El Sudamericano
La cultura ya no es aquello que planteábamos en términos generales, es decir, ese “cultivo de las formas“, o cultivo de las formas identitarias, (cultivo de la identidad) que tiene lugar en la “existencia festiva“ y se prolonga hacia la actividad artística; sino que la propia actividad cultural misma está administrada, resulta una actividad ya totalmente integrada en el funcionamiento de la economía y de la moderna sociedad capitalista. Ya la cultura no es algo tan libre, o autónomo, sino que esa cultura obedece a ciertos lineamientos muy precisos. A ciertas posibilidades técnicas muy precisas. A ciertos cánones tal vez no tan explícitos, pero sí, suficientemente potentes como para guiar el comportamiento de hombres de cultura y de artistas. Esto sería pues entonces, la industria cultural.
La industria cultural es entonces ese comportamiento, esa cultura subordinada o subsumida bajo las necesidades de la acumulación de capital. Esto es lo que prevalece durante el siglo XX.
Esto que planteaba Freud a comienzos del siglo XX puede repetirse, curiosamente pero con mayor fuerza y mayor insistencia a comienzos del siglo XXI: hay una Industria Cultural que se impone, se sobrepone; que domina sobre la actividad cultural y artística, y que mantiene entonces oprimidos, podríamos decir, a los seres humanos que quieren comportarse autónomamente como personas de cultura, o seres humanos de cultura. Y que domina a toda la actividad artística en cuanto tal.
El Arte, la Cultura, tienen que comportarse de acuerdo a los lineamientos de lo que la industria cultural, como monopolio que es de los medios de producción de las formas culturales y artísticas, tienen que someterse a lo que les viene impuesto por la industria cultural, como nos dicen Horkheimer y Adorno, tiene como tarea única el cantarle loas al capital, y el ser un lamento al respecto de la impotencia del ser humano en cuanto tal, [es decir] como sujeto político. Este es el leitmotiv de la industria cultural.
Un leitmotiv que se repite en grande y en pequeño por todos los rincones de la cultura y del arte y que consiste exclusivamente en eso, en insistir una y otra vez, de las maneras más sutiles y sofisticadas en que hay un solo Dios; un solo Dios que es el valor que se autovaloriza: el Capital. Y que sin ese Dios, la modernidad: la vida civilizada, no existiría. Que el ser humano perecería si no fuese un ser humano capitalista. Así se afirma que el capital es omnipotente y correlativamente que el individuo en cuanto tal, que la sociedad, –que el sujeto, ya sea este singular o colectivo– es impotente, o que no tiene ninguna perspectiva de poder sobreponerse, o de vencer el funcionamiento de ese inmenso monstruo, de esa inmensa maquinaria que sería la producción de la riqueza social en su modo, o en su forma capitalista.
Esta sería pues la base, o el fundamento de la crisis de la cultura, y de la crisis de las artes durante todo el siglo XX, –posterior a las vanguardias artísticas, posterior al sueño revolucionario de las primeras dos décadas del siglo XX–. Una crisis que se mantiene, que se agudiza, que tiene sus altibajos, pero que está siempre ahí. Es decir, se ha repetido de muchas maneras… han habido momentos en los que parecería que esa industria cultural fue vencida o fue batida, por ejemplo en los años sesentas, o con el aparecimiento de fenómenos culturales y artísticos desconocidos hasta entonces, como la cultura y la neomúsica de Rock, y todas aquellas cosas. Pero de todas maneras, incluso la neomúsica de Rock fue integrada por la industria cultural y todo funciona bien aceitadamente. ¿Qué implica esto? Implica pues la opresión. Implica la falta de libertad. Ella implica pues la sujeción de la vida cultural y artística al capital, por la vía de esa industria cultural. […] El proceso de acumulación de capital; –la construcción de la industria cultural– implican eso; la uniformización de la formas. La eliminación de lo concreto. La eliminación de los rasgos identitarios singulares de las comunidades, de los cánones, etc., que han estado funcionando ahí. La destrucción, la devastación de las formas naturales de la vida social y la construcción de una naturalidad de segundo orden. Una naturalidad puesta por el propio capital. La crisis cultural se percibe así, como proceso de destrucción de lo concreto singular, de lo identitario, y como la construcción de ese monstruo abstracto, uniforme, homogéneo, que es el del mundo de la producción y el consumo de las mercancías capitalistas en nuestra época.
Yo agregaría sin embargo, que el problema acerca de la crisis de la cultura es de raíz más profunda, puesto que está conectada con lo que podríamos llamar la crisis civilizatoria que trae consigo el aparecimiento de la modernidad. La modernidad aparece sólo allí, cuando las posibilidades de las fuerzas productivas del ser humano se potencian de tal manera que pueden pasar a funcionar en un nivel desconocido hasta entonces y durante toda la época neolítica. Dentro de las fuerzas productivas aparece una revolución que aparentemente no es escandalosa a comienzos del segundo milenio, pero que va a ser fundamental a lo largo de toda esta última época, y que es la de la transformación de las relaciones establecidas entre todos los tipos de comunidades humanas y “lo otro“. O lo que ellas van a denominar “la naturaleza“.
Entre “el hombre y “la naturaleza” –se diría entonces tomando los términos de Marx del siglo XIX– aparece la posibilidad de un nuevo tipo de relación, que ya no sería, –y esto lo vio muy bien Walter Benjamin en su ensayo sobre la reproductibilidad de la obra de arte–, ya no sería una técnica que estuviese funcionando como instrumento de combate y de dominio prepotente del ser humano sobre la naturaleza. Los medios de producción y la técnica ya no serían un instrumento de defensa y de ataque del ser humano frente o contra la naturaleza, sino qué a partir de ese momento, con el nacimiento de la modernidad, se plantearía la posibilidad del funcionamiento de una técnica, –como le llama Benjamin–, una técnica lúdica –o de puro juego–, en la que lo qué estaría precisamente en juego, sería la posibilidad de construir formas, ya no de dominar del hombre sobre la naturaleza sino de combinar, de colaborar en la construcción de nuevas formas. De jugar con la creatividad de las formas. Ésta neotécnica, –ésta “técnica segunda“, como la llama Walter Benjamin–, es la que aparece con la modernidad. Y es una técnica que promete abundancia, obviamente. Y promete emancipación. Es decir, promete que las sociedades ya no tendrán que autodisciplinarse y autorreprimirse, para constituirse ellas en ejércitos capaces de enfrentar disciplinadamente a la naturaleza. En ejércitos de implican obviamente la construcción de instituciones y de formas autorrepresivas para los individuos singulares de cada una de ellas, sino que implicarían justamente la emancipación de esos individuos. La modernidad viene entonces con la aparición de esta neotécnica, la aparición de una posibilidad diferente de la relación del hombre con la naturaleza y el replanteamiento de la vida civilizada en términos absolutamente desconocidos hasta entonces. El aparecimiento de la modernidad implica un revolucionamiento muy grande. Implica una ruptura de época, o de era, puesto que toda una manera de relacionarse del hombre con la naturaleza puede, a partir de la modernidad, ser sustituido por otro. Y éste otro modo, esta otra manera que permite la neotécnica, –esto es lo paradójico, lo trágico del asunto–, va a ser implementada o puesta en práctica, o actualizada mediante el capitalismo. El capitalismo va a ser el que se encargue de recabar, de promover, de potenciar estos brotes de revolución neotécnica con los que aparece la modernidad, y de convertir a la modernidad en una “modernidad capitalista“. Una modernidad capitalista que justamente, –y esto sería lo paradójico, lo irónico de este asunto–, que para desatar las posibilidades de la neotécnica exacerba justamente las características tradicionales más opresoras y más predatorias del comportamiento técnico del ser humano. El capitalismo va a usar la neotécnica, pero a la manera de la técnica primitiva, o de la técnica arcaica: la va a usar como arma. Arma contra la naturaleza y arma de opresión hacia adentro, hacia la constitución de las sociedades humanas.
El capitalismo, promotor de la modernidad y del moderno revolucionamiento de las fuerzas productivas será el gran traidor a estas posibilidades. En este sentido, el modo de producción y reproducción capitalista tendría entonces esta curiosa historia, que es la historia pues de haber fomentado las fuerzas productivas, pero al mismo tiempo, de haber exacerbado justamente aquello que debió haber solucionado. Exacerbado la miseria, la escasez. Y de haber planteado la necesidad de un régimen de escasez artificial, y por lo tanto de exacerbar también el carácter represivo de la vida social sobre los individuos sociales.
Entonces, las formas identitarias tradicionales o arcaicas son todas ellas formas que aparecen y corresponden con una civilización de la escasez. Son todas ellas formas sin duda maravillosas si uno las observa en sentido antropológico. Sin duda creativas, esplendorosas, agudísimas, –refinadas si se quiere–, pero todas ellas creadas mediante la situación de la técnica arcaica. La situación de la guerra contra la naturaleza. En este sentido, observen ustedes, todas las formas civilizatorias entran en crisis con la aparición de la modernidad…”
Bolívar Echeverría