Fuente: Umoya num. 102 1er trimestre 2021
Entre los años 2005-2014, se produjo un rápido proceso de acaparamiento de tierras en África, muchas de ellas dedicadas al monocultivo. El continente se presentaba como “la nueva frontera” para el negocio de la agroindustria: abundantes tierras fértiles, mano de obra barata y facilidades para negociar acuerdos millonarios con gobiernos que, en el mejor de los casos, se dejaban deslumbrar por las promesas de “desarrollo” y, en el peor, se guiaban por la corrupción.
El modelo se repitió por todo el continente, desde Ghana a Mozambique, la República Democrática del Congo o Madagascar. Según el portal Land Matrix, que ofrece información sobre la adquisición de tierras a gran escala en todo el mundo, hasta enero de 2021, 27 millones de hectáreas han sido efectivamente cedidas o vendidas en África y otras 6.000 se encuentran en negociación; mientras que unos 11 millones quedaron en acuerdos fallidos. Muchas de ellas se destinaron a monocultivos en una carrera muy influenciada por dos realidades: la subida del precio de los alimentos entre 2008 y 2010, y las políticas que pusieron en marcha algunos países, entre ellos la Unión Europea, para sustituir los combustibles fósiles por agrocombustibles.
Esto situó al aceite de palma como una commodity extremadamente demandada por su versatilidad: se utiliza en productos de alimentación y belleza de todo tipo -desde galletas a pasta de dientes-, y, además, sirve como agrocombustible.
La palma aceitera tuvo su mayor auge en el área que rodea el trópico: Guinea Conakry, Liberia, Sierra Leona, Camerún, Nigeria, Gabón, República Democrática del Congo… No en vano, es allí donde la Elaeis guineensis, nombre científico de la palma aceitera, se reproduce con más facilidad al tratarse de zonas tropicales con lluvias abundantes y temperaturas constantes y elevadas. De hecho, este cultivo tiene una larga tradición en África Occidental: es muy consumido por la población en forma de vino de palma, aceite para cocinar o ungüento para la piel y todavía hoy es posible ver a las mujeres vendiendo su producción en las zonas rurales.
El caso de la palma aceitera en Camerún
En Camerún, la producción industrial de palma comenzó muy pronto, hacia 1907, cuando era todavía una colonia alemana. En 1968, unos años después de la independencia, se fundó la empresa estatal Société Camerounaise de Palmerais (Socapalm), con el objetivo de gestionar las plantaciones que habían dejado los colonizadores. Pero hacia el año 2000, el gobierno, presionado por los Programas de Ajuste Estructural del Banco Mundial, privatizó su gestión, que pasó a manos del grupo Socfin, de origen belga aunque controlado en un 39% por el magnate francés Vincent Bolloré, un gran conocido en toda África. La empresa tiene seis plantaciones de palma en Camerún, y las quejas de los trabajadores son muy similares en todas ellas: las casas no han sido restauradas desde su construcción, a principios de los años 70, y los servicios básicos brillan por su ausencia, a pesar de las múltiples promesas de la compañía. Peor aún se encuentran los trabajadores que pertenecen a subcontratas (lo que implica peores condiciones laborales) y el campesinado de las zonas aledañas a las plantaciones, que sufren las consecuencias del modelo industrial de producción sin obtener nada a cambio. Uno de los mayores problemas es, por ejemplo, la contaminación de las aguas que provocan los productos químicos que se utilizan en los viveros. Los entrevistados cuentan que los acuerdos de compensación se incumplen sistemáticamente, la tierra disponible para la agricultura familiar disminuye y sus quejas son ignoradas por las autoridades. A ello se suma la destrucción de los ecosistemas y la conversión de lo que era bosque primario, exuberante y repleto de biodiversidad, en hileras de un único árbol que consume todos los nutrientes y agua de la tierra.
Resistencias y éxitos
Frente a ello, las poblaciones llevan años organizándose para dar visibilidad a sus reivindicaciones y exigir control sobre las grandes plantaciones. Un ejemplo es la Alianza Internacional de campesinos y ribereños de las plantaciones Socfin-Bolloré, una organización liderada por el camerunés Emmanuel Elong, que representa a campesinos de los cinco países en los que la empresa tiene plantaciones de palma: Camerún, Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona y Camboya, y que ha logrado algunas mejoras, aunque siguen reivindicando sus derechos. Uno de los casos de éxito fue la movilización liderada por Nasako Besingi, de la ONG SEFE, que tuvo gran repercusión internacional, y que logró la retirada de Herakles Farm en 2015, una empresa a la que el Gobierno camerunés había adjudicado nada menos que 73.000 hectáreas para la plantación de palma aceitera unos años antes.
Desde entonces, estas asociaciones no han parado de trabajar en red y exigir compensaciones justas. Sin embargo, las concesiones de tierras continúan produciéndose -aunque a un ritmo más bajo-, amparándose en muchas ocasiones en la forma tradicional de tenencia de la tierra en África, donde, según datos del Banco Mundial, apenas el 10% de las tierras pertenecen nominalmente a alguien. Aunque esto no significa, ni mucho menos, que no pertenezcan a nadie, -las tierras se van heredando entre familias a través de leyes consuetudinarias, sin escrituras de propiedad-, o que no estén siendo utilizadas, ya sea como terrenos comunales o zonas de paso para el ganado y los animales salvajes.
Apoyo: El papel de las mujeres
Dentro de estas redes de resistencia ha sido fundamental el papel de las mujeres que son, a su vez, las principales afectadas por el acaparamiento al ser quienes mayoritariamente se encargan de la agricultura y de alimentar a sus familias. Cuando las grandes empresas se hacen con los terrenos, las mujeres pierden espacios para plantar sus propios alimentos y para acceder a los recursos que ofrece el bosque (madera, frutos, plantas medicinales…), incrementando la carga para alimentar a sus familias y disminuyendo sus posibilidades de comerciar con su producción. A ello se suma el agotamiento de los suelos que quedan libres (al no poder dejarlos en barbecho) y las dificultades para acceder al agua (ya sea porque la utilizan las grandes plantaciones o porque los químicos contaminan los riachuelos), además del aumento de la inseguridad y la violencia, tal y como ellas mismas relatan. De estas experiencias surgió otra iniciativa colectiva que dio lugar a la Declaración de Mundemba (Camerún) de 2016, en la que campesinas de los países de la zona se reunieron para compartir sus vivencias y aprender sobre las tácticas y prácticas de las grandes compañías de aceite de palma, que se repiten en todos los países.