La historia del Viejo Benjamin

Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-historia-del-viejo-benjamin/                                                                            Lisa Fittko                                                                                  27.10.21

Lisa Fittko guía a Walter Benjamin

El 26 de septiembre de 1940 Walter Benjamin se suicidó por sobredosis de morfina en una pensión de Port Bou. Un evidente suicidio inducido. Por eso cabe preguntar: ¿Quién mató a Walter Benjamin? Pro memoria, y por si así es posible saber qué ocurrió con el manuscrito que portaba, cuya salvación le parecía más importante que la de su propia vida. Los testimonios de Lisa Fittko y Henny Gurland permiten reconstruir aquel brutal episodio de la colaboración entre nazis y franquistas. Un episodio del que se han borrado las huellas: en el hermoso cementerio marino de Port Bou la tumba de Benjamin se ha esfumado y en el pueblo nadie recuerda nada, sin que falten algunas frustradas tentativas de la tradicional picaresca española. Un aura de misterio sigue rodeando la muerte de Benjamin en Port Bou, pero puede y debe esclarecerse.

Cumplo, por fin, la promesa de escribir la historia. La gente sigue pidiéndome que describa exactamente la forma en que…

Recuerdo todo lo que pasó, así lo creo. Es decir, recuerdo los hechos. Pero, ¿puedo revivir aquellos días? ¿Es posible retroceder y penetrar en aquellos tiempos en que no había lugar para recordar lo que era la vida normal, aquellos días en que teníamos que adaptarnos al caos y luchar por sobrevivir…?

La distancia de los años –una cuarentena– le ha dado una perspectiva a los acontecimientos, opinan muchos. Me parece, sin embargo, que esta perspectiva con pretensiones de comprensión fácilmente se vuelve una simple visión desde atrás, reformando aquello que… Contra esta trampa, ¿cómo poner en orden mis recuerdos? Y ¿por dónde empezar?

25 de septiembre de 1940
Port-Vendres (Pirineos Orientales), Francia.

Me recuerdo despertándome en la habitación estrecha de bajo techo donde algunas horas antes había ido a dormir. Alguien llamaba a la puerta, pero no era la chica. Me froté los ojos medio cerrados. Se trataba de uno de nuestros amigos: Walter Benjamin, uno de los que huyeron hacia Marsella cuando los alemanes ocuparon Francia. «Viejo Benjamin», solía decir yo refiriéndome a él sin saber exactamente por qué –tenía 48 años–. ¿Qué hacía ahora aquí?

«Respetable señora ‒dijo‒, por favor, acepte mis disculpas por esta molestia». El mundo había quedado trastocado, pensaba yo, pero no la cortesía de Benjamin. «Su señor esposo ‒prosiguió‒, me indicó cómo encontrarla. Me dijo que usted podría conducirme a España a través de la frontera». ¿Qué dijo? Oh bien, sí, mi señor esposo –mi marido– habrá dicho eso. Supondrá que puedo hacerlo, lo que sea.

Benjamin se quedó parado ante la puerta abierta; entre la cama y el pasillo no había sitio para una segunda persona. Le sugerí enseguida que me esperara en el bistrot de la calle del pueblo. Desde el bistrot nos fuimos a dar un paseo, de modo que pudiéramos hablar sin ser escuchados.  Le expliqué que, aunque mi marido no lo sabe, desde mi llegada a la zona fronteriza la semana pasada he encontrado un modo seguro de cruzar la frontera. Un día bajé al puerto para hablar con alguno de los obreros portuarios. Uno de ellos me invitó al local del Sindicato donde me pusieron en contacto con el señor Azéma: alcalde de Banyuls-sur-Mer, un pueblo cercano. Era el hombre que, según había oído en Marsella, podría ayudarme a encontrar un camino seguro para aquellos de nuestra familia y amigos que estuvieran dispuestos a pasar al otro lado. Se trataba de un viejo socialista de los que habían ayudado a la República española pasando desesperadamente la frontera con los médicos, medicinas y enfermeros necesarios durante la Guerra Civil española. «Una grata persona, el alcalde Azéma», le comenté a Benjamin. Se había pasado horas conmigo preparando cada detalle. Por desgracia, el famoso camino a través del muro del cementerio de Cerbère estaba cerrado. Había sido un camino absolutamente seguro y gran número de refugiados lo habían usado durante meses, pero ahora estaba fuertemente vigilado por los gardes mobiles. Sin duda por orden de la Comisión Alemana. Según el alcalde, el único punto realmente seguro era «la Route Lister». Ello significaba que tendríamos que cruzar los Pirineos más al oeste, a gran altura, haciendo una gran ascensión.

«Está bien ‒contestó Benjamin‒, será tan largo como seguro. Yo tengo dificultades cardíacas ‒continuó‒, y tendré que ir despacio. También hay dos personas que me acompañan desde Marsella y que necesitan pasar la frontera: la Sra. Gurland y su hijo. ¿Los llevará usted?»

Seguro, seguro. «Pero, Sr. Benjamin, comprenda usted que yo no soy una guía competente en esta región, que no conozco los caminos y que nunca los he recorrido por mi cuenta… Tengo un trozo de papel con unas indicaciones a lápiz, un mapa del camino hecho de memoria donde están descritos algunos de los detalles de las vueltas que hay que dar: una cabaña a la izquierda, una explanada con siete pinos que hay que bordear por la derecha, porque si no saldríamos demasiado al norte, hasta los viñedos que conducen al cerro en este punto a la derecha. ¿Quiere aún correr el riesgo?»

«Sí», dijo sin vacilar. «El riesgo real sería no ir». Dicho sea de paso, recuerdo que éste no era el primer intento de Benjamin para salir de la trampa, imposible de olvidar para cualquiera que conozca los anteriores. La atmósfera apocalíptica de Marsella en 1940 produjo historias absurdas de huidas frustradas: planes sobre barcos fantásticos y capitanes legendarios, visados para países inexistentes en el mapa y pasaportes de países que habían dejado de existir. Uno se acostumbraba a aprender en el Daily Grapevine [boca a oreja] que estos planes quiméricos podrían seguir el destino de un castillo de naipes. Éramos capaces de reírnos –teníamos que reírnos– del lado cómico de algunas de aquellas tragedias. La risa era irresistible cuando el Dr. Fritz Fraenkel ‒de constitución endeble y melena gris‒ y su amigo Walter Benjamin ‒con su cabeza de escolar sensible y ojos pensativos tras las gafas‒ se veían obligados a disfrazarse de marineros franceses para colarse de contrabando en un barco de carga. No llegaban muy lejos.

No obstante, podían continuar intentando huir, por suerte, dado el estado general de confusión.

Intentaríamos ver al alcalde Azéma una vez más, esta vez juntos, de forma que pudiéramos memorizar cada detalle. Avisé a mi cuñada –ella, el niño y yo pensábamos cruzar la frontera e ir a Portugal la semana siguiente– y salí con Benjamin hacia Banyuls.

Aquí tengo un lapsus de memoria. ¿Nos atrevimos a tomar el tren, a pesar de los constantes controles fronterizos? Tuvimos que haber andado 6 u 8 kilómetros desde Port-Vendres por la senda rocosa que ahora me era familiar. Recuerdo haber encontrado al alcalde en su despacho; recuerdo cómo miraba hacia la puerta y repetía sus instrucciones, contestando a nuestras preguntas.

Dos días más tarde, después de que el alcalde nos dibujase el plano de la carretera, nos asomamos a la ventana y Benjamin tomó nota de las direcciones: la explanada de los siete pinos y algunas colinas a las que tendríamos que subir. «Sobre el papel parece un paseo fácil ‒comenté‒, pero me temo que tengamos que atravesar alturas pirenaicas…». Se rió: «Eso es en España, al otro lado de las montañas».

Entonces, el alcalde sugirió dar un paseo aquel atardecer y recorrer la primera parte de la ruta para probar si podíamos encontrar nuestro camino. «Tú subes hasta este claro», dijo señalando el plano. «Luego vuelves y lo verificas conmigo. Pasas la noche en la fonda y mañana por la mañana, a eso de las cinco cuando aún está oscuro y la gente se va hacia sus viñedos, haces otra vez todo el camino hasta la frontera española». Benjamin preguntó por la distancia hasta la explanada. «Menos de una hora… bien, en realidad no más de dos horas. Un bonito paseo». Nos despedimos con un apretón de manos: «Je vous remercie infiniment, Monsieur le Maire», oí decir a Benjamin. Pude escuchar claramente su voz.

Fuimos a ver a sus compañeros, que esperaban en la fonda y les explicamos nuestro plan. Me pareció que cooperarían sin quejarse, contra lo que yo me temía, en una situación tan crítica. Caminamos tranquilamente, como turistas que disfrutan del panorama. Me di cuenta que Benjamin portaba una maleta de grandes dimensiones que había recogido cuando nos paramos en la posada. Parecía pesada y le ofrecí mi ayuda para llevarla. «Es mi nuevo manuscrito», me explicó. «Pero, ¿por qué la trae?». «Comprenda que esta maleta es lo más importante para mí ‒y añadió‒ no puedo arriesgarme a perderla. Es el manuscrito lo que debe ser salvado. Es más importante que yo mismo».

Esta expedición no iba a ser fácil, pensé. Walter Benjamin y sus caminos retorcidos. Justo como es él. Cuando intentaba pasar por marinero en el puerto de Marsella, ¿habría ido con la maleta?

Mejor sería pensar en el camino, me dije a mí misma, e intentar descifrar las indicaciones de Azéma en el pequeño plano. Aquí estaba el cobertizo vacío que el alcalde había mencionado; no nos habíamos perdido… por ahora. Luego encontramos el sendero con una ligera curva hacia la izquierda. Y la gran roca que había descrito. ¡Una explanada! Esa tiene que ser. Lo habíamos conseguido, después de casi tres horas.

Según lo señalado por Azéma, esto significaba sólo la tercera parte del camino. No lo recuerdo como si hubiera sido difícil. Nos sentamos y descansamos un rato. Benjamin se tumbó sobre la hierba y cerró los ojos; yo pensaba que debió haber sido fatigoso para él. Estábamos preparados para emprender el descenso de vuelta, pero él no se levantó. «¿Está listo?», le pregunté. «Estoy bien ‒contestó‒, vosotros tres vais delante».

«¿Y usted?».

«Yo me quedo. Voy a pasar la noche aquí y vosotros os reunís conmigo por la mañana».

Esto era peor de lo que yo esperaba. ¿Qué hacer ahora? Todo lo que podía hacer era razonar con él. La zona era agreste y montañosa, donde podrían aparecer animales peligrosos. Con certeza sabía que allí existían toros salvajes. Estábamos a finales de septiembre y no tenía nada con que cubrirse. En los alrededores merodeaban contrabandistas, y quién sabe lo que podrían hacer con él. No tenía nada que comer ni beber. En cualquier caso, era insano. Respondió que su decisión de pasar la noche en la explanada era irrevocable, al estar basada en un razonamiento muy simple. El objetivo era cruzar la frontera, de modo que ni él ni su manuscrito cayeran en manos de la Gestapo. Había alcanzado la tercera parte de este objetivo. Si tenía que volver al pueblo y repetir mañana todo el camino, su corazón probablemente no lo aguantaría. Ergo, se quedaba.

Me senté otra vez y dije: «Entonces yo también me quedo».

Sonrió. «¿Desea usted defenderme de sus toros salvajes, estimada señora?».

Mi estancia no sería razonable, explicó tranquilamente. Era esencial que hiciera las comprobaciones con Azéma y que descansara esa noche. Sólo entonces sería capaz de guiar a los Gurland antes del amanecer sin errores ni retrasos, para llegar a la frontera. Naturalmente que ya sabía eso. Además, tenía que conseguir algo de pan sin la cartilla de racionamiento, y quizá algunos tomates y sucedáneo de mermelada en el mercado negro para poder caminar durante el día. Supongo que sólo intentaba asustar a Benjamin para que abandonase su idea pero, naturalmente, no funcionó.

Durante el descenso quería concentrarme en el sendero para poder encontrar el camino en la oscuridad de la mañana siguiente. Pero la cabeza se negaba: él no debía quedar sólo allí, es un error… ¿Lo había planeado así durante el camino? ¿O el paseo le había extenuado de tal modo que decidió quedarse sólo una vez que llegamos?  Pero allí estaba la pesada maleta que no había soltado durante todo el camino. ¿Permanecía intacto su instinto de conservación? En caso de peligro, ¿qué le aconsejaría hacer su peculiar forma de razonamiento

Durante el invierno, antes de la capitulación de Francia, mi marido y Benjamin habían estado juntos en uno de los campos donde el Gobierno Francés encarcelaba a los refugiados de la Alemania Nazi. Fue en el Campo de Vernuche, cerca de Nevers. En una de sus conversaciones, Benjamin, fumador empedernido, declaró que había dejado de fumar hacía pocos días. Era angustioso, añadió. «Tiempos duros», le dijo Hans. Observando la incapacidad de Benjamin para «tratar las adversidades superficiales de la vida, que a veces se presentan…» (Walter Benjamin. Cartas 1) –en Vernuche todo eran adversidades– Hans se había acostumbrado a ayudarle en los problemas. Cuando quería demostrarle a Benjamin que en lo que se refiere a tolerar crisis y mantener el equilibrio síquico, la regla fundamental era conseguir satisfacciones evitando las privaciones, Benjamin respondía: «Sólo puedo soportar las condiciones de vida en el campo si me siento obligado a sumergir la mente totalmente en un esfuerzo. Dejar de fumar requiere ese esfuerzo y, por tanto, será lo que me salve».

A la mañana siguiente parecía que todo iba a ir bien. El peligro de ser vistos por la policía o por los guardias fue máximo cuando abandonamos el pueblo y empezamos a subir por la colina. Azéma había insistido: la salida, antes del amanecer; mezclarse con los vendimiadores en la subida; no llevar nada, excepto una ‘musette’; no hablar. De este modo, las patrullas no nos podrían distinguir de los habitantes del pueblo. La señora Gurland y su hijo, a los que había explicado estas normas, las siguieron cuidadosamente y yo no tuve problemas para encontrar el camino.

Cuanto más nos acercábamos a la explanada, mayor era la tensión que sentía. ¿Estaría Benjamin allí? ¿Estará vivo? Mi imaginación comenzó a girar como un calidoscopio.

Por fin. Aquí está la explanada. Aquí está el viejo Benjamin. Vivo. Se levantó y nos miró amistosamente. Entonces me sorprendió su cara, ¿qué había pasado? Esas manchas color púrpura oscuro bajo sus ojos, ¿podrían ser síntomas de un ataque al corazón?

Intuyó por qué lo miraba. Quitándose las gafas y limpiándose la cara con un pañuelo, comentó: «Oh, esto. El rocío de la mañana, ya sabe. Lo que se forma en la montura de las gafas, ¿ve? Se mancha al humedecerse».

Mi corazón cesó de latir en mi garganta, para deslizarse otra vez al lugar que le correspondía.

Desde aquí, el ascenso fue más empinado. Entonces, comenzamos a dudar repetidamente sobre la dirección que debíamos seguir. Me sorprendió que Benjamin fuera capaz de comprender su pequeño mapa y ayudarme a orientarnos para tomar el camino correcto.

La palabra «camino» se volvía a cada paso más simbólica. Se trataba de trechos de una senda difícilmente reconocible entre las piedras, luego el viñedo en pendiente que nunca olvidaré. Pero primero explicaré lo que hacía tan segura esta ruta.

Siguiendo el ascenso inicial, el camino corría paralelo a la bien  conocida carretera «oficial», a lo largo de la cumbre de la cadena montañosa que era realmente transitable. «Nuestra» carretera ‒la «Route Lister» y un viejo, viejo sendero de contrabandistas‒ corría por debajo y, a veces, metido por dentro de barrancos, fuera del campo visual de los guardias de fronteras franceses que patrullaban en lo alto. En algunos puntos, los dos caminos se aproximaban tanto que teníamos que guardar silencio.

Benjamin caminaba despacio y uniformemente. Por intervalos regulares ‒aproximadamente cada 10 minutos‒ se paraba y descansaba durante un minuto. Luego continuaba con el mismo ritmo estudiado. Lo había calculado y preparado durante la noche,  según me confesó: «Con este ritmo seré capaz de llegar hasta el final. Me paro en intervalos  regulares, tengo que pararme antes de caer exhausto. Así no llegues nunca al agotamiento».

¡Qué hombre tan extraño! Una mente clara como el cristal, una gran energía interior.

Walter Benjamin escribió una vez que la naturaleza de esta energía es «la paciencia, no superada por nada» (en Agesilaus Santander). Leyendo esto años más tarde, lo veía otra vez andando lentamente, sereno, a lo largo del camino, y este contraste hacía olvidar algunas de sus absurdidades.

Yo y el hijo de la señora Gurland, José ‒que tenía alrededor de 15 años‒ organizamos turnos para llevar la maleta negra que era terriblemente pesada. Pero ‒repito‒ todos mostrábamos buen humor. A veces, casualmente hablábamos sobre temas que giraban en torno a las necesidades del momento. Pero la mayor parte del tiempo permanecíamos silenciosos, vigilando el camino.

Hoy, cuando Walter Benjamin es considerado uno de los maestros y críticos de nuestro siglo, se me pregunta con frecuencia ¿qué decía sobre el manuscrito? ¿Discutía el contenido? ¿Desarrollaría un nuevo concepto filosófico?

Dios mío, yo tenía suficiente conduciendo mi pequeño grupo hacia arriba; la filosofía quedaba lejos, hasta que alcanzásemos la otra cara de la montaña. ¿Qué importaba ahora, sino salvar a unas  personas de los Nazis? Y aquí estaba yo con este komischer Kauz, ce drôle de type, este curioso excéntrico. Viejo Benjamin: en otras circunstancias no partiría con su equipaje, la maleta negra; pero teníamos que burlar al monstruo a través de las montañas.

Vuelvo a los viñedos en cuesta. No había sendero. Escalamos entre las vides cargadas con las uvas dulces, oscuras y casi  maduras de Banyuls. Yo las recuerdo con una inclinación casi vertical, pero algunas memorias, a veces, distorsionan la geometría. Aquí vaciló Benjamin por primera y última vez. Con más precisión, se esforzó, cedió y formalmente se dio cuenta de que aquella pendiente estaba por encima de sus posibilidades. José y yo lo cogimos entre los dos con sus brazos sobre nuestros hombros y le llevamos ‒a él y la maleta‒ cuesta arriba. Respiraba pesadamente, pero no se quejaba, por lo que veíamos. Sólo de reojo miraba hacia la maleta negra

Después de los viñedos, hicimos un alto en una estrecha ladera ‒el mismo escenario donde conocimos a nuestros griegos unas semanas más tarde‒. Pero esa es otra historia. El sol estaba lo  bastante alto como para calentarnos, de modo que debían haber pasado entre 4 y 5 horas desde que emprendimos la marcha. Probamos algo de la comida que yo había traído en mi musette, pero nadie comió mucho. Nuestros estómagos habían encogido durante los últimos meses ‒primero los campos de concentración, luego el caótico refugio‒ ‘la pagaille’, o el Caos Total. Una nación en marcha, moviéndose hacia el sur; a sus espaldas, pueblos vacíos y ciudades fantasmas, inanimadas, mudas, hasta que el estruendo de los tanques alemanes rompía el silencio. Pero ‒otra vez‒ esa es otra historia, una historia muy larga.

Mientras estábamos parados, pensé que este camino a través de las montañas se había vuelto más largo y difícil de lo que suponíamos por las descripciones del alcalde. Por otro lado, si uno se familiarizaba con el terreno y no tenía que transportar nada, y si  estaba en buena forma, podía recorrerlo en mucho menos tiempo. Como suele pasar con la gente de las montañas, las ideas del señor Azéma sobre la distancia y el tiempo eran elásticas. ¿Cuántas horas eran «unas horas» para él?

Durante los meses de invierno que siguieron, cuando cruzábamos la frontera por este paso dos y hasta tres veces semanalmente, pensaba con frecuencia en la autodisciplina de Benjamin. Pensaba en él cuando la Sra. R. se ponía a gimotear en medio de las montañas: «… no tiene una manzana para mí… quiero una manzana…», y cuando la señorita Mueller tenía un ataque súbito de gritos (yo lo llamaba «acrodementia»), y cuando el Dr. H. valoraba su abrigo de piel por encima de su seguridad (y la nuestra). Otra vez se trata de historias diferentes…

En aquel momento yo estaba sentada sobre los Pirineos, comiendo un trozo de pan obtenido con billetes de racionamiento falsos, y Benjamin pedía tomates: «Con su permiso, ¿puedo…?» El bueno del viejo Benjamin y su ceremoniosa cortesía de castellano.

De repente comprendí que lo que había estado contemplando amodorrada era un esqueleto, blanqueado por el sol. ¿Quizá una cabra? Sobre nosotros, en el cielo azul sureño, dos grandes pájaros negros volaban en círculo. Debían ser buitres. Me pregunto lo que esperan de nosotros… Qué raro, pensé, usualmente no suelo ser tan flemática en lo que respecta a esqueletos y buitres.

Nos levantamos y reanudamos la marcha. Ahora el camino comenzaba a ser razonablemente recto, ascendiendo muy ligeramente. Estaba lleno de baches, y para Benjamin debió ser duro. Después de todo, estaba en marcha desde las siete. Su caminar se hacía más lento y sus pausas más largas, pero siempre en intervalos regulares, observando su reloj. Parecía quedarse absorto cronometrándose a sí mismo.

Luego alcanzamos la cúspide. Yo iba delante y paré para mirar alrededor. La vista se aparecía tan de repente que por un momento me asombró, como un espejismo. Más abajo, de donde veníamos, reaparecía el Mediterráneo. Al otro lado, más allá, acantilados escarpados y, ¿otro mar? Naturalmente, la costa española. Dos mundos azules. A nuestras espaldas, al norte, el Roussillon catalán. Al fondo, lejana, La Côte Vermeille, la tierra otoñal con cientos de sombras color bermellón. Quedé boquiabierta; nunca había visto nada tan hermoso.

Supe que ahora estábamos en España y que, siguiendo el camino,  bajaríamos directos hasta llegar al pueblo. Ahora sabía que tendría que dar la vuelta. Los otros tenían los papeles y visados necesarios, pero yo no podía arriesgarme a ser cazada en suelo español. Pero no, no podía abandonar el grupo a sí mismo, no ahora. Un pequeño trecho… Anotando en un papel los detalles que me devuelve la memoria de esta primera vez que crucé la frontera por la «Route Lister», una imagen nebulosa cubre todo aquello que he pasado estos años. Tres mujeres ‒a dos de ellas las conocía vagamente‒ cruzaron nuestro camino. Confusamente, nos veo allí hablando por un rato. Habían llegado por otro camino y continuaron por separado hacia el lado español. Nuestro encuentro no me sorprendió ni me impresionó particularmente, puesto que muchas personas estaban intentando huir a través de las montañas.

Pasamos cerca de un charco. El agua estaba sucia, verdosa y apestaba. Benjamin se arrodilló para beber.

«No puede beber de ese agua ‒dije‒, está sucia y seguramente contaminada». La botella de agua que yo traía se había vaciado, pero hasta ahora no había mencionado que estuviera sediento. «Debo disculparme ‒dijo Benjamin‒, pero no tengo alternativa. Si no bebo, no seré capaz de continuar hasta el final». Inclinó la cabeza hacia el charco.

«Escúcheme ‒le dije‒. ¿Quiere esperar un momento y atenderme? Casi hemos llegado. Pero beber ese lodo es impensable.  Cogería el tifus…»

«Es verdad, puede ser. Pero comprenda que lo peor que puede ocurrir es que muera de tifus… DESPUÉS DE cruzar la frontera. La Gestapo no podrá atraparme y el manuscrito estará a salvo. Discúlpeme».

Bebió.

El sendero descendía ahora en una suave pendiente. Serían   alrededor de las dos de la tarde, cuando dejamos atrás la pared rocosa y, en el valle, contemplé el pueblo, muy próximo.

Texto publicado en el nº 41 de la revista Quimera, septiembre de 1984. Traducción de Enrique Acha.

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