Fuente: Iniciativa Debate/Carlos Delgado
Mira que era canalla este Aute. Irse así. Irse ahora, en plena pandemia; en medio de este maldito baile de muertos por el coronabicho. Ahora que las cifras hieren como amenazas. Ahora que nos piden que no nos toquemos la cara, que es como pedirnos que no lloremos. Ahora que estamos lejos unos de otras, que no podemos abrazarnos, que no nos dejan reunirnos ni para despedir a los que queremos. Ahora que si confinamiento, que si prohibiciones, que si alarma y excepción. Ahora es cuando se nos ha ido uno de los artistas más queridos de las Españas, el hombre que nos enseñó que vivir es más que un derecho; es el deber de no claudicar. Ahora, cuando no podemos despedirlo como merece, nos ha dejado.
Y nos ha dejado conmocionados. Al menos, a mí. Suelo esquivar la primera persona del singular, pero para confesar hay que personalizar: hacía mucho tiempo que una muerte no me impactaba tanto. En mitad de toda esta emergencia, de esta escasez de certezas, de tanta añoranza de normalidad, la noticia de su fallecimiento me ha noqueado. Aislado, uno se vuelve más frágil emocionalmente. Y si de algo sabía más que nadie Luis Eduardo Aute es de contar y suscitar emociones. Era un maestro de la sensibilidad, fiel notario de los sentimientos más íntimos, un corresponsal de la ternura. Nos demostró que la letra no entra con sangre, sino con música. Buena parte de una generación —la mía; boomers, nos llaman ahora— despertamos a la adolescencia y a la juventud con sus canciones. Con él hemos bailado y nos hemos besado y magreado. Hemos hecho el amor y hemos follado. Unas se han quitado el vestido, las flores y las trampas, y otros nos hemos entregado a la pasión sin dejar intacto ni un poro en la batalla. Nos hemos querido y nos hemos peleado. Hemos reído y llorado. Hemos aprendido a conocer y a olvidar. Así en el goce como en la pena, en el ansia como en la calma, en la devoción y en el desengaño, siempre ha habido una canción suya para sintonizar con nuestro estado de ánimo. Con Aute, hasta el onanismo tenía su hueco y dejaba de ser vicio para convertirse en lírico homenaje al ser amado o deseado (ahí está Dentro para ser escuchada con atención). Pocos artistas han llegado a semejante comunión casi espiritual con su público. Cada metáfora suya guarda un retazo de nuestras vivencias. De algún modo, una parte de esas vivencias se nos ha ido con él. Y de ahí, el shock, la congoixa y hasta las lágrimas.
Al Aute cantautor lo conocí, como tantos otros, por Al Alba. Y también, como tanta otra gente, se la escuché primero a Rosa León. Un temazo. Mil veces más digno de considerarse himno de la Transición que el cursi y enlatado Libertad sin ira que el relato oficial trata de vender a quienes no la vivieron. Jamás una canción tan desgarradoramente triste fue más coreada y más reivindicada como símbolo de protesta contra el régimen funesto que, pensábamos entonces, había quedado atrás. Es cita obligada y principal en cualquier repertorio de la época que se precie. Al Alba aparte, no descubrí a Aute hasta su Entre amigos de 1983, un doble en directo que compró mi hermana y que debe de ser unos de los vinilos más sobados y rayados que giraron en el estéreo familiar. Así conocí Anda, Las cuatro y diez, De alguna manera, De paso, la mencionada Dentro, Pasaba por aquí, Queda la música y otras igual de inigualables que vinieron después y que se han ido enredando con los años entre mis recuerdos; La belleza, Me va la vida en ello o Sin tu latido, por citar solo algunas. Esas poesías y melodías acompañan todo un catálogo de momentos vitales almacenados como un collage en el álbum de mi memoria, inseparables los unos de las otras. Cualquier opinión mía sobre su obra será siempre parcial.
Pero su obra no es solo poética y musical. Su talento cultivó también otras artes: pintura, escultura, cine… Poco o nada puedo decir de esas otras facetas, salvo señalar que parece haber un denominador común en todas ellas: el erotismo. Para Aute, lo erótico y lo sagrado eran una misma cosa. Su afán por la sensualidad puede, para los gustos más conservadores, llegar a rayar en lo violento o inadecuado (una vez vi a una mujer de mi quinta, desnuda y en mis brazos, ruborizarse medio escandalizada al escuchar Mojándolo todo). El desnudo sin tapujos, franco y natural es una constante en sus pinturas. La carne está siempre presente; es el nudo principal de sus composiciones, ya sean poéticas o pictóricas. Con «sus pinturas» me refiero, por cierto, a las que yo conozco, que debo reconocer que no son demasiadas.
Precisamente de una exposición suya guardo la única anécdota personal que tengo de él. Fue en el año 87, en la muestra que acompañaba a su disco Templo, seguramente su trabajo más personal. Acudí a la galería, una pequeña sala en Madrid, con la que entonces era mi chica (no sé si lo de ‘mi chica’ hoy sonará raro, pero en aquellos locos Ochenta, la palabra ‘novia’ era casi tabú). Mejor dicho: me dejé arrastrar hasta allí por ella. Gemma, que así se llamaba la bella —un abrazo fuerte, querida, estés donde estés—, tenía además de curiosidad un interés académico: un trabajo para la facul. Tras visitar la exposición, nos acercamos a saludar al artista, que como anfitrión hizo gala de un trato exquisito. Me pareció una persona llana y accesible, con cero ínfulas. En mitad de nuestra pequeña conversación, se coló en el local un gitanillo que no tendría más de siete u ocho años y comenzó a alborotar. Inmediatamente, Eduardo se agachó hasta él para tratar de calmarlo, con una dulzura que me conmovió. Le preguntó si podía ayudarlo, si necesitaba dinero o comida. Aquella dulzura no fue correspondida, pero esa parte de la historia vale más callarla. Me quedo con el gesto y con la humanidad que transmitió aquel acuclillarse para ponerse a la altura de los ojos del niño.
Quienes lo conocieron coinciden en que Aute era alguien sencillo y tímido que no acababa de encajar la etiqueta de sex symbol que el éxito le había colocado. La verdad es que su imagen de varón sensible, tan alejada del estereotipo patrio, le granjeó muchas simpatías; femeninas y masculinas. Las camisas rosas a medio abotonar se pusieron de moda. Yo mismo tuve varias.
Hoy ya no está. Nos queda su obra, enorme, que nos habla de una persona trabajadora, meticulosa y constante, fiel a sí misma y, sobre todo, sensible y tierna como pocas. Y nos queda su ejemplo: el del hombre de paz que se definía a sí mismo como enemigo de la guerra y su reverso, la medalla. Y nos queda el recuerdo, cosido al alma, aunque hoy un poco más lejano, de tantos momentos íntimos que vivimos mecidos por sus canciones.
Si los lunes ya son tristes, este de hoy es más lunes que nunca. Porque ha amanecido nublado. Porque es ya el cuarto lunes de confinamiento. Y más que nada, porque es el primer lunes sin Aute. Por eso, en esta mañana gris, sigo su consejo y hago lo que me pide el alma: agarrarme a la guitarra. De alguna manera tendré que recordarle. Que el polvo o la ceniza te sean leves, maestro. Ve en paz y encuentra tu Albanta.