La Guardia Civil, el 8M y el peso de la historia

Fuente: https://www.vientosur.info/spip.php?article16023           Jaime Pastor                                                                                                         31/05/2020

“Las crisis ponen de manifiesto lo que estaba latente, debajo de la alfombra”, Comisión 8M de Madrid, Ante el ruido, seguir defendiendo lo esencial, 28/05/2020

El conflicto provocado por la destitución y dimisión de altos miembros de la cúpula de la Guardia Civil, entre ellos Diego Pérez de los Cobos –que cuenta con un largo historial militante, con sus hitos más relevantes en el 23F del año 81 y el 1-O de 2017, como ha venido a recordar Ana Pirineos en La impunidad del franquismo, coronavirus y el 8M – Verdad Justicia Reparación-, ha vuelto a sacar a la luz la resiliencia dentro del aparato del Estado de unas instituciones cuya gran mayoría de miembros ha seguido socializándose en una cultura política reaccionaria, ultraespañolista y profundamente heteropatriarcal, heredada del franquismo.

Ahora, además, se expresan y actúan con mayor beligerancia tras la irrupción de un nuevo exponente parlamentario de sus intereses, Vox, formación a la que se ha comprobado que vota una parte importante de miembros de estos cuerpos. Juegan así un papel cada vez más relevante, en connivencia con otros sectores del aparato policial, militar y judicial y al unísono con una trama civil que, envalentonada por el ascenso de la ultraderecha a escala internacional, cuenta no sólo con grandes medios de comunicación a su favor, sino también con el potencial multiplicador de su influencia a través de las redes sociales.

Como comentaba recientemente Joaquín Urias, también se apoyan en una Constitución material (o sea, a través de leyes y sentencias que presiden el tránsito del Estado de derecho al Estado penal) que le ha ido dando mayor margen de actuación en la guerra sucia contra el terrorismo (en su concepción cada vez más extendida) y en la defensa de la unidad de España, entendida siempre como un derecho del Estado que está por encima de los derechos fundamentales. Incluso una pelea en un bar, como ocurrió en Altsasua, se convirtió en la coartada perfecta para aplicar la acusación de terrorismo contra unos jóvenes, simplemente por darse en territorio enemigo, y para que el conjunto de los partidos del régimen y la cúpula del poder judicial salieran en defensa de este cuerpo, convertido así en presunta víctima.

Una guerra sucia que tiene una larga historia y que en la respuesta represiva a la jornada del 1-O de 2017 dio un peligroso salto adelante, esta vez con la complicidad del PSOE y de la gran mayoría de los medios de comunicación de ámbito estatal. De ese modo se buscaba criminalizar todo un movimiento de desobediencia civil no violenta bajo la acusación de rebelión, aunque finalmente fuera sustituida por la de sedición, con las consiguientes y largas condenas de cárcel.

Con todo, ni siquiera el amplio apoyo del establishment y de una parte importante de la opinión pública ha conseguido frenar el creciente rechazo que provoca la presencia de este cuerpo en lugares como Euskadi, Navarra y Catalunya y en una parte de la juventud en general.

Esa tendencia a pasar al primer plano en el contexto de una crisis de régimen, que ya precedía al clima de malestar generado por la crisis de la pandemia en determinados sectores sociales, puede ayudar a entender la facilidad con la que la cúpula de la Guardia Civil se ha prestado a la guerra judicial emprendida contra el gobierno de coalición PSOE-UP. Un gobierno, por cierto, que con ocasión del estado de alarma ha empleado un discurso bélico que, a diferencia de los países de nuestro entorno (coletilla que esta vez no ha podido funcionar), ha ido acompañado de un protagonismo insólito de altos mandos militares, policías y guardias civiles en sus ruedas de prensa.

Empero, ni siquiera la excesiva complacencia con esos cuerpos parece haber satisfecho a la trama civil-militar. Recordemos que la anécdota del mando que, precisamente en una rueda de prensa, cometió el error de confundir “gobierno” con “instituciones del Estado” en su instrucción para perseguir delitos en el ejercicio de la libertad de expresión en las redes sociales, se convirtió en una competición entre los partidos del gobierno y los de la oposición en quién defendía más la dignidad de la Guardia Civil.

Pero el objetivo no es sólo el gobierno, al fin y al cabo dispuesto a seguir manteniendo el carácter militar –y, por tanto, de institución cerrada– de la Guardia Civil, sino el movimiento feminista, como hemos visto con el Informe sobre el 8M enviado a la jueza Rodríguez Medel y con el acoso que están sufriendo especialmente algunas de sus activistas. Justamente, el principal movimiento que ha mostrado la mayor capacidad de movilización durante los últimos años y que ha logrado cambiar la agenda política y disputar el sentido común dominante en cuestiones centrales. Algo que estamos viendo con mayor fuerza en estos meses de estado de alarma, ya que este movimiento está consiguiendo “visibilizar lo que no se veía: el trabajo de cuidados, las precariedades que nos atraviesan según nuestra identidad, origen o condiciones materiales”, como dice en su comunicado la Comisión 8M de Madrid; en resumen, poner la vida en el centro.

La obsesión de esta trama reaccionaria por criminalizar a este movimiento expresa, una vez más, la centralidad que atribuye a la defensa de un capitalismo heteropatriarcal que, ya sea en su variante nacional-católica o en la presuntamente liberal, se ve hoy amenazado en sus pilares fundamentales.

Una institución con reglas propias

Así titulaba recientemente Iñigo Domínguez, en El País del 29 de mayo, un breve reportaje sobre los rasgos de este cuerpo, confirmando su condición de institución cerrada a cualquier reforma interna, a la vez que abierta a los halagos de la extrema derecha. El autor concluía el artículo con esta cita bastante esclarecedora del exministro (ahora pendiente de declarar ante una jueza argentina por los crímenes del franquismo) Rodolfo Martín Villa: “En España hay 18 comunidades, 17 y la Guardia Civil”.

O sea, nos encontramos ante un cuerpo que, desde sus orígenes (recordemos que 11 años antes de su creación en 1844 Javier de Burgos había establecido arbitrariamente la división del territorio del Estado español en 49 provincias) ha tenido como una de sus funciones principales imponer una España uniforme frente a la realidad plural y protofederalista que iba emergiendo de las Juntas y las Milicias que irrumpieron a partir de 1808.

Una tarea que, por cierto, irá estrechamente asociada a la protección de la nueva red de transportes y comunicaciones centralizada en Madrid que se fue construyendo a lo largo del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. Una política centralizadora que se vería intensificada bajo la dictadura y que luego, desde finales de los años 90, no ha cesado de acentuarse y extenderse a otros planos como el económico y el financiero.

Esa seña de identidad original estuvo estrechamente unida al proyecto de construcción de un Estado monárquico, nacional-católico y firme defensor de la propiedad privada y beligerante frente a las protestas obreras y campesinas 1/ que le caracterizó, dejando aparte los periodos del sexenio revolucionario del siglo XIX y de la Segunda República. El primero acabó con la entrada en el parlamento del general Pavía al mando de la Guardia Civil y el segundo con una guerra civil que provocó la división dentro de este cuerpo. Su reconstitución bajo la dictadura franquista reforzó hasta el extremo sus rasgos originales y su carácter militar y represor para luego, incluso después de un 23F protagonizado por unidades de este cuerpo, seguir saliendo indemne de cualquier intento de depuración interna. A propósito de esto, en un artículo reciente, El 23-F, Juan Carlos I y su golpe de timón a estribor, me permití mencionar una entrevista con el entonces ministro de Defensa, Alberto Oliart, en la que éste reconocía la impunidad con la que dejó salir a este cuerpo del juicio a Tejero y compañía.

Ni siquiera la promesa de desmilitarización de este cuerpo que, de forma intermitente, ha ido haciendo en el pasado el PSOE (recordemos la campaña electoral de 2004, con Rodríguez Zapatero) parece tener hoy visos de volver a la agenda política. El miedo a la confrontación con el Estado profundo, con el que ha tejido tantas complicidades, le paraliza. ¿Se atreverá a proponerlo ahora UP, aunque sólo sea con vistas a la regeneración democrática del régimen con el que parece haber renunciado a romper? Sería una medida que debería ser considerada de mera salud pública, con mayor razón en estos tiempos de pandemia, si bien no, desde luego, suficiente. Podría servir, al menos, para empezar a desmantelar parte de una trama que parece no renunciar a proseguir su escalada en la estrategia de la tensión hasta conseguir que la nueva normalidad sea la de que “aquí no se toca nada”: ni el neocaciquismo clientelar inmobiliario y financiero -en la expresión sintética de José Manuel Naredo-, ni la España uniforme, ni la monarquía, ni la Iglesia, ni las cloacas…

Así que toca seguir luchando por forzar un cambio de rumbo en medio de las crisis entrecruzadas en el mundo en el que estamos entrando. En esa ardua y difícil tarea, de lo que sí estamos seguras y seguros es que el movimiento feminista no va a ceder a la criminalización que está sufriendo y que continuará siendo un referente fundamental para “la construcción de una realidad que, de tan urgente, no puede esperar a que se acalle el fango”, como concluye el comunicado ya mencionado.

Jaime Pastor es politólogo y editor de viento sur

1/ Un cuerpo que fue concebido como institución total, separada de las clases populares, como se decía en su Circular del 23 de abril de 1845: “Una de las mejoras que necesita la Guardia Civil (…) es la de procurar, por cuantos medios sean posibles, el menor roce con los paisanos”. Las casas-cuartel y la endogamia con que se reproduce el cuerpo han sido las más visibles manifestaciones de ese modelo.

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