Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2023/02/28/filosofia-y-marxismo-por-hugo-azcuy/
Este texto de Hugo Azcuy que presentamos a continuación fue publicado en la revista Pensamiento Crítico, número 43, agosto de 1970, pp. 205-213. (Instituto de Filosofía)
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Todo el que habla en nombre del marxismo se supone a sí mismo situado dentro de la teoría marxista. Y este es, realmente, el primer problema que tiene que afrontar quien asuma el marxismo como teoría y como ideología. Y usamos estos dos términos consecutivamente con toda intención; más adelante tendremos oportunidad de esclarecer el sentido de esta distinción.
Hace tiempo que la concepción positivista de la historia se ha desacreditado. La idea de que la objetividad histórica pueda consistir en la pura descripción de los hechos fue una de las ilusiones del siglo XIX y ha sido tan criticada que poco se puede decir sobre el tema que no sea un lugar común. Sabemos que el carácter de hecho histórico depende, en buena medida, de la selección del historiador, quien a su vez organiza y coordina los datos de que dispone —que siempre constituyen un pequeño fragmento de la realidad— de acuerdo a hipótesis previas que dan lugar a una determinada interpretación. Esto modifica el sentido de la objetividad, que ya no puede depender de un supuesto recuento desinteresado e inocente.
Para el rigor científico de la reconstrucción histórica son ahora decisivos los marcos teóricos y metodológicos. En buena medida estos marcos han sido impuestos por Marx, quien además, paradójicamente, puso al descubierto el carácter ideológico, clasista y partidario de toda filosofía y de toda teoría sobre la sociedad.
Asumir a Marx en esta complejidad, en su valor científico pero también en su valor ideológico, no es tarea fácil. El peso de la tradición cultural, la inmediatez de los intereses y la incapacidad para relacionarlos con el proyecto de futuro han promovido muchas reducciones cientificistas o ideologizantes o una mezcla sincrética de ambas.
Así, el marxismo también es objeto de interpretación histórica. Basta una rápida mirada retrospectiva a algunos de los que han escrito o actuado como marxistas para encontrarse con una profusión de incoherencias, y su origen no ha sido la ignorancia o la confusión, el consabido error atribuido al contrario. De aquí lo ridícula que resulta la crítica del relativismo a partir de la auto-atribución de un carácter científico a nuestras afirmaciones. Las afirmaciones son eso y nada más y no nos dan más derecho a nosotros que a los reclamos opuestos, excepto, por supuesto, si contamos con un elemento no previsto: la fuerza.
Estamos muy lejos de un relativismo gnoseológico, pero consideramos que su crítica no puede ser contemplativa o cientificista. No se puede refutar el escepticismo con demostraciones lógicas, porque solo probaremos nuestra razón realizándola. Este es el sentido de la tesis de Marx de que toda verdad fuera de la práctica es escolástica. Aquí la práctica no designa una realidad inmutable prexistente, sino la trasformación de la realidad a partir de nuestras expectativas, cuya validación solo podemos lograr a través de la acción consecuente.
Sabemos que Marx no estudió filosofía por una especial vocación hacia la especulación. Sus objetivos fundamentales eran políticos y en la filosofía iba a buscar precisamente estas claves. Sin embargo, ya en el periodo de la Gaceta Renana tuvo sus primeras perplejidades ante la distancia de lo aprendido y lo que acontecía. No era este un caso excepcional. Incluso en esa época ya el positivismo ponía de moda el rechazo de la metafísica para hacer una nueva metafísica.
Marx no se limitó al rechazo puro y simple de la filosofía, precisamente porque su crítica no estuvo dirigida contra ninguna manifestación particular de la filosofía; ni contra la metafísica ordenadora de los siglos XVII y XVIII, o el idealismo, o la escolástica. Se trataba de una trasformación radical de sus bases críticas. El desentendimiento de este punto de partida ha llevado más de una vez a hablar en nombre de Marx de manera premarxista. Aquí se hace indispensable referirnos a la génesis histórica de algunos pseudoproblemas que se convirtieron en el centro mismo de la filosofía.
Cuando los sofistas demolieron los fundamentos ingenuos de las cosmogonías griegas crearon un vacío teórico que cuestionaba la legitimidad de toda ideología. Al poner de relieve las diferencias psicofísicas de los hombres y la dependencia de las percepciones de estados subjetivos la sofística hacía, inevitablemente, de la verdad un asunto individual. Todo devenía relativo, se tornaba imposible la argumentación moral y la fundamentación consistente de las creencias comunes; se ponía entre paréntesis toda estabilidad. Sabemos que la pérdida de influencia y aceptación de esta filosofía coincidió con un momento trágico para el pueblo griego, un momento de disolución y caída. Después del periodo de la erística y la retórica, de la máxima de «el hombre es la medida de todas las cosas», el calificativo de sofista se convirtió en un estigma. En los grandes sistemas de la filosofía griega solo se hace referencia a ese modo de pensar como a una desgracia o a una humillación del espíritu humano. Así apareció el problema socrático, el problema de la gnosis.
Para Platón entonces no había otro camino más que el escogido: la investigación de los conceptos. Si la percepción sensible era fuente de mutación y desorden, de confusión e incertidumbre, los conceptos eran, por el contrario, expresión de lo estable y universal, de las verdaderas esencias. Pero esta polarización exigía una nueva fundamentación: la del valor de los conceptos. Hasta ese momento se suponía que el conocimiento valía en tanto que reproducía la realidad y este era y siguió siendo un dogma indiscutido. Cuando quedó establecido el carácter cambiante de la realidad se llegó, precisamente, a la única conclusión posible: la imposibilidad del conocimiento. Por eso Platón desdobla una investigación que en el fondo es única y crea así el problema metafísico: los conceptos valen porque reproducen, reflejan la auténtica realidad, el mundo de las ideas. La introducción de la cuestión metafísica (el ser o la existencia) en la investigación del conocimiento da lugar al idealismo, pero deja creado también el mecanismo para el materialismo.
Según Aristóteles, Platón caía en una duplicación que lo podía llevar al infinito. ¿Por qué imaginar un mundo de ideas para validar los conceptos? Platón determina la posibilidad del conocimiento en los conceptos y entonces le atribuye al ser las características de esta posibilidad. Aristóteles asume una posición materialista, pero hace lo mismo que Platón: crea su famosa silogística, de hecho la única lógica que hubo durante 23 siglos, y después dice que el ser es así. Por eso sus principios tienen una doble formulación, gnoseológica y ontológica: no podemos afirmar algo y su contrario de una misma cosa en un mismo tiempo y relación; una cosa no puede ser simultáneamente ella y su contrario.
Surgen así las dos grandes esferas que han constituido los temas centrales de la filosofía durante siglos: el ser y el pensar, la materia y el espíritu, ambas irreducibles entre sí y enlazadas por una relación simple en la que una de las partes puede reflejar o contemplar a la otra: el espíritu a la materia.
La filosofía ha pretendido siempre ser una última instancia del conocimiento. Sus temas han tenido una gran universalidad y no ha habido campo del saber que, para bien o para mal, no haya tocado de una u otra manera. Se nos presenta como una especie de resumen cultural de cada época o como la unificación de las estructuras aparentemente dispersas de las diferentes disciplinas de conocimiento. Por ello generalmente ha asumido las formas de las ciencias más adelantadas. Un ejemplo claro lo tenemos en la filosofía de los inicios de la época moderna. El cartesianismo pretendía universalizar el método matemático a la vez que ofrecía una perspectiva antropológica adecuada tanto o los supuestos gnoseológicos de la física moderna como a la teoría política y a la moral. Se suponía que la sociedad era una suma de individuos y que todos ellos eran esencialmente iguales entre sí, solo era necesario hacer la descripción de esta esencia y ya no había más nada que decir. Por eso Descartes comenzaba el Discurso del método afirmando que el buen sentido o la razón estaban distribuidos por igual en todos los hombres y que las desavenencias se originaban en el método.
La lógica filosófica de Platón y Aristóteles es la misma del liberalismo político, no importa que esta se presente siendo materialista o idealista; este es un problema totalmente secundario, como veremos más adelante.
Los filósofos nos decían cómo era el mundo y no cómo habían hecho los hombres el mundo. Recordemos que el espíritu, según la vieja fórmula, refleja o contempla al ser, se considere a este materia o idea, no es un problema más que de palabras con diferente sonido. En esta fórmula el ser era realmente, como habíamos visto, la consecuencia de una investigación previa; sin embargo, sujeto y objeto aparecían como dos lugares diferentes y opuestos por principio. En esta concepción no cabía la historia; la especulación sobre cada momento pretendía captar la identidad absoluta, lo eterno. Cuando por fin la historia hace su entrada con Hegel, es al precio de disolver la contradicción y entregarnos un absoluto determinado de principio a fin, que es la apología más descarnada de lo acontecido. No por casualidad para Hegel la historia termina con él.
El idealismo de Hegel, como todo idealismo, nos produce a primera vista una fuerte sensación de irrealidad. Feuerbach intentó enmendar esta especulación regresándola a la tierra. Volvió al viejo materialismo, y dio un paso atrás con relación a Hegel. En él aparece de nuevo la concepción materialista, las consideraciones en torno a un hombre genérico, la búsqueda de un individuo humano en sí en cuya organización sicofisiológica o en su sensibilidad está la clave de todo desenvolvimiento ulterior. Leyendo a Feuerbach tenemos a veces la impresión de leer a algunos «marxistas» del siglo XX que sienten la necesidad, para decirnos cómo es el hombre, de remontarse a la época de los homínidos y, aún más, de hablarnos de los periodos geológicos (…).
Poco le podía decir a Marx la alternativa materialismo-idealismo. Y eso no era producto del descubrimiento de una «nueva ciencia». La ciencia vino después, y nunca separada de la ideología porque con Marx se esfuma lo ilusión de la ciencia social pura y neutral. La «cabeza muerta» que era el hegelianismo solo revivía espasmódicamente en una crítica especulativa que apenas aludía desdeñosamente a la realidad; por otra parte, Feuerbach hablaba y hablaba de naturaleza y amor. Y, sin embargo, detrás del idealismo y el materialismo había un «denominador común».
La verdadera cuestión fundamental estaba en cómo expresaban Hegel y Feuerbach los intereses de su época, en descubrir detrás de sus enredos gnoseológicos una cierta pertenencia social y una determinada identificación de clase independiente de sus intenciones y buenos deseos. Solo entonces podría venir la valoración adecuada y la delimitación de los méritos científicos.
La pseudoalternativa materialismo-idealismo se convierte, así, en Marx, en la unidad ser social-ciencia social. Ya no se trata del ser, de la naturaleza o de la materia en sí, se trata de la producción y las relaciones sociales, de la industria y el comercio, de los medios productivos y la propiedad. Por lo tanto, el centro de atención ya no puede ser el hombre individual considerado como principio y fin. De nada nos sirve ya la sensopercepción como filosofía que nos enseña que cada individuo lo aprende todo desde el comienzo a través de la vista, el oído, etc. Tampoco el racionalismo que parte de unas cuantas abstracciones y pretende revelarnos todos los secretos.
Estas concepciones dieron hace tiempo lo que podían: los «valores eternos» del liberalismo burgués, la contradicción desgarradora entre lo que se dice y lo que es.
Para que la filosofía no siga siendo una ilusión, y hasta una estafa, podemos decir en algún caso, tiene que asumir estas verdades. Así lo hizo Marx al identificarse con la causa revolucionaria del proletariado. Cuando la filosofía nos oculta en su terminología lo que ella es, no por eso deja de ser eficaz, pero entonces sus armas son la astucia y el engaño y nos provoca sin que sepamos cómo ni a dónde.
El iluminismo pretendía esclarecer las cabezas como panacea universal. El cientificismo marxista (que adopta muy diversas formas: pedestres y cultas, ingenuas y malévolas) nos ilumina a veces con tanta intensidad que nos deja ciegos. Los materialistas franceses querían extirpar de las mentes los prejuicios religiosos con la «ilustración materialista». Veinte siglos antes, Epicuro quería lo mismo: acabar con la ignorancia y el miedo a la muerte. Ninguna expresión más bella de este punto de vista que el poema De rerum natura de Lucrecio Caro, escrito «un poco antes» del iluminismo francés. De todo esto dio Marx buena cuenta cuando dice que no se puede olvidar que los educadores deben ser educados. Para él la religión era el opio del pueblo y sus raíces no estaban en la ignorancia de la geografía o la paleontología o el evolucionismo biológico, sino en la realidad social, en los desgarramientos de una sociedad de clases, no de individuos, la cual daba a los explotados sus propios medios de consolación espiritual que, por supuesto, tenían que asumir también, con algún grado de seriedad y espontaneidad, los explotadores. En definitiva el materialismo francés pasó de moda y cumplió su tarea, que no fue por cierto la de acabar con la religión. Pero se nos quiere hacer pasar un «ateísmo científico» como algo marxista. Aquí se quiere hacer de la ciencia no un posible auxiliar en la lucha ideológica contra la religión —la que tiene, por otra parte, que tener como base la trasformación revolucionaria de las condiciones sociales— sino que se le convierte en el lugar mismo del combate, de tal manera que una vez más se trata de acabar con la «ignorancia». Todo viene desde la materia, se nos dice; la ciencia ha demostrado que ella es el principio de todas las cosas. Y los grandes científicos, los paleontólogos y los biólogos que han contribuido decisivamente a descifrarlos misterios de los orígenes de la vida y del hombre y, sin embargo, no han renunciado a sus dioses, ¿son tontos? ¿Están atrapados por el error y la ofuscación? A veces se habla de raíces gnoseológicas y raíces sociales, como si las «raíces gnoseológicas» pudieran ser asociales; eso solo sucede en la vieja filosofía, con la que Marx liquidó. Cuando Engels —teniendo en mente una fuerte corriente materialista que se desarrollaba por entonces en Alemania— insistía en que la materia era un concepto y por lo tanto una abstracción, una operación cognoscitiva y no una existencia en sí (nadie ha podido jamás tocar o ver «la materia») hacía ver lo que precisamente planteábamos desde el principio. ¿Cómo puede una categoría qnoseológica ser anterior o posterior al conocimiento? Claro que este problema es completamente diferente del de la existencia del sistema solar antes que el hombre, irrecusablemente demostrada por las ciencias particulares. La filosofía que se construye desconociendo verdades tan elementales no lo hace así por razones de ignorancia científica, sino de otro tipo, y aquí la ciencia ya no tiene mucho que hacer. Es como cuando cuatro naranjas tienen que dividirse entre dos y uno de ellos toma tres afirmando que son dos y el otro intenta convencerlo de que está equivocado con razonamientos matemáticos.
Solo parcialmente se refiere el conocimiento a lo que es, en buena parte se refiere a lo que puede llegar a ser, pero que todavía no es. Este es el sentido de toda la obra de Marx. Y también su liquidación crítica con el viejo pseudoproblema del determinismo y el libre albedrío. Los hombres están socialmente determinados, pero esas determinaciones no les son ajenas. Cuando Zenón el estoico le pegaba a un esclavo suyo, este le decía: «Mi amo, ¿por qué me pegas si yo estoy predestinado a ser malo?»; y Zenón le respondía: «Porque yo también estoy predestinado a pegarte»; quedaba la posibilidad de que con ese mismo argumento el esclavo matara a Zenón. Lo superfluo de esta justificación salta a la vista, aún más cuando se trata de promover la más grande revolución de la historia y cambiar los fundamentos mismos de la sociedad conocida hasta ahora. A esta posibilidad dedicó Marx su vida de científico y revolucionario, y demostró que la opción en uno u otro sentido, por acción u omisión, era inevitable para todos. La filosofía no es, por lo tanto, la llave maestra de un universo preexistente. Confundir el marxismo con un depósito de «la sabiduría», que una vez adquirido nos da respuestas para todo, es casi una burla y sería risible si no nos ofreciera tantos ejemplos de una agresiva y peligrosa pedantería.
La filosofía de Marx nos entrega un conjunto irrenunciable de hipótesis para el trabajo científico; pero su valor no consiste en que constituya un método universal previo a la ciencia misma. Cada ciencia tiene sus propios métodos, y a su vez estos son inseparables de su objeto. Las pretensiones escolásticas en este terreno terminan siempre por convertirse en un obstáculo para el desarrollo científico. Esta es una verdad que ya debiera estar más que aprendido, y no son pocas las lecciones de la historia.
La filosofía de Marx devela la magia de los conceptos de la que Hegel fue su exponente más destacado. La teoría que pretende captar nítidamente la realidad como ella es concluye necesariamente en la justificación del presente y en la conversión del pasado y del futuro en funciones o simples prolongaciones en un sentido u otro, de ese presente. Así sucede, por ejemplo, con las categorías de la economía burguesa o con la teoría hegeliana del estado. Lo que parece muy real no son más que abstracciones, supresiones del tiempo, conceptos que pretenden decirnos de una vez y para siempre lo que la economía o el estado son, porque en el afán de «saber» se elimina toda mediación histórica. Por eso la crítica de Marx a toda «teoría general» va acompañada de constantes burlas. ¿Qué es la propiedad en general? ¿Qué significa el estado en general?
El conocimiento teórico vale en tanto se une a una práctica histórica que es, en todo caso, determinante. El capital no es un mero ejercicio intelectual cuyas fórmulas nos descubren para siempre los secretos del capitalismo; es un intento esclarecedor para un camino ya tomado: el de la revolución proletaria. Por eso lo concreto no puede consistir en la descripción, que siempre es abstracta. Los conceptos tienen que abarcar las estructuras, las relaciones y, sobre todo, el sentido de la violencia que nos proponemos ejercer sobre lo actual. La teoría leninista del imperialismo no es un simple reflejo de la realidad, porque su función principal es la de darle un sentido a una voluntad y a una práctica revolucionaria que se inscribe en la trasformación de lo que es.
Cuando la teoría se define en estos términos todo absoluto se hace imposible. Los lugares comunes quedan problematizados y nuestra propia verdad resulta siempre incompleta, como incompleta es la realidad misma. Porque se trata siempre de lo que estamos haciendo.