

En un país donde los datos estadísticos parecen regir todas las políticas públicas, sorprende —y alarma— que no exista un sistema institucionalizado y transparente para recopilar datos anuales sobre violencia por causa racial. Los casos recientes del asesinato de Abdoulie Bah en el aeropuerto de Gran Canaria y la brutal agresión policial contra Layli Colorado y su familia en Valencia son muestras evidentes del racismo estructural dentro de las fuerzas de seguridad del Estado y de su impunidad. Pero esos casos se ahogan una y otra vez en la falta de cifras, de registros, de seguimiento. La violencia existe, pero no hay memoria institucional que la documente.
Sin cifras, no hay política pública
Uno de los pilares básicos para combatir un problema sistémico es reconocerlo y cuantificarlo. Pero en el caso del racismo policial en España, esa base simplemente no existe. No hay informes estatales anuales que recojan cuántas intervenciones policiales incluyen denuncias de violencia con posible sesgo racial. No hay bases de datos desagregadas por raza, etnia y nacionalidad que permitan identificar patrones discriminatorios.
Esto no es casual. La falta de datos no es una negligencia inocente: es una forma de invisibilización. Porque lo que no se mide, no existe para el Estado. Y lo que no existe en las estadísticas, no entra en el debate público ni en las prioridades políticas. Sin datos, la violencia policial racista queda relegada al terreno de lo anecdótico, lo “puntual”, lo “excepcional”.
En la práctica, la única forma en que estos abusos alcanzan visibilidad es a través de la viralización en redes sociales. Casos como el de Ilyas Tahiri, asesinado en un centro de menores tras ser inmovilizado por varios vigilantes, las palizas a manteros en Madrid, o las que se producen en las cárceles para inmigrantes —también denominadas CIE—, solo adquieren presencia mediática cuando existen vídeos contundentes o una movilización social masiva. De lo contrario, desaparecen en el silencio burocrático.
Esta dinámica convierte la justicia en un privilegio de quienes pueden captar en vídeo su propio sufrimiento y tienen el apoyo social para amplificarlo. Pero, ¿qué pasa con todos los casos que no se graban? ¿Con las personas sin redes, sin recursos, sin contactos? ¿Con los migrantes racializados que temen denunciar por miedo a represalias o a la deportación?
Falta de voluntad institucional
En lugar de establecer mecanismos independientes de control y recopilación de información, las instituciones tienden a proteger a las fuerzas del orden. Las investigaciones internas rara vez resultan en sanciones significativas, y los partes policiales suelen presentarse como la versión oficial de los hechos, incluso cuando hay pruebas que los contradicen. El propio sistema judicial actúa muchas veces más como blindaje que como fiscalizador, lo que refuerza una impunidad estructural.
Organismos internacionales como el Comité contra la Tortura de la ONU o el Consejo de Europa han advertido en múltiples ocasiones que España no recopila datos adecuados sobre violencia policial ni sobre actuaciones policiales con posible sesgo racial.
“El Informe Sombra denuncia el ‘silencio’ del Estado en cuanto al uso de la fuerza por motivos racistas, pese a que la Convención de la ONU ha solicitado información al respecto pidiendo a España que enviara datos estadísticos anuales desglosados por acto punible o delictivo y por origen étnico, edad y sexo de la víctima sobre el número de denuncias presentadas contra agentes de policía en relación con actos racistas o el número de investigaciones iniciadas a raíz de esas denuncias.” (El Salto, 2023).
¿Quién lleva la cuenta?
Hoy en día, son las organizaciones antirracistas, colectivos migrantes y periodistas independientes quienes asumen, con escasos recursos, la labor que debería realizar el Estado. Desde plataformas como SOS Racismo, Afroféminas, Mujeres Africanas y Afrodescendientes en Canarias o incluso desde iniciativas ciudadanas informales, se intenta documentar, dar voz, exigir reparación. Pero estos esfuerzos no sustituyen un sistema institucional de vigilancia, ni pueden garantizar una cobertura exhaustiva.
La recopilación de datos es una herramienta para las políticas púbicas, pero también para la memoria y la justicia. Las vidas de las personas racializadas tienen derecho no solo a vivir sin miedo a la violencia institucional, sino también a ser reconocidas cuando esa violencia ocurre. Tienen derecho a que sus heridas no sean archivadas como excepciones, sino como parte de un patrón que debe ser desmontado.
Frente a esta invisibilización sistemática, se vuelve urgente una ley antirracista estatal que opere de manera multinivel y con enfoque interseccional. Una ley que obligue al Estado a recopilar y hacer públicos datos desagregados sobre población racializada, sus condiciones de vida y las múltiples formas de violencia que sufren, entre ellas la violencia policial. No basta con medidas parciales o simbólicas. Esta ley debe incluir mecanismos de control independientes, programas de prevención, reparación para las víctimas y formación obligatoria en derechos humanos y antirracismo para cuerpos de seguridad e instituciones públicas. La estadística debe dejar de ser un instrumento ciego, y convertirse en una herramienta de verdad, justicia y transformación estructural.
La ausencia de cifras en España sobre violencia policial racista es, en sí misma, una forma de violencia. Una negación del derecho a la verdad. Porque cada caso no registrado, cada víctima ignorada, cada archivo sin abrir es una vida que el sistema ha decidido que no importa lo suficiente como para contarla.