La hipocresía del Estado belga

Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/Fernando Coll           

El primer ministro de Bélgica, Charles Michel, se disculpó en el Parlamento federal por el secuestro y maltrato de miles de niños mestizos en el Congo, Burundi y Ruanda durante los años 40 y 50 del siglo pasado; Bélgica secuestró a unos 20.000 niños mestizos africanos de sus colonias en el Congo, Burundi y Ruanda en esos años. Los menores, hijos de colonizadores belgas y mujeres africanas, fueron secuestrados sistemáticamente y enviados a dicho país por orden de las autoridades, donde muchos de ellos acabaron en orfanatos o con familias adoptivas.

Michel pidió perdón por violar los derechos humanos de los menores y vaticinó que esta disculpa “significa un paso adelante en la conciencia y reconocimiento de esta parte de nuestra historia”. El pedido de perdón por los secuestros llegó no solo después de más de medio siglo sino tras la exigencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) por su actuación durante la época colonial en el Congo. Prefirió disculparse con los casos más notorios pero no por la masacre y el genocidio del que fue responsable en sus excolonias. Bélgica desde 1906 cometió todo tipo de atropellos, humillaciones y asesinatos sobre los pobladores.

Bélgica es un pequeño país, un poco mayor que El Salvador y casi la mitad del tamaño de Costa Rica. Sus once millones de habitantes disfrutan del 22° mejor país para vivir, mientras el Congo es el 13° peor país del mundo para vivir. Una gran desigualdad que aquellos que se guían por las ideas del emprededurismo dirán: los belgas son “trabajadores” y los congoleños “perezosos”. La riqueza belga y la pobreza congoleña son hermanas gemelas. Con el saqueo del Congo construyó, entre otras obras, las estufas reales; la Torre Japonesa; el Pabellón Chino; la Estación de Tren de Amberes; el Museo Real del África Central, etc. Todos esos bienes, construidos con el sudor y la sangre del pueblo congoleño. La arquitectura en Bruselas refleja el fausto y la riqueza de esa época, pero no hay indicio monumental alguno de la barbaridad del Congo.

En los últimos cien años de historia congoleña, Bélgica no puede omitir su responsabilidad en los crímenes practicados, y de haber obtenido ventajas económicas. Los crímenes practicados por Leopoldo II entre 1885 y 1908; la explotación colonial, de 1909 a 1960; y la dictadura de Mobutu, de 1965 a 1997, todos esos períodos están marcados por las ventajas económicas que solo fueron posibles debido a la participación del Estado belga, que por su parte obtuvo también profundas ventajas económicas. El genocidio practicado por ese estado durante años resultó, en la muerte de un número de entre ocho y diez millones de personas, o casi la mitad de la población congoleña en aquel momento.

Desde los primeros contactos con europeos, la Trata esclavista se fue asentando como negocio lucrativo y los congoleños fueron una de las tantas víctimas. En el siglo XVII, 15.000 esclavos eran embarcados hacia América por año, desde el Reino del Kongo, el primer contacto portugués con una estructura política africana sólida. Pero lo que sigue tuvo un responsable, un hombre, un aristócrata de fines del siglo XIX.

En la historia este territorio representa un caso insólito al ser la única colonia adjudicada al monarca belga Leopoldo II, no a su Corona, una colonia sin metrópoli. Se trató del Estado Independiente del Congo propiedad de una figura para la época reconocida y admirada en toda Europa como un filántropo. Sin embargo, bajo la fachada de un carácter humanista, fue posible el horror, de un régimen de explotación.

El imperialismo europeo tiene dos etapas, distintas pero interrelacionadas. La primera comienza con el primer viaje de Cristóbal Colón y el descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492 y termina hacia 1830, con la derrota definitiva de las fuerzas realistas en América. La segunda comprende la ocupación efectiva del Asia, África y varios territorios del Pacífico, a partir de 1780. Esta etapa duró hasta hace muy poco, en un lento proceso de colonización y descolonización, que para la mayoría de las poblaciones de los dominios fue sencillamente destructivo. Hay que agregar que la colonización implica no sólo el dominio económico y político sino también simbólico, es decir impone la cultura e identidad del colonizador sobre el colonizado.

En la expansión europea, los mercados internos eran insuficientes para mantenerla, lo cual hizo necesaria la conquista de territorios, donde explotar los recursos para la producción y vender sus productos. La posesión de colonias fue esencial para las naciones capaces de expandirse comercialmente, y sobre todo para la consolidación y la expansión del capitalismo. Por supuesto que los europeos no inventaron el imperialismo ni el colonialismo, pero el avance tecnológico del Viejo Continente dotó a esas potencias coloniales de una capacidad de dominio y explotación sin precedentes en la historia.

Cuando a mediados del S. XIX se abrió la vastedad del continente africano a la expansión de las potencias europeas, se necesitó de una doctrina justificadora: se trataba de llevar la civilización a pueblos primitivos, salvajes e ignorantes, que no habían estado en contacto con el progreso material e intelectual de la civilización occidental, ni gozado de sus beneficios. Se puede argumentar que esta postura entre filantrópica y paternalista se acompañaba de la mayor hipocresía y cinismo.

En 1835, una exposición universal en Bruselas demostró al mundo que la pequeña Bélgica pasaba a integrar el escaso grupo de naciones industrialmente avanzadas. Pero este logro contrastaba con la miseria de campesinos y obreros. Posteriormente, la crisis alimenticia, unida a los disturbios por la autodeterminación de Flandes alcanzó un punto álgido en el país. El gobierno belga estimó que la colonización podía constituir una solución a los problemas nacionales. En primer lugar, una base para una industria en expansión y una fuente de recursos para una población mayormente empobrecida, por lo cual era necesario emprender operaciones de colonización en ultramar.

Léopold Luis Philippe Marie Víctor de Coburgo-Gotha accedió al trono de Bélgica en 1865, en un momento en que toda Europa estaba en plena fiebre de expansión y desarrollo económico. En 1876, el rey Leopoldo exalta los ideales humanitarios que planea llevar al África central, en la inauguración de la Conferencia Geográfica de Bruselas, ante políticos, exploradores y científicos de los países más significativos de Europa.

Inmediatamente se funda la Association Internationale Africaine, creándose en el mayor secreto la Association Internationale du Congo; su fundador, Leopoldo, es ratificado como rey soberano del nuevo Estado Independiente del Congo (EIC) en la Conferencia Africana celebrada en Berlín en 1884. Los Estados participantes proclamaron la libertad de comercio en el Congo y la prohibición de la trata de esclavos. El parlamento belga, le acordó al rey Leopoldo la soberanía sobre el EIC, consagrando la unión personal entre el rey y el nuevo Estado, con la ayuda financiera de Bélgica. De inmediato se crearon sucesivas compañías con el fin de explotar lucrativamente al Congo.

Al principio, se trataba del marfil; no puede calcularse la masacre de elefantes acontecida en África desde entonces hasta el período entreguerras del S. XX, que estuvo a punto de acabar con la especie. Pero, a partir de 1887, cuando John Dunlop inventó el neumático con cámara, el caucho se transformó en una materia prima fundamental para el desarrollo industrial, y el Congo, al igual que el Amazonas, rebosaba del árbol del caucho. La producción de caucho se transformó en una cuestión estratégica para la pequeña pero poderosa Bélgica, y aquí el trabajo de los nativos, en condiciones infrahumanas, era fundamental.

El caucho al finalizar la década de 1890 se tornó el mayor ingreso del Congo. Para conseguirlo, hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, una práctica no reconocida como política oficial, y obligados a trabajar arduamente. Si un hombre resistía la orden de recolectar caucho, eso podía implicar el asesinato de su esposa. El catálogo de atrocidades puede continuar. En definitiva, al cambiar el siglo la posesión del rey belga se había convertido en el territorio más rentable de África y el costo humano comenzaba a ser inocultable.

El poder de Leopoldo II en Congo fue absoluto y mucho mayor que en Bélgica. Leopoldo hizo lo que quiso, declaró toda la tierra vacante, propiedad del Estado y concesionó el territorio a compañías privadas para conformar un régimen de explotación feroz. Si bien Leopoldo se jactó de ser un abanderado de la causa anti-esclavista, muchos de los trabajadores congoleños estuvieron atados a una forma laboral casi igual a la esclavitud. El trabajo forzado constituyó una institución económica colonial generalizada, que luego copiaron otros regímenes europeos en África con resultados también funestos.

Leopoldo II comenzó a dictar “normas” arbitrarias que expropiaban propiedades y recursos a los pueblos congoleños. Permitía que su brutal ejército privado cometiera todo tipo de atrocidades incluyendo el sistemático uso de torturas, secuestros, castigos atroces y asesinatos que tenían el fin de aterrorizar a la población para someterla más fácilmente a sus caprichos. Los castigos que se aplicaban eran la amputación de manos así como la utilización del ‘chicotte’, una especie de látigo que destrozaba la carne. Las muertes por su empleo tampoco eran infrecuentes y sólo fue abolido en 1959 en vísperas de la independencia.

En la década de 1890 y gracias a la amplia utilización de esclavos, se construyó la red de transporte más extensa de África para la explotación de los recursos naturales del Congo. La construcción de estas infraestructuras, se cobró la vida de millones de personas de todas las edades y condiciones dentro de una inhumana agonía de la que no se salvaban ni siquiera los niños de más corta edad que frecuentemente eran obligados a acarrear cargas pesadas hasta que caían muertos. Entre 1895 y 1897 estallaron diversos motines contra las autoridades que fueron reprimidos en poco tiempo con brutalidad.

Desde 1896, la política colonial de Leopoldo II, merced a sucesivas denuncias, había suscitado la reprobación de todo el mundo, que luego se tradujo en presiones de diversos países al Estado belga. La opinión pública belga reclamaba la anexión del Congo, un bien que ellos consideraban como de derecho propio: el abandono del Congo era imposible, dadas las relaciones económicas y financieras de la región con la metrópoli. El 9 de setiembre de 1908, fue votada la anexión del Congo por Bélgica, pasando a llamarse Congo Belga, que se mantuvo como tal hasta su independencia en junio de 1960.

Durante los años de administración Belga se embargó la tierra al pueblo congoleño, quemado los poblados, robado sus propiedades, esclavizado a sus mujeres y niños, y cometido otros crímenes, demasiado numerosos para mencionarlos en detalle. Fomentar las luchas intertribales, la utilización de vicarios nativos para depredar y ejercer represalias, montar tribunales injustos y parciales, violaciones masivas, realizar un tráfico de esclavos propio, etc. El resultado una disminución general de los habitantes; el enorme descenso de la población, deben atribuirse, por encima de todo lo demás, al esfuerzo continuo realizado por los congoleños durante muchos años obligados a explotar el caucho. A quienes no pagan los impuestos en tiempo y forma se les arresta sin juicio, y se les obliga a trabajos forzados, acompañados de castigo corporal individual. Aldeas anteras que rebelaban a los impuestos eran destruidas y sus habitantes deportados; como la población disminuía crecientemente, la presión impositiva ejercida sobre los aborígenes era insoportable.

Los crímenes cometidos por los belgas en el Congo los repitieron contemporáneamente los ingleses en Sudáfrica, cuando la guerra anglo-bóer entre 1899 y 1902: fusilamientos, deportaciones, quema de aldeas, toma de mujeres y niños como rehenes, inauguración del sistema de campos de concentración, abandono de población civil a las inclemencias y enfermedades, etc.

El concepto de genocidio tiene múltiples acepciones, pero si las tomamos en conjunto presentan un común denominador; la destrucción deliberada y organizada de un grupo total o parcial por un gobierno o sus agentes, no sólo por asesinato masivo sino también mediante deportaciones forzosas, violación sistemática y explotación económica; entonces el dominio del rey Leopoldo II sobre el Congo constituyó claramente un acto de genocidio. Pero también lo fue la conducta del Imperio británico en la India y del Imperio francés en Argelia.

Los genocidios más reconocidos e identificables, los cuales son permanentemente tratados, son la Shoa y el provocado por el estalinismo. Más atrás vienen el genocidio armenio y el sufrido por los pueblos originarios de América. En el caso de las potencias coloniales, con el Congo de Leopoldo a la cabeza, la masacre de africanos y asiáticos, según el caso, no era un problema para un occidente teñido de racismo, eran simplemente “negros, indios y amarillos”, pueblos lejanos e inferiores.

Tras la independencia, la región sufriría hasta nuestros días las consecuencias de la división colonial del territorio en función de los intereses políticos de la metrópoli. Los colonizadores europeos se repartieron el pastel de África dividiendo los territorios sin crear regiones uniformes en lo étnico y en lo cultural sin respetar la historia de estas. En vez de eso, mezclaron clanes, tribus y culturas completamente diferentes bajo una misma administración elevando a puestos de gran poder a pequeñas minorías y generando conflictos que han motivado algunas de las grandes tragedias de la historia reciente del continente. Todo ello dio como resultado que las naciones africanas nacieran condenadas a convertirse en muchos casos, en “estados fallidos”.

Desde esos años el imperialismo europeo y norteamericano no dejaron de intervenir en la zona hasta nuestros días deseosos por continuar explotando sus inmensos recursos y riquezas además de utilizarlo como base militar para atacar países vecinos que pudieran considerarse una amenaza. Todavía se discute acaloradamente en Bélgica la responsabilidad de Leopoldo II y del país en las atrocidades allí cometidas durante varias décadas. Desde muchos ámbitos se continua aduciendo que Bélgica se involucró en el Congo por motivos puramente altruistas, unos motivos que no obstante provocaron, la muerte de más de 10 millones de nativos y la completa destrucción de su cultura.

Durante un cuarto de siglo por lo menos el Congo fue desangrado, empobrecido y destruido en una de las operaciones más crueles que recuerde la historia, un horror sólo comparable al Holocausto. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el exterminio perpetrado por el delirio racista y homicida de Hitler, ninguna sanción moral comparable a la que pesa sobre los nazis ha recaído contra Leopoldo II, el estado belga y sus crímenes.

La migración de los pueblos de las excolonias hacia las antiguas metrópolis, un proceso de larga data pero cada vez más acentuado, presenta la alteridad de los ex-colonizados como cosa cercana y cotidiana. Desde las alturas de una vida cómoda y rica, más allá de problemas económicos circunstanciales, la mala conciencia de Europa, se plasma en posicionamientos racistas y xenófobos, en la hipocresía de sus estados y en la negación de sus crímenes.

Es imposible comprender el mundo contemporáneo, la deuda del Tercer Mundo, la política del FMI, las migraciones, el racismo, los problemas ecológicos y los sucesos del Congo, Zimbawe, el Líbano o los Balcanes, sin remontarnos a la etapa del colonialismo. Todavía en el mundo entero millones de personas mueren cada año, víctimas de las consecuencias de esa etapa. El hambre, la miseria y postergación de pueblos enteros, por no hablar de la devastación de bosques, ríos y mares. Mientras que se continúe con este discurso hipócrita, el fantasma del rey Leopoldo jamás podrá ser exorcizado.

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