Identidad

– ¿De dónde eres tú?
– De Cuba.
– ¿Y tus abuelos de dónde eran?
– De Cuba igual.
– ¿Y sus abuelos?
– No lo sé…

Mis tíos decían que la culpa de que yo viera una negra a mi lado era de mi madre por acostarse con un negro. La negra se reía a carcajadas cuando los escuchaba, pero ellos no la veían. Mi abuela me enseñó la Biblia y alisó mi pelo en cuanto pudo. Si hubiera podido cambiarme la nariz y los labios, lo hubiera hecho. De mi parte negra quedarán pocas cosas: la piel, el apellido y la carcajada fuerte. De parte del negro solo existía él y su padre, que conocí una vez. Era un médico de piel bien negra como los calderos, quien también tenía una hija muy negra igual. Pero esa gente era nada para mí.


Imagen generada por IA

La negra siguió apareciendo, a veces me miraba desde lejos. Yo hacía que no la veía, pero alcanzaba a ver que era una negra bien negra, negra carbón, con un culo enorme, petulante, siempre estaba vestida de blanco y se amarraba un trapo en la cabeza. Nunca le vi los pelos.

Una noche sentí que se sentaban en mi cama. Abrí los ojos y vi el bulto negro.
– ¿En esta casa no hay un tabaco? –dijo mirándome seria.
– ¡Vete de aquí, negra! –le grité. Pero ella hizo que no me oyó.
– Búscame un mocho de tabaco –volvió a decir.

Yo tenía miedo de la aparición, pero sentía que al final nos conocíamos de mucho tiempo. Me levanté y prendí las luces. La negra seguía ahí. Busqué entre las cosas de mi abuelo en la cocina y había un pedazo de tabaco. No sé por qué también agarré una botella que le quedaba un poco de ron, cogí la caja de fósforos y volví al cuarto. La negra estaba allí, olía a tabaco aun sin fumar. Lo encendió y le dio un jalón con la boca. Se dio un trago de la botella. A mí me molestaba el olor.
– ¿Qué quieres? –le dije.
No respondió, entonces abrí la Biblia y leí un salmo para que se espantara. Ella creyó que era un chiste y comenzó a reírse.
– Tú no sabes que yo vine al mundo a reírme –dijo.

Pensé infantilmente que también podía reírme y se lo dije para molestarla. Ella me contestó aún riéndose:
– Entonces ríete, coño. Ríete.
– ¡Negra de mierda, déjame en paz! –le grité.

Comenzó a cantar una plegaria que nunca había escuchado, pero me resultaba familiar, no sé por qué.
– Africana ven, africana ven, te estoy llamando. Si la luz redentora te llama…

Esa fue la primera vez que hablé con la negra Francisca.
– Mientras yo esté en el plano terrenal, nada malo puede pasarte –me dijo.
Ese día, sin yo saberlo, marcó el camino que recorrí para entender quién era yo.

Liberación

Siempre me gustó el pelo de las blancas, casi nunca se enredaba. Mi abuela me llenaba el pelo de grasa y después me pasaba un peine de hierro caliente que me lo alisaba, pero a las dos horas pasaba un aire y los pelos volvían a enmarañarse. Entonces me amarraba un trapo en la cabeza para que no me despeinara. Nunca me sentí distinta de mis amigas por la piel, siempre lo sentí por el pelo. Si íbamos al río, se reían de mí porque mi pelo no se mojaba como el de ellas. Hubo incluso quien me llamaba pelo de alambre. Si había una fiesta, siempre mi pelo me hacía quedar mal. Sus madres me decían: “Tienes que peinarte”, y mi autoestima de niña se iba a la mierda. Hasta las muñecas conspiraban contra mí, todas eran rubias en aquellos juegos de infancia.

Un día mi abuela determinó que debía alisarme el pelo, y fuimos con una peluquera que se vanagloriaba de haberle dejado el pelo totalmente lacio a muchas negras. En aquel entonces, también yo quería ser blanca y no opuse resistencia. Aquella cosa tenía un olor ácido y mi cráneo comenzó a arder insoportablemente. La recuerdo echándome agua en la cabeza y diciendo que era normal. Mi pelo largo y grueso se redujo a unas pocas hebras feas que se elasticaban. Después vino lo peor: poco a poco se me fue cayendo, me quedé casi sin pelos. Las raíces de mi pelo de negra salían sin pedir permiso y la crema tuve que ponerla cada dos meses. La punta de los monos que me quedaban era una cosa elástica que ni yo soportaba mirar. Me sentía fea, maldecía al mundo por no haber nacido con el pelo de mi madre o de mi abuela. Como no tenía una plancha de pelo, usaba la plancha de ropa para alisarme. Era obsesivo, ni siquiera por mí, por la sociedad que me rodeaba. Por suerte, Francisca apareció con su culo grande.

– El pelo es lo más lindo que tienen los negros –me dijo, y se quitó el trapo de la cabeza.

Unas trenzas largas cayeron por debajo de sus hombros. Entonces mandó que me cortara y corté todo lo que me quedaba de pelo frente al espejo. Las lágrimas caían al piso. Quedé como un hombre, más fea aún a mis ojos. En el fondo me sentía bien, sentía que me liberaba de algo. Tenía la sensación de que cerraba un ciclo de mi vida. Mi reflejo sí me gustaba, me daba paz, pero la gente no lo vería bien y yo no tenía la fuerza para enfrentarme. Mi abuela se limitó a decir:
– Ahora sí estás lista para irte a un palenque.
No me dejó entrar a la casa durante seis meses. Pero Francisca estaba a mi lado.
– Ofrécele tu pelo a Oshun, lánzalo al río –me dijo, y se las ingenió para encontrar soluciones.

Con el pelo corto aprendí a manejarlo desde cero. Disfruté cada paso de su crecimiento. Nunca más tuve que sufrir por una plancha. Francisca me enseñó a hacer mis cremas con sábila y quimbombó, a probar con cada cosa de la naturaleza lo que le gustaba a él. Realmente no necesitaba mucho para dominar mi pelo, que siempre fue catalogado como rebelde. En pocos meses creció. Yo encontré un pedazo de mí misma, ni negra ni blanca. Aprendí a aceptarme, luego a peinarme. De mis manos salían trenzas, roscas, rizos, turbantes. Hice las paces con mi pelo y a la vez conmigo misma.

Mis amigas, que no estaban adaptadas a verme así, me decían:
– Pareces una negra.
Yo respondía:
– Es lo que soy. Yo soy una negra.

Me empoderé como negra, con mi pelo de negra. Después, muchas de las que me criticaron querían saber cómo lo lograba para tener tanta diversidad en mi pelo. Francisca tenía razón, como siempre. El primer paso es aceptarse.

La intuición

También había cosas que yo no soportaba de Francisca. A veces me decía cosas bien pegadas al oído. Yo no quería escuchar, pero se metía dentro como intuición y no se iba. Creo que solo el que ha vivido esas cosas las entiende.

La primera vez que no le creí fue cuando me dijo que Leticia, mi mejor amiga, me iba a engañar. Le dije que estaba loca. Leticia era mi amiga desde que yo tengo conciencia. Era imposible creerle. A los dos días la encontré besándose con mi novio en un parque. Salí corriendo y me encerré a llorar en mi cuarto. Puso su culo grande en mi cama.
– Te lo dije.
– ¡Vete a la mierda, Francisca! –le grité.

Puso su cara de muerta, pero no se fue. Desde entonces le creo todo.

Una vez debía presentarme a una prueba para conseguir un trabajo muy importante. Yo creía que no podía lograrlo y se lo dije. Se puso seria.
– ¡Ahí vas a tener mocoró! Yo te digo que vas a poder.
– ¿Estás segura?
– ¡Vamos a ver si yo lo que digo son verdades! Ponle una guayaba madura a Eleguá y préndele una vela, pídele que te abra las puertas. ¡Vamos a ver si lo que yo digo son verdades! –se chupó el tabaco.
– Ah, y ponte a estudiar.
– Francisca, ¿quién es Eleguá?
– Eleguá es un niño que abre y cierra todos los caminos. Para que cualquier santo pueda obrar por uno hay que hablar con él primero –me dijo–. Hay que tener mucho cuidado con él porque es muy travieso.
– ¿Y tú lo conociste?
– ¿Pero cómo lo voy a conocer? Eleguá es un santo. Yo soy una muerta.
– ¿Y quién tú eras?
– No quiero recordar. Uno muere y reencarna muchas veces. Yo no soy de aquí ni de allá. Solo sé que tengo una misión. Cada uno de nosotros viene al mundo con una misión.

Dos semanas después me dieron la noticia: había aprobado. Mi nueva oficina me esperaba. También estudié, no puedo negarlo, estudié mucho, pero mi Francisca me ayudó a creer en mí. A veces ella no aparecía, pero se me pegaban las ganas de hacer algo con urgencia o de virar hacia atrás cuando iba por un camino, o decir algo o callar. Solo puedo decir que es maravilloso sentir que en verdad alguna cosa te protege en este mundo.

El viaje

Un día sentí el olor a tabaco llegar primero que ella. La esperé sentada a la mesa.
– Vengo a decirte que vas a hacer un viaje.
– No comiences con tus cosas. ¿Dónde voy a ir yo? –le dije.
– ¡Tú eres incrédula! ¿Cuándo yo he dicho mentira? Ahora comienza tu misión –me dijo.
– ¿Qué misión?
– La tuya –me miró con su cara de bruja y se fue.

Por la tarde me llamaron, tenía que hacer un viaje a Europa. Preparamos rápido y al mes estaba volando hacia Italia. Francisca me hizo prepararme yo misma una especie de resguardo envuelto en un pedazo de tela roja que nadie debía tocar más que yo, y según ella debía echarle perfume todas las semanas, esa negra y sus cosas. Lo primero que me llamó la atención cuando llegué era que todos eran blancos, había pocos negros, yo nunca había salido de mi país, los pocos negros que vi dormían en las calles, era invierno y el frío era constante. Estuve varios días en casa y un día decidí salir a caminar sin alejarme demasiado del quartiere San Lorenzo, donde quedaba mi estancia. Llegué a la Piazza Vittorio, era un gran parque, a sus alrededores había muchos negros, fue una sensación tan extraña para mí, éramos iguales y diferentes al mismo tiempo, no resistíamos a no mirarnos, yo veía por primera vez africanos nativos, ellos me miraban, yo podía leer sus pensamientos.
—¿De dónde saliste tú? La pregunta me llegaba sobre cada mirada.
Era la primera vez que veía tantas personas con la piel tan negra, en mi tierra abundan los mulatos, fue la primera vez que entendí que la parte incompleta que sentía dentro de mí era mi parte negra. ¿Cómo era posible que yo, siendo negra, ni siquiera supiera de dónde venían los padres de ese negro que era mi abuelo? Era para mí como una especie de burla. La familia de mis abuelos negros nunca los conocí. Tenía que venir tan lejos de mi tierra para entender que los negros somos todos iguales, aun hoy somos números en tierra de blancos, sentí el impacto de África sobre mí, el impacto de los espíritus de los esclavos que flotan sobre todos nosotros y nos acercaban. A pesar de todo, entendí que somos la misma cosa aquí o allá, que la desigualdad racial vive y vivirá siempre hasta que entendamos que ninguno de nosotros puede descansar mientras existan negros explotados sobre la faz de la tierra. En Europa me sentí negra, sobre todo porque los blancos te lo hacen sentir, no todos, hay personas maravillosas que creen en la existencia de la raza humana, pero siempre hubo quien se quitó de la acera porque yo pasaba, quien me hizo sentir que tenía lepra con un comportamiento determinado, quien pensó que yo podría asaltarlo en plena calle, recuerdo que en los mercados me sentía vigilada indirectamente, todo por mi color de piel. Me di la tarea de informarme, busqué información que nunca me había importado. ¿De dónde provenían los esclavos que llegaron a mi país? ¿Qué religión tenían? ¿Cuándo se abolió la esclavitud? Historia y realidad de África. ¿Quién era Francisca? ¡Cultura! ¡Música! Entonces pensé que quizás tuve suerte por haber nacido en América y no en África. Aun hay negros analfabetos en pleno 2025, que son incapaces de identificar su país en un mapa. No sé si sea prudente sentir odio, la realidad es que son cosas indignantes, las riquezas de mucha gente blanca fueron labradas sobre los cadáveres de nuestros abuelos y hoy en día la historia continúa. Nadie habla en la TV sobre la guerra en Sudán, la explotación del Congo, la situación de Haití, los asesinatos en Libia de los negros que intentan llegar a Europa, el racismo que pretenden ocultar en los países latinos. Amo a mi familia blanca pero creo que como mestiza exijo mi derecho y mi deber de amar igual a la negra, solo así he logrado definir quién soy, soy la mezcla de los dos colores y como tal la esperanza de que un mundo más justo es posible.

Irmaida Matos


Compártelo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *