

Cuando pensamos en la vacunación, inmediatamente viene a nuestra mente un nombre. Edward Jenner, el médico inglés que en 1796 supuestamente descubrió la vacuna contra la viruela. Los libros de texto lo celebran como el padre de la inmunología. Su estatua adorna plazas. Su nombre está grabado en la historia de la medicina como si fuera el principio de todo.
Pero esta versión oficial borra una verdad que cambia todo lo que creemos saber. La inoculación contra la viruela, el principio que sostiene toda la vacunación, no nació en los laboratorios europeos ni en las mentes ilustradas del siglo XVIII. Nació en África, y nació concretamente de las manos de mujeres africanas que practicaban y transmitían un conocimiento médico que sus comunidades habían perfeccionado durante generaciones.
Mucho antes de que Jenner fuera siquiera una posibilidad en el horizonte de la medicina occidental, en las comunidades de África occidental existía un conocimiento médico sofisticado que se transmitía de generación en generación. La variolación consistía en tomar material de pústulas de viruela leve e inocularlo bajo la piel de personas sanas para generar inmunidad, una práctica que los africanos occidentales habían desarrollado desde tiempos inmemoriales según documentó el geógrafo francés Charles Marie de La Condamine en 1773. Era un procedimiento médico establecido que había salvado vidas durante generaciones, una práctica consolidada y eficaz.
En Sennar, en el centro de Sudán, existía una práctica que las comunidades llamaban «Tishteree el Jidderi», que literalmente significa «comprar la viruela». Las mujeres de la región eran quienes realizaban este procedimiento con precisión y cuidado. Ellas guardaban el conocimiento, dominaban la técnica, decidían los tiempos adecuados para cada persona. En otras partes de África occidental y en regiones del Imperio Otomano, eran también mujeres experimentadas quienes practicaban la variolación y enseñaban a las nuevas generaciones. Este saber médico estaba en manos femeninas porque en muchas sociedades africanas tradicionales, las mujeres eran las curanderas, las parteras, las guardianas del conocimiento sobre el cuerpo y la salud.
Este conocimiento llegó a América en los cuerpos de personas africanas esclavizadas, arrancadas de sus tierras junto con todo lo que sabían. En 1706, un hombre africano llamado Onesimus fue comprado por Cotton Mather, un ministro puritano de Boston. Cuando Mather le preguntó sobre la viruela, que en esa época devastaba las colonias americanas matando a cientos de personas cada año, Onesimus le explicó con detalle el método que se practicaba en su tierra. Le contó cómo se tomaba material de una pústula de viruela leve, cómo se hacía una pequeña incisión en la piel de una persona sana, y cómo esa persona desarrollaba una versión menor de la enfermedad que después la protegía para siempre.
Mather tomó nota de cada palabra, fascinado por lo que estaba escuchando de boca de un hombre que legalmente era su propiedad. Años más tarde, en 1721, durante un brote devastador de viruela en Boston, convenció al médico Zabdiel Boylston para que probara el método africano que Onesimus le había enseñado. Los resultados fueron contundentes y dejaron asombrados a quienes dudaban. La variolación salvó cientos de vidas en Boston, y el conocimiento que Onesimus había traído desde África comenzó a extenderse por las colonias americanas. Eventualmente llegaría a Europa, donde sería refinado, documentado y atribuido a hombres blancos con títulos universitarios.

Aquí hay algo que merece atención y que raramente se menciona en los relatos oficiales. Un hombre esclavizado educó a su esclavizador en un procedimiento médico que Europa tardaría décadas en reconocer y adoptar. Onesimus le enseñó a Mather una técnica que sus ancestros habían perfeccionado durante siglos, un conocimiento que había salvado incontables vidas en África. Sin embargo, en la mayoría de los libros de historia, Mather aparece como el visionario que trajo la inoculación a América, como si la idea hubiera brotado de su propia mente. Onesimus, cuando aparece en estos relatos, es apenas una mención marginal, un detalle curioso. Y las mujeres africanas que crearon y preservaron este conocimiento durante generaciones ni siquiera tienen nombre en los textos médicos que consultan estudiantes de todo el mundo.
¿Por qué no conocemos esta historia? ¿Por qué Jenner sigue siendo el héroe indiscutible mientras las mujeres de Sennar permanecen en el anonimato más absoluto?
La respuesta tiene que ver con cómo se construyó la historia de la medicina occidental y con qué voces fueron silenciadas en ese proceso. El colonialismo no robó únicamente cuerpos, tierras y recursos materiales. Robó conocimientos enteros, sistemas de pensamiento, técnicas médicas que habían tomado siglos en desarrollarse. Los apropió, los blanqueó, los despojó de su origen, y después los reescribió como si todo lo valioso hubiera nacido en Europa, como si el conocimiento científico fuera patrimonio exclusivo de los hombres blancos ilustrados. La quinina que salvó a los colonizadores europeos del paludismo venía del conocimiento indígena sudamericano. La cesárea se practicaba en África oriental con éxito mucho antes de que los cirujanos europeos la dominaran. Y la inoculación, base de una de las intervenciones médicas más decisivas de la historia de la humanidad, era común en África occidental mientras Europa todavía quemaba a las mujeres sabias acusándolas de brujería.
Pero en la narrativa oficial que se enseña en universidades y escuelas, África aparece como el continente oscuro que Europa vino a civilizar con su luz y su razón. Nunca como fuente de conocimiento científico que salvó millones de vidas europeas. Esta inversión de la realidad histórica tiene consecuencias concretas que van mucho más allá de la academia. Moldea qué saberes consideramos legítimos, a quién le otorgamos autoridad intelectual, qué historias merecen ser contadas y cuáles deben permanecer en el olvido.
Y hay otro nivel de invisibilización que opera aquí con particular violencia. Cuando ese conocimiento llegó a Occidente a través de personas esclavizadas, pasó automáticamente a manos de hombres blancos con títulos académicos que podían hablar en los espacios donde se tomaban las decisiones. Ellos lo validaron, lo experimentaron, lo refinaron según sus propios métodos, y se quedaron con todo el reconocimiento. Las mujeres que habían creado esas técnicas en África quedaron borradas dos veces, por ser africanas y por ser mujeres. Es un patrón que se repite constantemente en la historia y que sigue operando hoy. Las mujeres crean, los hombres firman. Las mujeres negras innovan, otros se benefician. Las africanas salvan vidas, los europeos reciben monumentos y sus nombres en edificios universitarios.
Mientras sigamos enseñando que todo lo válido nació en Europa, que África solo aportó mano de obra esclava y no conocimiento, seguiremos alimentando la superioridad intelectual europea que sostiene el racismo.
El racismo epistémico, esa idea de que solo ciertos pueblos producen conocimiento válido, sostiene todas las demás formas de racismo. La vacunación es un conocimiento africano que Europa se apropió. Las mujeres africanas crearon un método que atravesó continentes y siglos, que salvó millones de vidas y sentó las bases de la inmunología moderna. Que sus nombres no estén en los libros muestra quién ha tenido la autoridad para decidir qué se recuerda y qué se olvida.
Ya va siendo hora de reescribirla.
Fuentes
Redacción Afroféminas
