Alfonso Insuasty Rodríguez 12 de agosto de 2025 Hora: 12:27

Foto: EFE
Las condenas a empresarios bananeros de Chiquita Brands y a un expresidente (2025) exponen la alianza estructural entre élites económicas, Estado, paramilitarismo y capital extranjero, al tiempo revelan un modelo de gestión basado en la manipulación al más alto nivel, que protege privilegios y bloquea verdad, justicia y paz transformadora.
El 23 de julio de 2025, el Juzgado Sexto Penal del Circuito Especializado de Antioquia condenó a siete altos ejecutivos de filiales de Chiquita Brands por concierto para delinquir agravado, tras demostrarse su financiamiento a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entre 1997 y 2004. Apenas unos días después, el juzgado 44 del circuito con funciones de conocimiento de Bogotá, profiere condena contra un expresidente como determinador de los delitos de Fraude Procesal en concurso homogéneo y heterogéneo con soborno en la actuación penal, y absolutoria respecto de Soborno.
Estos fallos, aunque históricos, no pueden leerse solo como victorias jurídicas aisladas. Revelan un patrón persistente, la estrecha alianza entre poder económico, sectores del Estado, estructuras paramilitares y redes mafiosas, tráfico de influencias y manipulación al más alto nivel, asunto que durante décadas han operado en coordinación para el control territorial, la extracción de recursos y la preservación de privilegios para pequeñas élites nacionales y transnacionales.
La sentencia contra los empresarios bananeros evidencia cómo corporaciones multinacionales —en este caso Banadex y Banacol, filiales de Chiquita Brands— no solo participaron en la economía legal del banano, sino que también financiaron, de manera sistemática, el aparato armado ilegal que ejecutó masacres, desplazamientos y control social en regiones estratégicas. El objetivo era garantizar “estabilidad” para la actividad empresarial, un eufemismo que encubría violencia selectiva y represión comunitaria.
Por su parte, la condena al expresidente confirma lo que amplios sectores sociales han denunciado por años, la existencia de un vínculo orgánico entre las más altas instancias del poder político y métodos de manipulación irregular de la justicia para encubrir la verdad. Este no fue un hecho excepcional, sino parte de una arquitectura institucional moldeada para garantizar impunidad a quienes han ostentado un gran poder.
El problema va más allá de la responsabilidad penal individual. Lo que estas sentencias ponen de relieve es la captura del Estado por redes que integran empresarios, políticos, mandos militares y actores armados ilegales, con el respaldo o tolerancia de intereses extranjeros.
Estos fallos son un avance, pero insuficiente. Colombia sigue sin una reforma judicial profunda que asegure independencia, transparencia y capacidad para procesar a los máximos responsables, especialmente a quienes han operado desde los niveles más altos de poder económico y político. La impunidad sigue siendo estructural, protegida por la lentitud procesal, la selectividad judicial y la presión política.
En el terreno de la paz, las sentencias demuestran que no basta con la ausencia de combate entre actores armados para hablar de estabilidad. La violencia se reproduce mientras persistan las condiciones materiales e institucionales que la alimentan, concentración de la tierra, extractivismo depredador, exclusión política y económica, y represión de la protesta social, una altísima impunidad. Sin desmantelar esas bases, la paz será siempre frágil y parcial.
En cuanto a la verdad, las limitaciones de mecanismos como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad son evidentes: ni han identificado plenamente a las élites empresariales responsables, ni han revelado en su totalidad las lógicas, métodos y estructuras que hacen posible el retorno cíclico de la violencia. La verdad oficial sigue incompleta, fragmentada y, en muchos casos, funcional a quienes desean mantener la narrativa sin tocar los intereses de fondo.
La reparación integral a las víctimas y las garantías de no repetición dependen, precisamente, de romper este pacto histórico de impunidad. Sin embargo, el Estado colombiano ha mostrado reticencia a asumir esta tarea, priorizando la protección de inversiones y acuerdos con corporaciones sobre la justicia social y los derechos humanos.
Lo que está en juego es más que un debate jurídico, es la posibilidad de transformar un Estado diseñado para servir a intereses privados y élites, reorientarlo hacia la protección de la vida, la equidad y la participación ciudadana. Sin esa transformación, las sentencias recientes corren el riesgo de convertirse en excepciones que confirman la regla de la impunidad.
Estas decisiones judiciales son hitos que iluminan, aunque sea por un instante, las sombras más densas de la historia reciente de Colombia. Pero la pregunta central sigue abierta: ¿serán el inicio de un proceso de desmantelamiento de la alianza entre élites, manipulación, Estado y paramilitarismo, o quedarán como episodios simbólicos que no alteran la estructura de poder?
La respuesta dependerá de la capacidad de la sociedad civil, los movimientos sociales y las víctimas para convertir estos fallos en plataforma de exigencia y de transformación real. Solo así será posible avanzar hacia una paz genuina, participativa y transformadora, donde la justicia deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho efectivo para todos y todas.
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