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Las falacias de la ideología neoliberal — César Tejedor de la Iglesia
El neoliberalismo como ideología
Darwin no se daba cuenta de qué sátira tan amarga escribía acerca de los hombres, y en particular acerca de sus compatriotas, al demostrar que la libre concurrencia, la lucha por la existencia que los economistas ensalzan como la más alta conquista de la historia, es el estado normal imperante en el reino animal.
(Engels, Dialéctica de la naturaleza, Introducción)
La tarea del escepticismo en la actualidad es más urgente que nunca. Vivimos en un mundo en el que resulta más fácil dejarse llevar por supuestas opiniones convertidas en dogmas por quienes detentan el poder que atender al mero sentido común. Esto ocurre muy a menudo en el ámbito de la “ciencia económica”, expresión que en la mayoría de los casos enmascara lo que en realidad no es más que “ideología económica”. Hoy, la ideología económica del neoliberalismo es el nuevo dogma del mundo capitalista. Y la cuestión no es baladí, pues tiene repercusión directa en la vida de las personas.
Resulta tan difícil como necesario aplicar la duda escéptica a dogmas ideológicos tan enquistados en la mentalidad colectiva que han llegado a considerarse el último y más excelso estadio de la evolución social de la humanidad. Esta es la famosa afirmación de Francis Fukuyama en su controvertido libro de 1992 El fin de la historia y el último hombre. Como su propio nombre indica, el neoliberalismo pretende recuperar y reforzar las tesis del liberalismo económico del s. XIX, al tiempo que declara la muerte del reducto socialista que latía en el corazón del decadente Estado del Bienestar. Estado del bienestar que no duda en declarar fallecido por causas naturales, mientras se afana en asestarle las puñaladas que hagan falta por la espalda. Sin embargo, ahora el contexto ha cambiado. Si el liberalismo económico del siglo XIX se desarrollaba en el marco de un modo de producción eminentemente industrial y nacional, ahora el nuevo caldo de cultivo del neoliberalismo es el contexto financiero en el que se mueve el capitalismo global. No obstante, los dogmas sobre los que se asienta permanecen inalterados, para solaz de Francis Fukuyama y quienes se adhieren hoy a su afirmación apocalíptica.
El neoliberalismo se puede definir como una ideología de carácter economicista que considera como primer y único objetivo del Estado el crecimiento económico, bajo el presupuesto de que la solución a todo problema social pasa por un sistema económico saneado. Identifica el crecimiento económico con la acumulación capitalista, y considera la iniciativa privada y la libre competencia como los únicos medios rentables para generar crecimiento. Es importante recordar en este punto que el crecimiento económico se refiere al porcentaje en el que la producción de bienes y servicios de un país se incrementa anualmente. El indicador para medir la producción es el PIB (Producto Interior Bruto). Pero el PIB se refiere únicamente al valor monetario de la cantidad producida, es decir, los precios de los productos y la cantidad vendida en el mercado, sin tener en cuenta otros factores vinculados al bienestar social o a la sostenibilidad medioambiental. Cualquier traba o intervención del Estado en los propios mecanismos reguladores del mercado es considerada como una injerencia perjudicial para el interés general, además de una inmoralidad en tanto que obstruye la libertad y la iniciativa creadora de los individuos. El profesor de Harvard Robert Nozick consideraba a este respecto que el Estado debe limitarse a ser un “Estado mínimo”, cuya función se desmarca de cualquier ficción intervencionista y se reduce a la mera salvaguarda del derecho a la propiedad privada. Su función se limita a garantizar que se cumplan los contratos privados (1). La receta neoliberal consiste por tanto, entre otras cosas, en implementar políticas de reducción salarial para abaratar el coste de producción, poner el poder del Estado al servicio del capital en general y de las inversiones financieras en particular, fomentar la iniciativa privada, reducir al mínimo las subvenciones y ayudas públicas, reducir la financiación pública de servicios e impulsar su privatización, o contener el poder de los sindicatos.
Como corolario de la consideración del Estado como Estado mínimo, desmarcado de la función correctora del mercado que le atribuye el malogrado Estado del bienestar, la ideología neoliberal tiende a considerar la inversión pública, a la que intencionadamente se tiende a denominar “gasto público”, como algo absolutamente improductivo, en tanto que no genera crecimiento económico. La considera, en todo caso, como un acto gratuito de caridad, no como un deber de justicia social por parte del Estado. Incluso considera la redistribución de las riquezas y la ayuda social como un gasto inútil y contraproducente para los propios beneficiarios, aún en los casos de pobreza extrema (2). En circunstancias de crisis económicas como la iniciada en 2008, los gurús del neoliberalismo afirman que la reducción del déficit público pasa por la eliminación del gasto público, y por la desregulación radical del mercado. Así, considera que el primer paso para salir de la crisis consiste en la externalización (término cargado de intención, en tanto que encubre una simple y llana privatización) de los servicios públicos, que entran automáticamente en el juego de la rentabilidad económica y la libre competencia.
El neoliberalismo va de la mano del proceso de la globalización capitalista. Este proceso viene definido por la idea de que el capital es el único criterio normativo del mercado. La virtud por antonomasia en el capitalismo es el oportunismo para saber invertir en el momento preciso y en el sector preciso, con el único objetivo de maximizar el beneficio financiero. El éxito se calcula en cifras. El capital se convierte en principio y fin del juego capitalista. La economía deja de estar al servicio de las necesidades humanas, para pasar a ser sierva del capital. Este proceso de mundialización capitalista supone en muchos casos la externalización de los costes humanos, ecológicos, sanitarios y sociales, como condición para producir riqueza, lo cual contradice la propia tesis del liberalismo económico según la cual todo emprendedor debe asumir todos los costes de su iniciativa para tener legítimo derecho a disfrutar de todos los beneficios sin tener que rendir cuentas con el Estado mediante impuestos.
La ambición por el beneficio erigida en meta de la economía de mercado parte de un presupuesto antropológico según el cual el egoísmo y la competencia son componentes intrínsecos a la naturaleza humana. El afán de lucro individual se convierte así en el principal motor de la economía. Incluso se acepta entre los economistas que la búsqueda del beneficio para uno mismo se puede definir como un “comportamiento racional”, considerando racional a quien actúa guiado únicamente por su propio beneficio e irracional a quien actúa guiado por otras motivaciones altruistas. Igualmente se reconoce como un principio derivado de la propia naturaleza humana el principio de “no saturación”, según el cual siempre es mejor más que menos. De este modo, el neoliberalismo favorece que las políticas estatales terminen apoyando a quienes más éxito han acreditado al buscar incrementar sus beneficios particulares, pues son ellos quienes van a conseguir aumentar el porcentaje del PIB de un país, a través del cual se mide el crecimiento económico general.
La idea de que el egoísmo particular no necesariamente es perjudicial para la sociedad se erigió pronto en la piedra angular del liberalismo económico. La expresión de la “Mano Invisible” y del “laisser faire, laisser passer” fue acuñada por Adam Smith en La riqueza de las Naciones (1776) (3). Si el mercado lo regula todo, el individuo no tiene más que seguir sus intereses egoístas como hacen todos los demás. No hacerlo puede resultar contraproducente, no solo para él mismo, sino también para la sociedad en su conjunto.
Así es como se va reforzando la idea de la atomización de las personas, que se entienden en el ámbito económico como egoístas racionales, guiados por una razón instrumental que calcula ventajas y beneficios, sin importarle ya otros fines más allá del dinero. Los medios sustituyen a los fines. El dinero sustituye al ser humano como finalidad última de la actividad económica, y configura una imagen de la sociedad en la que la competencia sustituye a la cooperación, el egoísmo a la solidaridad.
Muchas veces es la realidad empírica la que pone de manifiesto la falacia de ciertos dogmas. Otras veces, la falacia se enmascara con argumentos de tipo ideológico que desacreditan cualquier tipo de opinión heterodoxa. El neoliberalismo se levanta hoy en día sobre una serie de dogmas que es preciso analizar con sentido crítico (en muchas ocasiones basta con el sentido común) y someter al examen de la experiencia. A continuación analizaré lo que a mi juicio son los dogmas principales de la “ciencia económica” actual, con el objetivo de desenmascarar las falacias de la ideología neoliberal.
De la búsqueda egoísta del interés particular surge el bien común
Los defensores del liberalismo económico suelen afirmar que en el sistema capitalista los emprendedores y las empresas buscan satisfacer las necesidades de los consumidores antes que perseguir el beneficio privado. Por eso, dicen, las empresas se definen por un impulso altruista más que egoísta. De la misma manera, consideran que la propiedad privada sin restricciones y la división del trabajo obligan a que los empresarios deben preocuparse por satisfacer los fines de los demás antes que los suyos propios (Rodríguez y Rallo, 2011: 30). El egoísmo se disfraza de mezquino altruismo.
Para empezar, considerar que la motivación principal de los emprendedores y de los empresarios es altruista contradice la propia esencia del “capitalismo”, cuyo nombre ya pone de manifiesto la finalidad última del sistema económico. Evidentemente, quien crea una empresa tiene como objetivo vender unos productos o unos servicios para conseguir ganarse la vida y generar beneficios. Y por eso hará estudios de mercado sobre la demanda y el precio de los productos que pretende vender. Elegirá crear una empresa de un producto o servicio que considere muy demandado, con coste lo más bajo posible y con el mayor margen de beneficio posible. Esta es la lógica propia del modo de producción capitalista mercantil o financiero (cuyo excedente se obtiene a partir del intercambio de mercancías o de dinero):
C – M/Nec. – C+
Se invierte un dinero inicial (C) con el que se compran los medios de producción, la infraestructura y la fuerza de producción para producir una mercancía que pueda satisfacer necesidades de la población lo más rentables posibles (M/Nec.). Es en este punto donde aparece la falacia: no importa qué tipo de necesidades sean, ni siquiera si son reales. Ya existen mecanismos como la publicidad y el marketing que permiten inocular nuevas necesidades –cuanto más perecederas mejor, totalmente artificiales, y no necesariamente sostenibles ni saludables- a los individuos, indefensos ante la presión que ejercen las marcas en un espacio público cada vez más contaminado comercialmente (4). No importa si los últimos modelos de telefonía móvil que hay en el mercado se producen con coltán, extraído en condiciones inhumanas y muy nocivas para la salud por niños explotados en las canteras del Congo. Ni siquiera importa si son realmente necesarios esos modelos de vida útil tan reducida, existiendo la posibilidad de satisfacer esa necesidad de comunicación de formas más sostenibles social y ecológicamente. Como dice el economista estadounidense Harvey (2010: 94), “el perpetuo surgimiento de nuevas necesidades es una condición crucial para la continuidad de la expansión sin fin de la acumulación de capital”. El objetivo último de la empresa no es satisfacer las necesidades básicas del mayor número posible de seres humanos, sino la acumulación de capital (C+), maximizar el margen de beneficio empresarial. De ahí la defensa neoliberal de la desregulación del mercado. Todo aquello que amenace el margen de beneficios (los costes laborales, los impuestos destinados a financiar servicios públicos y/o sociales, las trabas burocráticas, las restricciones administrativas, etc.) debe ser eliminado para favorecer la acumulación capitalista.
Sin embargo, hay que ser cautos con este análisis. Como ya advertía Marx, no es al empresario al que hay que convertir al enemigo. No necesariamente se puede presuponer maldad y falta de escrúpulos al burgués capitalista. Es el propio sistema capitalista el que le obliga a actuar despiadadamente en esa lucha por la supervivencia económica. Una empresa que no se proponga el objetivo de maximizar el capital está condenada al fracaso en el seno de este sistema financiero. La competencia obliga no solo a despreciar los fines altruistas y desinteresados que pudiera motivar comportamientos más éticos y sostenibles en el mundo empresarial, sino que favorece la práctica de medidas abusivas que vulneran la dignidad de los seres humanos. No se podría explicar de otro modo, si no es atendiendo a esta inversión de medios y fines, el hecho de que en determinadas circunstancias una empresa, si quiere sobrevivir, necesariamente se vea abocada a almacenar o incluso destruir parte de su producción para evitar una caída de precios (y consecuentemente una disminución de ganancias), aunque tres cuartas partes de la población mundial, incapaz de adquirirla, la necesite urgentemente por razones de mera supervivencia.
Pero sin duda lo que revela con más claridad la falacia de la finalidad altruista del modo de producción capitalista se nos oculta deliberadadmente, y generalmente se encuentra fuera de nuestras fronteras, fuera del alcance de nuestros ojos, en una especie de limbo informativo del que nadie habla ni quiere hablar. Y sin embargo las llevamos adheridas al cuerpo. Se trata de las Zonas de Procesamiento de Exportaciones (ZPE) (5). Basta con fijarnos en las etiquetas de las prendas que vestimos: el famoso “Made in…”. Sri Lanka, Indonesia, China, Vietnam, Filipinas, Taiwán son algunos de los lugares donde se localizan estas ZPE. ¿Cómo es posible que todos los productos de reconocidas marcas multinacionales como Nike, Adidas o Zara hayan sido fabricados en esos lugares? La razón es sencilla. Las grandes marcas multinacionales hace tiempo que dejaron de producir ellas mismas sus propios productos, para centrar su inversión en la marca, que es lo que vende. “Los productos se hacen en las fábricas; las marcas es lo que compra el cliente”. Tal es desde hace varias décadas el lema de las grandes empresas multinacionales que llenan de mensajes publicitarios cada esquina por la que pasamos. Las multinacionales (las triunfadoras si nos atenemos a los parámetros de la sociedad capitalista) dejan literalmente de invertir sus pingües recursos en fábricas que exigen mantenimiento físico, máquinas y empleados caros, para dedicarse a expandir su marca, a mejorarla, a ponerla al alcance de los niños, potenciales consumidores de ideas y de estereotipos. En lugar de hacer sus propios productos, “externalizan” su producción. Escarban el mercado para localizar las fábricas capaces de manufacturar productos tan baratos que les permita comprar a un precio irrisorio para vendernos después sus productos con un incremento a veces del 2000% sobre el precio de coste. Esas fábricas están en las ZPE, que son grandes terrenos situados a las afueras de las ciudades en países subdesarrollados o en un estadio poco avanzado de desarrollo, a los que se otorgan importantes incentivos para atraer la inversión extranjera (exenciones impositivas, leyes tolerantes con la contratación de trabajadores, servicios militares gratuitos por parte del Estado). Dentro de las ZPE las fábricas no pagan gravámenes de importación y exportación, los sueldos de los trabajadores están por debajo del nivel de la supervivencia, la jornada laboral ilimitada, la gestión de corte militar, las medidas de prevención de riesgos laborales inexistentes. Reina el miedo propio de un sistema donde la competencia atropella a seres humanos sin remordimiento alguno. Los gobiernos de los países pobres temen que cierre su industria, las fábricas temen perder sus marcas-clientes, y los obreros temen perder sus inseguros pero imprescindibles puestos de trabajo. Y en este panorama, las grandes empresas multinacionales logran incrementar sus beneficios desorbitadamente deshaciéndose al mismo tiempo de la incómoda idea de que el fabricante es responsable de sus empleados. Los despidos resultantes de este proceso de externalización de las fábricas son solo una pequeña manifestación del gran despropósito moral que entraña la globalización capitalista. Los grandes empresarios se centran en las necesidades de las marcas, no en las de los obreros. Las grandes marcas traspasan la responsabilidad social de la producción a los contratistas, que se ven obligados a esclavizar a los trabajadores de las ZPE si quieren no ahuyentar a la marca que compra sus productos a precio irrisorio. Para ello los gobiernos de esos países pobres miran para otro lado, temerosos de ahuyentar a las grandes marcas que les hacen pedidos al por mayor.
Sin duda, hay empresas que no siguen estos parámetros y además de buscar un margen de beneficios aceptable intentan hacerlo de modo más sostenible y aplicando políticas de empleo y producción más respetuosas con la dignidad humana. Estas son generalmente las pequeñas y medianas empresas. Pero son estas empresas las que tienen más dificultades para competir con los bajos precios y las políticas intimidatorias de las grandes multinacionales que terminan eliminando a sus humildes competidoras mediante estrategias que solo están al alcance de las empresas con gran volumen de capital. Algunas de esas estrategias son la búsqueda de sinergias, la guerra de precios, los “precios predatorios” (la reducción de precios de venta de un producto por debajo de sus costes medios con el propósito de eliminar a la competencia y, una vez que esta haya desaparecido, elevarlos a niveles estratosféricos), o la “canibalización” del mercado (consiste en saturar una zona con tiendas de un mismo segmento, hasta que la competencia en ese segmento se haga tan feroz que las ventas bajen incluso en las propias tiendas de la cadena caníbal, hasta que desaparezca la competencia) (6).
Hay vías tanto a nivel nacional como internacional para hacer la producción más sostenible social, ecológica y éticamente. Por ejemplo, a través de lo que se ha llamado la política de “responsabilidad social de la empresa”, que considera que el Estado debería premiar o incentivar mediante desgravaciones fiscales, leyes u otros mecanismos la creación de empresas que abogan por una gestión cualitativamente más humana de su actividad económica y penalice a aquellas que solamente tengan en cuenta la búsqueda cuantitativa de mayor beneficio para sus propietarios. Pero eso es precisamente a lo que se opone la política neoliberal, pues supone justamente una intervención pública en la economía, una regularización del mercado y una limitación de la propiedad privada.
Por lo tanto, la experiencia cotidiana y la práctica real de las empresas con las que tratamos día a día nos ofrecen una prueba irrefutable de la falacia que supone la fábula de las abejas de Mandeville y la teoría de la mano invisible de Smith. Un mundo donde la única brújula de los individuos es el afán de lucro, donde el crecimiento económico es el único criterio del éxito estatal y empresarial, donde la competencia se erige como el mejor mecanismo para extraer beneficios del capital, en definitiva, un mundo donde cada cual persigue únicamente su propio beneficio como fin supremo, es un mundo donde se instaura la guerra hobbesiana del todos contra todos, donde se convierte en norma la instrumentalización de los seres humanos invirtiendo el imperativo categórico kantiano. Los daños se extienden como una plaga hacia la vulneración de la dignidad humana y la consecuente reducción de la libertad de muchos seres humanos, paradójicamente bajo la coartada del mercado “libre”.
El mercado es el más justo regulador y generador de bien público
Las falacias se sostienen unas en otras. Para los paladines del neoliberalismo, un mercado desregularizado (la “Mano invisible” de Adam Smith) es el único mecanismo legítimo para no obstaculizar la libertad de los individuos a la hora de fijarse sus propios objetivos y sus prioridades. El mercado por sí solo, a través de la ley de la oferta y la demanda, regula y tiende a equilibrar las posibles distorsiones que se produzcan en las transacciones comerciales. En este marco, los especuladores que operan en el mercado tienen un papel claramente beneficioso para la sociedad, pues “evitan las grandes fluctuaciones en los precios y redistribuyen los bienes económicos a aquellas zonas o momentos en los que resultan más valiosos” (Rodríguez y Rallo, 2001: 49). Este es probablemente el dogma más representativo, y a la vez más falso, del neoliberalismo.
Nuevamente basta con abandonar las alargadas pantallas de inestables números verdes y rojos de las bolsas del mundo y asomarse a la realidad social que muestra el panorama mundial para advertir su evidente falsedad. La tesis de que el mercado es un mecanismo de autorregulación que genera utilidad pública conlleva un juicio de valor implícito injustificable, el consistente en considerar el equilibrio que surge de la ley de la oferta y la demanda como un buen equilibrio. La gran desigualdad a nivel mundial es el resultado de un mercado que a falta de regulación favorece la acumulación capitalista de unos pocos y condena a la miseria a la mayor parte de la población mundial. La idea de la desigualdad creciente como consecuencia inmediata de la desregularización y la privatización neoliberal la han demostrado numerosos economistas –Basu (2013), Harvey (2010), Piketty (2013) y Felber (2012)– sobre la base de diferentes estudios empíricos y datos estadísticos que no podemos reproducir aquí. Es esta la “gran mentira” de nuestro mundo actual que ha sabido muy bien denunciar el profesor J. A. Pérez Tapias (2007: 95): “la de un mercado global que solo cínicamente se puede llamar mundial, cuando centrifuga a la marginalidad más absoluta a millones de personas de nuestra humanidad”.
Pero antes de analizar las motivaciones ocultas y las consecuencias de la desregulación en nombre de las leyes del mercado, es preciso analizar a qué nos referimos cuando hablamos del mercado.
El 17 de septiembre de 2012 la canciller alemana Angela Merkel hacía unas declaraciones que se han convertido en el leitmotiv de todos los gobiernos liberales del mundo desarrollado: “La Eurozona no puede decepcionar a los mercados”. De entrada, sorprende la facilidad con la que se tiende a humanizar a los mercados, al tiempo que se instrumentaliza y se deshumaniza a las personas. “No hay que asustar a los mercados”; “conviene seducir a los mercados”; “los mercados ven con buenos ojos las medidas del gobierno X”; “los mercados no se fían de las medidas X. Son solo algunos de los tópicos que escuchamos en los telediarios o que leemos día tras día en los periódicos, al lado de otras noticias sobre desahucios de personas en paro, pateras de inmigrantes, o tragedias en fábricas textiles del Tercer Mundo (en alguna de las ZPE). ¿Pero quiénes son los mercados? Es importante aclarar que en el contexto actual, cuando hablamos de los mercados nos referimos a los mercados financieros. Ya no estamos en el mismo contexto en el que Adam Smith desarrollaba la idea de la búsqueda del propio interés. Por aquel entonces la economía aún tenía un carácter local y las empresas eran pequeñas y carentes de poder. No había sociedades anónimas ni globales, ni un movimiento libre de capital, ni billonarios fondos de inversión. Hoy aquel liberalismo económico en ciernes se ha convertido en neoliberalismo, cuyo signo distintivo es la deslocalización del mercado, así como la inmaterialidad y la volatilidad de los valores con los que se especula en él. Los mercados ya no están compuestos por gente que quiere comprar o que quiere vender productos o servicios. Ahora los únicos mercados que importan a nivel macroeconómico y político son los centros donde confluyen quienes quieren comprar o vender dinero. Por un lado, acuden a ellos quienes necesitan dinero para financiar sus actividades económicas, y por otro, quienes están dispuestos a prestarlo si ven una oportunidad de rendimiento segura sin que ello suponga asumir un riesgo excesivo a perder su dinero. En resumen, solo dos tipos de personas o entidades confluyen en los mercados: los financiados y los financiadores.
Cuando la canciller alemana advierte de la imperiosa necesidad de no decepcionar a los mercados, en realidad no se está refiriendo a todos los componentes que acuden a él, ni siquiera a la mayor parte de ellos. La dignidad y el respeto incondicionado quedan reservados a una parte: solamente a los financiadores. Prestamistas con holgura económica, particulares ricos, y sobre todo, entidades financieras, son los potenciales financiadores en los mercados, y a los que hay que mimar y rendir pleitesía para poder acceder a un préstamo o un crédito que en ningún caso se concede, de hecho, de forma altruista o solidaria, sino bajo la condición ineludible del beneficio económico que ha de generar para quien lo concede. Particularmente irrisorio para el sentido común es el caso de los bancos, que se erigen como meros intermediarios en los mercados de capitales: captan el capital que ahorran unos agentes para proporcionárselo a otros que lo necesitan para llevar a cabo sus actividades, y se lucran con altos intereses por traficar y especular con un dinero que ni siquiera les pertenece (7). De esta forma, quienes viven únicamente gracias a su trabajo asalariado, que como mucho pueden acceder a formar parte del grupo de los financiados, quedan vendidos ante el frenesí por el lucro económico que genera la especulación (no el trabajo) de los financiadores. Los gobiernos neoliberales de los distintos Estados se imponen como primera obligación atender a los deseos y peticiones de aquellos que tienen suficiente dinero para poder prestarlo. Se endiosa así a los financiadores, que pasan a ser valores en sí mismos, de modo que se impone como primer deber común de toda la ciudadanía impedir que tengan pérdidas o que se topen con algún obstáculo en la carrera por la acumulación del capital que solo ellos libran, aunque suponga un coste social alto.
La recapitalización del sector financiero con enormes cantidades de dinero público pone de manifiesto la contradicción interna de esta suerte de fundamentalismo del mercado, contradicción que consiste en criticar la financiación por parte del Estado de los servicios públicos, que a pesar de ser justamente de interés general son considerados por el neoliberalismo como un lujo carísimo, y aceptarla implícitamente para reparar los daños inducidos por las más inverosímiles especulaciones financieras de empresas o intermediarios de capital privados. Peña-Ruiz (2010: 54) ha denunciado esta contradicción interna entre los principios del neoliberalismo y la realidad visible: “La externalización de ciertos costes es una forma de hacerse asistir por la colectividad pública y el Estado, mientras se está rechazando el principio mismo de la intervención de este en la vida económica. […] La economía capitalista globalizada es, por tanto, una economía asistida”.
El mercado “libre”, lejos de ser un mecanismo mágico de autorregulación de las transacciones económicas y financieras, es el marco en el que se impone una nueva dictadura, la dictadura del capital. Se genera un sistema en el que el capital llama al capital. Las grandes fortunas gozan cada vez de mayores oportunidades de enriquecerse a través de la simple especulación, a costa de quienes dependen de su trabajo para ganarse la vida. El mercado se pone al servicio tan solo de aquellos que lo utilizan para sacar beneficio privado, en ningún caso contempla la promoción de la utilidad pública. En definitiva, el mercado “libre” solo es libre para algunos (Felber, 2012:34), los que pueden participar en él activamente y retirarse indemnes de cualquier transacción comercial. En cambio, muchas personas no disfrutan de tanto margen para decidir si comprar alimentos hoy o esperar a que las condiciones del mercado sean más favorables, o para alquilar o comprar una casa donde vivir. Muchas pequeñas empresas no pueden decidir si pueden renunciar a las transacciones como otros, porque son en gran medida dependientes, de la misma manera que muchas personas no pueden decidir si quieren aceptar un crédito hoy o mañana. La urgencia de la insolvencia cae sobre ellos como la espada de Damocles, y se ven obligados a asumir las condiciones que se le imponen al solicitar el crédito.
En la nueva dictadura que viene de la mano de la ideología neoliberal, la ética y la política quedan al servicio del capital. La economía monetaria o financiera, en la que se mide el medio (valor de cambio) en vez de la meta (utilidad social), ha fagocitado a la economía real, en la que los intercambios comerciales deberían ir orientados a satisfacer las necesidades de la población mundial, es decir, a maximizar la utilidad social. El neoliberalismo se constituye así como una ideología económica que defiende los intereses de aquellos que acumulan más capital, sin ningún tipo de repercusión en el bienestar de la sociedad en su conjunto. Los valores monetarios sustituyen a los valores sociales, las necesidades humanas se ponen al servicio del capital. Según Felber (2010: 19), “la medición unilateral del rendimiento mediante indicadores monetarios es una causa importante de la deshumanización de la economía científica”. Así, puede darse el caso de que un país con un alto PIB albergue más pobreza que otros con menor PIB, de la misma forma que puede ocurrir que en épocas de crisis económicas aumente el porcetaje de población que vive por debajo del umbral de la pobreza al mismo tiempo que aumentan los beneficios de los más ricos. Tal es el caso de España desde que comenzó la crisis económica de 2008 (8).
Diversos ejemplos de medidas neoliberales que se han convertido en habituales estos últimos años ponen de manifiesto esta tergiversación de medios y fines. El 11 de noviembre de 2012 el ministro de exteriores español García-Margallo anunció una serie de medidas que servirían para atraer la inversión en España de capital extranjero. La medida estrella consiste en importantes ventajas fiscales para las grandes multinacionales que se asienten en España. Si las grandes multinacionales en España tributaban ya al 5%, ahora se les permite no tener que pagar impuestos, mientras que los ciudadanos tienen que pagar un 21% de impuestos por la barra de pan que compran todos los días para comer, o las pequeñas y medianas empresas, que tributan algunas de ellas por encima del 30%. “Ahora España tiene un régimen fiscal de los más competitivos de la UE”, anunciaba orgulloso el ministro. Esta medida es otro ejemplo de una regulación al servicio del capital, no de las necesidades de la sociedad. España se convierte así en un paraíso fiscal para las grandes empresas multinacionales, que ni mucho menos están en las mismas condiciones que los ciudadanos y las pequeñas y medianas empresas, cada vez con más dificultades para competir con los grandes monstruos del mercado global.
El economista Enrique Lluch ha desvelado el componente discriminatorio de otras medidas de carácter neoliberal, entre las que destaca la subida de impuestos a los ciudadanos, bajo la doble coartada de la imperiosa necesidad de ganar la confianza de los mercados cumpliendo con los objetivos de reducir el déficit público, a la vez que se eliminan derechos sociales. Dice Lluch (2012: 50): “Es evidente que estos [impuestos] son los que mayor capacidad recaudatoria tienen, pero también lo es que sigue manteniéndose así un trato privilegiado a aquellos que tienen mayores ingresos ya que, ni se suben los impuestos a las rentas más altas ni se plantean nuevos impuestos sobre los movimientos de capital”. Especialmente sangrante para el sentido común es este segundo aspecto que destaca Lluch: “Mientras que cada vez que compramos una barra de pan para comer tenemos que pagar un porcentaje en concepto de impuestos, no sucede lo mismo cuando adquirimos una acción, o un bono del tesoro o cualquier instrumento financiero”. Es evidente que quienes tienen capacidad para comprar productos financieros o para especular con su dinero en la bolsa no son precisamente los que se ven acuciados por las urgencias del presente. Se da así una situación rocambolesca. Aquellos que viven de su trabajo sufren mayor presión fiscal que quienes no necesitan trabajar para engordar sus arcas particulares o quienes ganan dinero especulando a través de movimientos de capital, que están libres de impuestos.
Estas dos pinceladas de la gran falacia del mercado desregularizado (que como hemos visto solo lo es para algunos, en beneficio de otros) muestra la doble moral que lleva asociada la ideología neoliberal: las obligaciones éticas y las virtudes públicas se exigen solo a los ciudadanos, mientras que el libre albedrío se reserva a las grandes fortunas. Los poderosos no se cansan de predicar la misericordia y la solidaridad desde púlpitos de oro, del mismo modo que la clase política impone la austeridad sin renunciar en ningún caso a sueldos y sobresueldos vitalicios.
Como apuntábamos más arriba, la consecuencia inevitable que se deriva de esta falacia del mercado “libre” es el incremento de las desigualdades. Al convertir la maximización del beneficio en un fin en sí mismo, el neoliberalismo se convierte en una ideología económica rentable a corto plazo para los más ricos, despreciando el coste ético, social y ecológico que supone a largo plazo para la ciudadanía en general. Definitivamente, el capitalismo neoliberal es alérgico a valores éticos de carácter universalista. Pérez Tapias (2007: 108) ha resaltado esta contradicción evidente de la política neoliberal: “El capitalismo neoliberal es una solución regresiva –esto es, no es solución– a las crisis de la postmodernidad, y no aporta salidas positivas ni para lo urgente, que es la supervivencia amenazada, ni para lo importante, que radica en la defensa incondicional de la dignidad quebrantada”.
La lógica de la desregulación es neutral y aséptica, respeta la libertad de todos
Veamos ahora otro dogma de la ideología neoliberal que tiene que ver con su propia nomenclatura, en tanto que encierra un significado falaz del término “libertad”. La libertad de todas las personas para perseguir sus propios fines solo es preservada en un contexto donde no se les impongan restricciones de ningún tipo ni se beneficie a unos a costa de otros. La redistribución de las riquezas que defienden las teorías socialistas del Estado es una clara imposición coactiva por parte del Estado que coarta la libertad de los individuos. Quitarle a las personas lo que poseen en contra de su voluntad no es digno, ni tampoco crea riqueza. La libertad y la propiedad privada son la condición indispensable de la prosperidad. Sin el respeto incondicionado de las primeras tampoco se da la segunda. Este es el tercer dogma del neoliberalismo. Pero también este se revela esencialmente falaz cuando desenmascaramos la lógica de la dominación que lleva asociada la idea de la privatización de los servicios públicos.
Privatizar servicios públicos significa abandonar a muchas personas a su suerte, desde el momento en que el acceso a determinadas necesidades básicas (educación, sanidad, transporte…) dependen exclusivamente de su capacidad económica. Los derechos sociales dejan de estar garantizados por el Estado, con el grave riesgo que supone para la equidad y la igualdad de oportunidades, así como para la libertad de conciencia y de pensamiento. Desde mi punto de vista, es esta relación de proporcionalidad inversa entre marginalidad social y libertad uno de los principales riesgos que entraña la ideología político-económica del neoliberalismo. A mayor marginalidad social, menor libertad, y viceversa.
Un libro ya clásico de T. Marshall publicado bajo el título Ciudadanía y clase social en 1949 expuso la idea de que el ejercicio genuino por parte de toda la ciudadanía de los derechos cívico-políticos (los derechos y libertades de primera generación) no es posible en un sistema donde no se garantizan los derechos económico-sociales (derechos de segunda generación). Dicho de otra forma, los derechos sociales son la condición real de posibilidad del ejercicio efectivo, autónomo y responsable de los derechos de primera generación. Un ejemplo puede ilustrar esta tesis: a un minusválido cuya movilidad queda reducida a lo que le permite su silla de ruedas le sirve de muy poco que se le reconozca el derecho a la libertad de movimientos, si no hay de hecho transportes públicos con acceso adecuado para personas en su situación o si todos los bordillos de la vía urbana levantan un palmo del suelo. ¿Puede considerarse justo desde el punto de vista de la dignidad humana apelar a la libre iniciativa particular de los ciudadanos para cargar a esa persona con todos los gastos que suponga el efectivo ejercicio de su derecho? De la misma manera, la libertad de opinión, de pensamiento, de conciencia, el derecho al voto, y todos los demás derechos de primera generación quedan en papel mojado si el Estado no garantiza la igualdad de oportunidades protegiendo a los más desfavorecidos, pues la ignorancia (efecto inmediato de la ausencia de un sistema de educación público, laico y gratuito) y la miseria (consecuencia de la ausencia de una vida digna en el ámbito más elemental, el de la supervivencia) anulan de raíz cualquier posible beneficio que puedan reportar tales derechos, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. En otras palabras, el derecho de implica el derecho a. Kant (1986: 38) ya había adelantado que los ciudadanos no son meros depositarios pasivos de derechos, sino que tienen que hacerse “capaces de poder ejercerlos”, y en ello radica la responsabilidad de un buen gobierno No se puede entender que a un individuo se le reconozca solo legalmente un derecho si no se le ofrecen los medios necesarios para ejercer ese derecho.
Privatizar servicios públicos significa eludir la responsabilidad que el Estado tiene con la dignidad de las personas en tanto que se desentiende del irrenunciable coste social y humano que conlleva. Se impone la versión liberal de la ley del más fuerte, la versión más salvaje y deshumanizadora, aquella que discrimina en función de las capacidades económicas de cada cual. Y es entonces cuando la teoría de la irresponsabilidad en materia social, tal y como queda instituida a través de la externalización de los costes sociales, deja de ser neutral y aséptica y se convierte en un instrumento ideológico al servicio del capital, en tanto que se constituye como el resorte más efectivo de la búsqueda del beneficio económico de unos pocos.
El ejemplo paradigmático lo encontramos en el ámbito de la educación. La educación pública se caracteriza esencialmente por la independencia ante los grupos de presión de la sociedad, la neutralidad valorativa y la universalidad de la enseñanza. Cuando la educación se privatiza se convierte en mercancía, y entonces queda a merced de los intereses vigentes en la sociedad del momento. Este proceso solo puede desembocar en una perversión del ideal emancipatorio que define a la Escuela, pues despoja a la educación de su carácter universal, humanista y desinteresado, que es lo que define a la escuela pública, laica, democrática y gratuita.
La privatización de los servicios públicos es otra forma de clientelismo, más capciosa y falaz en cuanto que aparece disfrazada de neutralidad y beneficencia, pero muy eficaz. Que el acceso a la educación, o a la sanidad, o al transporte, o a la justicia dependa exclusivamente de la capacidad económica de quienes pretenden hacer uso legítimo de derechos que emanan directamente de la dignidad humana es una forma de violar los derechos humanos, además de una vía directa hacia la institucionalización de una jerarquía de poder en la sociedad marcada por una evidente deriva ideológica.
En definitiva, frente al dogma neoliberal que pretende hacer depender la prosperidad general de la libertad del mercado y la propiedad privada, está demostrado que las sociedades que han sabido articular medidas para asistir a los más necesitados y garantizar un nivel aceptable de igualdad de oportunidades para toda la ciudadanía han logrado unos niveles de paz y de confianza mayores, que han redundado incluso positivamente en el propio mercado. Estos estudios demuestran que las desigualdades crecientes en una sociedad minan la confianza y la sostenibilidad del mercado, ese bien tan preciado para el neoliberalismo (Hargreaves Heap, Tan, Zizzo, 2009; Kumhof y Rancière, 2010). No asumir como una responsabilidad pública el coste humano o social que supone un determinado modo de producción, o lo que es lo mismo, no incluirlo dentro de lo que se considera el “coste contable”, el único que se registra en clave económica, contribuye a generalizar una serie de injusticias y problemas colectivos de los que ya nadie se hace cargo, los afectados por imposibilidad y los causantes por irresponsabilidad. La fatiga nerviosa y la depresión fruto de una forma precaria y alienante de trabajo, la devastación de los recursos naturales y la perturbación del entorno natural, el coste social del desempleo, o la contaminación son figuras de esta irresponsabilidad que tienden a suscitar formas patógenas de violencia y desconfianza en la sociedad 9. Todas esas peligrosas consecuencias de la desregulación son las que curiosamente el neoliberalismo atribuye a la intervención del Estado (o de los organismos internacionales vinculantes) en la economía, como si el derecho que asiste a los trabajadores a un sueldo mínimo fuera la causa de la miseria, o como si la limitación legalmente impuesta por el Estado a las empresas más contaminantes para la emisión de gases tóxicos a la atmósfera fuera la causa de la contaminación.
«No hay alternativa»
Esta frase de Margaret Thatcher sigue siendo hoy el arma más poderosa de quienes tienen el poder para impedir cualquier cambio en las relaciones de fuerza económicas y sociales que mantienen a gran parte de la población mundial en la miseria. Con el pretexto de la crisis económica se nos pretende convencer de que la única salida es la receta neoliberal, y para ello se sirven de una serie de instrumentos que conviene analizar.
Por un lado la frase de Margaret Thatcher tiene como objetivo inocular en la mente de los ciudadanos el discurso del miedo, para que la ciudadanía no solo perciba como un mal menor la situación de desamparo propiciada por las relaciones de fuerza establecidas, sino para que renuncie resignadamente a los derechos que han constituido el resultado de conquistas históricas. La periodista canadiense Naomi Klein, en su obra La Doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre, desenmascara la falacia del fatalismo neoliberal. Demuestra que las doctrinas neoliberales (representadas por Milton Friedman y la Escuela de Chicago) se han convertido en hegemónicas en países con libre mercado no por su popularidad ni mucho menos por su necesidad, sino solo a través de instrumentos mediáticos que han aprovechado desastres u otras contingencias que provocan confusión y conmoción social, muchas veces inducidas o con la colaboración de regímenes dictatoriales (como el de Pinochet en Chile), para provocar impactos en la psicología social que permitieran aplicar medidas impopulares sin reacción por parte de la población atemorizada. El miedo es el arma más eficaz de la clase capitalista para perpetuar la explotación y la coacción de la fuerza de trabajo. Harvey (2010: 90) ha mostrado cómo en realidad el que tiene la sartén por el mango en la relación de producción capitalista es el trabajador, y por eso “es el capitalista el que tiene que esforzarse por someter a los trabajadores allí donde son potencialmente todopoderosos”, y no al revés. Con tal fin utiliza el capitalista el miedo para someter a los trabajadores y enfrentarlos entre sí. Desgraciadamente en épocas de crisis como la que vivimos actualmente la resignación se constituye como ingrediente principal en el discurso cotidiano de la gente, que se alegra “al menos” de tener trabajo, por indignas que sean las cláusulas de su contrato. La táctica maquiavélica del divide y vencerás es hoy una de las más rentables para la clase capitalista, que mientras tanto aprovecha la situación para aumentar beneficios gracias a la reducción del coste del trabajo.
Los medios de comunicación suponen un buen instrumento de condicionamiento social. La propaganda, la publicidad y el entretenimiento se convierten en un sector estratégico de inversión de capital (y pierden así su independencia y neutralidad). La televisión genera así una ciudadanía sumisa, escasamente reflexiva y con pocos recursos para formar una opinión propia de las cosas. Los medios de información se convierten a menudo en medios de desinformación, muy útiles para las clases poderosas. No extraña desde esta perspectiva que el fútbol, desgraciadamente convertido en el único desahogo de la mayor parte de la población asfixiada ante la situación de sus vidas cotidianas, se haya convertido en el nuevo opio del pueblo. Los poderosos lo saben, y utilizan todos los medios a su alcance para mantener a la población sometida a los dictados del capital. ¿A alguien le sorprende que desde hace varios años, precisamente los años del gran auge del neoliberalismo en España, se haya institucionalizado el fútbol todos los días? (10).
Mediante estos instrumentos de condicionamiento psicológico y social se legitima sibilinamente una lógica de la dominación que es a su vez una lógica de la exclusión, en tanto que reduce el campo del “nosotros” a los económicamente más rentables, y presenta a “los otros” (mujeres, inmigrantes, dependientes, enfermos, etc.) como un lastre para los intereses generales. Así, por ejemplo, se difunde el odio a lo extranjero, pero no a cualquier extranjero, solo a aquel que viene con más necesidades que dinero. Se difunden proclamas ofensivas y discriminatorias contra los más necesitados, sin reparar en el hecho de que son los grandes defraudadores y los que se sirven de paraísos fiscales para eludir su responsabilidad fiscal quienes arruinan los servicios públicos, y no los que necesitan de su asistencia.
El neoliberalismo se nutre así de un discurso primario, populista, cortoplazista, embaucador de masas acríticas, en tanto que ensalza las pasiones más bajas del ser humano (egoísmo, codicia, envidia, avaricia, falta de consideración y de responsabilidad). Esto explica en parte el éxito de esta ideología en momentos de crisis: cuanta más ignorancia y primitivismo mental, más vulnerable se vuelve la población a los cantos de sirena de la carrera por el capital. La sociedad del hiperconsumo, tal y como la define el sociólogo francés Lipovetsky, erigida sobre la base de la teoría de la acumulación capitalista, ha fabricado un individuo que identifica el tener más con el estar mejor. Y en la medida en que nunca logramos la satisfacción de los deseos, que se incrementan constantemente al tiempo que vamos satisfaciéndolos –lo que he llamado en algún otro lugar “el síndrome de Tántalo” (Tejedor de la Iglesia, 2010)–, vamos amoldándonos a los dictados que nos imponen los grandes monstruos que manejan los hilos del capitalismo mundial. Se crea una sociedad dependiente, pero con la ilusión de la máxima libertad. Cuando lo único valioso es la acumulación del capital (el crecimiento económico), se genera un sistema perverso de exclusión, competencia y falta de solidaridad. Mientras que los defensores del neoliberalismo siguen alimentando la falacia de que los mercados tienen que ser libres para crear riqueza, y que lo contrario de los mercados es la coacción o el intervencionismo, la realidad nos muestra que en un mercado libre solo unas pocas transacciones o intercambios son voluntarios. A mayor mercado, menor libertad para la mayor parte. Y es que la carrera por el capital de unos pocos solo es posible pisoteando a muchos, del mismo modo que la industria del armamento solo es rentable si sigue habiendo guerras en el mundo, ya sean “frías” o descarnadamente infernales.
Conclusión: hacia un proyecto económico-político alternativo
Frente a este discurso artificialmente fatalista, se alza una voz discordante: “There is always an alternative” (Siempre hay una alternativa). Es la frase que el economista austriaco Christian Felber dedica a Margaret Thatcher y Ángela Merkel en el prólogo a la nueva edición (2012) de su obra La economía del bien común, en la que presenta un nuevo modelo económico que en dos años han asumido ya más de 500 empresas en Europa y Latinoamérica.
Felber parte de un juicio de hecho: la evidente contradicción entre los valores que triunfan en nuestras relaciones cotidianas (la confianza, la sinceridad, el aprecio, el respeto, la empatía, la cooperación, la ayuda mutua, la voluntad de compartir) y los valores que encarna la economía capitalista del libre mercado, que al ensalzar como fin prioritario la búsqueda de beneficios a través de la competencia, incentiva justo lo contrario. La disyuntiva se hace evidente: “¿Debemos ser solidarios y cooperativos, ayudar a los demás y estar constantemente pendientes del bien de todos? ¿O debemos tener siempre en cuenta primero nuestro propio beneficio y al resto, como competidores, atarles en corto? Lo incomprensible de esta discrepancia es que el legislador prefiere la guía falsa. La confirma y con ello incentiva valores que todos sufrimos” (Felber, 2012: 30). A partir de esta constatación, Felber diseña un modelo económico mucho más coherente para las empresas, basado en una premisa: dada la evidencia de que el ser humano valora más en su vida cotidiana los valores asociados a la cooperación y la ayuda mutua, igualmente se encontrará más motivado en un marco económico y empresarial donde los incentivos no provengan de la competencia y el egoísmo. Para ello es imprescindible instaurar un cambio esencial, por el cual el éxito económico deje de medirse a través de indicadores de valores de cambio para medirse mediante indicadores de utilidad social, lo que llama el bien común. “La economía del bien común quiere medir sólo aquello que cuenta, lo que el ser humano necesita primordialmente, aquello que le hace sentirse satisfecho y feliz. El producto del bien común de una economía nacional y el balance del bien común de una empresa reemplazan respectivamente al PIB y a los beneficios financieros” (Felber, 2012: 19). Se trata en definitiva de reenganchar la economía a la filosofía moral, de la cual se separó con el surgimiento del liberalismo económico hace más de dos siglos. De esta forma, el beneficio económico, dice Felber, deja de ser un fin en sí mismo, para convertirse en lo que realmente debe ser, un medio para la verdadera finalidad de una economía realmente humana: maximizar el bienestar de toda la población (mundial). La democracia y la participación conjunta de todas las personas es la esencia del bien común. Por tanto, la gestión autocrática y jerárquica de las empresas dejaría paso a un modelo económico donde los puntos de referencia y las decisiones se tomen por múltiples personas en una amplia asamblea participativa. La lógica de la inclusión sustituiría a la lógica de la exclusión. El objetivo final es que mediante la nueva organización legal de las empresas, aumente la libertad del individuo, además del bienestar de todos. No es cuestión aquí de desentrañar cada uno de los puntos que constituyen el modelo de la economía del bien común, para lo que es mejor acudir directamente a la fuente. Pero es importante señalar que lejos de ser una utopía irrealizable, el balance del bien común se ha convertido ya en la brújula de numerosas empresas que se han adherido a este modelo, a través del movimiento Attac en Austria, Alemania, norte de Italia y Suiza, y comienza tímidamente en España y Latinoamérica. “Con la economía del bien común nadie será nunca más desmesuradamente rico ni poderoso, pero sí será posible un estado de bienestar material incluso lujoso. Los beneficios son: más igualdad de oportunidades, calidad de vida y democracia, una situación en la que todos ganan, perder resulta imposible. Por este motivo ya se han unido al movimiento muchas empresas y gente adinerada” (Felber, 2012: 26).
De entre todas las consecuencias que trae consigo este nuevo modelo, que ya ha empezado a dar sus frutos en términos de balance del bien común en numerosas empresas, destaca una que evita una eventual recaída en las falacias del neoliberalismo: “No se volverán a crear normas para la economía basándose en dogmas no probados, sino que éstas se elaborarán democráticamente” (Felber, 2012: 22).
NOTAS:
1. El libro de C. Rodríguez Braun y J.R. Rallo titulado El liberalismo no es pecado, publicado en 2011, se ha convertido en el referente de los defensores del neoliberalismo en España en la actualidad. Considera que cualquier intervencionismo estatal es “infantil” y ajeno a los intereses reales de los ciudadanos, en tanto que coarta la libertad de los individuos: “El marco de las instituciones es un pilar de la creación de riqueza, pero lo es en la medida en que protege y consolida la libertad de los ciudadanos, su propiedad y sus contratos, y no lo es en la medida en que los restringe o avasalla” (p. 224). Así, por ejemplo, consideran los impuestos como una intromisión intolerable de los Estados en el derecho de los ciudadanos, que ven conculcado su derecho a disfrutar de toda la utilidad y rentabilidad de sus negocios.
2. Mientras escribo estas líneas, el señor Manuel Pizarro, recientemente nombrado presidente adjunto de El Corte Inglés en España, hace unas declaraciones (24/09/2014) que revelan claramente el credo neoliberal, contrario a todo tipo de función social del Estado: “Lo gratis no funciona”.
3. La idea no era originaria de Adam Smith. Ya había sido formulada más de medio siglo antes por Bernard Mandeville en su magna obra La fábula de las abejas o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública (1714).
4. Naomi Klein ha sabido analizar este proceso de invasión de las marcas en la sociedad mejor que nadie, en su obra ya clásica No Logo, de 1970 (Edición española, 2011). Allí dice: “A medida que la privatización se desliza en todos los resquicios de la vida pública, incluso estos espacios de libertad y estos restos de espacios sin marcas comerciales están desapareciendo […] Esta pérdida de espacios se produce dentro de las personas; ya no es una colonización solo del espacio físico, sino del mental” (p. 94-96)
5. La Organización Internacional del Trabajo también las denomina “Zonas francas industriales” o “Zonas económicas especiales”.
6. Se trata de una estrategia de competencia minorista muy agresiva, que sólo pueden aplicar las grandes cadenas. Son las únicas que están en condiciones de sacrificar algunos de sus establecimientos para lograr un beneficio económico más importante a largo plazo. La marca Starbucks o McDonald‘s son ejemplos de grandes cadenas que han aplicado este tipo de estrategias (Klein, 2011: 172-176).
7. Antiguamente esta función era la que tenían solo los llamados “bancos de inversión”, que se diferenciaban de la “banca comercial”, cuya función era la de acreditar las promesas de pago de mayor calidad, las menos sospechosas de incumplimiento. Hoy esta distinción ya no se mantiene, pues todos los bancos, atraídos por la posibilidad de lucro que les ofrecían los mercados financieros, han asumido la función de mero intermediario. Hoy cualquier banco financia un préstamo a cuarenta años a través de un depósito a la vista, por ejemplo.
8. Según el informe de Intermón Oxfam “Iguales: acabemos con la desigualdad extrema. Es hora de cambiar las reglas” (octubre 2014), España es el país con la mayor brecha entre ricos y pobres de la OCDE.
9. El 10 de mayo de 2013 aparecía en el periódico El País (versión digital) una noticia inquietante: “El CO2 en la atmósfera alcanza su máximo histórico”. El cuerpo de la noticia pone de manifiesto el fracaso de las políticas ecológicas impulsadas por el Tratado de Kioto. Es fácil imaginar este fracaso en el contexto liberal en el que vivimos, donde la codicia y la carrera por la acumulación de capital necesariamente tiende a despreciar lo que se han llamado los “males públicos”, otra forma de denominar a lo que venimos denominando el coste social del modo de producción capitalista.
10. Es interesante a este respecto el documento recientemente publicado y difundido por el filósofo Noam Chomsky Las diez estrategias de manipulación mediática (2012), disponible en http://www.slideshare.net/matsmadrid/n-chomski-diezestrategiasdemanipulacionmediatica. Muy recomendable es igualmente el libro publicado por Grupo Marcuse, De la miseria humana en el medio publicitario (2009).
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