La risa rota: De la carcajada cómplice al silencio digno en el humor español

¿Cómo pasamos de reírnos en familia con chistes hirientes a cuestionar quién se ríe y de qué? Este artículo recorre la memoria del humor español desde una mirada afrofeminista, y plantea preguntas urgentes sobre poder, representación y dignidad.

Hay un recuerdo que muchas compartimos, una especie de memoria colectiva grabada a fuego lento durante las noches de Fin de Año de nuestra infancia y adolescencia. Es el sonido de la televisión en el salón, con toda la familia reunida, esperando las campanadas entre sketches de humoristas que eran, en aquel entonces, auténticos ídolos nacionales. Figuras como Martes y Trece o Paco Arévalo marcaban el ritmo de la celebración, y sus chistes se repetían en patios de colegio y oficinas durante semanas. Hoy, sin embargo, ese recuerdo está teñido de una profunda incomodidad. Aquellas mismas bromas, vistas con los ojos del presente, resultan hirientes, violentas. Serían impensables en la televisión de máxima audiencia.   

¿Qué ha cambiado en el humor español para que esto suceda? La respuesta fácil, la que resuena en tertulias y redes sociales, habla de una supuesta «cultura de la cancelación», de una «dictadura de lo políticamente correcto» que ha coartado la libertad de los cómicos. Se nos presenta un falso dilema entre la libertad de expresión sin límites y una censura impuesta por «ofendiditos». Pero este discurso es una trampa. La profunda modificación del paisaje humorístico en España no es una derrota de la libertad, sino una victoria rotunda de la dignidad. No se trata de censura, se trata de humanización. El cambio no ha venido de despachos de directivos ni de leyes restrictivas; ha surgido desde abajo, del clamor de las comunidades que, durante décadas, fueron el objeto pasivo de la burla y que hoy, por fin, han encontrado la voz para decir «basta». La idea de que «antes nos reíamos de todo» es una falacia nostálgica construida desde el privilegio. Los colectivos ridiculizados nunca se rieron; simplemente, su dolor y su protesta eran inaudibles en el monólogo cultural de la época. Lo que ha cambiado no es que la gente se ofenda más, es que ahora la ofensa de quienes históricamente fueron oprimidos tiene un altavoz.   

El pasado del humor en España: La banda sonora de la deshumanización

Para comprender la magnitud del cambio, es necesario regresar a ese pasado televisivo y analizar su función cultural. El humor hegemónico de las décadas de 1980 y 1990, lejos de ser un entretenimiento inofensivo, actuaba como un poderoso mecanismo de reproducción de estereotipos y de normalización de la discriminación. Era una herramienta que reforzaba la jerarquía social, dibujando una línea clara entre el «nosotros» —el público mayoritario que reía cómplice— y el «ellos» —el objeto de la burla—.

Un ejemplo paradigmático es el de Paco Arévalo. Su éxito masivo, que se materializó en millones de casetes vendidos en gasolineras, se cimentó sobre la ridiculización sistemática de colectivos vulnerables. Sus chistes sobre «gangosos», «mariquitas» y «gitanos» eran caricaturas que despojaban a las personas de su individualidad para reducirlas a un rasgo exagerado y risible. La risa se generaba a partir de la imitación burlesca de una supuesta inferioridad: una forma de hablar, una orientación sexual o una pertenencia étnica.

De manera similar, el aclamado dúo Martes y Trece, a pesar de su innegable talento para el absurdo y la parodia, también se apoyó en los mismos pilares estereotipados que sostenían el imaginario colectivo. Su famoso sketch «Maricón de España», aunque posteriormente fue defendido por Millán Salcedo como un «alegato gay», utilizaba todos los tópicos y manierismos que la sociedad empleaba para burlarse de los hombres homosexuales en un tiempo de intensa homofobia. Sus representaciones de personajes gitanos también se nutrían de clichés que perpetuaban una imagen distorsionada y perjudicial.

Este tipo de humor no surgió en el vacío. Hay que situarlo en el contexto de la Transición española, un período de explosión de libertades que, a menudo, se confundió con el derecho a romper cualquier tabú sin un análisis crítico sobre las estructuras de poder heredadas del franquismo. Burlarse de los colectivos marginados se percibía como una transgresión, una muestra de esa nueva «libertad» frente a la rigidez de la dictadura. Sin embargo, este humor no era subversivo. Al contrario, era profundamente conservador. Su función no era cuestionar el poder, sino reforzar la norma: ser payo, heterosexual, cisgénero y sin ninguna discapacidad visible. La risa que provocaba era una risa de complicidad entre quienes se sentían seguros dentro de esa norma, a costa de la dignidad de quienes eran señalados como diferentes o desviados. Al no apuntar hacia las élites políticas o económicas, sino hacia los grupos ya estigmatizados, este humor validaba los prejuicios sociales y los solidificaba en la cultura popular.

«Ya no se puede decir nada» o la fragilidad del privilegio cuestionado

La queja recurrente de que «ya no se puede hacer humor de nada» se ha convertido en el estribillo de quienes se resisten a este cambio. Esta frase, sin embargo, raramente es una defensa genuina de la libertad de expresión. Con mayor frecuencia, es una manifestación de la incomodidad que aflora cuando se pierde el privilegio de hablar sin ser cuestionado, de ofender sin consecuencias.

Los propios cómicos de esa generación han ofrecido justificaciones que revelan una profunda incomprensión del problema. Arévalo, por ejemplo, se defendía asegurando que «a todos los gais que conozco les encantaban» sus chistes o que él no tenía «nada de machista». Argumentaba que «si imito a un cojo, no quiere decir que me esté burlando de todos los cojos». Estas defensas individualizan el problema, ignorando por completo el impacto sistémico y cultural de perpetuar estereotipos dañinos. No se trata de la intención del cómico, sino del efecto de su humor en una sociedad donde la discriminación es una realidad cotidiana para muchos.

Es revelador observar cómo la defensa de este «humor de antes» se alinea a menudo con posturas políticas reaccionarias. El apoyo explícito de Arévalo a Vox, es la evidencia de que la nostalgia por un tiempo en que se podían hacer chistes racistas u homófobos sin reproche es parte de una agenda política más amplia que se opone al avance de los derechos de las minorías. La libertad de expresión se invoca como un derecho absoluto, pero se olvida que, como todos los derechos, tiene límites, especialmente cuando colisiona con la dignidad de las personas y la prohibición del discurso de odio.

Aquí es donde las reflexiones de activistas como Safia El Aaddam son cruciales. El Aaddam señala que a la gente le «cuesta reconocerse como persona racista porque conlleva renunciar a tus privilegios». La queja sobre lo «políticamente correcto» es una expresión de lo que otras teóricas denominan «fragilidad blanca»: la incapacidad de gestionar la incomodidad que produce ser señalado como parte de un sistema opresor. Es más fácil culpar al mensajero («ofendidito») que examinar el mensaje y el privilegio propio.

Esta dinámica conduce a una peligrosa inversión de los roles de víctima y agresor. Es así como, el cómico que emite un discurso que causa daño se presenta a sí mismo como la víctima de una «caza de brujas» o un «linchamiento» , mientras que el colectivo que ha sufrido una humillación histórica y una violencia simbólica continuada es retratado como un censor intolerante. El debate público deja de girar sobre el racismo o la homofobia del chiste original para centrarse en la supuesta persecución que sufre el humorista. De esta forma, el privilegiado se apropia del estatus de víctima, silenciando una vez más la denuncia legítima de los oprimidos.

La conquista de la narrativa

El verdadero punto de inflexión en el humor español no fue una ley ni una directriz de las cadenas de televisión. Fue la irrupción del activismo en las redes sociales. Nuestras plataformas digitales se convirtieron en el altavoz que las comunidades históricamente marginadas nunca habían tenido, permitiéndoles responder, organizarse y, finalmente, generar un coste social y reputacional para el humor discriminatorio. Activistas como , Safia El Aaddam (@hijadeinmigrantes), Hanan Midan o Calaroba (@calaroba) o nuestro colectivo Afroféminas, hemos sido fundamentales en la creación de un discurso antirracista visible y combativo en España.

Dos casos de polémicos ilustran perfectamente este cambio de paradigma. El primero fue la polémica en torno al monólogo del cómico Rober Bodegas sobre la comunidad gitana en 2018. Un fragmento de su actuación, lleno de estereotipos antigitanos, se viralizó y provocó una respuesta contundente y organizada. Organizaciones como la Fundación Secretariado Gitano emitieron comunicados de repulsa y la Sociedad Gitana Española llegó a presentar una denuncia por un presunto delito de odio. La defensa de Bodegas se centró en las amenazas que recibió y en lamentar que el colectivo gitano no aceptara sus disculpas, desviando la atención del contenido de sus chistes. Sin embargo, la crítica más lúcida vino del periodista gitano Ricardo Barquín Molero, quien argumentó que el humor es un arma y que la clave reside en su intencionalidad. Al dirigir sus burlas hacia un colectivo oprimido, usando los mismos argumentos que sus acosadores, Bodegas se había posicionado «del bando de los matones».

Un año después, en 2019, el caso del cómico David Suárez demostró que el poder de la sanción social había alcanzado una nueva cota. Suárez publicó un tuit con un chiste de extrema crudeza sobre las personas con síndrome de Down. La Fiscalía lo llevó a juicio por un delito de odio, aunque finalmente fue absuelto al considerar el tribunal que se trataba de «humor negro» y «mal gusto», pero no de un ilícito penal. A pesar de la absolución, las consecuencias profesionales y sociales para Suárez fueron enormes. Fue despedido de varios programas y su figura se convirtió en el centro de un intenso debate nacional. El caso evidenció que, más allá de los tribunales de justicia, el tribunal de la opinión pública, articulado a través de las redes sociales, ahora tenía un poder real para sancionar discursos que la sociedad comenzaba a considerar intolerables.

Estos episodios demuestran una modificación fundamental: el público ha dejado de ser un receptor pasivo para convertirse en un regulador activo y colectivo. Como se ha señalado, «la clave está en el público, no en el humorista». En el modelo televisivo tradicional, la respuesta de la audiencia era lenta y filtrada. Hoy, las redes sociales permiten una reacción inmediata y masiva. Los cómicos y los productores ya no solo se enfrentan a la audiencia que paga la entrada, sino a una comunidad global que puede generar una crisis de reputación en cuestión de horas. Los límites del humor ya no los marcan únicamente la ley o los directivos de una cadena; los negocia una sociedad en constante debate en el espacio público digital.

Hacia un humor que nos reconozca

El declive del humor basado en la deshumanización no ha creado un páramo de corrección política. Al contrario, ha abierto un espacio fértil para una nueva generación de cómicas y cómicos, muchas de ellas racializadas, que están redefiniendo las reglas del juego. Utilizan el humor como una afilada herramienta de resistencia, crítica social y autoafirmación. Su humor no golpea hacia abajo, contra los vulnerables, sino hacia arriba, contra el poder y el prejuicio.

Nombres como Asaari BibangLamine ThiorYunez ChaibAlmu Lasa Moha Gerehou están llevando a los escenarios y a las pantallas sus experiencias como personas racializadas en España, y lo hacen con una inteligencia y una gracia que desarman. Han protagonizado un giro copernicano en la comedia. Como dice Moha Gerehou, el objetivo ya no es reírse del racismo o de la persona que lo sufre, sino «reírse más del racista». El foco de la burla se desplaza hacia la estructura de poder, la ignorancia del privilegiado y la absurdez de los micro-racismos cotidianos.

Este nuevo enfoque se aprecia en el monólogo de Almu Lasa, donde disecciona con ironía la insistencia de la gente en preguntarle «de dónde eres realmente» «. Este humor es radicalmente poderoso porque nace de la experiencia vivida. Genera una risa de reconocimiento y catarsis en una comunidad que, por primera vez, se ve reflejada en el escenario en toda su complejidad, no como una caricatura plana. Es una práctica que se alinea con la tradición histórica del humor como arma de los oprimidos, una forma de procesar el trauma, construir comunidad y educar a una audiencia más amplia sobre las realidades del racismo estructural.

Volvamos a ese recuerdo del salón en Nochevieja. El espacio que antes ocupaba la carcajada fácil y cómplice sobre el débil, hoy está cada vez más ocupado por un silencio. Pero no es un silencio de censura o de miedo. Es un silencio respetuoso, un silencio que reconoce el dolor que esa risa causaba. Es el sonido de la dignidad ganada. Esta evolución del humor es un claro signo de madurez social, no de represión. Una sociedad democrática y sana es aquella capaz de debatir y redefinir sus propios límites éticos a través de la conversación pública y la acción colectiva.

Ese silencio no es un vacío. Es un espacio que se ha llenado con las voces, las historias y la humanidad completa de quienes antes eran solo una caricatura. Es el terreno fértil donde ahora florece un nuevo humor, uno más inteligente, más crítico y verdaderamente liberador. Un humor que nos interpela, que nos hace pensar y que, sobre todo, nos reconoce.

Como comunidad, en Afroféminas, hemos sido y somos parte activa de esta conversación. La lucha por un humor que nos nombre con respeto, que refleje nuestras realidades sin distorsión y que apunte sus dardos contra la injusticia, es una parte inseparable de nuestra lucha más amplia por una sociedad donde todas las vidas y todas las historias importen por igual. Es, en su esencia más profunda, una práctica afrofeminista. Y eso, sin duda, merece una carcajada. Una de las buenas.

Marián Cortés Owusu


 


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