La lumpenburguesía y la verdad espìritual superior por Karel Kosik

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2022/08/23/la-lumpenburguesia-y-la-verdad-espiritual-superior-por-karel-kosik/ 

[1997].

1.

Si Goethe hubiera vivido en nuestra época algún día le hubiera dicho a Eckermann: Présteme atención, le confesaré cuál es el gran secreto de la historia europea. En las rebeliones y las revoluciones, el pueblo luchó en las barricadas y derrocó al antiguo régimen, pero los frutos de la victoria se los llevaronotros. El pueblo llegó tarde, el espacio vacío lo ocuparon y lo emplearon en favor de sus propios intereses las fuerzas que son capaces de organizarse y que con la velocidad del rayo ocupan los principales puestos, las funciones, los empleos rentables, las posiciones influyentes. Por eso, después de cada uno de esos cambios, que van acompañados por la euforia inicial, antes o después vienen la desilusión, el desencanto, el escepticismo y también, por desgracia, la indiferencia. Pero llega también el momento adecuado para la reflexión, del que pueden surgir proyectos liberadores o grandes obras de arte. La premisa indispensable de todas las visiones y de la imaginación creativa es por supuesto el análisis o el arte de leer.

La miseria de la actualidad consiste en que la gente no sabe leer y, por eso, tampoco sabe vivir. El analfabetismo modernista la obliga a malvivir en medio del confort y del aluvión informativo. La filosofía investiga y describe este envilecimiento propio de nuestra época. La filosofía es un arte que tiene tres facetas: el arte de leer, el arte de preguntar y el arte de vivir. La filosofía no es una actividad artística, es una habilidad y una destreza del alma. El filósofo es solamente un artesano –¡solamente! ¡Qué honor, qué honra!– que pasa por años de formación y adiestramiento; sólo con su obra, con su análisis de las experiencias de su época y de la realidad en su conjunto se hace digno de recibir el título de aprendiz y prepararse para el examen de maestría. A diferencia de otras especialidades como arar, curar, cavar pozos, hacer féretros o componer música, el artesanado filosófico es universal, forma parte de la esencia del hombre. La propia humanidad del hombre se ve amenazada siempre que el arte de preguntar, el arte de leer y el arte de vivir en la verdad caen en el olvido o son sustituidos por sucedáneos.

La filosofía comienza con el asombro, pero también nace de la pregunta y la perplejidad. La sabiduría fundamental de Sócrates dice: mientras no nos habíais preguntado, pensábamos que sabíamos lo que eran la verdad, la belleza, el tiempo y la democracia, pero ahora, después de vuestra pregunta, nos quedamos perplejos. El ideólogo, en cambio, lo sabe todo, tiene respuestas preparadas para cualquier pregunta. Y su respuesta no sólo está preparada, está lista, alistada a partir de fundamentos ideológicos, es un producto de confección ideológica. Un ministro sabe de antemano lo que debe responder, su función no es compatible con la perplejidad, su reputación se vería afectada. Pero lo que al ministro le es ajeno es un privilegio para el filósofo, que no se avergüenza de caer una y otra vez en la perplejidad, de no saber qué hacer; por eso pide consejo, se deja aconsejar. ¿Quién le da consejo? La determinación esencial del yo es la conversación. El yo es una conversación, no una charla. En la charla nadie le presta atención al otro, solo procura exhibir su ingenio, su chispa, lo que sabe, lo informado que está. El yo es una conversación en la que uno habla y el otro escucha, uno pregunta, el otro contesta y así se turnan en las preguntas y las respuestas guiados por una sola intención, averiguar la verdad. Pero el yo que pregunta y el yo que responde no son dos personas distintas, son un solo yo que se constituye en la conversación. En eso se diferencia del mercado, donde cada uno impone su idea y obliga al otro a aceptar su opinión.

2.

En el congreso de escritores de 1967 hablé de un “gran intelectual checo del siglo XV”. Hoy elegiría otras palabras. Le rendiría honores a un cristiano bueno y valeroso. La grandeza histórica de este hombre es indudable, se mantendrá y será patente por más que paselos siglos. Por eso no hay decisión de ninguna comisión investigadora que la ponga en causa, la disminuya o la agrande. La frase del arzobispo de Praga respecto de que “Jan Hus predicaba herejías” y sus opiniones acerca de que cuanto más alto es el puesto que se ocupa en la jerarquía eclesiástica más cerca se está de Dios son una lograda aportación a la actual farsa checa.

Cuando los intelectuales no son fieles a su misión, a su función, a su oficio, y juegan a ser salvadores, defensores, adivinos o caen aún más bajo y, siguiendo el ejemplo de las estrellas de cine, se dedican a aparecer en los medios de comunicación, en tales momentos de declive sale a relucir un tema salvador: el papel de los intelectuales en la sociedad. Se organizan simposios, conferencias y congresos en los que los intelectuales compiten por demostrar quién dice frases más ingeniosas sobre lo que piensan de sí mismos, sobre la valoración de su propio rol. Se miran a sí mismos con admiración, deslumbrados por la fama o la popularidad, escuchan con atención sus propios discursos, se sienten importantes. Han caído en el narcisismo y por eso les cuesta trabajo valorar la situación, sobrestiman su significado; embriagados por la sensación de estar ingresando en los eternos anales de la historia, en realidad no hacen sino poner su firma al pie de lo que exige una provisionalidad superficial. Incluso autores importantes pueden cometer errores al comparar lo que no tiene punto de comparación. En una obra de ficción cuyos protagonistas son personajes históricos, Dürrenmat sitúa a Walesa en el papel de Hus. El malentendido es de grandes proporciones. Hus no es Walesa y Walesa no es Hus. Sus fines, y por eso también sus comienzos, son distintos.

Una persona culta demuestra su cultura cuando sobrepasa las limitaciones de una secta intelectual. Una persona culta demuestra su fidelidad a la cultura cuando es capaz de escribir: “El mundo reprueba lo más hermoso que hay en el hombre… Al que no corre con el rebaño en busca del pesebre se lo crucifica.” “Si somos mendigos el mundo adquiere para nosotros un significado muy distinto” (una gran escritora checa escribió esta frase en alemán).1

Como producto de su época, el intelectual de nuestro tiempo se esfuerza por hacerse visible, ignora que la esencia del hombre no es mostrarse sino ser.

3.

“Hacer(se) visible” es una de las frases más habituales de la capa dominante actual. Es interesante comparar el modo de hablar de la burocracia depuesta con el idioma de los gobernantes actuales. Los administradores del socialismo real extraían su léxico de la técnica y la tecnología anticuadas del siglo XIX: férreas leyes de la historia, correas de transmisión, ingenieros de almas o, sin ir más lejos, equipos de fútbol como los Mineros de Ostrava o la Locomotora de Pilsen.

El establishment actual le sigue el ritmo al progreso y por eso prefiere palabras provenientes de la óptica o del teatro: panorama político, caso espectacular, espectro político, escenario catastrófico, enviar señales, hacerse visible. Los políticos y los periodistas, siempre bien informados, no se dan cuenta de lo que revelan inconscientemente sobre sí mismos, de las intimidades secretas de la época (top secret) que desvelan al emplear esta terminología y no ser capaces de librarse de ella.

Debemos tomar al pie de la letra las palabras que emplea la élite dominante y prestar atención a lo que en realidad quiere decir. El que se hace visible pone de manifiesto que quiere ser visto permanentemente, que quiere despertar interés, que intenta atraer la atención del público y desempeñar así un papel importante. El que no se hace ver, el que pierde la atención de los medios o es expulsado de ellos se convierte en un sujeto marginal, en una sombra. Ser significa mostrarse y parecer. La apariencia es lo real, el ser es una abstracción irreal.

El personaje central de la época es el showman. Su aparición marca el final de la cultura. La cultura nos arranca de lo manido, de lo aparentemente obvio, de la desmemoria (recuerda, hombre, quién eres de verdad), de lo corriente, de lo rutinario, y nos ofrece una estancia poética en la tierra. Libera a la gente de un medio en el que, rodeada de confort, con prisas por hacer carrera, por obtener puestos y cargos, malvive. La cultura significa: hay un tiempo para la tristeza y otro para la alegría, un tiempo para el trabajo y otro para el descanso, un tiempo para la lucha y otro para la reconciliación; pero la época de los showmen pone fin a esta diferencia liberadora. Todo es de color gris, indiferenciado, indiferente. Hoy el showman se muestra (delante de las cámaras) sufriendo ante el féretro de un amigo, pero mañana mismo aparecerá (delante de las cámaras) sonriendo en la fiesta que organiza su hija. El estilo y el ritmo de la vida son determinados y dictados desde el exterior. Quien pretende ser alguien, debe tener imagen.

La imagen es una máscara posmoderna. Desempeña la función de las ideas y los ideales que han dejado de valer, que se han desgastado. La imagen lo es todo y lo domina todo, a veces vale más que recuperar la propiedad de un edificio. Una imagen bien hecha, una imagen a medida, vale su peso en oro.

El que se hace ver crea (como un artista) su propio retrato y se lo muestra al público. La sociedad se convierte en una serie de retratos (imágenes) que representan y remplazan a la gente de carne y hueso. Se hace muy popular un nuevo juego, el juego de los retratos. La sociedad desciende al nivel del juego con los retratos, del juego de los retratos, de la competitiva comunicación entre ellos.

La imagen surge de la conjunción de dos elementos distintos: hacerse visible y estar hecho. Un abogado astuto que ha comprendido la “transformación económica” como una estupenda oportunidad para hacerse rico y ha comprado a tiempo edificios baratos para venderlos caros en el momento adecuado aparece de pronto ante los medios “hecho” un hombre de principios, con un considerable sentido de la justicia. Los medios de comunicación han convertido de un día para otro a un esforzado oficinista en un importante líder político; a una periodista casi desconocida la ascienden de repente al puesto de novena o décimo-quinta dama del país (de la república, de la monarquía, del imperio), la persona en cuestión acepta el rol atribuido, se instala en él y juega a ser una dama.

Aquí es donde se demuestra cuál es la diferencia fundamental entre el showman y el actor. Un actor no se hace pasar por rey o por celoso sino que en un espacio determinado, en un escenario teatral, actúa, representa a un rey, a Hamlet o a Mefistófeles. En cambio el showman convierte la realidad en su escenario, se hace ver, juega con uno o con otro, hace de persona encantadora, de conocedor, de profeta.

Con los actores de los que dispone y que naturalmente produce para cubrir sus necesidades, la época actual no puede poner en escena más que una farsa, nunca una tragedia o una comedia. Provista de la más moderna técnica es capaz de todo, pero le falta el sentido de lo sublime, del humor, de lo sacro: es simplemente una farsa. La farsa constituye el contenido más íntimo de su vaciedad.

Tras un breve periodo en el poder, el actual equipo dirigente checo está, ante la atenta mirada de la nación, más solo que la Luna o, como suelen decir los checos, más solo que un poste en una cerca. Sin embargo, pone cara de tener la situación “completamente controlada”. ¿Dónde hay un Jaroslav Hasek capaz de describir este episodio de nuestra historia nacional?

4.

Hace algún tiempo un escritor y disidente húngaro expresó una curiosa opinión: los que quieren la democracia deben asumir también, como coste añadido, el capitalismo. Los húngaros han sido con frecuencia más valientes que los checos (1848, 1956) y por eso no nos llama la atención que en Budapest la gente culta hable abiertamente de capitalismo mientras que sus colegas checos aún no le han tomado el gusto a la palabra. Los humanistas checos deploran la palabra capitalismo hasta tal punto, les repugna tanto, que nunca se la llevarían a la boca. Pero en cambio le dedican una atención especialmente amable a unas letras mágicas que son para ellos el mundo: mercado. Elogian al mercado porque produce beneficios a todos, a ricos y pobres. Pero lo característico de la época actual no es el mercado sino la globalización capitalista, la dominación planetaria del supercapital. Los que confunden al mercado con el capitalismo niegan la existencia del supercapital como potencia planetaria. Para el supercapital el mercado es sólo un instrumento subordinado de su funcionamiento. Quienes exaltan al mercado para ocultar tras él la existencia del supercapital son víctimas de una mistificación y, consciente o inconscientemente, contribuyen a difundirla. El planeta está dirigido por gigantes bajo cuya administración (o mayordomía) el mundo deja de ser mundo, se degrada hasta convertirse en un semimundo, se transforma en un sistema funcional al que la gente y la naturaleza están ligados como obedientes accesorios suyos.

¿Qué son, en comparación con los modernos gigantes (General Motors, I. G. Farben, Shell) que luchan entre sí por los mercados y los beneficios, los gigantes de la filosofía antigua –Heráclito, Platón, Aristóteles– que discutían sobre el sentido del ser: gigantomachia peri tés úsias?

Pero los gigantes modernos que tienen nombre propio y son visibles y activos no son más que ejecutores de las órdenes de un gigante oculto, anónimo, innombrable, inmenso, el gigante de los gigantes que ha remplazado a la mano invisible del mercado. Ya no es la mano, el espíritu, sino el antiespíritu quien domina y ordena, transformando en subordinados suyos a la gente, a la naturaleza, a la historia, en su triunfal cruzada global por el mundo. Los managers de estos gigantes creen que sólo trabajan como especialistas en economía, en finanzas, en dirección de empresas, y no saben que además y sobre todo desempeñan también otra actividad que escapa a su comprensión.

El gigante planetario, el supercapital, aguanta y tolera a la democracia siempre que no se le resista. En relación con la democracia, el capitalismo no es como esa porción de más que el vendedor añade a la cantidad solicitada, la envuelve y la pesa pero no la cobra; es un sobrepeso, una pesada carga, una bola de plomo que hace imposible el despegue y el salto. La democracia no convive con el capitalismo actual en una unión voluntaria, en una coexistencia natural entre iguales: el supercapital limita a la democracia, la rebaja a la condición de democracia a medias que no sabe qué hacer con muchos problemas fundamentales de la actualidad. Sobre esta democracia Popper dice acertadamente: no gobiernan ni el pueblo ni el ciudadano. ¿Gobiernan los gobiernos? ¿O se limitan a administrar, como bien pagados administradores, mayorales, delegados, encargados de mantenimiento, el latifundio planetario del gobernante planetario oculto, que entre bambalinas le dicta a la humanidad cómo debe vivir o malvivir en medio de un confortable vacío?

El significado y también la limitación histórica de la disidencia consisten en que junto con la recuperación de la democracia restauraron el capitalismo. Jan Patocka ya no tuvo tiempo de decir la última palabra: ¿ser miembro de la Carta 77 implica estar de acuerdo con la restauración del capitalismo y es el capitalismo una de esas cosas “por las que vale la pena sufrir”? Los antiguos críticos del establishment no han soportado el peso del triunfo, han caído en la ceguera ideológica y se han convertido en apologetas de un régimen cuya esencia no son capaces de comprender ni nominar. Se identificaron con él hasta tal punto que ya no se dan cuenta de cómo el engranaje de su propio mecanismo de gobierno los devora, los gasta, les quita el oropel, los deja en ridículo. No advierten que en su cohabitación con el capitalismo actual (el supercapital), la democracia solamente puede funcionar como un “gobierno del pueblo” restringido, limitado, a medias, y además carcomido desde dentro por una nueva capa social: la lumpenburguesía.

La restauración del capitalismo: los cadáveres se levantan de sus tumbas y los instintos de propiedad desatados, como fantasmas, como espectros, vuelven a marcar el destino de la gente. ¿Qué extraña justicia es la que llega al mundo en forma de restituciones y privatizaciones, de repartos, de subastas, de remates, de malversación de bienes cuyo propietario nominal fue la nación? (¿o lo sigue siendo?) ¿Fue la nación propietaria de estos bienes acuerdo a derecho o cometió un robo? ¿O es que no pudo (y no debió) serlo porque la nación, como dicen los modernistas, es una ficción romántica?

La codicia priva a la gente de la capacidad de discernir y la obliga a desempeñar papeles ridículos. Hay incesantes disputas legales sobre bienes que son producto del trabajo o la habilidad empresarial de otros. Hijos contra padres, vecino contra vecino, empresario contra empresario, los puñales salen a relucir como en los viejos tiempos. La plaga de la avidez, de la avaricia, del consumismo parasitario, ataca a la sociedad, llega hasta sus élites, destruye incluso a las llamadas mejores familias.

5.

¿Quién roba en la República Checa? Resulta cómico que los políticos tengan que irse de excursión fuera del país para enterarse en encuentros casuales con extranjeros de lo que sucede en su patria y que regresen a casa con la triste noticia de que aquí se roba mucho. ¿Son los taxistas los que roban, los camareros, la extraña chusma gitana? Pero ¿qué son los pequeños timos, cuyo monto no sobrepasa algunos miles de coronas, en comparación con los grandes estafadores que operan en sus empresas con millones y miles de millones sin que la ley les eche la mano encima?

Nosotros, los que bendecimos a nuestros padres por habernos dejado en herencia la honradez, que es el orgullo de los demócratas, por no haber depositado sobre nuestras vidas la carga de los latifundios, los grandes supermercados, las cuentas bancarias en el extranjero, nosotros, ese “populacho indigente” al que dedicaba sus versos Karel Toman, no envidiamos a nadie y nos dan lástima todos aquellos a los que la codicia les ha hecho perder la cabeza.

El régimen anterior se apoderó del título de “socialista” y se escondió tras la clase obrera, mientras en realidad profanaba tanto a lo uno como a la otra y dejaba fuera del juego a ambos. El régimen actual no tiene el coraje de presentarse con su propio nombre y se esconde tras la “neutralidad” del mercado. La ideología oficial condena por “comunista” al socialismo real y a la dictadura policial-burocrática relacionada con él para ocultar la esencia neocapitalista del sistema actual y garantizarle que no hay alternativa que lo ponga en peligro; de acuerdo con su opinión y su veredicto, Marx está definitivamente muerto.

La Primavera de Praga tuvo que ser aplastada por la fuerza en su época, hoy tiene que ser trivializada o cubierta por el olvido: brotaban en ella los gérmenes de la alternativa histórica.

La esencia de la vida consiste en superar toda unilateralidad ya que no está determinada por una fuerza monopólica sino que vive y se renueva como sintonía de diversas fuerzas. Quien cae en la unilateralidad antes o después queda preso de la mentira. El primer presidente checoslovaco expresó en 1919 una sabia ocurrencia con la que dudo que alguno de los políticos actuales tuviera el coraje de identificarse: “El actual sistema capitalista es unilateral y toda unilateralidad se acaba antes o después.” La democracia excluye la unilateralidad, no se deja reducir a un conjunto de válvulas, llaves, fusibles, pistones, frenos, reglas procedimentales e instituciones que funcionan. Nace de una actitud básica ante la realidad y su anclaje es la pregunta ¿quién es el hombre? ¿Es el hombre un tool making animal, una criatura que por medio de la técnica y la ciencia, la tecnociencia, domina la naturaleza y organiza la vida en la Tierra como su posesión, o es un zoon politikon? La definición antigua no dice que el hombre, entre otras cosas (las finanzas, el deporte, los viajes), se ocupe también de la política. El zoon politikon es un ser vivo dotado de habla que funda la polis, o sea la comunidad. Con la fundación de la comunidad empieza en la tierra algo completamente nuevo, con el hombre y a través del hombre penetra en el universo un nuevo comienzo. La polis o comunidad: una partida que comienza siempre de nuevo entre los mortales y los dioses, entre la tierra y los cielos, entre el cuarteto siempre refundado, siempre amenazado, siempre renovado, del acontecer.

6.

Si no se nos escapa el significativo deje irónico de la palabra “laboratorio” en relación con la historia y la sociedad estamos en condiciones de seguirle la huella a un importante fenómeno de la actualidad: la lumpenburguesía. La lumpenburguesía no es un caso excepcional, aislado, sino un proco so social; no es algo casual sino un fenómeno en el que se nos muestran la sociedad actual y los riesgos a los. que se enfrenta. La lumpenburguesía se compone de nuevos ricos que, a diferencia de otros nuevos ricos normales, combinan las actividades empresariales con la mafia, las estafas y el submundo criminal.

En un laboratorio histórico se llevan a cabo intentos o experimentos de características especiales, los individuos intentan algo, procuran demostrar su capacidad y las fuerzas con las que cuentan, se someten a las pruebas por las que los hace pasar la vida (sufrimientos, desengaños), pero también suelen caer en diversas tentaciones: engañar, fanfarronear, perseguir la fama a cualquier precio. Si entendemos la realidad así (de una manera radicalmente distinta a la de las concepciones positivistas) podemos ver la época actual como un enfrentamiento en el que la democracia y la lumpenburguesía se ponen a prueba recíprocamente. Estamos en un periodo de pruebas en el que la lumpenburguesía comprueba hasta dónde llega la paciencia y la fuerza de la democracia, y la democracia, en su relación con la lumpenburguesía, averigua en qué consiste realmente y hasta dónde es capaz de llegar. En estas pruebas y estas tentaciones la lumpenburguesía comprueba que la democracia no puede con ella, que la legislación está llena de agujeros, que el funcionariado es corruptible, los juzgados son lentos y la atmósfera general de la época permite que le vaya mejor a los canallas que a los decentes.

La lumpenburguesía es un enclave militante y abiertamente antidemocrático dentro de una democracia que funciona pero que lo hace a media marcha y por eso no sabe qué hacer. Es más ventajoso, afirma y lleva a la práctica la “filosofía” de la lumpenburguesía, ser un timador, un bandido, un sujeto violento, que un hombre decente; el estafador cuenta con que escapará del alcance de la justicia. La diferencia entre lo moral y lo inmoral desaparece, se considera un ridículo prejuicio del pasado. Puedes ser un arribista, un bandido, un pedófilo, un mentiroso, un cobarde, pero si vas en un Mercedes te saludan con respeto y tienes las puertas abiertas.

La lumpenburguesía no es solamente la mala conciencia de la época actual y de su dictador anónimo, es además el fiel y por eso denostado y escondido espejo de una devastación que se impone con carácter universal. En el planeta ya se está realizando en dimensiones masivas un intento grandioso (un experimento, una prueba de laboratorio): reducir al hombre a una simbiosis entre la avidez ilimitada y el cálculo racional. La tendencia oculta del supercapital se manifiesta en la desvergüenza propia de una caricatura, en el descaro y la falta de escrúpulos de la lumpenburguesía. La economía planetaria del semimundo actual requiere, y por eso la fabrica, una criatura a la que llama “factor humano”, provista de dos características básicas complementarias, una voracidad ilimitada y una mente calculadora. La moral es inútil, económicamente improductiva y genera pérdidas. En su lugar, para sustituirla, se impone una serie acordada de reglas de comportamiento y actuación. Esta experimentación carcome los propios cimientos de la historia que sirvieron de base al cristianismo, a la Antigüedad, a la Ilustración. Estamos en una encrucijada.

El capitalismo actual no es sólo un potente motor que lanza al mercado una incontable variedad de objetos, artefactos, informaciones y ofertas placenteras; es también, y en cierto sentido ante todo, un productor de vaciedad y esterilidad. Por una parte beneficios y confort, por la otra pobreza del alma y el espíritu; la cara y la cruz de una misma moneda. El vacío, el aburrimiento, las drogas, la pornografía y la grosería van juntas, provienen de la misma fuente. Y la lumpenburguesía crece de las mismas “raíces”, del mismo desarraigo planetario que las drogas, las mafias o la agresividad. Las drogas son una expresión inconsciente de la desesperación de los jóvenes ante la vaciedad que les impone, les sirve y les ofrece el sistema planetario.

Con su sola indetectable presencia, la lumpenburguesía crea un clima en el que las estafas, las corrupciones y las maquinaciones, junto con la criminalidad y el narcotráfico, se consideran algo normal. Esta perversión es embellecida por el periodismo degradado con frases tales como que tenemos que pagar un impuesto por la libertad. Allí donde la atmósfera pública de la época está influenciada por la lumpenburguesía el ciudadano de a pie experimenta su impotencia (fuera de cualquier laboratorio) y se retira a su vida privada. El Trasímaco de la nueva época triunfa sobre Sócrates.

En muchos de los países más desarrollados tiempo atrás también se robaba, se asesinaba, se violaba; ¿y ahora?, señalan los pronosticadores del progreso. Los antepasados habían sido piratas, contrabandistas, atracadores, esclavistas, pero sus descendientes forman parte ya de las clases altas y son gentlemen, mecenas, diplomáticos, banqueros honorables, y extienden la fama de sus países. Tal opinión olvida que la antigua agresividad, visible y primitiva, se civilizó a lo largo de este siglo (utiliza la ciencia y la técnica) pero subsiste en forma sublimada por ejemplo en sectores como la fabricación y exportación de armamento. Los mayores exportadores mundiales ingresan por estos mortíferos artículos cientos de millones de dólares anuales; por eso se pueden permitir, como magníficos mecenas, dedicar una ínfima parte de sus beneficios a promocionar la cultura, la sanidad o el deporte.

7.

El gobierno global del mundo no lo ejerce hoy el capitalismo tradicional, el sistema económico más productivo de la historia, sino el , supercapital, que domina a todos los aspectos de la vida humana, tiene su propia economía, su política, su moral, su cultura. No se limita a la producción de mercancías y al incremento de los beneficios, sino que determina el carácter del tiempo, el espacio y el movimiento, transforma masivamente, a diario, el mundo en semimundo, de modo que no está “libre de toda metafísica”, como el puente de acero al que el poeta Josef Hora se refería en “El árbol en flor”, sino que él mismo es una forma histórica de la metafísica.

La “mano invisible” de Smith y el espíritu del mundo de Hegel crearon la metafísica de una época histórica determinada que ya ha pasado. Hemos entrado en otros tiempos muy distintos cuyo fundamento metafísico oculto es la dictadura planetaria del antiespíritu diversificado en gran cantidad de espíritus funestos: fantasmas, apariciones, fantasmagorías. El tiempo que nos determina, el espacio que habitamos y el movimiento que nos empuja hacia delante, estos tres existenciales fundamentales, hacen que vivamos en la transmutación, que la produzcamos y la prolonguemos. Mientras no descubramos este fundamento oculto de la perversión y no nos incorporemos a la resistencia (oponerse al mal, no colaborar con él), continuaremos viviendo en la mentira. Mientras no aclaremos cuál es el verdadero estado de cosas, todas las polémicas sobre si el Estado debe hacerse más débil o más fuerte, sobre el mercado con calificativos o sin ellos, son vanos juegos ideológicos que distraen la atención de lo más importante, de la necesidad de una nueva orientación, de que hace falta una transformación esencial.

El dominio planetario de esta instancia no puede ser superado mediante ningún tipo de medidas administrativas, organizativas o legislativas, y tampoco ninguna medida defensiva, paliativa o de ajuste salvará a la humanidad de su devastador efecto nihilista. Ese dominio está íntimamente ligado a la pérdida de la medida, de la sustancialidad, del sentido, de la centralidad, de la virtud. Ese es el sentido de aquella frase del 68 que frecuentemente se cita: la ecología cree que basta con defender el medio ambiente; la filosofía cree que es necesario salvar al mundo.

No hay medidas que valgan: las comisiones, el senado, el ombudsman, el control de la situación, los decretos gubernamentales, todo resulta superficial y ridículo mientras no se produzca un cambio fundamental. Un cambio fundamental en la actitud hacia la naturaleza, la historia, la verdad y la mentira, un cambio similar al que hace dos mil años trajo el cristianismo y, en la nueva era, la filosofía de Descartes junto con la Revolución Francesa. Ese cambio fundamental puede surgir de la reflexión crítica acerca de las posibilidades liberadoras que oculta en su interior una formación completamente moderna: la simbiosis de la ciencia, la técnica y la economía.

Para que el hombre no se ahogue en la interminable riada de información, de inventos, de placeres, pero también de ilimitada ambición, para que no se disuelva en el ininterrumpido flujo de la nada, ha de someterse a una única orden superior que lo liberará. Franz Rosenzweig y tras él Emmanuel Levinas ven la única salvación en la orden del amor. El amor ordena, pero ordena amor. Para que los hombres oigan esta orden y presten oído a este llamado deben (¿antes, al mismo tiempo?) liberarse del comando planetario que les sugiere como sentido de la vida la ambición ilimitada y el frío cálculo. La orden libera. El que atiende la orden de esa ley no escrita opta por la permanente y radical desobediencia a las imposiciones del “mundo” degradado y pervertido, del semimundo, de la caverna: Antígona. Aquella exclamación: “¡Lo abierto, no la caverna!”, es una paráfrasis que mira al futuro y prepara el futuro de la conocida apelación “¡Jesús, no Cesar!”.

La época está salida de madre (out of joint), ¿quién la arreglará (put it right)? ¿Quién unirá lo trivial con lo sublime, lo cotidiano con lo festivo, lo provisional con lo duradero? La solución de los problemas de la comunidad solamente la trae el arte, que une, conjunta, pero no reduce. Comenius, atento lector de los filósofos antiguos, consideraba que la política era una habilidad cuyo poder residía en la conjunción de la tierra con los cielos, de lo terrenal con lo divino. Esto, naturalmente, es lo contrario de lo que hace el capitalismo actual, que pone a ras de tierra lo sublime, lo grande, lo heroico, lo poético, lo pone allí a su servicio para fabricar beneficios y vacío.

8.

A diferencia de 1918, cuando el Estado común de checos y eslovacos surgió mediante un acto fundacional en el que desempeñaron un importante papel la resistencia local y un ejército de cien mil voluntarios en el extranjero–, la actual República Checa fue producto de un apresurado pacto entre las directivas de los partidos, sin el consenso de los ciudadanos, no por su voluntad. La nación se enfrentó a un hecho consumado, el gobierno demostró su personal modo de gobernar y, estimulado por el éxito, lo mantendrá fielmente en el futuro, cuando decida ingresar en la otan. En la génesis del Estado actual no estuvieron presentes las ideas, la idea de Palacky, la idea de Masaryk, sino una combinación de cínico pragmatismo y estéril moralismo. Cuando faltan ideas se abre el campo a la interminable charlatanería ideológica. Un miope oportunismo sin ideas sustituyó a la estrategia nacional a largo plazo cuyos trazos fundamentales dibujaron Palacky y Havlicek. Los dos pilares de esa estrategia son una nación pequeña en cuanto a su número de habitantes y a su extensión territorial busca su grandeza y la encuentra en la cultura y la moral, en la esfera del espíritu y no en la fuerza exterior o en el servilismo hacia quien sea. Semejante nación se parece al peregrino de Comenius y Macha, que busca la verdad y es capaz de aprende de sus experiencias, por lo general dolorosas y amargas. Semejante nación sabe que no puede alterar su situación histórica y geopolítica, su lugar entre Alemania y Rusia, así que apuesta por su poder interior, que la protege del riesgo de convertirse en un mero juguete en la pugna, los conflictos y los pactos entre las superpotencias.

La estrategia nacional a largo plazo rechaza los cálculos y el dogmatismo ideológico. El que se limita a sacar las cuentas con frecuencia se equivoca o se encuentra un día con incontables pérdidas porque en sus cálculos no ha tenido en cuenta a la historia, que es una variable cambiante, incalculable. Quienes participaron en el Tratado de Munich, en 1938, contaban con que si sacrificaban a Checoslovaquia apaciguarían a Hitler u orientarían su agresividad hacia Oriente. Sacaron mal las cuentas. Brezhnev contaba en 1968 con que si acababa con la Primavera de Praga salvaría al Imperio de la desintegración. Se equivocó. Es necesario sacar las cuentas pero sin convertirse en un contable. ¿Por qué se equivocan los contables?

Porque no conocen ni el poder ni la esencia del tiempo. El pensamiento distingue lo que está históricamente obsoleto y superado, por eso no pacta con ello. El cálculo ideológico en cambio se echa en sus brazos con la injustificada esperanza de que así mantendrá el paso del “espíritu de la época”. Contra una concepción a largo plazo, elaborada durante generaciones y que ha pasado por duras pruebas, se plantea un dogma ideológico miope y se intenta convencer a la nación: Creednos a nosotros, ciudadanos, a nosotros, los infalibles gremios partidarios.

¿Cómo se lleva a cabo el desmontaje de una nación? Es una “operación” distinta de la construcción de una imagen. La imagen eleva a un individuo, a una empresa, a un partido político, a las alturas del horizonte mercantil. Un desmontaje, en cambio, degrada a la nación y la convierte en una presurosa masa de productores, consumidores, servidores, que se entienden entre ellos en un checo decadente, en un idioma que ya no es capaz de comprender la lengua de Macha, Holán o Vancura.

Una nación “sin una verdad espiritual superior” muere aunque la defiendan el ejército, la policía, las leyes y los pactos militares, escribe en 1909 Otokar Brezina. ¿Cómo muere una nación? Ya no nos amenaza la liquidación física que para nosotros planeaba la Alemania nazi. No nos amenazan la germanización, la rusificación ni la americanización. La nación muere cuando se convierte en una masa domesticada de especialistas sin espíritu y consumidores sin buen gusto ni sensibilidad. Este declive se debe a la pérdida de la medida de las cosas, que es lo que eleva al hombre a la condición de un ser que participa en la historia del mundo. No nos defenderá la otan, no nos salvará ni siquiera algún Dios heideggeriano; la salvación debemos buscarla en nosotros mismos, en nuestro coraje y nuestra grandeza. Nuestra única esperanza es un diciembre victorioso.

Hemos pasado por un febrero y un noviembre victoriosos. El primero le abrió las puertas a la dictadura de la burocracia del partido, el segundo le despejó el camino también al latrocinio de la lumpen-burguesía. Pero con febrero, agosto y noviembre no termina el calendario político de la nación checa. Comienza a dibujarse ante nosotros un diciembre victorioso.

El poeta Jakub Deml nos dejó un testimonio sobre lo que Otokar Brezina pensaba sobre la gran fiesta de diciembre. En medio de una oscuridad y un frío que parecen no tener fin, de pronto, como por milagro, de repente, salta una chispa, se hace la luz: nace un niño y con él la esperanza. La imaginación poética despierta la imaginación política. En medio de los afanes por obtener cargos, riqueza, fama; en medio de las prisas y de la charlatanería ideológica, la indiferencia y las intrigas, la desvergüenza, el desencanto, la corrupción convertida en segunda naturaleza, salta de repente, nadie sabe de dónde, una chispa, la chispa de una idea que de pronto pone en cuestión toda la pervertida normalidad. Surge la ocasión de salir de la caverna y entrar al mundo.

El diciembre victorioso es la conjunción de la “verdad espiritual superior” con una democracia integral: sin una democracia radical la verdad espiritual superior es impotente; sin una verdad espiritual superior toda democracia se queda a mitad de camino.

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Nota:

1. Bozena Nemcova, gran escritora, pensadora y patriota checa del siglo XIX.

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