

La historia que nos cuentan sobre los derechos reproductivos tiene un problema: empieza tarde y habla de las personas equivocadas. Nos presentan cronologías que arrancan en los años sesenta, con clínicas legales y tribunales progresistas, nos dan nombres de activistas blancas, de juezas liberales, de médicos que desafiaron códigos penales. Todo eso existió, sí, pero cuando esa narrativa se presenta como el origen, estamos ante un borrado, y el borrado es violencia.
Porque mucho antes de que hubiera leyes que protegieran la interrupción voluntaria del embarazo, ya había mujeres negras interrumpiéndolos, y antes de que existieran clínicas seguras, ya había conocimiento compartido sobre hierbas abortivas. Antes de que el feminismo blanco nombrara la autonomía corporal como bandera, las mujeres africanas esclavizadas en América ya sabían que el cuerpo era el primer territorio que había que defender, lo sabían porque se lo habían arrebatado.
En los sistemas esclavistas, el cuerpo de las mujeres negras cumplía dos funciones económicas: trabajo y reproducción. Eran brazos para la plantación y vientres para producir más esclavos, y su maternidad no era suya sino del amo, del sistema, de la lógica de acumulación que convirtió seres humanos en mercancía. Parir era obligatorio, amamantar inevitable, criar una imposición. La violación era herramienta de control y el embarazo, estrategia económica, de modo que en ese contexto, cada decisión sobre el propio cuerpo era un acto de guerra.
Y las mujeres resistieron usando plantas que conocían de África o que aprendieron de las mujeres indígenas, practicaron ayunos prolongados, se provocaron abortos con métodos que hoy llamaríamos peligrosos pero que entonces eran la única vía de escape. Algunas mataron a sus hijos recién nacidos para evitarles la esclavitud, y eso no es barbarie sino el gesto más extremo de amor y autonomía en un sistema que negaba ambas cosas. Decidir que tu hijo no será propiedad de otro es ejercer soberanía sobre la vida y la muerte cuando no te queda nada más.
Estas prácticas no fueron anecdóticas. La historiadora Deborah Gray White documentó en Ar’n’t I A Woman? Female Slaves in the Plantation South cómo las mujeres esclavizadas desarrollaron estrategias colectivas para protegerse del abuso sexual y limitar los nacimientos, y no actuaban solas: compartían información, se cuidaban entre ellas, crearon redes clandestinas de conocimiento que circulaba de boca en boca, de madre a hija, de partera a partera. Ese conocimiento era poder, y ese poder en manos de quienes el sistema consideraba propiedad era revolucionario.
Darlene Clark Hine describió una «Culture of Dissemblance» (cultura del disimulo) que las mujeres negras construyeron para protegerse de la violencia sexual blanca, y ese disimulo no era pasividad sino estrategia. Ocultar información sobre el propio cuerpo, sobre los ciclos, sobre los embarazos, era una forma de resistencia porque lo que los amos no sabían, no podían controlar. El silencio, en este caso, era cuidado, y el cuidado en contextos de dominación total es política.



Angela Davis fue más lejos al explicar en Mujeres, raza y clase que mientras el movimiento abolicionista blanco debatía sobre la moralidad de la esclavitud desde sus salones, las mujeres negras luchaban por sobrevivir al control absoluto sobre su fertilidad. La diferencia era que unas hablaban de derechos como concepto mientras otras los practicaban como necesidad. Unos redactaban panfletos mientras otras se jugaban la vida cada vez que ingerían una planta para interrumpir un embarazo forzado. Esa distancia entre teoría y práctica, entre discurso y cuerpo, atraviesa todavía hoy el feminismo.
El afrofeminismo nace de ese lugar, + de entender que la experiencia del cuerpo racializado, explotado, violado, produce un conocimiento que no puede generarse desde otros lugares. No se trata de competir por quién sufrió más, sino de reconocer que ciertas luchas empezaron en cuerpos específicos y que esos cuerpos merecen estar en el centro de la historia que contamos.
Cuando hoy hablamos de derechos reproductivos, hablamos de conquistas legales, pero esas conquistas no cayeron del cielo. Fueron precedidas por siglos de práctica clandestina, de resistencia cotidiana, de mujeres que ejercieron su derecho a decidir sin esperar que ninguna ley se los reconociera. Ellas no pidieron permiso, actuaron, y al hacerlo sentaron las bases de lo que hoy llamamos autonomía corporal.
El problema es que esa genealogía se ha borrado. Los manuales de historia feminista mencionan a Margaret Sanger, a Simone de Beauvoir, a Betty Friedan, todas blancas, todas de clase media, todas con acceso a espacios de poder desde donde hablar. Y está bien que se las mencione, pero si se las menciona sin nombrar a las mujeres negras que generaciones antes ya habían hecho del cuerpo un campo de batalla, entonces estamos contando una mentira. Estamos universalizando una experiencia particular y presentándola como la totalidad, y eso es racismo epistémico.
Porque la realidad es que el derecho a decidir no es una idea moderna sino una práctica ancestral que fue criminalizada, perseguida, castigada. Y quienes más sufrieron esa persecución fueron las mujeres negras, indígenas, pobres: aquellas que no tenían acceso a médicos privados, que no podían viajar a países con leyes más permisivas, que resolvían sus embarazos no deseados en cocinas, en barracones, en cárceles. Esas mujeres son las verdaderas pioneras, y su historia no puede seguir siendo una nota al pie.

Hoy, cuando celebramos avances legales, cuando se legalizan abortos en países que antes los prohibían, es fundamental preguntarnos: ¿quién hereda esa victoria? Porque si la ley llega tarde para las mujeres pobres, si las clínicas están lejos de los barrios periféricos, si las mujeres migrantes no tienen acceso a información en su idioma, entonces la conquista es parcial. Y si además borramos de la memoria colectiva a quienes libraron esa batalla sin leyes que las protegieran, entonces estamos traicionando el legado.
Reivindicar la memoria de las mujeres negras que resistieron con su cuerpo es un acto político. Es decir que la dignidad no nació con las leyes, que existía antes, en cada mujer que se negó a ser vientre al servicio del amo, en cada partera que compartió conocimiento clandestino, en cada decisión tomada en la oscuridad, lejos de la mirada del poder. Porque antes de que existieran los derechos, ya existía la voluntad, y esa voluntad, negra, perseguida, silenciada, es la raíz de todo lo que hoy defendemos. Olvidarla es traicionarla, nombrarla es honrarla, y honrarla es la única forma de construir un feminismo que no repita las exclusiones del pasado.
Afroféminas
