La mayor matanza de la Segunda Guerra Mundial se cometió en China

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Muchos creen que la Segunda Guerra Mundial se desenvolvió en Europa y, por lo tanto, que las grandes mascres fascistas son la seña de identidad del Viejo Continente. No fue así. China pagó un gigantesco tributo, sometida al yugo japonés que, además, de colonial, era fascista y militarista.

La matanza de Nankin, la capital china de entonces, es el símbolo más doloroso de aquel momento histórico. Ocurrió el 13 de diciembre de 1937. Durante cinco semanas el ejército imperial Japonés se transformó en una turba armada que quemó la ciudad, violó a las mujeres chinas en masa y fusiló a miles de prisioneros.

El número de víctimas sigue siendo objeto de controversia. Algunos historiadores japoneses la reducen a 40.000 muertos. El gobierno de Chiang Kai-shek la sube a 300.000 muertos, una cifra asumidas desde 1949 por la nueva República Popular.

Los refugiados que huían del avance japonés se refugiaron en Nanking. A ellos se sumaron los soldados chinos en fuga, que habían perdido sus unidades. Es a esta masa a la que atacarán los japoneses.

El ejército japonés violó todas las leyes de la guerra. La matanza se cometió a la vista de las embajadas y los corresponsales extranjeros, que dieron buena cuenta del río de sangre. Todos, incluidos los representantes de la Alemania nazi, documentaron atrocidades más allá de la imaginación y fueron corroboradas por misioneros estadounidenses. Varios filmaron a las víctimas.

Muchos soldados chinos fueron enterrados vivos, como muestra la foto de cabecera. Otros fueron arrastrados a las orillas del río Yangtsé y ametrallados, como se ve en la foto de abajo. La acumulación de cadáveres es tal que las orillas quedaron cubiertas de cuerpos desgarrados de varios metros de altura. Miles de cadáveres descendieron a la deriva río abajo.

Las mujeres fueron acorraladas, incluso dentro de la zona de seguridad establecida por la Cruz Roja, violadas con cadenas y luego ejecutadas con bayonetas. Los bebés son separados por los soldados que les rompen el cráneo antes de abalanzarse sobre las madres y las hermanas.

La ciudad fue sistemáticamente saqueada y arrasada por las llamas. Un tercio de los edificios no son más que escombros carbonizados, y los que quedan en pie han sido devastados.

Los chinos fueron reducidos al rango de cerdos

Los japoneses destruyeron los documentos en 1945, antes de la llegada de las fuerzas de ocupación aliadas. El general Iwane Matsui expió estos crímenes al ser condenado a muerte durante el juicio de Tokio y ejecutado en diciembre de 1949 como criminal de guerra.

Era un chivo expiatorio que pagó con su vida para liberar de cualquier responsabilidad al príncipe Yasuhiro Asaka, hermano menor del emperador y comandante en jefe de las tropas invasoras. Por encima de todo el general MacArthur, procónsul de facto tras la derrota de Japón, quería preservar la institución imperial.

El primer elemento de la matanza es siempre el mismo: la deshumanización emprendida desde principios de la década de 1920 por los círculos expansionistas en Tokio. Su abanderado, Yosuke Matsuoka, que llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores, fue el arquitecto de la alianza con la Alemania nazi. Uno de los argumentos es negar a China el estatus de país con un Estado establecido pero reducirlo a la dependencia colonial.

Así justificó Japón su salida en 1933 de la Sociedad de Naciones en respuesta a las condenas de la invasión de Manchuria en 1931. Un razonamiento que la prensa nipona repite machaconamente. Para los soldados japoneses, los chinos son subhumanos, animales llamados “buta” (cerdos), destinados a ser sacrificados como en cualquier granja.

Acabar con la resistencia

A lo largo de los siglos, el arte de la guerra en Japón ha consistido en guerras civiles. Los conflictos fratricidas deben ser lo más breves posible, de lo contrario arruinarán el país provocando hambrunas y otros desastres. La forma más radical de acortar las peleas es quebrar la voluntad de resistencia del oponente aterrorizándolo. Este proceso lo encontramos también entre los romanos.

En Japón, la leyenda caballeresca de los samuráis enmascara el hecho de que esta casta tuvo durante siglos el poder de vida y muerte sobre el pueblo. El castigo por la más mínima falta de respeto u obediencia era la decapitación o la tortura.

Cuando en julio de 1937 el país se embarcó en la conquista de China, su ejército se propuso aterrorizar a China. Hay un precedente bastante conocido: el ejército imperial pasó a cuchillo a 5.000 civiles chinos cuando tomó Port Arthur durante la Primera Guerra chino-japonesa (1894-1895).

La violencia llevada a su paroxismo pretendió compensar la debilidad numérica de Japón que, en 1937, agotó sus reservas en la invasión. Al lograr una rápida victoria, el ejército imperial espera presentar a Occidente y, en primer lugar, a Estados Unidos, el hecho consumado de que Japón es el amo de China.

El descenso hacia el sur estuvo acompañado de una furia de destrucción. La política san-ko (“matarlo todo, quemarlo todo, destruirlo todo”) no se formuló hasta 1941. Aunque la palabra aún no existía, esta política de tierra quemada se aplicó sistemáticamente. El ejército imperial sólo dejó cenizas, lo que empujó a treinta millones de chinos a un éxodo, dejando ciudades y pueblos en una huida desesperada.

Fue el mayor desplazamiento de población de la Segunda Guerra Mundial.

La furia japonesa se intensificó durante la Batalla de Shanghai. Durante tres meses, los japoneses se vieron bloqueados por la feroz resistencia de las tropas chinas, que no habían previsto. A pesar de su abrumadora superioridad material, perdieron 20.000 soldados.

En noviembre de 1937 dos periódicos nipones informaron -como si se tratara de una hazaña- de una competición entre dos oficiales japoneses para determinar quién sería el primero en decapitar con un sable a cien prisioneros chinos. El teniente Mukai ocupó el primer lugar con 106 asesinatos.

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