reactivar en la ONU es la llamada Misión internacional independiente para la Determinación de los Hechos sobre Venezuela, aprobada en 2019 por el Consejo de Derechos Humanos tras la votación de los países del llamado Grupo de Lima, que había “reconocido” a Guaidó, con el apoyo de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Se trata de un grupo de tres “expertos” internacionales que no dependen del Alto Comisionado para los Derechos Humanos y expresan opiniones no vinculantes, decididas por una oficina en Panamá. El mandato del grupo (renovado tres veces) expira en septiembre, y ahora se necesita una falsa legitimación de la ridícula autoproclamación 2.0 del Sr. Urrutia.
Una farsa difícil de montar de aquí al 10 de enero, cuando el presidente legítimo de Venezuela, Nicolás Maduro, tomará posesión ante el parlamento. Ese mismo parlamento cuyo presidente, Jorge Rodríguez, fue solicitado y reconocido por Urrutia cuando quiso salir del país y refugiarse en España.
¿Dónde asumirá el señor Urrutia, en una habitación de lujo del “gobierno de Narnia”? ¿Guaidó le pondrá una banda presidencial de mazapán al autoproclamado sucesor? Ahora, desde Madrid, tirado por el abrigo por el extremismo golpista de su equipo, el ex candidato hace declaraciones inconexas que avergüenzan a la propia diplomacia española, testigo y garante de que toda la operación se desarrolló en un ambiente distendido y delante de una botella de whisky, ofrecido por la embajada de España en Caracas.
Los videos y documentos mostrados por el gobierno Bolivariano dan testimonio de ello pero, en los medios de comunicación, más que observar el mérito, se discute sobre por qué fueron difundidos… El respeto a la legalidad burguesa sólo cuenta cuando hay que llenar los bolsillos de los ayuda de cámara de Washington.
Vale la pena preguntarse por qué sucede esto, por qué Venezuela salta periódicamente al centro del escenario mundial, convirtiéndose en un tema candente incluso para quienes ni siquiera saben dónde está en el mapa. Conviene para el futuro de las clases populares descifrar los intereses que se esconden detrás de una información manipulada que pretende socavar los hechos y la razón.
Un primer elemento debería despertar sospechas: el espacio mediático utilizado, en Europa, para atacar al país latinoamericano frente al dedicado, por ejemplo, a Ecuador (hundido en un abismo de crisis económica y criminalidad política), a Argentina (donde el “loco de la motosierra” pisotea todos los días todos los derechos), o incluso a otros grandes países como Brasil y México, donde una extrema derecha ruidosa y violenta intenta por todos los medios derribar gobiernos democráticos, utilizando un esquema que se repite en Colombia.
Y en cambio, es la República Bolivariana de Venezuela la que emerge como la quintaesencia de todos los males: al menos desde que asumió ese nombre hace casi 25 años, después de una Asamblea Nacional Constituyente que, en 1999, dio inicio a una nueva constitución. Una carta magna basada en la “democracia participativa y protagónica”, y en la independencia nacional, con amplia garantía de poderes, en el espíritu del Libertador Simón Bolívar.
Anteriormente, las masacres perpetradas por los gobiernos de la Cuarta República, apreciados por Estados Unidos, eran relatadas en unas pocas líneas. ¿Y por qué, tras la elección de Hugo Chávez como presidente (el 6 de diciembre de 1998), todo cambió? El ex oficial progresista de origen indígena catalizó inmediatamente el odio más feroz, despejando los ataques supremacistas que, en Europa, estallarían plenamente sólo unas décadas después. Y que ahora están en pleno apogeo, con el avance del fascismo del tercer milenio.
La figura del Comandante ha reactivado el antiguo miedo de las clases dominantes frente a los miserables de la tierra que se organizan. Un miedo renovado luego por la elección del ex trabajador del metro, Nicolás Maduro, al frente de la nación bolivariana, y por una gestión colectiva encabezada por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Una bofetada ardiente para la oligarquía local y un espectro que flota sobre las burguesías vencedoras en los países europeos.
Duele que el “ejército descalzo” de Bolívar, mestizo y antijerárquico, se haya convertido en “el ejército de todo el pueblo”, similar al construido por Ho Chi Minh, y haya rechazado hasta ahora todo tipo de ataques y halagos. Arde que defienda la soberanía del país y no los intereses mercenarios del imperialismo estadounidense.
La información (manipulada) que se difunde en Europa sobre Venezuela indica tres elementos que cuestionan (y desenmascaran) la verdadera naturaleza de la democracia burguesa.
En primer lugar, al apuntar a un país que posee recursos extraordinarios, fundamentales para un capitalismo en crisis estructural, el ataque a Venezuela desenmascara los verdaderos intereses que impulsan las guerras imperialistas, a veces definidas como “humanitarias”. Por haberlos denunciado, dando nombres y apellidos, el fundador del sitio Wikileaks, Julian Assange, casi se muere en prisión. Y después de años, sólo pudo salir de allí al precio de verse sometido, y de haber “reconocido” el sistema que había desenmascarado.
Que la Venezuela Bolivariana reivindique con orgullo su soberanía frente a un imperialismo que somete a los gobiernos europeos a la OTAN, y a una Unión Europea (de capital y finanzas), que somete a su vez las economías de los estados miembros, es una verdad insoportable: una verdad que ocultar y distorsionar mediante el despliegue de todos el poder de los aparatos ideológicos de control.
Y aquí radica el segundo elemento, el segundo desenmascaramiento que produce la “verdad de Venezuela”, como suele decir el presidente Maduro. Una verdad negada, distorsionada o desacreditada, como estamos viendo tras las elecciones presidenciales del 28 de julio. Hablemos de un otro capítulo importante de la crisis sistémica del capitalismo, la crisis de las instituciones “democraticas” que lo sustentan, tanto a nivel de organismos internacionales como nacionales, vaciadas y derribadas en base a la economía de guerra y la sociedad de control que es su correlato.
Tomemos, por ejemplo, Italia, un país bajo el paraguas de la OTAN, su gendarme en el Mediterráneo y uno de sus principales bastiones en Europa. Desde los años 1980, desde que fue derrotado y demonizado el extraordinario ciclo de lucha de los años 1970, en el que las clases populares intentaron “hacer como en Rusia” y construir “un, cien, mil Vietnam” como dijo el Che, se priva por decreto al parlamento de su autoridad decisoria.
Con el paso de la Primera a la Segunda República (con la que la burguesía italiana cambió de bando recurriendo a los tribunales), se “normalizó” así una involución neoautoritaria, que desconoció las decisiones populares (referendos y manifestaciones pacifistas), hasta el punto de modificar la constitución italiana: porque repudiaba la guerra y el fascismo, cuando se querían guerras, llamándolas “humanitarias”; y porque prohibía la reconstitución del partido fascista, pero el fascismo había que “blanquearlo”, hasta el punto de llevarlo al gobierno, sin llamarlo por nombre y apellido.
El uso de artificios institucionales como armas para socavar la voluntad popular es muy evidente ahora en Francia, donde gobierna la extrema derecha, incluso si la mayoría de los votos fueron para la izquierda radical. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de Emmanuel Macron hubiera estado Chávez o Maduro? ¿Y qué decir del genocidio en Palestina, de los llamados “asesinatos selectivos” llevados a cabo por el régimen sionista y primero por el Pentágono, del terrorismo con impunidad, cuando a un país del sur se le impide incluso hacer una reacción defensiva?
¿Y qué decir de las “sanciones” impuestas unilateral e ilegalmente a países no bienvenidos por Washington, pero evitadas por el régimen sionista incluso ante un genocidio de estas proporciones y la violación de todas las normas y resoluciones de la ONU? Mientras tanto, en nombre de la UE, Ursula von der Leyen viajó a Ucrania para entregar a Zelensky no sólo un nuevo paquete de armas europeas y luz verde para utilizarlas en territorio ruso, sino también para transferir a su ejército los activos rusos “congelados” en la UE”.
El mismo mecanismo se utilizó contra el socialismo bolivariano, mediante el robo de oro en los bancos británicos. Una gigantesca violación de la legalidad internacional, realizada sobre la base del artificio de “reconocer” a un personaje no elegido por el pueblo sino “ungido” por Estados Unidos como “presidente interino de Venezuela”. Un mecanismo normalizado y refinado, porque la burguesía siempre atesora el punto más alto alcanzado en la represión de las clases populares, mientras al mismo tiempo se dedica a destruir la memoria histórica, para impedirles utilizar en su beneficio la experiencia de revoluciones pasadas.
Y así, como vemos en Palestina con la política de hechos cumplidos de los colonos para imponer nuevas ocupaciones, lo mismo está sucediendo con Venezuela. Ante el ridículo y el fracaso de la anterior “autoproclamación”, ahora intentan “legitimar” otra inventando una falsa victoria electoral, dando la impresión de que hubo un fraude chavista contra Edmundo González, candidato de papel de la golpista María Corina Machado.
Una mentira que sólo es posible a costa de ignorar, como hicieron los medios europeos, las extraordinarias manifestaciones callejeras a favor del reelegido presidente, Nicolás Maduro. Sólo a costa de ignorar que ese mismo esquema, ahora utilizado por la ultraderecha venezolana, es el que utiliza la internacional fascista que actúa entre EE.UU., América Latina y Europa: en Brasil, Argentina, Perú, Colombia, etc.
Y aquí reside el tercer elemento, que se refiere a la gran concentración monopólica de los medios de comunicación, la contraparte de la concentración económica. Un punto que pone de relieve el formidable cortocircuito que se ha producido a nivel ideológico, como consecuencia de un bombardeo semántico a escala global, llevado a cabo en nombre de la “lucha contra los dos totalitarismos” (nazismo y comunismo).
Una trampa que ha impuesto un totalitarismo “democrático”, basado en la metafísica y la censura. Todo en nombre del “pluralismo” y de la “libertad de expresión”, útiles ante todo para negar la feroz asimetría inherente a la contradicción entre capital y trabajo, y entre pueblos e imperialismo. Y para imponer el mantra de que no hay alternativas al capitalismo.
Un cortocircuito favorecido por la circularidad y la horizontalidad de las redes y plataformas sociales, que sin embargo oculta sus intereses propietarios, su omnipresencia (con los big data) y sus objetivos vinculados al consumo desenfrenado y al control social.
Una circularidad y una gratuidad que sólo serían posibles a partir de una gobernanza global de los recursos, fruto del poder popular y de los ideales de igualdad y justicia social, y no de la búsqueda del lucro. Una visión del mundo que llevaría a incrementar las ventajas de la comunicación global en favor del desarrollo de la especie y no de su destrucción como está ocurriendo mediante la utilización de la inteligencia artificial con fines militares o para inducir nuevas addicciones.
Cuanto más se globaliza el capital y se interconectan los mercados, a pesar de su conflicto endémico, más se determina la fragmentación del tejido productivo y la fragmentación de la fuerza laboral, dificultando el necesario proyecto de una nueva unidad de clases; cuanto más el capital desconoce límites y fronteras, más los eleva a las infinitas masas de seres humanos, víctimas de la gigantesca guerra contra los pobres que el sistema ha desencadenado, y que nos impide unirnos contra el enemigo común.
Cuanto más se impone en Europa la hegemonía bélica encabezada por la OTAN, extendiendo sus tentáculos imperialistas contra Palestina, Rusia, China y esa parte de América Latina que, como Venezuela, comparte los ideales heroicamente defendidos por Cuba o Nicaragua, más necesario es pintar un mundo al revés e imponer una narrativa adecuada.
Es en esta triple clave que podemos entender la cadena de complicidades existentes, a nivel europeo, contra la “verdad de Venezuela”, y el muro de goma contra el que rebotan todas las pruebas para establecer aciertos y errores, sobre la base de una democracia real, de la paz con justicia social y del bien común.
(Publicado en Resumen Latinoamericano, el 22 de septiembre de 2024)