La sociedad israelí ha caído realmente en la crueldad, la violencia y la apatía. Basta con mirarnos

Gideon Levy                                                                                                                            Haaretz

Traducción: viento sur

El viernes se celebraron 11 funerales en el campo de refugiados de Yenín. Ocho de las personas fallecidas eran residentes del campo asesinadas por el ejército israelí; tres murieron por causas naturales. Ninguno de ellas pudo ser enterrado durante los 10 días anteriores, debido a la brutal operación de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF, siglas en inglés) en el campo. Los cadáveres de otras cinco personas fueron incautados por el Ejército, para sus fines.

El viernes por la mañana, las IDF abandonaron el campamento, tras completar la misión a la que se dio el sádico nombre de Operación Campamento de Verano, y las y los residentes comenzaron a regresar a lo que quedaba de sus hogares tras la acampada del Ejército. Estaban conmocionados.

Un hombre dijo el sábado que lo que vieron era incluso peor que las escenas de destrucción tras la Operación Escudo Defensivo de 2002 y que el comportamiento de los soldados durante esos 10 terribles días fue más violento y despiadado que nunca. El espíritu de la guerra de Gaza se ha convertido en el zeitgeist del Ejército.

Mi interlocutor, Jamal Zubeidi -que ya había perdido a nueve miembros de su familia en la lucha palestina, entre ellos dos de sus hijos, y que la semana pasada perdió a Hamudi, el hijo de su sobrino Zakaria Zabeidi- volvió una vez más a un hogar en ruinas, como en 2002. Durante los 10 días que duró la operación, se escondió en la casa de su hija en la montaña. Alrededor de dos tercios de los aproximadamente 12.000 residentes del campo fueron desalojados del mismo, conducidos en columnas de refugiados bajo la supervisión de los soldados, como en Gaza.

Mientras las y los habitantes de Yenín enterraban a sus muertos, los soldados dispararon y mataron a una niña de 13 años. Bana Laboum murió en su casa del pueblo de Qaryout, cuyos habitantes intentaron defenderse después de que los colonos incendiaran sus campos. Los colonos se amotinan, el ejército acude y mata a palestinos, curiosamente. Los medios de comunicación llaman a estos incidentes “Enfrentamientos. La víctima de violación se enfrenta a su violador, la víctima de robo a su ladrón. En la locura de la ocupación, el agresor es la víctima y la víctima es el agresor.

Casi al mismo tiempo, no lejos de Qaryout, en el pueblo de Beita, los soldados mataron a una manifestante, una activista de derechos humanos estadounidense que también era ciudadana turca. Aysenur Ezgi Eygi recibió un disparo en la cabeza durante una manifestación contra el asentamiento salvaje de Evyatar, que se construyó en las tierras de la aldea y ya ha costado la vida al menos a siete palestinos.

La Casa Blanca dijo estar “profundamente consternada por la trágica muerte”. Pero no se trataba de una “trágica muerte”. Jonathan Pollak, periodista de Haaretz, dijo que vio a los soldados en un tejado: “Vi a los soldados disparando. … Los vi apuntando”, añadiendo que en ese momento no había enfrentamientos activos. En cuanto a la “profunda consternación” en la Casa Blanca, se le pasará rápidamente.

El presidente Joe Biden no ha llamado a la familia de la mujer, como hizo con la familia Goldberg-Polin; Ezgi Eygi tampoco fue declarada héroe estadounidense, como Hersh Goldberg-Polin, que fue secuestrado y ejecutado.

El sábado, Josh Breiner publicó un vídeo filmado en la prisión de Megiddo la mañana de los asesinatos criminales, en el que docenas de palestinos yacen en el suelo -postrados, semidesnudos, con las muñecas atadas a la espalda- mientras los guardias israelíes pasan junto a ellos; uno de ellos sostiene un perro policía que pasa a centímetros de la cara de los detenidos, ladrando con saña.

La bandera israelí ondea sobre este vergonzoso espectáculo, un regalo para Itamar Ben-Gvir. El Servicio de Prisiones de Israel tranquilizó al puñado de observadores indignados: “Es un ejercicio rutinario”. Pura rutina. Un entretenimiento habitual del servicio de prisiones, una ceremonia de Shabat para los sádicos guardias.

Todo esto ocurrió el viernes, un día cualquiera. Israel bostezaba. Estaba mucho más alterada por la (exasperante) detención de una joven judía que arrojó un puñado de arena a Ben-Gvir que por el tiroteo mortal de una mujer no judía que estaba tan motivada por principios como la joven de Tel Aviv.

Y en las ruinas del campo de refugiados de Yenín, Jamal Zubeidi intentaba calibrar la magnitud de los daños sufridos por su casa, cuyo contenido los soldados arrojaron a la calle. No había electricidad en el campo y la oscuridad fue cubriéndolo. En todos nuestros largos años de amistad, nunca había visto a Zubeidi más desesperado. “Ellos volverán y nosotros volveremos. Vendrá una nueva generación. Esto no acabará aquí”, dijo cansado.

Miren lo que ocurrió el viernes en el campo de refugiados de Yenín, en Qaryout, en Beita y en la prisión de Megiddo, y quizá nos acaben viendo, por fin.

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