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La Metáfora de la guerra en un mundo microbiano — Cristina Dorador, Daniela Rojas y Jorge Roman
Correo de los trabajadores – 23/05/2020
Los seres vivos perciben el entorno de distintas maneras e intensidad. Los perros tienen una vista mediocre y perciben los colores de una forma distinta al ser humano, pero pueden ver en condiciones de baja iluminación y semioscuridad y tienen un oído y un sentido del olfato muy agudos. Los cóndores tienen un increíble sentido de la vista y del olfato, que les permite ver y oler comida potencial desde grandes alturas. Las aves, peces, anfibios y reptiles pueden ver en el espectro ultravioleta, algo imposible para el ser humano, lo que les da la capacidad de percibir colores que ni siquiera podemos imaginar.
Los seres humanos, en cambio, tenemos un juego de sentidos bien del montón: ninguno de ellos está muy desarrollado, pero parecemos sentir predilección por nuestra visión, al punto que hemos creado variadas metáforas y refranes sobre la percepción que se sostienen con la vista («lo esencial es invisible a los ojos», «todo entra por la vista», «no juzgues un libro por su portada», «ver para creer», «el amor es ciego», «los ojos son el reflejo del alma», «tener visión de futuro» y un larguísimo etc.). Nuestros ojos perciben la luz reflejada o emitida por los cuerpos y nuestro cerebro la interpreta como imágenes. El cielo es azul y en la noche hay estrellas. Es por esto que nuestra construcción del mundo visible recae inevitablemente en lo que nuestros ojos ven (y nuestro corazón no siente).
La curiosidad humana no acepta restricciones, sobre todo cuando existen las condiciones adecuadas para desarrollarla. Somos vagabundos, decía Carl Sagan, exploradores natos preguntándonos siempre qué habrá más allá de esa colina, de ese mar, de la negrura del espacio; preguntándonos de qué estará hecha la materia, qué habrá en el mundo de lo infinitesimal.
Fijemos la vista en cualquier objeto, concentrémonos en un punto: veremos detalles que nunca habíamos visto, que nos harán preguntarnos qué forma tiene una mota de polvo, el canto de un papel o un copo de nieve. Así, con la curiosidad de averiguar qué se escondía en el mundo de lo pequeñísimo, en el siglo XVII Antonie van Leeuwenhoek inventó el microscopio, lo que lo llevó a descubrir en 1657 «pequeñas criaturas en el agua de lluvia». Van Leeuwenhoek se puso a observar distintas muestras bajo su microscopio y describió por primera vez a las bacterias y protistas (1), descubriendo así que, dondequiera que estuviera, se encontraba rodeado de pequeños organismos. ¡Existen seres vivos invisibles! ¡Nunca estamos realmente solos!
Muerte y Desolación
Las pandemias han sido episodios recurrentes en la historia de la humanidad: simplemente nos habíamos olvidado de ellas. La plaga de Justiniano, por ejemplo, se remonta al siglo VI dC y causó la muerte de casi el 40% de la población de Constantinopla: se calcula que hubo cuatro millones de muertes en todo el Imperio Bizantino (2, 3, 4). En este tiempo no se conocía qué causaba la muerte de las personas ni cómo podía expandirse la enfermedad, por lo que se elaboraron teorías que tenían que ver con «emanaciones pustulentas».
La peste negra, originada entre 1348 y 1350, transmitida por pulgas de ratas causó estragos en las poblaciones humanas de Europa y Asia, donde se calcula provocó la muerte de unos 15 a 23,5 millones de europeos, es decir, entre una cuarta parte y un tercio de la población total del continente (aunque hay autores que sugieren una mortandad incluso mayor) (4) .
Posteriormente, otra plaga similar comenzó en 1850 y se dispersó a casi todo el mundo. Gracias al avance técnico y estudio del ADN ancestral, se conoce actualmente que la causante de aquellas tres plagas fue una bacteria, Yersinia pestis que específicamente causa inflamación en el sistema linfático (peste bubónica) y, que al afectar tanto la sangre como los pulmones, puede derivar en septicemia o neumonía (2, 3).
Hasta antes de conocer a la causante de esas pestes, la muerte era invisible. Los experimentos claves para vincular enfermedad con microorganismos los realizó Robert Koch, cuando empezó a cultivar bacterias desde personas o animales enfermos en el laboratorio para luego ‘inocular’ dichas bacterias en animales sanos. Su trabajo fue crucial para determinar el origen de la tuberculosis y otras enfermedades, así como el posterior desarrollo de vacunas y antibióticos específicos. Como la historia tiene muchos recovecos, ha quedado en el olvido el rol de Angelina Fanny Elishemius (Fanny Hesse), quien era esposa del ayudante de Robert Koch e inventó la solidificación de los medios de cultivo con agar, lo cual fue muy importante para el aislamiento de bacterias.
El triunfo de la muerte, Pieter Bruegel (1562-1563). La metáfora de los ejércitos de esqueletos destruyendo el mundo de los vivos es muy poco sutil. |
Los microorganismos empezaron a tomarse el protagonismo. Lamentablemente, la mayor parte del tiempo lo han hecho como villanos y enemigos.
Biodiversidad microbiana
El descubrimiento de estos seres vivos invisibles despertó la curiosidad de muchos científicos y no solo en el área de la salud humana: muy pronto se descubrió que los microorganismos cumplen funciones esenciales en la transformación de elementos químicos del planeta (los ciclos biogeoquímicos). Por ejemplo, la fijación de nitrógeno desde la atmósfera (uno de los principales nutrientes para el crecimiento vegetal) la hacen bacterias. A las bacterias y otros microorganismos también debemos agradecerles que haya oxígeno en la atmósfera y que los cuerpos se degraden al morir.
En 1907, la revista Zig-Zag publicó una reseña sobre la importancia de los microorganismos en la vida: «Muy pocas personas reconocen que la tierra que pisamos es un todo un mundo densamente poblado, principalmente en las capas superiores, de criaturas infinitamente pequeñas cuyo desarrollo y desagregación contribuyen mucho a proveer al hombre y al animal de lo indispensable para conservar la vida».
¿Qué tan pequeña es una bacteria? Bueno, imagínese un punto hecho por un lápiz Bic en una hoja. Luego divida ese punto en mil partes: una de esas partes sería del tamaño de una bacteria.
Al ser tan, pero tan pequeñas, las bacterias tienen altísimas posibilidades de crecer y expandirse. Por eso, no sorprende que sean los organismos más abundantes y diversos del planeta. Eso genera problemas para estudiarlos: hay limitaciones humanas (no hay suficientes personas ni recursos en el área de la microbiología para investigar un número y diversidad tan grande de organismos) y tecnológicas.
Al menos, esa última limitación se ha reducido: desde la década del 2010, gracias al desarrollo de nuevas tecnologías de secuenciación de ADN se ha facilitado notablemente la detección de microorganismos. Y así pudimos descubrir que estos bichitos microscópicos se encuentran, literalmente, en todas partes: en todo objeto, en cualquier ecosistema, en cualquier rincón de la Tierra. Bueno, hay una excepción: en ciertos sectores de las aguas de Dallol, en Etiopía, no crece nada (5) —aunque hay algunas controversias (6).
Evolutivamente, todas las especies del planeta provienen de un antepasado microbiano. La gran Lynn Margulis en el año 1967 fue capaz de inferir este evento y postular la teoría de la endosimbiosis (7). Ahora sabemos con certeza que los eucariontes (humanos, plantas, tardígrados) provienen de la simbiosis de una célula de bacteria con una arquea.
Como están en todas partes, tampoco es sorpresa que sean «parte» de otros organismos. El planeta es microbiano y lo que nuestros ojos ven es la manifestación a gran escala de una construcción celular que, al final de cuentas, es una majamama interconectada y en equilibrio (las especies) de células bacterianas, arqueanas y eucariontes y —¡por supuesto!— el hilo invisible que arma y desarma el ADN y el ARN: los virus.
¿Cómo entender lo invisible?
Entonces, si los microorganismos son parte de nuestra construcción humana (desde antes de nacer), ¿por qué les tememos?
Una pequeña parte de los microorganismos provocan la muerte de otras células: las «infectan» y matan. No existen más. Y si la infección es a gran escala, todo el organismo puede morir, ya sea producto de la infección misma o por consecuencias colaterales. Incluso si es la primera vez que nuestro cuerpo se enfrenta a un virus o bacteria patógeno (que causa una enfermedad), nuestro sistema inmune no estará preparado para detenerlo: eso nos afecta de forma individual y poblacional, como ocurre ahora con la pandemia de Covid-19 y otras pandemias históricas causadas tanto por virus como bacterias y parásitos.
Las pandemias también afectan a otras especies. De hecho, las pandemias que afectan a especies de consumo humano han sido bien estudiadas y reportadas, aunque siempre pueden existir otras que aún no conocemos. El hongo Batrachochytrium dendrobatidis se ha extendido por el mundo afectando a distintas especies de anfibios, lo que ha llevado a la extinción a algunas poblaciones locales (8). ¿Podemos decir por ello que los anfibios están «en guerra» con el hongo? Probablemente, no.
Los humanos hemos humanizado el planeta. Cultivamos vegetales para comer, engordamos aves para las cazuelas, cortamos bosque nativo para lápices grafito y madera aglomerada. Tratamos la naturaleza como una simple proveedora de bienes. Nos comportamos como si el mundo nos perteneciera. Y cualquiera que diga lo contrario es considerado un enemigo del bienestar y la prosperidad. El problema es que este enfoque utilitarista sobre el mundo y la naturaleza se basa en una pobre comprensión de las relaciones entre seres vivos, clima y ecosistemas: alterar de forma sostenida, masiva y prolongada estas relaciones puede traer consecuencias catastróficas para los seres vivos y ecosistemas del planeta, e incluso para la civilización humana.
De forma análoga, si no comprendemos las relaciones naturales que existen entre nuestro cuerpo con los microorganismos, puede que no nos vaya bien pensando que tenemos una «guerra» con enemigos invisibles. Somos humanos, una de las tantas especies que habitan este planeta: sin naturaleza no existimos. Es por ello que es fundamental generar una nueva forma de relacionarnos con nuestro entorno y, en esto, las narrativas juegan un rol crucial.
Las narrativas bélicas nos desnaturalizan
A medida que las fronteras se desdibujan y los límites entre naciones son cada vez más ilusorios y nominales, la comunidad global, además de favorecer el intercambio cultural y el enriquecimiento consecuente, también facilita que animales, plantas, virus y bacterias puedan «viajar» rápidamente conforme lo hacemos también los seres humanos.
El control de la propagación de microorganismos nocivos para la salud de las personas, a través de políticas nacionales e internacionales, con frecuencia asumen metáforas militares de «guerra contra» y de bioseguridad. Así es como se estableció la «guerra contra las plagas» en los años 1960, la «guerra contra el cáncer» en los años 1970 (narrativa que se mantiene adherida con fuerza a la patología hasta el día de hoy) y la «guerra contra el SIDA» en los años 1990 (9).
El descubrimiento de la penicilina en 1928 y su producción masiva desde 1944 significó la esperanza (y prácticamente la certeza) de que la humanidad había logrado conquistar el mundo de las bacterias y, por ende, había «ganado» la «guerra» contra las enfermedades infectocontagiosas.
Sin embargo, la capacidad de las bacterias y otros microorganismos para resistir un antibiótico que alguna vez pudo controlarlos derivó en la emergencia de infecciones asociadas a contextos médicos, apareciendo las que fueron llamadas superbacterias (algo así como bacterias con poderes sobrenaturales). La idea de una humanidad libre de enfermedad (ligada también a la fantasía de la no muerte) y la «guerra» contra los microorganismos cobró nuevas fuerzas ante el temor de un futuro en riesgo por el poder de las bacterias y microorganismos (10).
Los científicos tienden a desarrollar una tipología de lenguaje y terminologías que les son propias y que a veces permean al lenguaje común, lo que puede generar confusión. La precisión semántica es fundamental en las ciencias: permite el control de objetos científicos de muchas maneras. De hecho, el lenguaje científico debe ser tan preciso que se diferencia del habla común en un aspecto fundamental: para evitar problemas de imprecisiones, prácticamente no utiliza metáforas.
Sin embargo, los lenguajes no son compartimientos estancados y su intercambio con, por ejemplo, el lenguaje político, ha sido una constante en la historia. El darwinismo en el siglo XIX y XX es un buen ejemplo de este tipo de intercambios entre las narrativas científicas y el dominio público. Conceptos centrales de la teoría de la evolución como la «supervivencia del más apto» o la «lucha por la existencia» se adoptaron en el lenguaje popular y fueron utilizados como metáforas tanto dentro como fuera del ámbito de la ciencia, influyendo a su vez en los los discursos políticos de su época (11), a veces incluso para justificar el racismo (12).
Las metáforas, no obstante, son una herramienta muy útil: favorecen la comprensión de materias complejas y/o abstractas a través de estructuras y figuras comunes, que facilitan su entendimiento entre el público no especialista en dichas materias. El problema radica en la carga valórica que dichas metáforas pueden conllevar a través del tipo de figuras que utilizan en reemplazo de la explicación técnica, de modo que dicho uso determina la construcción social de dicho objeto, fenómeno o circunstancia, moldeando no solo el entendimiento, sino las conductas de las personas. En otras palabras: debemos entender que una metáfora no puede explicar por completo un fenómeno, aunque puede ayudar a comprender uno o varios aspectos del mismo. Mucho menos puede usarse una metáfora para atribuirle carga valórica a dicho fenómeno.
Un ejemplo común del uso de metáforas es la acepción de «enemigo natural» en la literatura ecológica. Esta metáfora se utiliza para describir una amplia gama de relaciones como depredación, parasitismo, infección por patógenos, etc. Su uso permanente para describir procesos ecológicos interaccionales diferentes implica que tal categoría («enemigo natural») existe objetivamente en la naturaleza: el problema es que en el lenguaje común el concepto «enemigo» se vincula a intenciones y valoraciones morales («maldad», «crueldad», «alevosía», etc.), algo completamente ajeno a lo descrito por la literatura científica (13). El parásito no es malvado, no daña a otros seres vivos porque sea su enemigo y disfrute viéndoles sufrir: el parásito simplemente busca sobrevivir y reproducirse.
Pero la metáfora es una herramienta poderosa y fácilmente viralizable (mire ahí: una metáfora sacada del mundo de lo microscópico). Es así como las bacterias y virus pudieron explicarse al ser humano: a través de las enfermedades, a través de pintura (lo invisible a través de lo visible). Los «enemigos invisibles en el aire» fueron descritos como los «enemigos mortales de los hombres» y, por supuesto, la respuesta esperable ante un enemigo mortal es la guerra (11).
Los microorganismos no son nuestros enemigos
Las metáforas bélicas albergan imprecisiones que contribuyen a la generación de percepciones erróneas de las especies en el público, además de evocar una relación en clave militarista entre el ser humano y la naturaleza. Una de las implicancias de la utilización de este lenguaje para caracterizar la relación entre el ser humano y las especies invasoras (además de que estas son consideradas per sé el enemigo) es que la guerra supone dos bandos rivales y presume, además, que podemos enfrentarnos a ellas, cuando lo cierto es que nuestras existencias están tan complejamente imbricadas, que muchas veces emergen como consecuencia de nuestros propias actividades de consumo y desplazamientos globales (14).
Como señala Amy Haddad en un reciente artículo, los líderes escogen las guerras y lo que debemos recordar de ellas. Para ello, soslayan la complejidad de la guerra y el conflicto construyendo una nostalgia militarizada masculina y blanca basada en el sacrificio, el liderazgo y la acción. Se asume que la guerra es algo que todos entendemos y a todos nos inspira.
Una extensión de la metáfora de la guerra es asumir que esta acabará con un bando ganador y uno perdedor. Pero como plantea Larson (2005) en su artículo «The war of roses» nunca ganaremos esta guerra, ni volveremos a un ecosistema de estado inicial. Hoy es difícil poder diferenciar entre especies nativas de las no nativas, e incluso han emergido nuevas especies híbridas debido al cruce de estas, por lo que es prácticamente inviable tanto científica como económicamente contener a muchas de estas especies (14).
Diversos mandatarios del planeta le han declarado la guerra al coronavirus (que ni se da por enterado). Cada vez que alguien dice: «el virus es nuestro enemigo» o sitúa la alegórica y fantasiosa guerra en una ciudad determinada («La Batalla de Santiago»), nos minimiza como humanos. Nos degrada a un objeto bélico sin contexto natural o social. Nos quita complejidad, nos «mata» en sí mismo.
La guerra es el lenguaje de la desconexión. El lenguaje de guerra oculta las miserias que la misma guerra oculta, por imaginaria que sea.
Considerando la complejidad biológica, social y ecológica del planeta, determinar que existe una guerra contra un virus, es también declararle la guerra a la naturaleza, al planeta completo. ¿Es eso lo que se quiso decir?
Somos parte de la naturaleza, con o sin coronavirus. Nuevas pandemias vendrán. Es hora de comprender sus orígenes, las prácticas humanas causantes y cómo las enfrentaremos en el futuro. ¿Lo haremos desde la violencia, el imaginario bélico y los valores de la individualidad? ¿Lo haremos desde la solidaridad y los valores de la colectividad? ¿Lo haremos basándonos en conocimiento científico contrastado o desde la opinión de un puñado de expertos incuestionables? ¿Lo haremos desde la humildad, reconociendo que podemos equivocarnos, o desde la prepotencia del que cree tener todas las respuestas?
Responder a estas preguntas no solo determinará el cómo viviremos esta pandemia y las que vienen, sino también el cómo se configura nuestra sociedad.
Referencias
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Harbeck, M., Seifert, L., Hänsch, S., Wagner, D. M., Birdsell, D., Parise, K. L., et al. (2013) Yersinia pestis DNA from skeletal remains from the 6th Century AD reveals insights into Justinianic Plague. PLoS Pathogens 9(5): e1003349. https://doi.org/10.1371/journal.ppat.1003349
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Belilla J, Moreira D, Jardillier L, Reboul G, Benzerara K, López-García JM, et al. Hyperdiverse archaea near life limits at the polyextreme geothermal Dallol area. Nat Ecol Evol. noviembre de 2019;3(11):1552-61.
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21 de mayo, 2020.