Francia: 9 Termidor: el golpe de estado reaccionario contra el pueblo…

Fuente: http://cuestionatelotodo.blogspot.com/2020/07/el-9-termidor-el-golpe-de-estado-contra.html                             Publicado por J.L.F.                                                                         29 DE JULIO DE 2020

Cuestionatelotodo

 

El 9 Termidor: el golpe de estado reaccionario contra el pueblo revolucionario de Francia y los jacobinos (según la biografía de M. Robespierre del soviético Albert Manfred)

El 28 de julio de 1794 (10 de Termidor según el calendario revolucionario francés), serían guillotinados los miembros del Comité de Salvación Pública cuya principal figura era el conocido como «el incorruptible», Maximilien de Robespierre, el amado por los sants-culottes y por los más desfavorecidos del pueblo.

La detención de Robespierre,  Emile Larcher

El día anterior, 9 Termidor, la burguesía daba un golpe de estado contra el pueblo francés acabando con el proceso revolucionario que había alcanzado sus máximas cotas con la dirección del Comité de Salvación Pública de Robespierre, Saint Just y Couthon.


El golpe de la reacción contra la revolución lo cuenta magistralmente el autor soviético Albert Z. Manfred, en una de las mejores biografías de Maximilien Robespierre, que formaba parte de su obra “Tres retratos de la Revolución Francesa”, editada por Editorial Progreso (Moscú), en 1979. Reproducimos el relato tras esta entradilla.

Como resumen, en estas últimas horas de Robespierre, Manfred nos cuenta como el pueblo de París salió a la calle a defender a los revolucionarios contra los enemigos de la Revolución, a pesar de que, posiblemente debido a su falta de organización y a las maniobras de los reaccionarios, finalmente los privilegiados se salieron con la suya.

Esto supuso, como afirmaba el propio Robespierre en el momento de su detención, «la muerte de la República y el comienzo del reinado de los bandidos», ya que, como explica el autor del libro que tratamos, la burguesía, una vez se había derrocado del poder a la aristocracia y minado el feudalismo con el apoyo del Pueblo, se convirtió en la clase dirigente y necesitaba frenar el proceso revolucionario que, bajo la batuta de Robespierre, Saint Just, Couthon o Marat, había llevado a las masas populares  y a los más desfavorecidos a sus más altas cotas de libertad y derechos.

Sin embargo, faltaba todavía mucho para que se alcanzara la madurez política y que las condiciones sistémicas, iniciadas entonces con el triunfo de la burguesía contra el feudalismo, hicieran que apareciera el sujeto revolucionario capaz de dar un paso más en la lucha contra toda explotación, el proletariado, surgido en el capitalismo y destinado a acabar con él. El propio Marx, como también más tarde Lenin, estudiaron el ejemplo del pueblo francés, especialmente la figura de Robespierre y los jacobinos, considerando que, en resumidasd cuentas,  habían errado al intentar instaurar la igualdad en el plano político sin que el desarrollo social y económico lo permitiera. La República democrática solamente era posible si se superaban las desigualdades sociales típicas del régimen burgués. El gobierno jacobino fue, no obstante, un ensayo de lo que podría ser una futura sociedad regida por los principios del proletariado y solamente plausible cuando lo permitiese el desarrollo de las fuerzas productivas.

Por ello, tanto los revolucionarios bolcheviques, como también las masas populares francesas con ansías de justicia y libertad posteriores al 9 Termidor, en la Comuna de París, en la Resistencia Francesa, en los actuales «chalecos amarillos», se han inspirado en la Revolución y en los jacobinos, teniendo por seguro que la Revolución Francesa, especialmente el periodo representado por la dirección de Robespierre, fue un paso de gigante en la historia de la lucha de clases y en el camino hacia un mundo sin privilegios, sin explotadores y explotados y pleno de Igualdad, libertad y fraternidad.

Para terminar, ni que decir tiene que la denigración brutal de la figura de Robespierre por la burguesía y el capital no es más que otra muestra más del odio que tienen sus representantes por todos los que dirigieron al pueblo en su lucha contra los privilegios y las minoriás parasitas, como sucedió después con Lenin, Stalin, Mao o cualquier otro líder revolucionario que haya puesto en jaque el dominio de la minoria burguesa parasitarias sobre las masas trabajadoras productivas.

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Fragmento del estudio sobre Maximilien Robespierre, de Albert Z. Manfred, sobre los últimos días del líder revolucionario:

«El Debate en la Convención se reinició en la mañana del 9 termidor (27 de julio) en la repleta sala de sesiones de la Convención. En esos últimos días de julio en París hacía mucho calor. Desde la mañana el calor era bochornoso. Pero  de todos modos, a pesar de esa atmósfera sofocante, la sala de sesiones,  las galerías estaban abarrotadas de gente que esperaba en silencio.

Saint-Just subió a la tribuna sereno, seguro de sí mismo. Comenzó el informe con un tono frío y reservado: había subido a la tribuna para desenmascarar a los conspiradores y revelar todos sus delitos…

Collot d‟Herbois presidía la sesión. Había participado en las reuniones  nocturnas y era cómplice de la conspiración urdida en secreto. Antiguo  actor profesional y autor de muchas tragedias y dramas que el repertorio teatral no ha conservado, no pudo sobreponerse al vanidoso orgullo  por el papel realmente decisivo que ese día le asignó la historia. En esos  momentos Collot d‟Herbois todavía desconocía las consecuencias que  para él mismo tendrían los acontecimientos de esa memorable mañana  brumosa de julio y se esmeraba, con la sincera inspiración de un actor  embriagado por su primer papel importante.

No permitió que Saint-Just pronunciara las palabras decisivas.  Los conspiradores, actuando según el plan que habían preparado escrupulosamente de antemano, en la increíble atmósfera de confusión y ruido creada por ellos en la sala, se sucedían uno tras otro en la tribuna. Collot d‟Herbois, abusando de sus atribuciones de presidente de la sesión, interrumpió la intervención de Saint-Just y le concedió la palabra a Billaud-Varenne, quien fue sucedido por Tallien. Manchado de la cabeza a los pies por la sangre de sus víctimas, acusado de malversación,  soborno y robo, ese delincuente, ya excluido del Club de los Jacobinos,  no comenzó a hablar de sus delitos, sino que con fingida indignación

empezó a “protestar” contra la tiranía de Robespierre y Saint-Just, y la  propensión de éstos al terrorismo. Los conspiradores se apresuraron a  culpar de sus propios delitos a los dirigentes del Gobierno revolucionario. Robespierre trató inútilmente que le concedieran la palabra.

—Por última vez, presidente de los asesinos, exijo la palabra, exclamó  Robespierre dirigiéndose a Collot d‟Herbois. Pero este acalló su voz  con la campanilla. Los cómplices nocturnos habían acordado, ante todo,  no concederle de ninguna manera la palabra ni a Saint-Just ni a Robespierre.
Saint-Just seguía sobre la tribuna, puesto que no había podido hacer uso  de su derecho a la palabra. Tampoco había podido leer el informe que  había preparado. Sacudía entre sus manos las hojas que había escrito.

Saint-Just observaba esa representación meticulosamente preparada, esa farsa de mala calidad, en la que se podía predecir de manera inequívoca cada una de las acciones siguientes.

¿Por qué permitió tan fácilmente, sin discutir, que ese despreciable  Tallien le negara con insolencia su derecho a la palabra? ¿Quizás esperaba que le llegara su tumo? ¿Por qué tanta paciencia?  Jamás conoceremos las respuestas a estas preguntas. Con una sonrisa  burlona y despectiva en los labios  Sobre la tribuna se sucedieron Billaud-Varenne, Vadier, Barére.  Sus intervenciones fueron vagas y ninguno se decidió a decir lo principal; les faltaba valor para hacerlo. Sólo cuando un tal Louchet, un insignificante al que nadie conocía, desde arriba, quizás desde las galerías, demandó a gritos el arresto de Robespierre, la sala quedó estupefacta durante un instante. Reinó el silencio. Luego los conspiradores, mediante ruidosas exclamaciones y aplausos, en una situación de creciente caos y confusión, apoyaron con entusiasmo la propuesta de Louchet. Ese era su objetivo principal.

Más tarde Collot d‟Herbois afirmó que la Convención votó esa proposición. Eso puede ser cierto o no. El famoso N° 311 del Moniteur, que fue el primero en relatar los acontecimientos del 9 termidor, no esclarece estos detalles. Más tarde Gérard Wlater trató de comparar los testimonios del Moniteur con los datos del Courrier de l’Egalité y de otras fuentes, pero estuvo muy lejos de ser el primero en intentar reconstruir un cuadro más completo de aquellos tristemente célebres sucesos históricos. Sin embargo, incluso después de ese estudio, respecto a ellos siguen existiendo aspectos imprecisos, contradictorios y confusos. ¿Pero acaso estos detalles tuvieron un significado esencial?

Por otra parte hay que admitir como algo perfectamente verosímil el  hecho de que “el pantano”, que constituía la amplia mayoría de los  miembros de la Convención y siempre seguía a aquellos que eran más  fuertes, “el pantano”, que hasta el día anterior había aplaudido a Robespierre, el 9 termidor, después de todo lo ocurrido, se virara a favor de los enemigos del Incorruptible, e incluso que, en caso de necesidad,  votara con ligereza contra él.

Ese día el sentimiento fundamental que determinaba la conducta de lo  miembros de la Convención era el miedo; el miedo unía y cohesionaba  a toda la mayoría antirrobespierrista que se distinguía tan claramente en  la sala. En esta partida, en la que estaban en juego las cabezas, la propuesta del desconocido Louchet fue aprobada de manera tan unánime ante todo porque significaba que las cabezas que caerían no serían las de ellos, las de los delincuentes y sus cómplices, las de toda esa banda de malhechores, que temblaba ante la perspectiva de tener que responder por todas sus fechorías y crímenes, sino las de sus acusadores.Los conspiradores aplaudían y emitían fuertes gritos. No podían ocultar la alegría que los dominaba por haber logrado llevar a cabo con éxito  esa operación increíblemente difícil, casi irrealizable. Su regocijo era  enorme, igual que el de los piratas que se apoderan de un navío y envían al cadalso a aquellos que poseen las pruebas irrefutables de sus  delitos.

Augustin, el hermano menor de Robespierre, declaró que compartiendo las virtudes de su hermano quería también compartir su suerte.  “Exijo  el decreto de acusación”. Esta exigencia fue satisfecha de inmediato.  También fue decretado el arresto de Saint-Just, Couthon, Lebas. Ya  antes se había decretado también el arresto de Hanriot y de Dumas,  presidente del Tribunal Revolucionario.

“La República ha muerto. Ha comenzado el reinado de los bandidos” —dijo Robespierre al descender hacia la reja de la Convención. Eran las seis de la tarde. El presidente declaró suspendida la sesión
hasta las siete

Pero en esa hora, en la que los conspiradores se convirtieron en los  rectores de los destinos de la República, en sus dirigentes, en los intérpretes de la voluntad del pueblo, cuando sin ocultar su júbilo celebraban ruidosamente su victoria con una suculenta cena, mientras alzaban sus embriagadoras copas de vino, en esa hora de su triunfo y su éxtasis ocurrió lo imprevisible.

Ante todo, al Comité de Seguridad General, a disposición del cual habían quedado los arrestados, no le resultó fácil recluirlos en las cárceles.  Robespierre fue enviado a la cárcel de Luxembourg, pero el jefe de la  prisión, al enterarse de quién era el preso que le enviaban, se negó a  recluirlo. ¿Encerrar a Robespierre en la prisión? ¡Jamás lo consentiría!  Fue necesario trasladar a Robespierre al edificio de la Prefectura de  Policía. Allí lo aceptaron, pero con todas las muestras del más profundo  respeto. Algo similar ocurrió también con Couthon, con Saint-Just y  con Lebas.

Pero lo principal no fue eso. El pueblo de París, los sans-culottes de la capital, la gente sencilla de los barrios populares, los soldados, los artilleros, al enterarse de lo ocurrido se alzaron en defensa de Robespierre y sus compañeros. La Comuna de París, el Club de los Jacobinos y varias secciones declararon ilegales los actos de los conspiradores, que se escudaban con el nombre de la Convención, y llamaron al pueblo a sublevarse. El pueblo liberó a los líderes de la Revolución que se encontraban en diferentes lugares de reclusión y los trasladó, por separado, al edificio de la alcaldía, sede de la Comuna de París.

Fue una insurrección popular que surgió espontáneamente, sin dirigentes, sin ningún plan de acción (no podía haber plan puesto que la sublevación fue espontánea).   Durante toda la noche del 9 termidor los platillos de la balanza oscilaron inclinándose hacia una u otra parte.

Hubo un momento en que la balanza pareció inclinarse a favor del pueblo insurrecto. Hanriot, quien inicialmente había sido arrestado por los  gendarmes, fue liberado por Coffinhal y comenzó a agrupar con rapidez  a las fuerzas armadas. Los artilleros y la Guardia Nacional se pronunciaron contra los sediciosos de la Convención. La superioridad militar  estaba claramente del lado del pueblo. Hubo un momento en que los  conspiradores creyeron que todo estaba perdido para ellos. Durante la  sesión nocturna a Barras, investido de plenos poderes, le comunicaron  que Coffinhal, al mando de una numerosa columna de fuerzas armadas,  avanzaba hacia la Convención. Efectivamente, Coffinhal, con el apoyo  de las tropas leales, sin encontrar resistencia, avanzaba con rapidez.  Pero en el último momento, en lugar de arrestar a los conspiradores, ya  listos para dispersarse, se dirigió hacia el Comité de Salvación Pública, lo ocupó, pero al no encontrar allí ni a Amar ni a Vadier, comenzó a buscarlos y luego ordenó a las tropas regresar a la plaza de la Alcaldía.

Se cometieron muchos errores, fallos burdos, pero lo principal fue que  se perdió tiempo. Fleuriot-Lescot y Payan se sentían seguros en las  maravillosas salas con altos techos decorados del edificio de la Alcaldía  y perdieron mucho tiempo redactando llamamientos al pueblo. Pero en  esas horas decisivas de la historia lo que hacía falta no eran llamamientos ni palabras, sino acciones. Miles, o quizás decenas de miles de personas —soldados, artilleros armados, miembros de la Guardia Nacional, sans-culottes, trabajadores— permanecían en la plaza frente a la Alcaldía, esperando la orden de pasar a la acción.

Los conspiradores no perdieron tiempo. Comprendían perfectamente que otra vez estaban en juego sus cabezas. Escudándose con el nombre de la Convención aprobaron una resolución que declaraba fuera de la ley a Robespierre y a sus compañeros. Ese acto bandidesco los liberaba de la necesidad de juzgar a los dirigentes del Gobierno revolucionario, que era lo que más temían. Para ellos lo más terrible era que Robespierre y Saint-Just tuvieran oportunidad de hablar y relatar la verdad. Enviaron emisarios a todas las secciones burguesas de París, a todas las unidades militares que les eran leales.

Enviaron emisarios a todas las secciones burguesas de París, a todas las unidades militares que les eran leales. Aproximadamente a las once de la noche en la sala de la Alcaldía se reunieron Maximilien de Robespierre, su hermano menor, Saint-Just, Lebas, Hanriot; más tarde fue traído Couthon. Los líderes revolucionarios estaban de nuevo en libertad, todos juntos, entre amigos, y en la plaza los defendía el pueblo.

Estatua del revolucionario francés Maximilien Robespierre,
de la escultora rusa Beatrice Y. Sandomirskaya (1894-1974).
Fue inaugurada el 3 de noviembre de 1918 y destruida
cuatro días más tarde por los contrarrevolucionarios

Aparentemente los platillos de la balanza habían vuelto a inclinarse de manera brusca y la historia universal estaba a punto de realizar uno de sus virajes más vertiginosos.

Por lo visto, durante cierto tiempo Robespierre permaneció estupefactoo cuando vio que el pueblo, guiado por su acertado instinto, había comprendido de qué lado estaba la verdad, se incorporó a la lucha, dispuesto a empezar todo de nuevo.

Se ha escrito que, supuestamente, durante sus últimas horas Robespierre se sintió atormentado por las dudas cerca de la legalidad de sus actos. Mathiez demostró de manera irrefutable el carácter infundado d esas afirmaciones.221 No era la Convención “legal”, sino esos líderes revolucionarios, declarados fuera de la ley por la misma, los que representaban a la Revolución en esas últimas horas de su existencia. Cuando hubo que firmar un llamamiento al ejército surgió la interrogante: ¿a nombre de quién firmarlo? “A nombre de la Convención, ¿acaso ella no está siempre donde estamos nosotros?” —exclamó Couthon. “No —respondió Robespierre después de una breve reflexión—, mejor será a nombre del pueblo francés”. Durante sus últimas horas de vida siguieron siendo los mismos de siempre: grandes revolucionarios, libres de todo tipo de dogmas jurídico-formales, para los que el nombre del pueblo francés estaba por encima de las instituciones constitucionales más prestigiosas.

Pero ya era tarde. A causa de una traición una de las unidades de las tropas contrarrevolucionarias penetró en el edificio de la Alcaldía e irrumpió en la sala donde estaban reunidos los líderes de la Revolución. El gendarme Merda con un disparo de pistola le destrozó la mandíbula  a Robespierre. ¿Podían seguir resistiendo? Por lo visto, no tenía sentido. Así lo comprendieron los presentes en la sala. Lebas se pegó un tiro. El hermano menor de Robespierre saltó por la ventana, pero no se mató, sólo se lastimó. Todo había terminado. Sólo Saint-Just permaneció pensativo e indiferente. Por casualidad su mirada se posó sobre una tarja de mármol, que adornaba una de las  magníficas salas de la Alcaldía, que con letras de oro tenía tallado el texto de la Declaración de los derechos del hombre. Después de leer las primeras líneas (él se sabía de memoria también todas las siguientes) dijo con el mismo tono pensativo: “Pero a pesar de todo, esto lo hice

yo…”

¡Se los llevaron a todos! Las salas de la Alcaldía quedaron vacías. Muy  tarde por la madrugada estalló la tormenta que desde hacía mucho se  aproximaba.

Al día siguiente, sin juicio previo, Robespierre y sus compañeros, tanto  los vivos como los muertos, veintidós personas en total, fueron guillotinados en la Plaza de Gréve. Un día después, el 11 termidor, también sin juicio previo, fueron ejecutadas otras setenta y una personas. Se les acusó de formar parte del círculo de Robespierre.

Todo había culminado. La República había sido derrotada. Caía el telón. La tragedia romana había terminado. Ahora empezaba una nueva representación, comenzaba una nueva pieza: la historia prosaica y trivial del dominio de los negociantes, los especuladores, los malversadores, los ladrones, los asesinos, las prostitutas, los falsificadores de monedas, los cazadores de millones ajenos, convertidos en señores importantes y venerables, que dirigían la nueva sociedad e incluso intentaban a veces impartir algunas lecciones de moral».

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