Krystyna Skarbek, la mujer sin miedo

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Nacida en Polonia, de madre judía, fue la mejor espía británica durante la II Guerra Mundial. Amó más que nada su libertad y sirvió a la causa antifascista con un arrojo casi inigualable.
Krystyna Skarbek (Varsovia, 1908 – Londres, 1952) no temió nunca a la muerte. Jamás tuvo miedo a nada. Su vida fue de una épica apabullante. Pero en su intrepidez hubo un resquicio por el que se coló la maldita violencia de género. Ella, que había sido la mejor espía británica durante la Segunda Guerra Mundial, fue asesinada, una vez terminada la contienda y tras ser despedida con un mes de salario, en un hotelucho del municipio londinense de Kensington por un hombre que la acosaba. Krystyna amó más que nada su libertad y fue amada por muchos, pero, sobre todo, sirvió a la causa antifascista con un arrojo casi inigualable.

Krystyna procedía de la nobleza polaca y como tal se crio, llegando a dominar varios idiomas. Su padre era un conde venido a menos que parecía salido de Tarás Bulba, la novela de Nikolái Gógol. Criaba caballos en la finca donde en 1810 había nacido Chopin, a quien un pariente de Krystina llevó hasta la pila bautismal. Krystina podría haber sido, sin duda, una heroína de las novelas de George Sand si esta la hubiese conocido.

Krystyna Skarbek

Su padre, un hombre pródigo y pendenciero, se casó con una rica heredera, Stefania Goldfeder, hija de banqueros judíos, experta en la novelística francesa del XIX y en tratar de inculcársela a su hija, que solo se dedicaba a montar a caballo y a esquiar. A Krystyna le quisieron rebajar ese carácter indómito del que daba cumplidas muestras enviándola a la escuela de las benedictinas del Sacré-Coeur de Montmartre. De allí fue expulsada por pegarle fuego a la sotana de un cura y por llevar a las otras niñas a la perdición de la rebeldía más sagaz. Así que, de vuelta a Polonia, le impusieron estrictas normas que duraron poco porque la familia se arruinó. El crack del 29 en Polonia resultó catastrófico. El conde Jerzy Skarbek murió al año siguiente de tuberculosis y Krystyna se puso a trabajar como contable para la Fiat. Allí tomó conciencia de las terribles condiciones laborales de los trabajadores y ella misma contrajo una enfermedad para el resto de su vida, fibrosis pulmonar, debido al humo que inhalaba desde los tubos de escape. Los médicos le aconsejaron que se retirase a la naturaleza y se trasladó a Zakopane, a los pies de los Tatras, el sector más alto de los Cárpatos y frontera natural entre Polonia y Eslovaquia.

Con 23 años tuvo un matrimonio breve con un hombre de negocios. Después comenzó a dedicarse al contrabando de tabaco. En un descenso por aquellas empinadas pendientes del Rysy, a punto de estrellarse, es salvada por el escritor y diplomático Jerzy Giżycki, un buscavidas de familia polaca nacido en la Unión Soviética. No solo consiguió evitar que se despeñara, sino que decidieron casarse. Luego, el gobierno polaco le ofreció a él el puesto de cónsul en Addis Abeba, la capital etíope, y mientras iban en un barco hasta Kenia les llegaron noticias de la invasión de Polonia. Retornaron a Londres ipso facto y allí Krystyna decidió presentarse, alentada por el escritor Frederick Voigt, en las oficinas del Servicio Secreto británico, pese a ser mujer, extranjera y haber pergeñado un plan kamikaze. Este consistía en infiltrarse en Varsovia para conseguir información de los alemanes e introducir propaganda desde Budapest. Todo esto cruzando los montes Tatras, la única frontera que no estaba vigilada por lo imposible que resultaba cruzarla en invierno.

Krystyna era una mujer de una aparente fragilidad, delgada y con una enfermedad crónica, pero poseía unas increíbles dotes de persuasión y un coraje inconmensurable. Su plan fue aceptado y, mientras su marido se dirigió a Finlandia para organizar acciones antinazis, ella marchó a una Budapest atestada de refugiados. Allí halló al gran amor de su vida, Andrzej Kowerski, un hombre alto y atractivo, que había perdido parte de una pierna durante una cacería antes de la guerra, pero que, pese a ello, perteneció a la la mítica Brigada Negra del ejército polaco que hizo frente a la invasión nazi. Cuando Krystina le conoció trabajaba como agente británico ayudando a escapar a miles de compatriotas.

Andrzej, que sabía que la misión de Krystina era suicida, la pone en contacto con el esquiador olímpico Jan Marusarz para que le ayudase a cruzar los Tatras. Jan y Krystina se enfrentaron a una travesía con temperaturas de menos 30 grados, tormentas de nieve que les sepultaban, ascensos de más de 2.500 metros… Y, lo peor de todo, los gritos de decenas de polacos que perecían intentando huir y la terrible visión de los cadáveres congelados que se fueron encontrando. Aquella odisea de ida y vuelta por los Tatras la repitió al menos seis veces en distintas misiones, lo que provocó cicatrices en los pulmones, que lejos de acomplejarla, le salvaron la vida en una ocasión.

De espía en Varsovia no pudo visitar nunca la casa de su madre, vigilada por judía y que jamás quiso moverse de su domicilio, ni abandonar su trabajo como profesora de francés en la clandestinidad. Esta Deméter sin su Penélope murió torturada por la Gestapo en la cárcel de Pawiak días después de que su hija saliese de Polonia.

Son innumerables los episodios arriesgadísimos en donde la audacia y el valor de Krystyna quedó patente. No es que fuese una mujer empoderada, es que ella era el empoderamiento en sí cuando el feminismo todavía no había inventado ese vocablo.

Las relaciones en tiempos de guerra se intensificaban y Krystyna tuvo amores con varios agentes a la vez que estaba casada con Jerzy Giżycki y compartía su vida con Andrzej Kowerski. Formó trío en Budapest con Andrzej y el conde Wladimir Ledóchowski, ambos amigos. El tercero en concordia era un ingeniero y hombre cultísimo que trabajó para la resistencia polaca y para los aliados en el norte de África. Acabó sus días como escritor en Sudáfrica.

Son insólitos los relatos sobre cómo al ser detenida en una ocasión, Krystina soltó su collar y empezó a gritar que eran diamantes para zafarse de unos policías eslovacos y así huir al bosque. O cuando engañó a la Gestapo al morderse la lengua y escupir sangre, haciéndose pasar por tuberculosa con una imagen radioscópica llena de boquetes en sus pulmones que causó pavor entre los nazis. O cuando subió al Col de Larche (casi 2.000 metros), megáfono en mano, para que toda una guarnición de polacos, obligados a servir a los nazis bajo amenazas de muerte, se amotinasen. O cuando una patrulla alemana la detuvo obligándole a levantar las manos y ella lo hizo con dos hermosas granadas al grito de “Soltadme o volamos todos”. O cuando el embajador británico en Hungría y su esposa la escritora Ann Bridge la sacaron de la embajada en un maletero y continuó el viaje hasta El Cairo en un Opel destartalado llevando en su poder un microfilm con las primeras imágenes de los tanques alemanes, en la frontera soviética, preparados para la Operación Barbarroja. Además, de a la capital egipcia, en sus misiones Krystyna se desplazó a Turquía –en Estambul coincide con su marido y le expresa su deseo de divorciarse. Él pasará a sustituirla en sus actividades de inteligencia en Hungría–, Siria y Palestina, hasta que la Dirección de Operaciones Especiales la envía al que fue su encargo más trascendental, ser parte de la Operación Dragón, el dispositivo que permitió el desembarco de los aliados en el sureste de Francia.

Para ello Krystyna viaja hasta Argel, ya que tendría que tirarse en paracaídas y es Andrzej quien le proporcionará el entrenamiento preciso. Él abandonó su vida en Londres y a la joven con la que convivía y voló a Argelia a su encuentro. Además del arte de saltar de un avión, instruyó a Krystyna en el manejo de armas y le enseñó a montar en bicicleta, algo a lo que ella se resistía.

Krystina se arrojó en paracaídas la noche del 6 al 7 de julio de 1944, con un fuerte viento, sobre un macizo rocoso rodeado de desfiladeros, bosques y cuevas en tierras francesas. Debía sustituir, dentro de la red de Francis Cammaerts –antiguo pacifista e hijo del poeta belga Émile Cammaerts–, a la británica Cecily Lefort, que había sido capturada por la Gestapo y deportada a Ravensbrück. Cammaerts, que dirigía los grupos de resistencia en la orilla izquierda del río Ródano, el este de los Alpes y a los maquis de Vercors, la encontró kilómetros más allá de lo previsto con la espalda destrozada.

Nunca le importó el sacrificio ni el dolor que la lucha infringía a su persona. Krystyna fue de una generosidad asombrosa y tuvo arrestos para liberar a sus compañeros Francis Cammaerts, Xan Fielding –quien años después sería el traductor al inglés de obras de Pierre Boulle como El puente sobre el río Kwai y El planeta de los simios, y del escritor, pastor y luchador de la resistencia griega George Psychoundakis– y Christian Sorensen, detenidos en Digne-les-Bains. Y lo hizo como lo que fue toda su vida: una valiente. Se presentó en la prisión con una extraordinaria sangre fría, tras recorrer más de 40 kilómetros en bicicleta, informó a los carceleros de que era una espía y les explicó que si soltaban a sus compañeros libraría a los captores de ser ahorcados cuando llegasen las tropas aliadas, de cuyo inminente desembarco les convenció. Horas antes de que los fueran a ejecutar los liberaron. Ella les esperaba con una sonrisa al volante de un coche para salir zingando. Así me la imagino yo, triunfante tras haber salvado a sus camaradas y no acuchillada en un viejo vestíbulo, precarizada, sin que nadie le hubiera proporcionado un empleo digno en tiempos de paz y sin que Andrzej la hubiese hecho su esposa, aunque luego pidiera ser enterrado junto a ella. La dignidad de Krystyna no la puede borrar ni la sangre ni la desidia. Ella estuvo siempre por encima de todo eso. Ella fue la dignidad en persona.

Fátima Frutos es agente de Igualdad y escritora.

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