Fuente: https://www.lamarea.com/2019/11/21/las-lagrimas-de-carlota/ Laura Casielles 21 noviembre 2019
”20 años más tarde, sin darnos casi cuenta, hemos convertido nuestras propias vidas en versiones más o menos postureantes, más o menos sarcásticas, de un Gran Hermano permanente“, reflexiona Laura Casielles.
‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
Estos días hemos visto una imagen que no deberíamos haber visto. Era la imagen de una mujer llorando mientras le mostraban un vídeo en el que supuestamente estaba siendo violada. Una mujer joven, sola en una sala, que suplicaba a una presencia invisible que por favor parase la televisión.
La mujer era Carlota Prado, concursante de Gran Hermano en su edición número dieciocho. Esto es, en 2017. En noviembre de ese año, en una fiesta que se celebraba dentro de la casa donde todo se ve, Carlota se emborrachó. Y contra esa Carlota borracha se cometió una supuesta agresión sexual ante las cámaras: aunque no se veía qué pasaba bajo uno de esos edredones que el programa siempre muestra con el raro aspecto de las imágenes por infrarrojos, sí que se oían “noes” que no hacían parar a su entonces novio, José María López. Las cámaras grabaron, y quienes estaban detrás de las cámaras entendieron que lo que tenían que hacer no era irrumpir y frenar lo que estaba ocurriendo, sino seguir grabando.
Al día siguiente, Carlota no recordaba lo que había pasado -porque esto ocurre, que a veces al despertar no se recuerdan las cosas-. Pero resulta que ella era una concursante de Gran Hermano, así que lo que ocurrió después no fue solo una mala resaca, sino que la llevaron a ese extraño cuarto que el concurso llama Confesionario, y le mostraron las imágenes. La voz en off que hace de panóptico en el programa la guiaba por la perversa mayéutica de hacerle entender que había sido presuntamente violada. Desatendía sus peticiones de que aquello parase y los síntomas de ansiedad que iban creciendo, para acabar con la magnánima concesión de decirle que su novio ya había sido expulsado de la casa. Y que ella también lo sería, por cierto: porque aquello “no podía trascender”. Carlota pedía que le dejaran salir de allí, hablar con sus amigos. Las cámaras seguían grabando.
Dos años después, cuando el caso está a punto de llegar a juicio, un medio ha tenido acceso a aquel vídeo, que al menos se tuvo la sensatez de no difundir en su momento, probablemente más por una prudencia legal que por un límite moral, dado que montado sí que estaba. Ese medio ha mostrado fragmentos y lo ha contado entero, con detalles.
Recuerdo cuando se emitió la primera edición de Gran Hermano. Yo era una adolescente que miraba la tele sorprendida de ese nuevo concepto de programa: que nos mostrasen algo que, decían, era lo mismo que nuestras propias vidas. Qué extraña idea. Veinte años más tarde, ya nos parece que los reality shows siempre han estado ahí: los de los que cantan, los de las que cocinan, las mil y una versiones de permitirnos mirar por la mirilla. Pero eso no es todo: veinte años más tarde, sin darnos casi cuenta, hemos convertido nuestras propias vidas en versiones más o menos postureantes, más o menos sarcásticas, de un Gran Hermano permanente.
Los días se nos saturan de imágenes de supuesta realidad.
Sin embargo, ya sabemos que la representación no tiene demasiado que ver con la realidad. Es más bien el mandato que la configura. Igual que cuando vamos a una nueva ciudad buscamos la imagen de la postal para hacernos una foto en ella, o en el súper buscamos la manzana roja y lisa porque hace mucho que no miramos un árbol sin filtros. En nuestras casas, nuestros cuerpos, nuestras relaciones, nuestros trabajos, definimos lo normal y lo aberrante en función de lo que nos dice ese reality 24h que nos entra por todas las pantallas.
El próximo lunes es 25 de noviembre, día internacional contra la violencia de género. En estos veinte años también hemos aprendido a entender que violencia no son solo los golpes. Que hay violencia cuando no se escucha un “no”; que hay violencia en esas imágenes que mandatan cómo debemos ser. Pero, en un tiempo post #MeToo, hay una vuelta de tuerca distópica en que el reality permanente pueda tener los focos puestos también sobre ese daño y su curación.
La imagen que encabeza estas líneas no es la de Carlota. No podría serlo: cada reproducción de esos fotogramas alimenta la contradicción de clickbait y doble moral que late detrás de la supuesta denuncia.
Pero es que esta imagen no es siquiera la de una mujer real. Es la foto de Woman and Child, una escultura de Sam Jinks que forma parte de una exposición sobre el hiperrealismo que se inauguraba hace unos días en Liège, Bélgica. Una mujer de silicona y fibra de vidrio detenida en la fragilidad del abrazo a un bebé. El movimiento hiperrealista nació en los años 70 con la premisa de conseguir la reproducción más exacta posible del objeto representado. Un ejercicio que, sin embargo, no se agotaba en el virtuosismo de la copia, sino que en su extrema exactitud quería generar la extraña confusión de no saber si algo es real o una representación. Mostrar también, así que pese a toda la presunta objetividad que queramos desplegar, siempre elegimos qué es lo que representamos. Y también, por otro lado, que al fijarnos mucho en los detalles de una visión detenida podemos darnos cuenta decosas que se nos escapan en el constante fluir de las imágenes.
Necesitamos mirarnos con atención para conjurar la violencia que supone el vernos todo el tiempo. Fijar los ojos en una arruga, en una grieta de la piel, para que no nos engañen los filtros que dicen que no deberían estar ahí. Fijar los ojos en un gesto, en una vivencia, para que no nos engañe el relato acelerado que nos cuenta que todo es normal, cuando es terrible.
Ser capaces de volver a ver, a ver realmente, las lágrimas de Carlota.
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